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NÚMERO 118. La legislatura perdida de Rajoy y Rubalcaba y la ruptura del pacto constitucional de 1978

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19
domingo 15 de junio de 2014, 15:01h

Si las legislaturas parlamentarias tuvieran un apelativo más o menos nacido de la sabiduría popular, es decir que se conocieran no por su numeración ordinal sino por una adjetivación que las apellidara o calificara, la décima, que es en la que estamos, podría pasar a la historia como ‘La Perdida’. Y no tanto en el sentido de extraviada o desorientada -que también-, ni en el más peyorativo de calavera, tarambana, degenerada o depravada, sino en el de dilapidada o malgastada.

Una legislatura perdida políticamente por todos y para todo lo necesario políticamente. Aunque los resultados electorales del 20 de noviembre de 2011, derivados de una historia previa plagada de desentendimientos, despropósitos, corrupción, y errores contumaces, confirmaron con suma claridad la necesidad de abordar reformas profundas en el actual modelo de convivencia y en todo el entramado estructural, organizativo y funcional que lo sustenta.

Y es que, en esencia, aquella situación crítica fue la motivadora de que el PP, a pesar de la falta de carisma de Mariano Rajoy, obtuviera una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados de 186 escaños (con el 44,62% de los votos, en gran parte solo ‘prestados’ para erradicar el ‘zapaterismo’), confrontada a la derrota sin paliativos del PSOE, que obtuvo 110 escaños, 59 menos que en 2008 y su peor resultado en el régimen democrático (con un 28,76% de los votos). Y también la que alentó la aparición de nuevas fuerzas políticas que apuntaban en una doble dirección: por un lado a la caída del bipartidismo y por otro a fortalecer el proyecto soberanista en Cataluña y el País Vasco.

Tendencias reafirmadas con los resultados de las elecciones europeas del pasado 25 de mayo, después de dos años y medio de legislatura en efecto dilapidada. Comicios en los que el fenómeno de los partidos emergentes se coronó con la espectacular aparición de ‘Podemos’, que fue el cuarto más votado (entre los diez con representación parlamentaria) obteniendo el 7,97% de los votos y cinco escaños de los 54 en liza; al tiempo que en los territorios con exigencias independentistas barrían los partidos que habían hecho campaña a favor de la secesión, pasando el PP y el PSOE a ocupar posiciones secundarias.

Con la grave circunstancia añadida de que, bajo el deterioro del bipartidismo en el que de forma interesada se sustenta el actual modelo político, también subyace un menoscabo institucional en progreso, mucho más preocupante porque en sí mismo es el cáncer de la democracia. Y aquí hay que considerar la subordinación del poder judicial al poder político, la dependencia partidista del Tribunal Constitucional (junto a la de otros altos organismos del Estado carentes de la independencia necesaria para el ejercicio democrático de sus funciones), la dejación por parte del Jefe del Estado de su alta responsabilidad como árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones, el arrasamiento de los entes de representación social intermedia, los aforamientos, los indultos, los privilegios de todo tipo instrumentados en favor de la clase dirigente, el desbocado crecimiento de la corrupción…

El lamentable tiempo político sin retorno

En fin, toda una muestra y medida del tiempo lamentablemente perdido para las reformas políticas e institucionales y para el regeneracionismo que necesita la vida pública española. Un tiempo sin retorno que caracteriza de forma muy desmerecida a quienes lo dilapidan, en opinión de los grandes creadores y pensadores de todas las épocas y culturas, como ya hemos escrito en alguna otra ocasión.

Dante Alighieri, el poeta florentino más representativo del ‘dolce stil nuovo’ y uno de los precursores del Renacimiento, decía que “a quien más sabe es a quien más duele perder el tiempo”. Y Pietro Metastasio, el gran libretista de ópera nacido en Roma pero consagrado como tal en la corte de Viena, también advirtió cuatro siglos después que el tiempo siempre es infiel “a quien de él abusa”.

Unos años más tarde, Jovellanos, nuestro ilustrado jurista, escritor y político del siglo XVIII, reescribió con un mayor punto de crítica hacia el hombre poco trabajador: “Para el hombre laborioso, el tiempo es elástico y da para todo. Sólo falta el tiempo a quien sabe aprovecharlo”. Beethoven sostuvo, poco después, que “el tiempo es el bien más preciado para aquél que quiere ejecutar actos importantes”. Y Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, moralista francés pre-romántico muerto de forma prematura, afirmó: “Uno no ha nacido para la gloria, cuando uno no conoce el precio del tiempo”.

En otra consideración más notarial del factor tiempo, Eurípides dejó escrito: “El tiempo todo lo descubre. Es un gran charlatán, que habla sin ser preguntado”. Luis Vives reconoció que “el tiempo descubre lo que es falso y fingido, y da fuerza a la verdad”. Y el genial Charlot dejó sentenciado: “El tiempo es el mejor autor. ¡Siempre encuentra un final perfecto!”

Muchas son, pues, las expresiones del valor que los grandes hombres han dado a la utilización del tiempo a lo largo de la historia, sobre su buen uso y sobre las lamentaciones de su desperdicio vital. De forma que se podrían recoger miles y miles de sentencias, proverbios y aforismos al respecto, todos de sabio contenido, incuestionable alcance universal y con aplicación a todas las actividades del hombre.

Pero es en la política, entendida como arte o doctrina referente al gobierno de los Estados, donde la consideración del tiempo tiene un sentido especial, dado que, en ella, todo cuanto no es posible, es falso. De ahí, que el éxito y la trascendencia de los grandes políticos haya dependido tanto de su propia y particular aplicación temporal.

Y baste ilustrar esta aseveración recordando dos formas bien distintas de entender dicho factor en el ámbito de la política. Maquiavelo, por ejemplo, entendía que, en ella, “conviene ganar tiempo, porque el tiempo todo lo oculta y con él llegan lo mismo las prosperidades que los infortunios”. Mientras que Otto von Bismarck, artífice de la unidad alemana, consideraba esta diferencia en la perspectiva política del tiempo: “El político piensa en la próxima elección; el estadista en la próxima generación”

Pero, estando ya donde estamos, traspasada con mucho la media legislatura, abrumados por una crisis irresuelta en todos sus planos (socioeconómico, político e institucional), tras una clara llamada de atención sobre la descomposición del sistema de partidos en los últimos comicios europeos y con unas elecciones municipales y autonómicas de muy alto significado político a celebrar en mayo del próximo año, a quien hay que pedir cuentas sobre su sentido del tiempo y las oportunidades perdidas es básicamente al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y al aún jefe de la Oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba.

El Gobierno y la Oposición, en caída libre

Mucho se ha hablado de la forma en que uno y otro han entendido, o mejor ‘malentendido’, sus propios tiempos políticos. Y centrados primero en los de Rajoy, que es el que más manda, merece la pena recordar un artículo de opinión de Miguel Ángel Aguilar en el que hace unos meses advertía que llegaría el momento en el que los acontecimientos, que se suelen presentar de manera imprevisible, se adelantarían al presidente del Gobierno (El País 04/03/2014):

Los Tiempos de Rajoy

La llegada al poder produce efectos sobre quienes ingresan en ese círculo prodigioso. Por eso entre nosotros se ha hablado, por ejemplo, del síndrome de La Moncloa, que afecta a sus inquilinos y les lleva al aislamiento y a la desconexión con la realidad del país. El presidente queda limitado por el perímetro de los asesores de máxima confianza. La voluntad de mantener abiertos los contactos, si existiera, queda cercenada primero por razones de seguridad y, enseguida, de comodidad. La condición de inaccesible tiene capacidad de inducción electromagnética y favorece el carisma, incluso cuando el personaje es refractario al mismo. El poder es la distancia y la distancia se refuerza con el protocolo. El común de los mortales no puede saltarse el protocolo, actitud que tanto se celebra en los presidentes, por la elemental razón de que al público de a pie ningún protocolo lo protege. De que el protocolo se mantenga se ocupan los servicios de la presidencia, respaldados si fuera necesario por las fuerzas de orden público. El resultado es que el presidente, cuando sale extramuros de La Moncloa, lo hace dentro de la burbuja protectora de sus asesores, que lo preservan del contacto con el exterior.

Examinadas las condiciones de ingravidez, bajo las cuales discurre la circulación espacial del presidente en el transcurso de su vida política, conviene ahora atender a las coordenadas cronológicas. Porque la instalación en el poder lleva al presidente a considerar que adquiere una capacidad nueva, la de disponer a su libre albedrío de ese fluido inaprensible que es el tiempo cronológico. De ahí que ahora se diga de Mariano Rajoy que tiene sus tiempos, como se dijo también de sus antecesores en la presidencia. Pero esa pretensión de apropiarse del tiempo, de detenerlo o acelerarlo a voluntad, ni es absoluta ni es indefinida. Tiene limitaciones y fecha de caducidad. El transcurso del plazo para el cual el presidente ha sido elegido deriva sus efectos implacables y cuando queda fijado el momento improrrogable esa fantasmagoría salta por los aires. Es el fenómeno del pato cojo, que caracteriza el segundo mandato de los presidentes norteamericanos, sin posibilidad de optar a un tercer periodo. Pasaba en el servicio militar porque, según se aproximaba la fecha en que se produciría la licencia de los encuadrados, aumentaba la dificultad de sostener la disciplina.

Los exégetas del presidente, dispuestos a dar razón de su dontancredismo, se complacen con la referencia a que Rajoy tiene tiempo propio. Así explican cómo se ha sacado de la manga el candidato para la presidencia del PP de Andalucía, su silencio ante las realidades aducidas por los portavoces de los grupos parlamentarios en el reciente debate sobre el estado de la nación y su repliegue dialéctico cuando se indaga sobre sus proyectos, bajo el lema de que no conviene adelantar acontecimientos, lo mismo si se trata de la candidatura para las elecciones europeas o de la reforma fiscal. Pero los acontecimientos surgen de manera imprevisible y llegará el momento en que se le adelanten.

Pero la referencia que mejor puede dar la medida de cómo entiende Rajoy el tiempo político, es su comparación con Margaret Thatcher a la hora de abordar sus respectivas responsabilidades de gobierno. En la Newsletter 42 (Cuando los políticos no saben de la misa la media), publicada el 29 de diciembre de 2012, ya reprodujimos un comentario significativo sobre la pasividad manifiesta de Rajoy (por no hablar de vaguería) incluido por el profesor Jesús Fernández-Villaverde, catedrático de Economía en la Universidad de Pensilvania y miembro de FEDEA (Fundación de Estudios de Economía Aplicada), en la conferencia (‘La salida de la crisis: cómo y cuándo’) que pronunció el 21 de septiembre de 2012 en un encuentro de comunicación organizado en Madrid por el Club Empresarial ICADE y patrocinado por la Fundación Wellington. Fue así de lapidario:

Inglaterra cuando Margaret Thatcher gana las elecciones el 5 de mayo de 1971 está en una situación límite. Sin embargo Margaret Thatcher entiende que el Reino Unido tiene que ser la solución y acomete lo que hay que hacer. Un solo ejemplo brutal de la diferencia entre Rajoy y Margaret Thatcher:

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      • Margaret Thatcher gana las elecciones el 5 de mayo; el 6 de mayo por la noche anuncia su Gobierno; el 8 de mayo por la mañana presenta su presupuesto.
      •  Rajoy gana las elecciones el 20 de noviembre; anuncia su gobierno el 20 de diciembre y el presupuesto tiene que esperar hasta las elecciones andaluzas.

¿Necesita alguien decir algo más?

Y también hemos advertido en otra ocasión que esa ‘insuficiencia’ orgánica o vital de Rajoy para posicionarse y actuar en varios planos a la vez y su incapacidad para analizar la crisis bajo una perspectiva múltiple, cosa que requiere una ‘inteligencia divergente’ más propia del creativo que de los registradores de la propiedad, acaso sea la circunstancia que le impide visionar y afrontar el problema de España en toda su amplitud. Porque, estando atrapados, como estamos, en una espiral política de caída libre ad limitum (negada desde luego por un Gobierno y una Oposición que son los peores valorados socialmente desde la Transición), lo sustancial no es establecer prioridades de actuaciones excluyentes, como está haciendo el Ejecutivo -que en cualquier caso son insuficientes-, sino combatir la crisis institucional y el estrangulamiento de la economía en cada uno de sus frentes y con todas las armas posibles, precisamente ganándole tiempo al tiempo de una debacle que se viene anunciando irremisible.

Nosotros ya hemos tratado y criticado por activa y por pasiva la política económica del Gobierno y, sobre todo, insistido a más no poder en la necesidad de afrontar, de consuno con la Oposición, las grandes reformas que necesita el futuro del país (incluidas las de la Constitución, el Estado de las Autonomías, las Administraciones Públicas, las estructuras económicas, el sistema judicial, el educativo, el sanitario…), por supuesto de forma infructuosa. Pero no deja de ser significativo que, inmediatamente después de los comicios europeos del 25 de mayo, en los que el PP perdió 2.596.000 votos con una caída de 16 puntos respecto a 2009, se haya sumado a ese mismo quehacer un periódico de cabecera de la derecha española como el ABC.

En la portada de su edición del pasado 29 de mayo, resumía nada menos que estas ‘diez ideas para retomar la iniciativa [el Gobierno]’, después desarrolladas en páginas interiores, pero ya con la legislatura de mayoría absoluta de Rajoy (‘La Perdida’) a punto de agotamiento:

  1. Una crisis de Gobierno para impulsar la iniciativa.
  2. Los mensajes sobre la recuperación y los avances no calan.
  3. La reforma fiscal, o el cumplimiento del programa electoral.
  4. La financiación de la Sanidad, pacto de Estado pendiente.
  5. Una reforma de la Administración más a fondo.
  6. El debate ideológico, una renuncia que lastra al PP.
  7. Huir del ‘perfil bajo’ que defienden algunos líderes del partido.
  8. Respuesta eficaz ante el desafío de Cataluña y País Vasco.
  9. La reforma de la Educación, riesgo de quedarse a medias.
  10. Una Justicia ágil y sin subordinación al poder político.

A buen entendedor, pocas palabras bastan. Pero para dejar bien clara su posición, ABC incluía además estos sabrosos párrafos dentro de la editorial principal titulada ‘El PP no puede ignorar a sus votantes’:

(…) ABC es un periódico con 111 años de historia, muy anterior por tanto al nacimiento del partido popular, y con unos principios editoriales claros y sostenidos en el tiempo. El PP es una formación que a priori coincide con muchas de las líneas editoriales de este periódico, como la defensa de la unidad de España y las libertades democráticas o la apuesta en economía por el modelo liberal. Pero esa familiaridad no ha mermado ni mermará la capacidad de crítica del diario, cuyo primer deber es servir a sus lectores. Por eso demandamos al Gobierno un cambio de rumbo, con más fe en los propios principios, más pensamiento político y mayor contundencia y claridad en la exposición pública de sus propias ideas…

(…) Hay reformas de enorme calado, demandadas por la mayoría de los españoles, que han quedado pendientes o no han pasado de una bienintencionada cosmética. Un Gobierno con la mayoría absoluta que ostenta el Ejecutivo de Rajoy debe abordar en profundidad la reforma de la Administración, acabando con duplicidades y rémoras. Está pendiente también el regreso a la política tributaria liberal, seña de algunos de los mejores momentos de del PP. Pasado ya el trance de la semiquiebra, en lugar de jugar a los globos sonda toca acometer ya la reforma que vaya devolviendo el dinero al bolsillo de los ciudadanos…

Claro está que, con eso de tener que nadar y guardar la ropa, el diario en cuestión se veía obligado a mantener en la recámara editorial argumentos de mayor calibre en contra del ‘marianismo’, porque en definitiva su propia línea de flotación es la misma del PP. Y en la misma edición seguía arreando estopa también al PSOE, pero ya dentro de un orden y en el fondo defendiendo chuscamente el actual bipartidismo.

Es decir, tomando una posición editorial timorata de ‘ver venir el problema’ pero sin desmontar el tenderete ni romper las connivencias para mantener el statu quo político del ‘quítate tú para ponerme yo’, y tratando en el fondo de colaborar algo más con el PSOE frente a la amenaza de que otros se carguen el sistema. Y así se desprendía de la grima con la que uno de los comentaristas del ABC, Ignacio Camacho, interpretaba la situación en un artículo de opinión en el que no se sabe bien a favor o en contra de lo que está, titulado con cierto desprecio ‘La undécima plaga’:

Un fantasma recorre España: el fantasma del bipartidismo, y todas las fuerzas de la vieja nación se han unido en santa cruzada para acosarlo, que diría Engels. El resultado de las elecciones europeas ha sido celebrado como si hubiese caído el último tabú de la política. Gran parte de la sociedad ha interiorizado la idea de que la hegemonía histórica de las dos grandes fuerzas de la Transición se ha convertido en la principal amenaza del sistema democrático. Se habla del bipartidismo, incluso de la partitocracia, como si en vez del soporte de la estabilidad fuese la undécima plaga de Egipto. El mantra de la catarsis ha cuajado: millones de ciudadanos piensan que para regenerar la vida pública hay que destruir como primera providencia la estructura bipolar del régimen parlamentario.

La debelación del bipartidismo aparece de golpe como una necesidad purificadora, una exigencia de higiene nacional fruto del hartazgo por la corrupción y los vicios de endogamia de una nomenclatura mediocre. El concepto triunfante de la casta iguala al PSOE y al PP como víctimas de un visceral repudio antipolítico que tratan de aprovechar minorías terceristas y populismos demagógicos para prender fuego a una hoguera de fobias sociales acumuladas como rastrojos de agosto. Un furor destructivo se ha apoderado de muchos sectores de la población que, inflamados de desencanto y cólera, quieren arrasar los cimientos sobre los que se asienta el poder. La vehemencia de este arrebato transversal, que trasciende clases e ideologías, ha provocado una excitación exterminadora propia de los fines de ciclos históricos. Se trata de una fiebre pasional que salta sobre cualquier criterio objetivo. El argumento de la ingobernabilidad, la clave de bóveda sobre la que los constituyentes diseñaron un sistema electoral de proporcionalidad mayoritaria, ya no resiste el impulso emocional de este radical regeneracionismo: la gente está tan cabreada que prefiere una situación inestable a un mal gobierno.

Esta es la clase de situaciones sobre la que, como ocurrió en la Italia de la tangentópoli y como está a punto de suceder en Francia, se alzan los proyectos oportunistas y los liderazgos demiúrgicos. De momento en España lo que se está produciendo es una relativa atomización que apunta hacia coaliciones fragmentarias. El denostado bipartidismo, chivo expiatorio del fracaso institucional, es duro de pelar y está protegido por un mecanismo de autodefensa que se llama Ley D’Hont; con ella vigente la mayor convulsión posible sería la sustitución de los dos partidos cardinales por otros dos alternativos. Pero esta excitación catártica puede desembocar en un proceso imprevisible si los agentes políticos primordiales permanecen en su autismo inmóvil, presos del síndrome de catalepsia. Todas las grandes tormentas de la Historia empezaron con un chubasco del que alguien dijo que no calaba.

Por tanto, en definitiva nada de reclamar al Gobierno con verdadera y total claridad (desde el ABC ni desde ningún otro puntal mediático del establishment) reformas políticas urgentes, profundas e inteligentes, para atajar la descomposición del sistema; que desde luego tendrían que afectar a la partitocracia, a la Constitución, al Estado de las Autonomías, a la Corona y, en fin, a todo lo que necesite el regeneracionismo de la vida pública y el fortalecimiento de la Nación Española, de cuya debilidad derivan muchos de los actuales males del sistema político, reconocidos o no. Las mismas reformas que circulan de boca en boca en las bases del PP, dentro de la creciente disidencia del ‘marianismo’ y en contra de sus acólitos del ‘reloj parado’, junto al temor de verse desbordadas en las próximas elecciones por la izquierda más radical.

Pero es que ese nefasto ‘tiempo muerto’ de las reformas, ese sistema de ‘oídos sordos’, incluso ante quienes lealmente quieren perfeccionarlo desde el propio sistema, sin pretender cargárselo y respetando las reglas del juego democrático, sigue ahí, amenazante y amenazándolo todo. De momento, y pasando de las advertencias y los temores a la cruda realidad de los hechos, éstos ya han destrozado, y bien destrozado, al PSOE, quebrando además la correspondiente pata del maléfico bipartidismo y abriendo la puerta de su radicalización.

Una cuestión tan evidente que ha llevado a la inevitable incineración política de Pérez Rubalcaba, quien, a pesar de ser una de sus mejores cabezas pensantes, se resistió a reformar el partido (y de forma implícita el sistema político) en el momento oportuno (en noviembre de 2011 tras su tremenda derrota electoral) y en la dirección correcta, sin abrir entonces un proceso de reorganización que ahora será de larga duración y con consecuencias de futuro imprevisibles.

Y porque este desmoronamiento del PSOE afecta seriamente al equilibrio y estabilidad del sistema de convivencia democrática (situado claro está muy por encima de los intereses bipartidistas), conviene tener en cuenta la imperiosa necesidad de construir una alternativa al PP expuesta por Josep Ramoneda en El País (01/06/2014), advirtiendo de la dramática situación que padecemos con un socialismo ahogado al nadar en las mismas aguas populares y sin que los partidos ascendentes ofrezcan todavía un proyecto real:

Construir la alternativa

La polarización derecha/izquierda ha sido la base del desarrollo de la democracia. Algunos autores, como el liberal Ralph Dahrendorf, han llegado a poner en duda su viabilidad sin estas formas de oposición simple. Una democracia sin alternativa es un contrasentido, es un régimen sin vida. La alternativa desaparece cuando la alternancia se limita a un simple cambio de personas, sin diferencias sensibles en las políticas. Del 25-M sale un partido de Gobierno, el PP, muy debilitado electoralmente, pero salvado por el estado agónico del partido socialista. Tenemos un poder débil sin que se vislumbre un horizonte para la alternancia y sin alternativa política al proyecto de la derecha. El PSOE se ahogó nadando en las mismas aguas que el PP y los partidos ascendentes no configuran de momento un proyecto real. El bipartidismo cojea, pero no sabemos todavía cómo se concretará el paisaje pluripartidista.

Reconstruir la alternativa es una urgencia para la calidad de la democracia, antes de que proliferen los gobiernos de concentración bipartidista que, desde que Alemania optó por esta vía, parecen ser el sueño de los poderes europeos, para impedir el paso a las múltiples expresiones de malestar que recorren Europa. O se reconstruye el juego de las alternativas o se puede entrar en una dialéctica entre el bloque institucional y las fuerzas exteriores que aceleraría la evolución hacia el autoritarismo democrático. Por eso, la renovación del PSOE es una prioridad. Y no puede ser un simple traspaso de poderes orgánicos.

El PSOE es tierra gastada. Sus organizaciones están muy deterioradas en todo el territorio. Zapatero generó expectativas, causó frustraciones y sucumbió definitivamente en la crisis. Aquel final de mandato está inscrito en los rostros de los que gobernaban entonces. El PSOE necesita nuevas ideas, nuevas caras, nueva organización, nuevo proyecto político. Como toda la socialdemocracia europea debe despertar del espejismo de los años locos en que se quiso hacer creer que la sociedad era una inmensa clase media en que las marcas eran el único factor diferencial de un mismo estilo de vida, fantasía que la crisis ha hecho añicos. El guion exige renovación ideológica, diferenciación de la derecha, puertas abiertas a nuevos liderazgos y una reforma sin contemplaciones de un partido muy anquilosado en los territorios, en manos de núcleos casi familiares más preocupados en defender sus intereses que los del partido.

Toda organización es un sistema de relaciones de poder. El eje del PSOE pasa hoy por Andalucía y el peso de Susana Díez es innegable, pero el futuro está en saber redistribuir. Ha sido necesario que los votantes dijeran basta para que se abriera una crisis anunciada desde 2011. O el PSOE construye, sobre el socavón en que está metido, una plataforma de lanzamiento o los electores se irán definitivamente a otra parte. La democracia española se juega mucho: la alternativa al PP es una necesidad imperiosa.

Ante esta lamentable circunstancia, y ante la amenaza de que el PP termine padeciendo la misma catástrofe interna que el PSOE, sólo queda esperar nuevas convulsiones del sistema en esta tristísima legislatura, bien llamada ‘La Perdida’. Como el aviso que ha recibido la Corona con el precipitado esperpento del Rey abdicado, cargado también de tiempos perdidos.

El pacto constitucional de 1978, resquebrajado

Porque lo visto y oído en el Congreso de los Diputados durante el debate de la ley orgánica que habría de hacer efectiva la abdicación de Juan Carlos I a la Corona de España, ha sido ciertamente intranquilizador (en realidad no en un debate sino en una sucesión de monólogos). Aunque el oficialismo político lo haya vendido como un proceso pleno de naturalidad y dentro de la legitimidad constitucional del sistema (Rajoy y Rubalcaba en eso obraron de consuno), con 299 votos afirmativos, 19 negativos y 23 abstenciones (más 9 ausencias), la realidad ha sido muy distinta.

En la sesión parlamentaria de marras, todos los grupos políticos quedaron retratados de forma tan absolutamente nítida como inusual, dándose la circunstancia de que los miembros más numerosos -la voz contante- se vieron acosados política y dialécticamente por los menos numerosos -la voz sonante o más bien tronante-, teniendo que aceptar de hecho una fijación de posturas sobre la forma de Estado (que Rajoy y Rubalcaba quisieron pero no pudieron evitar) y que escuchar argumentos y pronunciamientos verdaderamente fuertes y despreciativos sobre la Monarquía, que han quedado registrados para siempre en el Diario de Sesiones. Algunos de los más agresivos y rabiosos, en concreto los manejados por el diputado Sabino Cuadra, portavoz de Amaiur, serían calificados por Alfonso Alonso, portavoz del PP, como “miserables” y “despreciables”

Y el caso es que, en contra de lo deseado sobre todo por Rajoy (que comenzó su intervención señalando que la forma de Estado no estaba en el orden del día, aunque de hecho terminó estándolo), la sesión parlamentaria se torció tras la intervención de Rubalcaba, que hizo un brillante discurso (inspirado por Alfonso Guerra) justificando la postura constitucionalista del PSOE al apoyar la efectividad de la abdicación sometida a la aprobación de la Cámara sin renunciar a la preferencia republicana (cosa ciertamente admirable, porque eso del alma republicana y el corazón monárquico, o viceversa, tiene su guasa). Pero a partir de ahí se produjo un doble fenómeno perfectamente objetivado, aunque pocos analistas lo hayan querido ver: el agrietamiento del consenso constitucional de 1978, su descosido precisamente por las dos costuras más sensibles.

Rotura, se mire como se mire, y además en los dos aspectos tenidos por esenciales en el orden constitucional y en la débil arquitectura vertebradora del Estado. Por un lado se resquebrajó el consenso parlamentario sobre la Monarquía y, por otro, todos los partidos independentistas negaron de forma expresa ante el Pleno del Congreso de los Diputados la idea de Nación Española, declarando sus propias naciones catalana y vasca y negando el concepto de ‘nacionalidades’ recogido en el artículo 2 de la Constitución.

El primero en abrir fuego disidente fue el portavoz del Grupo Catalán (CiU) y curioso presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso desde 2004, Josep Antoni Duran, quien afirmó que “el pacto constituyente está finiquitado” y que, ante la alternativa entre “República o Monarquía”, CiU, formación de la que él es secretario general, optaba por “Cataluña”, es decir todo un ‘¡váyanse al carajo!’ resuelto con una abstención ‘pastelera’, quizás para no poner en peligro su multifunción política (con la acumulación de tres sueldos solo en su actividad parlamentaria, al margen de sus cargos de partido en CiU y UDC, fuerza federada con CDC).

Siguió Cayo Lara, portavoz de La Izquierda Plural, que hizo una defensa cerrada del derecho a decidir la forma de Estado (Monarquía o República) en un referéndum nacional, rompiendo abiertamente el pacto sobre la Corona suscrito en 1978 por el PCE bajo la dirección de Santiago Carrillo. Una posición que entonces se consideró absolutamente fundamental, por no decir imprescindible, para llevar adelante la Transición.

Y después entró en la refriega Aitor Esteban, portavoz del PNV, rematando el rechazo a la actual forma del Estado con un discurso si cabe mucho más claro y rotundo: el PNV se abstendría en la votación porque nunca estuvo en el consenso constitucional (en 1978 los nacionalistas vascos votaron en contra de la Constitución, mientras el referéndum de validación ciudadana apenas fue aprobado por el 30% del electorado vasco). Posición un tanto olvidada que ahora quedaba remarcada de forma solemne y muy educada en un debate parlamentario verdaderamente señero para todo aquel que dentro del teatro político no haya perdido la capacidad cognitiva.

Pero es que esta rotura del apoyo a la Monarquía, mucho más profunda y significada políticamente de lo que señala la aritmética parlamentaria, siguió con los votos negativos o la abstención de ERC, Coalición Canaria - Nueva Canarias, BNG, Compromís, Geroa Bai y Amaiur, cuyos siete diputados se ausentaron ostensiblemente del Pleno tras el discurso de su portavoz, Sabino Cuadra, que fue de auténtica traca antimonárquica, sin llegar a votar. Y ello al margen del espectáculo existencial ofrecido por el PSOE dentro y fuera de la Cámara (un diputado voto negativamente y otros dos se ausentaron).

Con todo, aún es mucho más preocupante (porque al fin y al cabo la forma de Estado, por sí misma, ni lo disuelve ni lo tritura) el independentismo declarado con extrema claridad en sede parlamentaria (luz y taquígrafos) por el conjunto de los partidos que hoy ostentan la mayoría electoral en Cataluña y el País Vasco. Un asunto de máxima gravedad y en definitiva relacionado directamente con el debilitamiento de la Corona y de España como Nación, porque su titular, que es Rey y Jefe del Estado, simboliza su unidad y su permanencia, al tiempo que debe arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, según lo establecido en el artículo 56.1 de la Constitución.

Un problema, pues, con dos derivadas de muy mala solución, que sin duda alguna es la peor herencia que el Rey precipitadamente abdicado ha podido dejar al Príncipe Heredero de la Corona en una lamentable legislatura de reloj parado (‘La Perdida’).

Por mucho que se quiera poner en valor la suma ampliamente mayoritaria de votos con los que se ha hecho efectivo el proceso sucesorio, aportados por un partido de gobierno en regresión (PP), el destrozado de la oposición socialista, la emergente UPyD (todavía sin afianzar y que parece dispuesta a convertirse en bisagra del repudiado bipartidismo), el Foro Asturias y UPN, lo que en la sesión plenaria del Congreso de los Diputados del pasado 11 de junio se abrió fue, nada más y nada menos, que un camino de vuelta a las dos Españas (la monárquica y la republicana) y a la España rota.

Con el detalle agregado de que todas las fuerzas parlamentarias, con la significada excepción del PP, que de momento tiene bloqueado el proceso con la llave de su mayoría absoluta, han puesto encima de la mesa la necesidad de una reforma urgente de la Constitución. Que ya veremos a donde nos lleva, porque todo lo que en política se hace tarde o de forma obligada, se hace irremisiblemente mal.

Y esto es lo que hay, por supuesto en una lectura objetiva de la realidad, sin mediatización partidista. La versión oficial de la situación es otra cosa distinta y sin duda acorde con el espíritu perdido de la legislatura.

La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, acaba de decirle a Artur Mas que “en política se recoge lo que se siembra”. Cosa cierta; pero ella debe saber que lo que se recoge en una legislatura de tiempos muertos como la presidida por Mariano Rajoy es, en el mejor de los casos, nada.

Fernando J. Muniesa