Un curioso ideólogo militar “pacifista” e indolente
JUAN LUÍS CANO HEVIA nació el 20 de noviembre de 1920 en Daroca (Zaragoza). Ingresó en el Ejército en septiembre de 1936, alcanzando el empleo de alférez provisional en 1938 y el de teniente de Artillería en 1939.
Debido a su dedicación continuada al estudio y la enseñanza militar, con multitud de destinos “político-administrativos”, poco puede decirse de su servicio práctico en unidades de armas, salvo el mando que ostentó, tras ascender a coronel en 1972, al frente del Regimiento de Artillería de Campaña nº 13.
Fue promovido al generalato en 1978, ascendiendo a general de división el 19 de septiembre de 1981 y a teniente general en noviembre de 1983.
Juan Cano Hevia obtuvo los diplomas de Estado Mayor del Ejército (1951) y de Estados Mayores Conjuntos, así como el homólogo de este último del Ejército italiano.
Entre sus destinos significativos cabe destacar las legaciones diplomáticas de Irlanda y Suecia y la agregaduría militar de la Embajada de España en Londres (entre 1969 y 1973). Asimismo, formó parte de diversas comisiones técnicas en Alemania, Inglaterra, Austria…, destacando su participación en las negociaciones para la incorporación de España a la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea (CACE).
También fue director del Servicio de Publicaciones del Ejército, director de la Escuela de Estado Mayor y director general de Reclutamiento y Movilización del Mando Superior de Personal del Ejército, cargo para el que fue nombrado el 4 de noviembre de 1981. Finalmente, en febrero de 1983, siendo general de división, fue designado director de la Escuela Superior del Ejército, en la que con anterioridad ya había ejercido como profesor y jefe de Estudios, destino en el que continuó cuando fue ascendido a teniente general.
Habitual colaborador en diversos periódicos, en ocasiones bajo los seudónimos de “Juan España” y “Canevia”, también es autor de varios libros, entre los que destacan “Ideas sobre Estrategia General y Táctica Atómica” (1957), una “Introducción al Estudio Nacional de la Guerra” y “De la guerra y la paz” (Ministerio de Defensa, 1988).
Su perfil de ideólogo militar “pacifista” quedó evidenciado en varias de sus comparecencias públicas. En un debate celebrado el 21 de junio de 1988 sobre la temática “Europa entre la amenaza y el desarme”, organizado conjuntamente por el Club Diálogos para la Democracia y el Instituto Ciencia y Sociedad, propuso un “desarme de los corazones como medio eficaz para alcanzar la paz”, denunciando también entonces el fracaso de la generación que dirigía el mundo, “que posiblemente comete un error al hablar sólo de armas, porque llevar las cosas sólo a ese terreno ha conducido a la escalada de armamento”.
El 21 de octubre de 1988, durante su participación en el “Seminario de Investigación para la Paz” celebrado en Zaragoza, el teniente general Cano Hevia se definió efectivamente como “un pacifista convencido”. Sin embargo, hablando a continuación de la industria del armamento, sostuvo de forma ciertamente incoherente que “si en USA desapareciera esta clase de industria, el dinero que se dedicaba a ella no podría ser destinado para ayudar a los países subdesarrollados, ya que se provocaría una hecatombe económica”.
Por otra parte, el 17 de mayo de 1989 Cano Hevia protagonizó una dura crítica contra el Proyecto de Ley del régimen del personal militar profesional, entonces en tramitación parlamentaria (y que terminó siendo la Ley 17/1989), calificándolo nada menos que de “corporativista” durante un almuerzo-debate celebrado en el Club Siglo XXI. En su opinión, el corporativismo era una de las principales características de aquella norma debido a la institucionalización de tres escalas en la carrera militar, lo que, según afirmó entonces de forma errónea, no existía en ningún ejército del mundo. En el mismo acto se consideró “objetante a la totalidad de la ley”, explicando que mientras unos, en alusión a la escala superior, son “primados hasta lo más alto”, otros, los de vocación tardía y procedentes de la Universidad clasificados en la escala media, “no pueden pasar de teniente coronel”.
Durante aquel mismo debate, y una vez que el portavoz socialista, Jaime Javier Barrero, rechazó las críticas afirmando que el proyecto de ley “ha pasado por manos de muchos militares” en un proceso de tramitación interna extendido durante tres años, el general Cano Hevia aseguró poder demostrar que se había elaborado con total secretismo, afirmando que la falta de crítica “es el gran pecado de esta ley”.
La indolencia de este curioso ideólogo militar “pacifista” para dar cabida física en la Escuela Superior del Ejército a todos los miembros de la VIII Promoción de la Academia General Militar inicialmente incluidos en el Curso de Mandos Superiores, provocó una “clasificación atenuada” sancionada por la Orden Ministerial 360/18.522/82, de 23 de diciembre, que, además de ilegal, fue en efecto bochornosa para la propia institución militar. De hecho, con ella se dejaba fuera del curso, y del eventual ascenso al generalato, a dos de sus miembros más preparados: José Romero Alés y Miguel Ángel Alonso Baquer. El JEME del momento, teniente general Ascanio, recondujo de forma razonable aquel manifiesto absurdo, recuperándoles al descolgar del curso a los dos alumnos peor clasificados, sin poder convencer a Cano Hevia de que incluyera dos plazas supletorias.
También durante su estancia en la Escuela Superior del Ejército, centro en el que habitualmente han estado destinados jefes militares de mentalidad conservadora, protagonizó algunos otros sonados incidentes, entre los que destacó, en diciembre de 1980, el arresto del entonces coronel Antonio Recio Filgueira, quien, a su vez, había arrestado en dos ocasiones al comandante José Monge Ugarte por haber publicado una carta en el diario “ABC” en la que criticaba la actitud de jefes militares contra la Unión Militar Democrática.
Juan Cano Hevia pasó a la situación de reserva activa el 12 de marzo de 1986 y a la segunda reserva el 1 de enero de 1987.
Fue considerado el “cerebro gris” del general Manuel Díez-Alegría cuando éste estaba al frente del Alto Estado Mayor, evidentemente con escasa fortuna. También hizo gala de su amistad personal con Manuel Gutiérrez Mellado. Por su interés documental, a continuación se reproduce la tribuna libre titulada “La condición de Gutiérrez Mellado” que, ya como teniente general en situación de reserva, publicó en “El Mundo” (19/12/1995) con motivo de su fallecimiento, ocurrido el precedente 15 de diciembre:
Una de las lecturas que me dejó huella de muy joven, casi un niño, fue una biografía de María Antonieta, de Stefan Sweig, en la que se mostraba cómo las circunstancias se empeñan a veces en hacer de una persona vulgar un personaje relevante. Eso, que en la misma época me ayudó a comprender a Napoleón, que caído en desgracia llegó a reconocerse juguete de la historia, quizá contribuyó a desarrollar en mí una resistencia a juzgar a los hombres públicos antes de conocerlos suficientemente. A Manuel Gutiérrez Mellado le conocí por algo más que por la imagen estereotipada que se deriva de su actuación televisada del 23 de febrero de 1981.
Es cierto que la imagen que dio se sale ampliamente de los límites del oportunismo y la conveniencia que mueven con tanta frecuencia a los políticos, y en ese sentido está justificada la admiración y el respeto que por él muestran tantos, pero cabe a algunos la duda, que a veces me han expresado, de hasta qué punto aquella actuación refleja, por decirlo así, su condición natural o debe considerarse una reacción personalmente atípica ante una situación tan insólita como dramática.
La primera vez que la personalidad de Gutiérrez Mellado atrajo mi atención fue a raíz de la destitución del teniente general Díez-Alegría como jefe del Alto Estado Mayor. Las causas de esa destitución fueron bastante diferentes de las que (como la visita a Rumania) dan por buenas la mayoría de los que tratan de historiar la Transición, pero no es éste el lugar para detenerse en ellas. Sí para recordar que aquella muestra de la desconfianza de Franco hizo que muchos de los que se decían amigos del general le abandonaran con más o menos elegancia, lo que a él, conocedor de la naturaleza humana, no le sorprendió, aunque le dolió algún caso de infidelidad escandalosa, como la de un secretario al que había confiado más intimidades que a nadie. Hablando de todo esto en mi casa de Londres, donde entonces vivía, Díez-Alegría me dijo que una de las personas que se había portado como un caballero fue el entonces general de brigada Gutiérrez Mellado, que puso su cargo en el servicio de información a disposición de la superioridad, aduciendo que lo ocupaba como hombre de confianza de Díez-Alegría.
Pocos meses después, a mi regreso a España, un buen amigo, Rafael Allendesalazar, entonces coronel, como yo, organizó una cena en su casa con el implícito propósito de desagravio, a la que me invitó, diciendo que reunía, con sus mujeres, a Díez-Alegría y los mejores amigos que éste tenía, que en su opinión éramos Manuel Gutiérrez Mellado y yo. En la sobremesa de aquella cena se habló algo y tendido sobre lo ocurrido y de las perspectivas futuras de nuestro país. Aunque los reunidos, de generaciones profesionales diferentes, tuviéramos enfoques distintos de algunos problemas, nos unía el común disgusto que nos producía la situación española en general y la del Ejército en particular, si bien hay que advertir que se rehuyó todo lo que pudiera oler a conspiratorio. Personalmente manifesté mi desacuerdo con las ideas que había expuesto en la Escuela Superior del Ejército, hacía algún tiempo, invitado por Díez-Alegría, un periodista y embajador muy conocido, oponiendo a ellas mis deseos de que el cambio que sin duda había de producirse en España no fuera consecuencia de un golpe militar (como el portugués) ni de intrigas palaciegas o cuarteleras que nos retrotrajeran al pasado. En esa idea abundaba Gutiérrez Mellado, que la relacionó con el problema de la disciplina militar. Era ésta una de sus mayores preocupaciones profesionales, de la que siguió dando muestras en el futuro, como prueban tanto la legislación que inspiró desde el Gobierno como sus reparos a la reintegración en el Ejército de los militares de la UMD.
En aquella cena formé directamente una opinión bastante clara de la lealtad, honestidad y fidelidad a sus principios que caracterizaban a Gutiérrez Mellado. Después la vida nos separó y cuando llegó al poder tardé algún tiempo en verle, porque no van con mi naturaleza ciertas aproximaciones. Cuando le hicieron vicepresidente me llamó y confió varias misiones delicadas, como la dirección de la Escuela de Estado Mayor en momentos en los que el Centro inspiraba inquietud. Además, me consultó a veces en entrevistas a solas, de las que únicamente voy a decir que muy pocas semanas antes del 23-F, cambiando impresiones sobre la preocupante situación que vivíamos y nuestras no siempre coincidentes visiones sobre la forma de mantener la disciplina, terminó diciéndome: “De lo que estoy absolutamente seguro es de mi disposición a jugarme la vida en un órdago”.
Creo que lo expuesto responde al interrogante (puramente académico) de algunos, sobre si la actuación de Gutiérrez Mellado que la televisión mostró el 23-F refleja o no su condición natural.
Mucho menos comprensibles que el afecto con el que Juan Cano Hevia distinguía a Gutiérrez Mellado, serían algunas de las reflexiones sobre el terrorismo realizadas poco después en otra tribuna libre titulada “Pragmatismo y terrorismo”, publicada también en “El Mundo” (13/03/1996). La iniciaba señalando al jesuita padre Llanos como referente para entender y enfrentarse al terrorismo de ETA: “Es cierto que todos los que recurren al asesinato ofrecen analogías, pero también lo es que cada uno responde a razones singulares (las que el inolvidable padre Llanos llamaba razoncitas, para que no se confundieran con la Razón). Por otro lado, en la etiología de fenómenos como el de ETA intervienen dos partes. Eso no iguala a los que asesinan y sus adláteres con la sociedad que los sufre, pero obliga a ésta a exámenes de conciencia, movidos por dos razones concomitantes: para preservar la propia rectitud moral y por pragmatismo (eficacia)”.
A continuación, y una vez criticadas con acierto las actuaciones delictivas de los GAL, enmarcaba en las mismas “cloacas del Estado” otras prácticas de táctica política en la lucha antiterrorista mucho menos cuestionables: “Esas cloacas albergan no sólo acciones como las de los GAL, sino todas las contenidas en una especie de guerra psicológica de la que el exponente más visible es ese continuo salto verbal del negocio pero no cedo (Argel) al diálogo pero no negocio, pasando por él no se puede negociar con crímenes pero sí contactar y otras frases del género que han dado lugar a chistes y con seguridad inspiraban menosprecio a los dirigentes de ETA, alguna vez viviendo a cargo del Estado español”.
Tras recordar Cano Hevia que el hombre verdaderamente pragmático ha de reconocer la primacía de la ética y perseguir resultados “trascendentes”, advertía: “Por eso obra siempre con rectitud y no trata de resolver los conflictos a través de la (desacreditadísima) guerra psicológica, sino que en sus acciones antiterroristas busca una confrontación directa de principios morales, para que en la solución prevalezcan los mejores”. Finalmente Cano Hevia concluía su peculiar aproximación a la lucha contra ETA:
A los etarras no se les puede negar un idealismo que a veces recuerda el de ciertos movimientos anarquistas de hace un siglo, que también recurrieron al terrorismo. Afirmar que éstos o aquéllos carecen de moral, valor o inteligencia es un insulto gratuito. Pero la inteligencia más aguda puede derivar a la utopía y la moral de lucha (que puede servir a causas opuestas) suplantar a los imperativos categóricos de orden ético (Kant definió el fundamental, en forma parecida a Jesucristo, diciendo: “Obra de modo que tus actos tengan siempre validez universal”). Esto último, sin duda, no se ha cumplido muy bien hasta hoy en la lucha contra el terrorismo (por descontado, tampoco por ETA) y para mí ése es el terreno en el que se ha de resolver esa lucha. Los llamamientos a los sentimientos etarras son perfectamente inútiles. La moral existencial no es tan universal como la ética, sino plural, y la de ETA y su entorno es distinta de la nuestra, pero eso no quiere decir que sean incapaces de apreciar las diferencias metodológicas de sus oponentes y de sentir más o menos respeto por ellos.
La aplicación recta de la Ley irrita menos que la mentira o la ilegalidad. Porque les creo inteligentes, y no éticamente insensibles, pienso que respecto a la minoría de vascos de los que se nutre ETA resulta pragmáticamente positivo que el Estado juegue su propio juego con respetabilidad jurídica y moral, para lo que estos días se ha demostrado que cuenta con el respaldo total de los ciudadanos.
En su visión jesuítica del problema, Cano Hevia olvidó, entre otras cosas, que su reconocido padre Llanos, evolucionado desde el falangismo de cruzada hasta el comunismo de convivencia, fue quien a mediados de 1972, y a través de otro sacerdote jesuita, facilitó la conexión de ETA con Eva Forest (Genoveva “la Tupamara”) y el dramaturgo Alfonso Sastre para organizar el apoyo logístico del asesinato de Carrero Blanco. Un hecho poco conocido, que en su momento la Seguridad del Estado consideró como una colaboración “inconsciente”.
FJM (Actualizado 02/08/1997)
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