Carlos X. Blanco
La OTAN posee muchos ejércitos, no solamente las tropas regulares que portan y emplean armas. Existen, además, los ejércitos de la izquierda otanista (en España, el de Santiago Alba y toda su izquierda woke). Existe la OTAN civil, representada por doña Ursula y toda la burocracia de la Unión Europea. Existe la OTAN pedagógica, cuya vanguardia prepotente son los agentes dinamizadores de la digitalización y la devaluación de la Escuela. También hay una OTAN censora, cuyos brazos se puede llamar Meta o cualquier otra cloaca de las llamadas redes sociales. En nuestros días aciagos, en fin, hay OTAN para rato y por doquier en esta trasegada parte del mundo que algunos se empeñan en llamar Occidente. Y esa OTAN censora ha afectado (de forma vergonzosa y ridícula a la vez) a la compra y venta de libros, libros imprescindibles como el de Duguin.
Europa ha claudicado muchas veces: en 1945 perdió su soberanía, y los destellos parciales (y errados) de soberanía protagonizados por Franco, De Gaulle, Tito, o el destello del milagro económico germano, mostraron ser flor de un día. La ilusión europeísta de los años 50 y 60 es pasado. Somos la colonia de Washington, y mañana seremos el último campo de batalla, un campo que los ejércitos yanquis dejarán yermo, cementerio de europeos, antes de confinarse en presurosa retirada a sus cuarteles del Nuevo Mundo.
Como colonia hemos de convivir con sus métodos puritanos de censura. La mala sangre del Mayflower se inyecta en forma de caza de brujas. Las ideas de libertad de expresión y opinión se eclipsan, y las torpes manos de las GAFAM y de los demás medios de adoctrinamiento masivo relevan una torpeza cada vez mayor en cuanto a designios mentales.
Es cierto y notorio que han intentado «prohibir» a Duguin.
Trataron de matar al filósofo ruso, literalmente, pero la muerte le llegó a su hija, en la flor de la vida. Fue una muerte a manos de asesinos, los mismos asesinos que ahora debemos apoyar en el marco de la OTAN.
Duguin pudo haber sido el nuevo Sócrates, envenenado por una democracia que, como aquella de Atenas, ya llevaba el veneno dentro. Triste y oscuro es un tiempo, nuestro tiempo, en el que debemos callar y mirar a otro lado cuando una filosofía pretende ser «eliminada», y no discutida.
Duguin sigue siendo muy leído en español, pese a figurar en ese pintoresco índice de libros prohibidos que el Tribunal de la Nueva Santa Inquisión ha creado. La editorial Fides (como antes Nueva República, su predecesora), así como Hipérbola Janus, EAS, Letras Inquietas, etc., no esconden a Duguin, ni lo ignoran. Editan sus libros o artículos, y también los de su entorno, para que se discutan y conozcan. Un filósofo no tiene por qué gustar a todo el mundo. De hecho, como hijos de Sócrates que somos, y como aspirantes a hacer del Estado una realización de la Verdad (también platónicos, por tanto), sabemos que el pensamiento es lucha. El resplandor de lo verdadero ciega a muchos, confunde a otros, incluso causa víctimas. Pero esta noche, como todos los ocasos de la humanidad, debe ser quebrada. Y un rayo venido de lo alto puede salvarnos.
El libro de Alexander Duugin, La cuarta teoría política (disponible actualmente en el catálogo de Fides) nos arroja estos rayos de luz. Debo confesar que he encontrado algunos capítulos confusos. Las páginas dedicadas al «género», así como la fundamentación heideggeriana de su teoría, centrada en el dasein como sujeto, me resultan neblinosas. Encuentro, en cambio, su sucesión de las «teorías políticas» (liberalismo, marxismo-socialismo y tercera vía) muy acertada, acorde con un esquema hegeliano de sucesión-incorporación-superación que debe, por fuerza, de llevarnos a una cuarta teoría política que permita la definitiva superación y destrucción de la primera, una vez derrotadas las otras. Depurada la segunda teoría de todo rastro de materialismo vulgar, positivista y colectivista, y depurada la tercera teoría (también llamada tercera vía) del racismo nacionalsocialista o del estatalismo y futurismo irracional fascista, se abre expedito el sendero de la cuarta. Del marxismo-socialismo se conserva la justicia social y el reparto equitativo de los bienes, la crítica del capitalismo liberal y neoliberal, la ética de trabajo y la erección de un Estado del Trabajo. De la Tercera Vía se retiene el sentido del ethnos, la importancia del fondo ancestral de todo pueblo y su derecho a forjar una civilización o a formar parte soberana de ella.
Las mejores páginas del libro de Duguin se refieren a la crítica del (neo)liberalismo, entendido no ya sólo como una ideología entre otras, como si todas las ideologías de la modernidad fueran productos disponibles en la estantería del supermercado, sino bajo una visión más profunda: como la raíz misma de la modernidad, el modo de existencia que el capitalismo ha ido tomando desde finales del Medievo con el fin de perpetuarse, con la meta de constituirse así en una entidad broncínea, autogeneratriz, eterna e inatacable. El proyecto (neo)liberal del Capitalismo es un programa automático que no admite condicionamientos ni reglas superiores a él mismo. Es incorregible e irrefutable. Gustavo Bueno lo habría llamado ortograma. Los cursos de desarrollo histórico previstos por este programa u ortograma no retrocederán nunca, ni tomarán desvío alguno, aunque la naturaleza humana quede destrozada o el planeta Tierra resulte saqueado y pulverizado, con las condiciones de subsistencia removidas para siempre. El (neo)liberalismo se ha erigido por encima del mismo ser humano y por encima de la historia y (hasta hoy) ha demostrado ser la mejor encarnación de la modernidad misma, más poderosa y resistente que el marxismo, el socialismo, el fascismo o el nacionalsocialismo.
Estos adversarios del liberalismo no eran tan distintos de él en la medida en que eran ideologías de la modernidad, a fin de cuentas, ideologías incompletas y menos aptas para mutar y sobrevivir. El liberalismo sobrepasó su estatus de ideología y devino existencia, esto es, se convirtió en la contextura misma de la modernidad, dotada de sus propias corazas y armas para derrotar a rivales que jugaran su mismo juego.
La virtualidad de la cuarta teoría política consiste en esto: ella puede llevar a cabo la impugnación radical de la modernidad, no luchar contra ella siguiendo sus propias reglas, siguiendo su mismo juego, como hizo el comunismo o la tercera vía nazifascista. Se trata de recoger las fuerzas ocultas y dormidas en cada civilización y avivar ese fuego interior que anida en cada una de las formas de vida humana. Fue Spengler quien mostró el camino que ahora sigue Duguin: la humanidad es una gran biocenosis. En ella conviven y pelean especies culturales y civilizatorias de lo más diverso. Cada unidad cultural y civilizatoria sigue su propia biografía y afronta el ciclo en distintas etapas. Como ocurre en cualquier calle de una ciudad, los ancianos se cruzan y codean con niños o adultos jóvenes; así sucede en el mundo, lugar en donde hay civilizaciones que declinan y otras experimentan su auge. Como vio Spengler, la perspectiva de «Occidente» no es la única y no siempre se puede mantener en la cresta de la ola eternamente. Otras civilizaciones están buscando su hueco y avanzando hacia una multipolaridad. Que «Occidente» quiebre de una vez, por un lado, en la anglosfera declinante y una Europa continental renacida, será el salvoconducto para escapar del actual horror. De otra parte, que una Iberoamérica confederada («La Patria Grande»)
pueda tener voz propia frente a la anglosfera y en igualdad con Eurasia, China, India, Islam, África y demás unidades culturales, será la prueba definitiva que marque el fin de la odiosa hegemonía estadounidense.
Absurdo es este Occidente que quiere censurar a un filósofo ruso que sintetiza el pensamiento de la Tradición (Evola), la Revolución Conservadora (Jünger, Spengler), la Nueva Derecha (de Benoist, Steuckers), así como la antropología y filosofía estructuralista de los franceses (Deleuze, Levi-Strauss), sin desdeñar los elementos antiliberales del marxismo, que para el ruso siguen siendo válidos y cargados de pólvora. Cerrar la boca a Duguin es locura magna: equivale a cerrar las puertas a un futuro que no será (exclusivamente) «occidental».