Jasiel Paris Álvarez
Cada año Eurovisión se esfuerza en hacernos creer que es un festival donde la política no tiene cabida. Sin embargo, todo en Eurovisión es puramente político. Por ejemplo, la decisión de a qué países se invita y a cuáles se veta. Rusia está expulsada por lanzar una guerra sobre Ucrania, mientras que Israel sí participa pese a lanzar una guerra sobre Gaza. Martin Österdahl de la Unión Europa de Radiotelevisión (UER, los organizadores de Eurovisión) intenta explicar esta contradicción. “No invitamos o vetamos a gobiernos, sino a la emisora pública de cada país. Y mientras que la radiotelevisión rusa difundía la propaganda bélica de Putin, la radiotelevisión israelí es independiente de Netanyahu”. Mientras decía estas palabras, en la tele israelí aparecía una periodista firmando en nombre de la radiotelevisión israelí (KAN) el proyectil de un tanque dedicado a la población palestina.
La participación incondicional de Israel en Eurovisión tiene un significado claro. Israel encarna mejor que ningún otro país el espíritu de Eurovisión: el “pinkwashing”. Es decir, usar la música (y las artes en general) para pintarse de color de rosa, o de morado feminista (“purplewashing”) o de color arcoíris LGTB. No en vano fue la bandera multicolor una de las primeras que el ejército israelí ondeó sobre las ruinas de Gaza. Hacerse ver como “diverso”, “inclusivo” y “comprometido con las minorías” es también el recurso favorito de una Unión Europea que predica el lema de “unidos por la música” mientras sus clases altas se separan cada vez más de las bajas y los países del norte se apartan de los del sur.
Israel lleva décadas aprovechando el poder propagandístico de Eurovisión: su primera victoria fue en 1978 y los propios israelíes no pudieron verla, ya que Jordania cortó la señal. Por aquel entonces Israel dependía de pinchar las ondas de los árabes, no contento con robarles las tierras. Desde aquellos tiempos el mundo árabe boicotea a Israel sistemáticamente, pero Europa ha estado encantada de acogerlo como su quintaesencia. Varios años antes de que Eurovisión diese la victoria a Conchita Wurst, Israel ya había obtenido en 1998 la primera victoria de una “persona trans”, Dana International.
Por el contrario, los países árabes serían homófobos, tránsfobos y todas las “fobias” del diccionario, por eso está bien matarlos. La radiotelevisión israelí, KAN, ha emitido un segmento islamófobo en que critican que celebrar Eurovisión en la ciudad sueca de Malmö pone en peligro a la delegación israelí, ya que los musulmanes serían antisemitas. Es cierto que Suecia tiene un grave problema migratorio, pero también es cierto que las principales nacionalidades extranjeras en Malmö han salido de sus países a causa de las guerras de Israel o de sus socios de la OTAN (Siria, Irak, Afganistán, Somalia…).
En la edición de 2024, la propaganda de Israel ha ido un paso más allá: aprovechando que las fases de selección se emiten en otros países de la UER, han incluido anuncios con propaganda militar israelí, así como cantantes alistados al ejército. Uno de ellos, el capitán Shauli Greenglick, no pasó a las siguientes fases porque fue eliminado, pero no por un jurado sino por Hamás en Gaza. Incluso la cantante que finalmente ha representado a Israel, Eden Golan, ha declarado su voluntad de alistarse para ir a combatir en cuanto termine el festival.
Pese al largo historial de segregación, guerra y limpieza étnica por parte de Israel, siempre ha contado con la protección de Eurovisión, hasta el punto de prohibir cualquier bandera palestina entre los espectadores por ser (supuestamente) un “símbolo político” sin cabida en el festival. Este año la UER censuró las imágenes de uno de los semifinalistas, Eric Saade, sueco de origen palestino, por llevar atado en el brazo un pañuelo palestino. La identidad de una nación entera queda prohibida, con tal de no ofender al sensible país que busca erradicarla. En el caso de España, donde nosotros mismos somos expertos en pisotear nuestra propia identidad, Soraya Arnelas (portavoz del jurado español en Eurovisión) ha renunciado a llevar la bandera de su Extremadura natal, no vaya a ser que alguien confunda sus colores verde-blanco-negro con los de Palestina.
Pese a todo, Israel se ha quejado amargamente durante los últimos meses de que Eurovisión rechazase las dos primeras canciones que envió a la UER. Ambas tocaban temas políticos evidentes referidos al ataque de milicias palestinas contra Israel del pasado 7 de octubre. Las letras parecían incluir alusiones a los prisioneros israelíes llevados a Gaza (“no hay aire para respirar, no hay espacio”), los muertos del festival de Re’im que “volverán a bailar” (¿sobre las tumbas?) y los militares y colonos que fueron abatidos (“todos ellos eran buenos muchachos, cada uno de ellos”). También se intuían referencias bélicas a “flores” (entendidas en jerga militar israelí como “soldados caídos”), así como una “lluvia de octubre” (semejante al término militar israelí de “lluvia púrpura”: se avecinan cohetes). Otros versos (“mi alma todavía está anhelando, la esperanza no para”) evocaban el himno del sionismo, Hatikva (“el alma judía anhela, la esperanza de dos mil años: nuestra tierra de Sión y Jerusalén”). Incluso figuraba la frase “nunca más” (“never again”), históricamente vinculada con el Holocausto, de cuya memoria lleva décadas valiéndose el sionismo.
Al tercer intento, Israel logró que la UER aprobase su canción “Hurricane”. Pero su trasfondo y puesta en escena sigue sirviendo al mismo relato: centrar la atención del espectador en los terribles acontecimientos del día 7 de octubre, como si desde entonces no hubiesen trascurrido 7 meses de exterminio perpetrado por Israel en Gaza. Para fijar visualmente esta narrativa victimizadora y justificadora, la cantante israelí Eden Golan ha aparecido con un traje de vendas que representaría a un Israel herido, pero que más bien recuerda a las mortajas en que las madres palestinas transportan los cadáveres de sus niños.
La periodista israelí Noa Limone ha criticado que la letra se haya suavizado, proponiendo irónicamente que habría sido mejor enviar a Eurovisión la canción “Harbu Darbu”, que “aunque sea belicista, vengativa y racista, al menos tiene algo que decir”. La canción “Harbu Darbu” (cuyo título significa “desatar el infierno sobre el enemigo”) no solamente pide matar palestinos y otros árabes, sino también a occidentales pro-palestina (cita, por ejemplo, a Bella Hadid, Mia Khalifa y Dua Lipa). La letra invita a firmar los cohetes que se lancen sobre Palestina (como ha hecho la periodista y el mismísimo presidente Herzog) y a exterminar al enemigo como a los “hijos de Amalek” (una referencia bíblica que también utilizó Netanyahu).
“Harbu Darbu” ha sido el principal éxito musical de los últimos meses en todo Israel, lo cual es indicativo del verdadero sentimiento nacional mayoritario. Israel no es “Hurricane” sino “Harbu Darbu”. No es la tristeza de la víctima, como nos quieren vender en Occidente desde los platós de Eurovisión, sino la ira del verdugo. Y nosotros, sus cómplices. Por un lado, la élite mediática de los países que mejor han puntuado a Israel: el “civilizado” bloque centro-europeo (Alemania, Francia, Bélgica) y el menos disimulado bloque oriental (Estonia, Letonia, Lituania, Moldavia, Georgia). Por otro lado, las poblaciones que han dado su máximo puntaje telemático a Israel: los anglos (británicos, australianos), los nórdicos (finlandeses, suecos) e incluso los hispanos (España, Portugal).
Estos resultados dan fe de la costosísima campaña de influencia de los lobbies sionistas en Europa (semejante a la que ejercen sobre partidos políticos y medios de comunicación), pero también evidencian que Occidente está podrido, tanto por arriba como por abajo. Un festival jocosamente decadente ha descendido a un festival sombríamente decadente. Aquellos que el famoso 7 de octubre asistieron al festival de Re’im en Israel no merecían morir, pero sí cabe preguntarse qué había en las cabezas y corazones de tantos que acudieron desde varios lugares del mundo a una fiesta rave frente a las vallas de la triste, hacinada y mísera Gaza. Cabe preguntarse todavía más sobre la cabeza y corazón de los europeos que en esta edición de Eurovisión han bailado junto a un genocidio.
Fuente: Posmodernia