A raíz de los últimos acontecimientos políticos, muchos españoles se preguntan si los políticos de altas responsabilidades deberían pasar un test neurológico para averiguar si sufren o padecen de alguno de esos síndromes con extraños nombres a los que nos tienen acostumbrados los expertos. Llevábamos tiempo preguntándonos cuál podría encajar en la fantástica personalidad de nuestro amado líder. Hemos buceado en internet hasta dar con la revista Kranion, especializada en Neurología y Neurohumanidades y fundada en 2001. El editorial de junio de 2022 nos ha parecido revelador, y aunque fue escrito hace dos años, nos ha parecido de la mayor actualidad. Quizá hemos dado con la respuesta que tantos españoles llevan seis años haciéndose. No, no es el síndrome de la Moncloa, sino el Síndrome de Hubris. Lean hasta el final.
La enfermedad del poder
La soberbia es el principal pecado capital, a la cabeza con diferencia del resto. Del latín, superbia, deriva de super, estar por encima. Es pecado (en el sentido moral, ético, psicológico, fuera de toda connotación religiosa) al ser una acción humana libre que causa daño por motivaciones egocéntricas y que conlleva responsabilidad. Aplicado a uno, es un amor desordenado de sí mismo, de la propia excelencia y de las propias decisiones. Es un pecado intencional e interpersonal y relacional: necesita de la otredad. No hay soberbia sin testigos, a quienes desprecia. La soberbia puede tener conciencia de culpa, pero no tiene sentimiento de vergüenza o arrepentimiento, pues es afectivamente anempática. Tampoco tiene conciencia de ser soberbia, pues es anosognósica. Además, es ubicua, y al igual que la necedad, es amnésica.
La soberbia no debe confundirse con la altanería, la jactancia, la petulancia ni la vanidad, aunque puede servirse de ellas. Tampoco con el orgullo, la ambición ni la pertinacia, a su manera virtudes. Por el contrario, puede esconderse tras la modestia impostada y la adulación, sus caras más ladinas, cobardes y perversas, habituales disfraces de la traición.
Carlo María Cipolla, en su ensayo sobre la estupidez Allegro ma non tropo, simplifica la condición humana con humor y genialidad. Usa para ello un plano cartesiano de dos dimensiones. Una acción determinada puede situarse en el eje horizontal según sea el grado de beneficio o perjuicio que tiene para quien la ejecuta y, en el eje vertical, para el otro, los demás, la sociedad. Surgen así cuatro categorías principales: inteligentes, ingenuos, malvados y necios. El modelo sirve para catalogar un acto concreto, una persona o un grupo de personas. Cipolla invita al lector a que ubique acciones o personas en su diagrama. La maldad se sitúa en el plano inferior. Si se añade una nueva capa, la soberbia, surgen dos nuevas categorías: los soberbios malvados, maquiavélicos, y los soberbios necios, los más peligrosos. «El malvado descansa algunas veces; el necio, jamás», sentenció José Ortega y Gasset.
Todos nosotros, a lo largo de la vida, pasamos más o menos tiempo en la inteligencia, la ingenuidad, la maldad, la necedad, sus posibles combinaciones virtuosas y sus contrarios. Depende de las decisiones que tomamos y de su alcance; de la necesidad, la casualidad, la coyuntura y la obligación; de nuestro egoísmo o altruismo; de nuestras comisiones y omisiones. En definitiva, de nosotros y nuestras circunstancias, volviendo a Ortega.
Se ha propuesto que los rasgos psicopáticos son más frecuentes en las personas que alcanzan altos cargos, sea en la política, la empresa u otros estamentos sociales, y probablemente sea cierto. Es más, se habla de una «tríada oscura» cuando en alguien se conjuran la psicopatía, el narcisismo y el maquiavelismo. ¿Quién no conoce a uno? El DSM-5 (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, 5th edition) clasifica la psicopatía como trastorno antisocial de la personalidad. Sin embargo, sus criterios diagnósticos no parecen cumplirse en quien es capaz de planificar una guerra como la de Ucrania. No sucede lo mismo con el trastorno narcisista de la personalidad, cuyos criterios diagnósticos, menos incapacitantes que en el trastorno antisocial, irradian muchos dirigentes políticos. En 2009, Owen y Davidson publicaron en Brain un singular estudio haciendo converger todos estos conceptos y proponiendo una entidad específica, el síndrome de Hubris, la enfermedad del poder.
La hibris (en griego antiguo: υ´βριςhýbris) es un concepto griego que puede traducirse como desmesura del orgullo y arrogancia. No hace referencia a un impulso irracional y desequilibrado, sino a un intento de transgresión de los límites impuestos por los dioses a los hombres mortales y terrenales. Era un castigo de los dioses, una forma de locura.
La diosa Hibris (o Hybris) era la personificación de dicho concepto. Su contrapartida era Némesis, diosa de la justicia retributiva, la solidaridad, la venganza, el equilibrio y la fortuna. Hablamos de Hubris seguramente por un préstamo del inglés, cuyo término hubris significa: soberbia, arrogancia, orgullo desmedido, presunción.
El médico Rafael Fernández-Samos publicó el 28 de diciembre de 2015 (quizá con intención, a modo de recuerdo por quienes sufren las consecuencias del hubrismo) una magnífica tribuna en el Diario de León sobre el trabajo de Owen y Davidson. Transcribimos textualmente uno de sus párrafos:
«Owen propone una mezcla de personalidad narcisista, histriónica y antisocial para diagnosticar a una persona poderosa con el síndrome de Hubris. Usa el poder para autoglorificarse y se preocupa exageradamente por la imagen (lujos y excentricidades). Se rodea de mediocres. Adopta posturas mesiánicas con tendencia a la exaltación, se autoidentifica con el país o la nación hablando en tercera persona (usando la forma regia de “nosotros”), demuestra autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por los demás con un enfoque personal exagerado, tendente a la omnipotencia, creyendo que antes de rendir cuentas a la sociedad, debe responder ante la historia o ante Dios (será siempre absuelto). Con su comportamiento, el hubrístico pierde contacto con la realidad, con un aislamiento paulatino, imprudente e impulsivo, tendente a privilegiar su “amplia visión” sin contemplar los costes y los resultados de sus decisiones, incluso desafiando la ley, cambiando constituciones o manipulando los poderes del Estado». No se puede explicar mejor.
La némesis del síndrome de Hubris es la humildad pérdida del poder.