Wolfgang Streeck
Las guerras consisten en matar y morir. Esto las convierte en asuntos apasionantes, que rozan lo metafísico. Cuando se trata de combatir sobre el terreno, no hay guerras tecnocráticas, limpias y ecuánimes, libradas en el campo de batalla con la Convención de La Haya sobre Guerra Terrestre en la mano. Si hay que elegir entre cometer un crimen de guerra o morir, los soldados no se lo piensan mucho. Tampoco pueden dejar de odiar a quienes quieren matarlos, lo que hace más fácil matarlos primero por precaución. Las familias en casa perdonarán; es mejor que muera el enemigo que su hijo, su marido o su padre. El enjuiciamiento de soldados por su país por crímenes de guerra es raro; aún más rara es la condena, ya que la moral es más importante en la guerra que las morales.
Las guerras se alimentan a sí mismas. Las guerras producen siempre nuevas razones para continuarlas, entre ellas los crímenes de guerra inevitablemente cometidos por el enemigo o atribuidos a él y el odio que engendran, además de los intereses en conflicto. Dado que el acontecimiento de una guerra es incierto –el campo de batalla es una fuente estocástica–, siempre existe la esperanza o el temor de que la suerte cambie; ser irracional puede ser, en este sentido, la elección racional. Fortuna y virtú, como en Maquiavelo, se vuelven indistinguibles; los mariscales de campo pueden ser despedidos por falta de fortuna. El resultado nunca es seguro. Las partes perdedoras tienen un incentivo para luchar hasta el último hombre, hasta la última bala; el enemigo puede estar ante portas, pero en nuestro lado de la puerta puede haber una Wunderwaffe [arma milagrosa] casi lista para ser utilizada.
Las guerras suelen durar más de lo esperado. Las guerras se inician esperando que los chicos estén en casa para Navidad. Luego se tarda un poco más hasta la siguiente ofensiva de primavera. Y así sucesivamente. A medida que una guerra se alarga, su propósito original se olvida o se enriquece o queda oculto bajo un cúmulo de propósitos adicionales, algunos relacionados con el curso de la propia guerra –el deseo de venganza o el deseo de restablecer la «justicia» mediante el castigo del enemigo por sus crímenes, confundiendo el campo de batalla con un tribunal– y otros que son arrojados al famoso «cubo de basura» de la toma de decisiones políticas: ahora que ya estamos inmersos en la guerra, ¿no podemos hacer también X además de Y, como mostrar a la Unión Soviética lo que puede hacer una bomba nuclear, además de derrotar a Japón? Cuantos más propósitos se albergan, más tiempo se tarda en conseguir los suficientes como para poder suspender el derramamiento de sangre. Además, recuerden a Heráclito: «La guerra es el padre de todas las cosas», donde las cosas pueden incluir una nueva industria armamentística construida en tiempo récord por el enemigo.
Las guerras están alimentadas por el odio y el miedo. Una vez en marcha, impuesta la necesidad de matar y morir a gran escala, el odio y el miedo se convierten en medios indispensables de destrucción. Su generación y su cultivo es el trabajo de la propaganda, un término que entró en política por primera vez en la Revolución Francesa. La propaganda es tan importante para el éxito de una guerra como el armamento y, por lo tanto, absorbe una inversión igualmente amplia, financiera y política. Su principal herramienta es la demonización del enemigo, preferiblemente mediante su estilización como un único individuo diabólico –el Kaiser, Stalin, Hitler, Saddam Hussein, Putin–, un individuo que simultáneamente está rematadamente loco y es absolutamente malo y que, por lo tanto, «sólo entiende el lenguaje del puño» (en palabras de uno de mis profesores de instituto en la década de 1950 sobre «el ruso»). Para justificar la guerra a gran escala de un pueblo contra otro pueblo, se puede hacer que el individuo diabólico parezca representativo de su pueblo o, desde luego, de su ejército. Tanto el pueblo como el ejército tienden a ser representados como entregados a la comisión de asesinatos sin sentido, incluyendo bebés y niños pequeños, a la práctica de la tortura y la mutilación de prisioneros y, en particular, a la perpetración de violación de mujeres: «bárbaros», en otras palabras, como los «orcos» rusos y los terroristas de Hamás. En la propaganda moderna, los enemigos no pueden hacer la paz, porque disfrutan cometiendo crímenes de guerra por el puro placer de cometerlos: los crímenes que cometen no constituyen un medio para obtener un fin específico, sino un fin en sí mismos. Que haya guerra, pues, se debe sólo a su locura; no hay más prehistoria de la guerra entre ellos y nosotros que esa convulsión enfermiza presente en sus almas enfermas, donde reinan únicamente las pasiones violentas y se halla ausente todo interés racional sobre el que podrían ofrecerse concesiones. Así que debemos odiarlos de la misma manera que ellos nos odian a nosotros y prepararnos para destruirlos en su totalidad, so pena que ellos hagan lo propio con nosotros.
Enemigos existenciales. En Der Begriff des Politischen [El concepto de lo político], Carl Schmitt (1932), que más tarde sería el jurista supremo de Hitler, escribió (era 1922, el recuerdo de la Primera Guerra Mundial estaba todavía fresco):
Ningún programa, ningún ideal, ninguna norma y ninguna conveniencia confieren un derecho de disposición sobre la vida física de otras personas. Exigir seriamente a las personas que maten a otras personas y que estén dispuestas a morir para que el comercio y la industria de los supervivientes puedan florecer, o el poder de consumo de los nietos pueda prosperar, es atroz y demencial.
Y más adelante: «No hay ningún propósito racional, ninguna norma, por correcta que sea, ningún programa, por ejemplar que sea, ningún ideal social, por hermoso que sea, ninguna legitimidad o legalidad que pueda justificar que la gente se mate entre sí. La única justificación para proceder a «tal aniquilación física de la vida humana» es «la afirmación existencial de la propia forma de existencia frente a la negación igualmente existencial de esta forma [por parte de un] enemigo existencial»: un seinsmäßiger Feind, que no puede coexistir con nosotros del mismo modo que nosotros no podemos coexistir con él. Ni siquiera «una guerra [emprendida] para acabar con todas las guerras» pasa la prueba:
Tales guerras son necesariamente guerras particularmente intensas e inhumanas porque [...] deben degradar simultáneamente al enemigo en categorías morales y de otro tipo y convertirlo en un monstruo inhumano, que no sólo debe ser repelido sino definitivamente destruido, es decir, que ya no se trata de tan solo de un enemigo al que hay que hacer retroceder detrás sus fronteras.
Representar, en otras palabras, lo que podría ser un enemigo no existencial como un enemigo existencial. Hacer esto es la tarea de la propaganda, disfrazar un conflicto de intereses que podría resolverse por la diplomacia como un conflicto de vida o muerte entre formas de existencia incompatibles. La idea es que ello contribuirá a vencer una guerra que es ilegítima, haciéndola parecer inevitable, algo que se vuelve más tentador cuanto más tiempo se ha prolongado una guerra y más vidas humanas se han sacrificado. De la mano de Schmitt (1922), podemos adoptar como hipótesis nula que en vez de postular que la guerra se libre entre enemigos existenciales, los enemigos existenciales se crean por y para la guerra.
Medios de producción, medios de destrucción. Fue Friedrich Engels, liberado de la presencia intimidatoria de su amigo tras la muerte de Marx en 1883, quien comenzó a ampliar la historia materialista de la sociedad capitalista para incluir en ella el desarrollo de los medios no sólo de producción, sino también de destrucción: los medios tecnológicos y sociales de la guerra (Streeck, 2020). Engels nunca renunció explícitamente a la doctrina marxista anterior de que la fuerza militar de un país está en función de su fuerza industrial. Con el tiempo, sin embargo, el acoplamiento entre ambas fuerzas parecía haberse vuelto menos ajustado a su juicio, llegando a acariciar ocasionalmente la idea de que tal vez la dirección de la causalidad podría invertirse en determinados casos, corriendo de la tecnología militar a la tecnología civil. En sus últimos años de vida, Engels siguió recopilando información minuciosa sobre el armamento de la totalidad de los Estados europeos, hasta el último fusil. Engels atribuyó su interminable modernización a una dinámica específica patente en las carreras armamentísticas de la época entre las potencias europeas, impulsadas por el progreso tecnológico, como había sucedido en la primera guerra moderna, la Guerra de Secesión estadounidense, que Marx y Engels habían seguido de cerca. Las carreras armamentísticas, que obligaban a los países a ponerse continuamente a la altura de los demás para no quedarse rezagados, eran consideradas por Engels como una causa próxima de la guerra por derecho propio, lo cual convertía en prácticamente obsoleta la distinción clásica entre agresión y defensa. En 1887, menos de tres décadas antes de 1914, Engels (1887) predijo una próxima guerra mundial de una dimensión nueva, hasta entonces desconocida:
De ocho a diez millones de soldados se enfrentarán entre sí y en el proceso dejarán a Europa más desnuda que un enjambre de langostas. Las depredaciones de la Guerra de los Treinta Años comprimidas en tres o cuatro años y extendidas por todo el continente; el hambre, las enfermedades, la caída universal en la barbarie, tanto de los ejércitos como de los pueblos, como consecuencia de la aguda miseria; la dislocación irremediable de nuestro sistema artificial de comercio, industria y crédito, que terminará en la bancarrota universal; colapso de los viejos Estados y de su sabiduría política convencional hasta el punto de que las coronas rodarán por las cunetas por docenas, y nadie estará cerca para recogerlas; la absoluta imposibilidad de prever cómo acabará todo y quién saldrá vencedor de la batalla. [...]. Ésa es la prospectiva para el momento en que el desarrollo sistemático de la competencia mutua en materia de armamento alcance su clímax y produzca finalmente sus inevitables frutos.
Si vis pacem para bellum. Durante la Guerra Fría, éste fue el lema de la industria occidental de la disuasión, de los think tanks transatlánticos hasta los comandantes de la OTAN, para hacer aparecer la carrera armamentística de la época como la forma moderna del pacifismo. Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Pero esto no era exactamente lo que los romanos tenían en mente. Cuando se preparaban para la guerra, lo hacían para ir a la guerra y ganar. La paz que su preparación debía producir –la Pax Romana– era la paz después de la conquista; el enemigo derrotado de una vez por todas: esta era la única paz que los romanos, que nunca firmaban tratados de paz, podían imaginar. Ceterum censeo Carthaginem esse delendam, destruida, no pacificada. Una vez que Friedrich Engels había comprendido la lógica de la Eigendynamik [dinámica endógena] de las carreras armamentísticas en las sociedades industrialmente innovadoras, el lema pacifista debe ser si vis pacem para pacem. Recordemos que Parabellum era el nombre de la pistola utilizada por el ejército y la policía alemanes desde 1908 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Tecnología y estructura social. Nótese que el colapso civilizatorio que Engels vio venir no fue causado por una crisis económica, sino por una carrera armamentística que se le fue de las manos a una clase política incompetente. Nótese también que la guerra en la que este colapso se originó fue mucho peor, especialmente para el proletariado, que la peor crisis capitalista imaginable en aquel momento. La culpa era del Estado, o de la comunidad de Estados, no de la economía capitalista, y el futuro de los que estaban vivos iba a decidirse ante todo, no por el ciclo económico o la caída de la tasa de beneficios, sino por una prueba de fuerza militar. Engels, del que podemos afirmar que fue el primero en probar suerte con una sociología de la tecnología, llevaba mucho tiempo interesándose por la forma en que los diferentes tipos de armas afectaban a la organización de los ejércitos: la división del trabajo en el lugar de destrucción. También pareció darse cuenta de que la perspectiva de morir en el campo de batalla o a manos de un ejército invasor tenía que ser más amenazadora para la clase obrera que empobrecerse a causa de una recesión económica por lo que era más probable que los trabajadores se unieran en torno a sus Estados y economías políticas nacionales que a sus partidos revolucionarios internacionalistas. Lo que Engels, que murió en 1895, no vivió para ver, pero tal vez esperaba, era que la propiedad monopolística por parte del Estado moderno de los medios de destrucción modernos acabaría finalmente con los proyectos sindicalistas de organización política de las sociedades industriales después de 1918. Tampoco tuvo ocasión de observar cómo, después de 1945, el mundo se dividió en dos bloques mantenidos unidos por su respectivo país imperial, armados con bombas nucleares, para entonces la última máquina de matar moderna. De algún modo, esto proyectó en la escena internacional la división de clase capitalista: un bloque proletario-comunista en su autopercepción, por un lado, y un bloque burgués-capitalista, por otro, el primero de los cuales referido en ocasiones un Alto Volta, ahora Burkina Faso, pertrechado con cabezas nucleares, denominación utilizada para ilustrar gráficamente el desacoplamiento existente entre la capacidad industrial y la militar. En cuanto al momento presente, y mirando al futuro, no sabemos cómo afectará a la organización social el rápido desarrollo de las armas químicas y biológicas, cuidadosamente ocultado a la opinión pública pero progresando a buen ritmo, el estacionamiento de satélites armados en el espacio exterior y la introducción generalizada de la inteligencia artificial en los arsenales militares de los Estados actuales, y qué impacto tendrá todo ello tanto en el campo de batalla como sobre los órdenes nacionales y sobre el propio orden internacional, por ejemplo en lo que a este se refiere, en la distinción vigente en el derecho internacional, ya dudosa en sí misma, entre agresión y defensa.
Guerra y economía. Las guerras enriquecen a los productores de armas y por ellos les gustan las guerras y, desde luego, sus preparativos. El aumento del gasto en armamento también puede ayudar a acabar con el estancamiento económico: véase, por ejemplo, el rescate del New Deal como programa de empleo ante la inminencia de la Segunda Guerra Mundial. Esta es la razón por la que la izquierda ha sospechado durante mucho tiempo que los países libraban guerras para beneficiar a su industria armamentística y no, a la inversa, que la industria armamentística beneficiara al país. Hoy en día la relación entre la guerra y la economía parece adoptar una forma distinta en el contexto de la lucha de los gobiernos contra el estancamiento económico. El campo de batalla contemporáneo parece ser el campo de pruebas más exigente para la digitalización avanzada, como sucede, por ejemplo, con la inteligencia artificial. Además, los productores de inteligencia artificial desplegada en la guerra pueden asegurar a los clientes civiles que sus sistemas han funcionado en las circunstancias más extremas. Asimismo, a los gobiernos les resulta más fácil convencer a los contribuyentes de la necesidad de subvencionar a algunas de las empresas más grandes y rentables del planeta como una cuestión de «seguridad nacional» y no de «política industrial». Recordemos el origen en el presupuesto militar estadounidense de Internet y, de hecho, del sector de las tecnologías de la información de Silicon Valley. Con financiación pública, la inteligencia artificial puede probarse en la guerra y, tras ser mejorada, migrar a la economía en general para, quizá, reiniciar un vigoroso crecimiento económico.
Defensa. Los Estados Unidos de América ocupan un continente entero, de California hasta la isla de Nueva York, con todo lo que se pueda desear en él. Limita con dos océanos, el Pacífico y el Atlántico, y con dos países, Canadá y México, de los cuales su vecino del norte es prácticamente su quincuagésimo primer estado, mientras que su vecino del sur está firmemente bajo su control militar y económico. A efectos prácticos, debido a su tamaño y ubicación, el territorio de Estados Unidos no puede ser invadido, ni puede, desde la invención de la defensa antimisiles, ser atacado desde el exterior. Sin embargo, en lugar de confiar su seguridad nacional a la «milicia bien ordenada» de su Guardia Nacional, Estados Unidos, en neto contraste con su inmunidad geográfica, mantiene un enorme establecimiento militar muy por encima de cualquier necesidad defensiva imaginable, situación que no ha concluido en absoluto con la Guerra Fría, sino todo lo contrario. Aunque durante la década de 1990, Estados Unidos fue capaz de percibir un «dividendo de paz», dado que su gasto militar disminuyó el 26 por ciento, en la década de la «Guerra contra el terror", que se extendió entre 2000 y 2010, aumentó nada menos que el 80 por 100, alcanzando una magnitud una vez y media por encima del máximo tocado en la Guerra Fría. Tras un descenso durante la presidencia de Obama, volvió a subir en torno a 100 millardos de dólares anuales entre 2017 y 2022. Durante todo el periodo, el gasto militar estadounidense superó con creces al de sus principales rivales, China y Rusia. En 2010, multiplicaba por dieciocho el gasto de Rusia y por seis el de China; en una carrera armamentística mundial, ambos ratios se han reducido desde entonces a 10 y 2,7, respectivamente.
Defensa avanzada. La defensa de Estados Unidos, aunque esté situado en una fortaleza insular invulnerable del tamaño de un continente, requiere a ojos estadounidenses medidas que se extienden mucho más allá de la patria estadounidense, lo cual encarece la misma. En las tres décadas transcurridas desde la desintegración de la Unión Soviética, no ha habido un solo día en que Estados Unidos no haya estado en guerra en algún lugar del mundo. Para ello, mantiene en torno a setecientas cincuenta bases militares en el exterior en aproximadamente ochenta de los doscientos países miembros de las Naciones Unidas (China tiene una base, en Yibuti; Rusia tiene nueve, ocho en países vecinos y una en Siria). Lo que Estados Unidos defiende no es su patria, sino su pretensión de ser el principal guardián de la paz del mundo, mostrándose lo suficientemente fuerte como para definir lo que tiene que ser la paz, cómo debe imponerse y por quién, siendo el presupuesto de defensa estadounidense esencialmente el programa neoconservador del Next American Century expresado en dólares. «Los desembolsos vinculados al ejército estadounidense en 2024 ascenderán a alrededor de 1,5 billones de dólares, o aproximadamente 12.000 dólares por hogar, si sumamos el gasto directo del Pentágono, los presupuestos de la CIA y otras agencias de inteligencia, el presupuesto de la Administración de Veteranos, el programa de armas nucleares del Departamento de Energía, la «ayuda exterior» vinculada al ejército del Departamento de Estado (como sucede con Israel), y otras partidas presupuestarias relacionadas con la seguridad» (Sachs, 2023).
Irresponsabilidad inveterada. Aunque Estados Unidos puede perder una guerra exterior, y de hecho ha perdido un buen número de ellas durante las últimas décadas, de Vietnam en adelante, ello no le afecta en absoluto, dadas sus condiciones geográficas. Tras la derrota estadounidense en Iraq, no apareció una flota de buques de guerra iraquíes navegando por la bahía de Chesapeake camino de Washington D.C. para exigir la extradición del criminal de guerra, George W. Bush, con la intención de entregarlo al Tribunal Penal Internacional de La Haya. Esta realidad facilita que Estados Unidos se ocupe de sus asuntos internacionales con una despreocupación errática, lo que es peligroso para los demás, pero no para el propio país. Los gobiernos estadounidenses pueden permitirse cometer errores en asuntos exteriores sin albergar ningún temor de ser castigados por ello, razón por la cual Estados Unidos siempre puede retirarse con absoluta despreocupación de lugares como Afganistán o Libia, donde sus proyectos de construcción nacional han fracasado, dejando que la población local y sus vecinos se encarguen de arreglar el desaguisado causado por tal negligencia criminal.
Dado el enorme aparato militar y de inteligencia de Estados Unidos, tan a contrapelo de su invulnerabilidad efectiva, podría ser un error buscar demasiada coherencia y racionalidad en la política de seguridad nacional estadounidense. En realidad, habría buenas razones para concebir la elaboración de la política exterior estadounidense no como una estrategia integral y coherente elaborada en la Casa Blanca, sino como un mercado político competitivo en torno al cual prolifera una multitud de personal emprendedor involucrado en las tareas de planificación, de las distintas armas del ejército hasta los servicios secretos, pasando por una multitud de instituciones de investigación y empresas ligadas a diversos grupos de presión, que desarrollan simultáneamente proyectos de intervención en el exterior para los que piden permiso al poder político y que de ser obtenido les permite acceder a recursos de financiación, cosechar prestigio público y obtener experiencia en los campos de batalla. Estos proyectos pueden tener poco sentido desde el punto de vista del interés nacional de Estados Unidos, pero que sí lo tienen y mucho desde la perspectiva del crecimiento organizativo de estas organizaciones e instituciones insertas en este mercado competitivo de la seguridad y la guerra del sector de la defensa militar estadounidense.
Ratios de muerte. Las guerras estadounidenses son masacres más que batallas, lo cual es todavía más cierto para las guerras israelíes. En las dos décadas que duró la guerra de Vietnam (1955-1975), Estados Unidos perdió 58.220 soldados, incluidos los que murieron en Vietnam por accidentes no relacionados con el combate, cifra aproximadamente similar al número de muertes anuales causadas por accidentes de tráfico en Estados Unidos en aquella época. Se calcula que las bajas vietnamitas fueron de entre 1,8 y 3,3 millones, tanto efectivos militares como civiles; no se dispone del recuento exacto debido a la forma en que se produjo la matanza (principalmente desde el aire mediante bombardeos). Esto equivale a un kill ratio de entre 30 y 57 por cada soldado estadounidense caído. Posteriormente, la proporción mejoró aún más. En la Guerra del Golfo de 1991 murieron 383 soldados estadounidenses y 59.500 iraquíes, un ratio de 1:138. Durante los veinte años de guerra en Afganistán, perdieron la vida 2.354 militares estadounidenses y aproximadamente 99.000 combatientes afganos, lo cual arroja un ratio de 1:45, que se duplicó con creces en la invasión de Iraq durante el mandato de George W. Bush, cuando 4.839 estadounidenses murieron frente a 460.000 iraquíes, lo que supuso un ratio de 1:94 muertos. En Siria se produjo una nueva mejora, con una proporción de 1:805 (113 estadounidenses y 91.000 enemigos muertos). No tan bien les fue a los israelíes en los veintitrés días de la Operación Plomo Fundido (2008-2009), que se saldó con 6 soldados de las Fuerzas de Defensa Israelíes y 1.391 palestinos muertos, la mayoría en Gaza, lo cual arroja un ratio de 1:231 muertos. En la actual guerra de Gaza, a fecha de 28 de marzo de 2024, había muerto 32.490 gazatíes por las que perdieron la vida 251 soldados israelíes, lo cual implica un ratio de 1:129, en su mayoría mujeres y niños.
El poder internacional esconde la decadencia nacional. El hecho de que Estados Unidos siga siendo la nación más poderosa militarmente con diferencia del mundo la convierte en un modelo para otros países, aunque su sociedad esté inmersa en un proceso de rápida decadencia. El poderío exterior y la miseria interior han ido de la mano durante algún tiempo, y nada indica que ello no vaya a continuar. Ni siquiera la derrota de Estados Unidos en Iraq, Afganistán, Siria y en otros lugares ha disminuido el atractivo romántico de su capacidad ilimitada para matar; hay glamour en poder infligir la muerte a otros a voluntad. Un poder superior también permite la cooptación transfronteriza de corresponsales en otras sociedades. Las tropas extranjeras pueden, por ejemplo, a través de la OTAN, tener acceso a entrenamiento y equipamiento («juguetes para los chicos», incluyendo recientemente a las chicas) que sus propios países nunca podrían proporcionar. Además, la familiarización con las estructuras de mando y las prácticas de inteligencia estadounidenses conlleva oportunidades profesionales en su país y a escala internacional, que de otro modo estarían fuera de su alcance.
Los soldados profesionales no estadounidenses, probablemente incluso en países como Rusia o Irán, contemplan su tecnología militar con asombro y envidia. (Algo parecido ocurre en sectores como la ciencia y los modelos empresariales, en particular en lo referido a la banca, los deportes, el entretenimiento, etcétera). Que los hogares estadounidenses soporten una carga de deuda récord; que la renta y la riqueza en Estados Unidos se hallen distribuidas de forma más desigual que en cualquier otro país «desarrollado»; que la mortalidad infantil sea dramáticamente más alta y la esperanza de vida igualmente más baja, registrando no obstante un gasto sanitario per cápita mayor que el incurrido en cualquier otra parte del mundo; que los ciudadanos estadounidenses estén armados privadamente hasta los dientes, habiendo aumentado el número de tiroteos masivos de forma tan explosiva en los últimos años, así como el de los fallecidos por sobredosis (en 2021 107.000, dos veces y media más que solo hace una década), etcétera, etcétera, no parece importar lo más mínimo a la clase dirigente estadounidense: el poder blando global estadounidense fluye del poder duro global estadounidense.
- Guerra contra los bárbaros
Guerra asimétrica. Cuando en 2007 Israel clausuró la Franja de Gaza, en donde viven más de dos millones de personas, y tiró las llaves, dejando el orden social en manos de Hamás y el suministro de alimentos en manos de la UNRWA mientras, según sus propias palabras, se limitaba a «segar la hierba» de vez en cuando, deberíamos pensar que ese habría sido el final del asunto, dejando a los gazatíes guisarse en su propio jugo para siempre. De hecho, la prisión al aire libre de Gaza (David Cameron) se convirtió probablemente en el lugar mejor vigilado del mundo, con las telecomunicaciones locales (internet, telefonía) todas en manos israelíes y, por supuesto, sin ningún derecho legal a la privacidad. Consideremos la carta enviada el 12 de septiembre de 2014 al primer ministro de Israel por cuarenta y tres oficiales y soldados de la unidad de élite del Servicio Secreto 8200, anunciando su negativa a seguir prestando servicio:
La población palestina bajo el régimen militar está completamente expuesta al espionaje y la vigilancia de la inteligencia israelí [...]. La información que se recoge y almacena [...] se utiliza para la persecución política y para crear divisiones en el seno de la sociedad palestina mediante el reclutamiento de colaboradores y el desencadenamiento de comportamientos por partes de la sociedad palestina contra sí misma [...]. La inteligencia permite el control continuo sobre millones de personas a través de la supervisión minuciosa e intrusiva y la invasión en la mayoría de los ámbitos de la vida.
Pero entonces, la potencia ocupante, infinitamente mejor equipada con tecnología de vigilancia que cualquier otra potencia de este tipo conocida en la historia, aparentemente no se dio cuenta o, en todo caso, no tomó medidas sobre los preparativos de la fuga de la prisión acaecida el 7 de octubre de 2023, aparentemente tan cruel y sangrienta como lo son las fugas de prisión. Dichos preparativos deben haber estado en marcha durante años: la construcción de la red de túneles, el entrenamiento de decenas de miles de combatientes dispuestos a morir —«terroristas» en la terminología dada por buena por Estados Unidos y la Unión— muchos de los cuales, si uno cree a las autoridades israelíes, deben seguir vivos después de medio año de bombardeos incesantes. Tal vez las ventajas militares de la superioridad tecnológica tengan sus límites, lo que hace que quienes las disfrutan se confíen demasiado y puedan ser derrotados por la capacidad de los seres humanos, demostrada también en otros casos, para sobrevivir en las circunstancias más desesperadas, en el presente caso evadiendo aparentemente los medios tecnológicos más sofisticados de vigilancia mediante notas manuscritas que circulan clandestinamente de la mano de carteros humanos. Cuando se ven acorralados, los «bárbaros», es decir, los guerrilleros que carecen de las últimas tecnologías occidentales, pueden dar rienda suelta a su inventiva. Por ejemplo, cabe preguntarse de dónde sacan los gazatíes los misiles que siguen disparando a Israel a través de la línea de demarcación, casi todos ellos interceptados por la Cúpula de Hierro israelí, pero aparentemente útiles para la moral y la autoimagen de los gazatíes como parte activa en la guerra. La respuesta es que los proyectiles que los israelíes llevan años disparando contra la Franja de Gaza, y que ahora ha lanzado contra la misma de modo apabullante, supuestamente los más sofisticados del planeta, tienen un porcentaje de error del 10-15 por 100. Son esos misiles fallidos los que los combatientes de Hamás recogen y reciclan para devolverlos a su lugar de origen.
Baja tecnología, alta tecnología. Cuando hay que apoderarse de tierras, las guerras deben librarse a pie, con alta tecnología o sin ella. Hoy en día el acaparamiento de tierras no parece consistir tanto en dominar a otros pueblos como en matarlos o expulsarlos para que el propio pueblo se instale en ellas, como sucede en Gaza y Ucrania. Ello también puede ser una respuesta al intento de despliegue de fuerzas militares en la vecindad —el glacis— de un imperio por parte de otro. En cualquier caso, puede producirse una guerra terrestre a la vieja usanza, anacrónica a primera vista, con dos ejércitos de hombres en su mayoría proletarios enfrentándose y mutilándose o matándose en las trincheras, para ser celebrados como héroes por sus gobiernos, los medios de comunicación nacionales y sus familias. Incluso cuando los combates son en apariencia cuerpo a cuerpo, la alta tecnología puede estar trabajando mejor que la baja tecnología, como atestiguan los ratios de muertes. Así pues, parece que Israel está utilizando tecnología de reconocimiento facial a gran escala para elaborar una larga lista de varias decenas de miles de «combatientes de Hamás», que serían objetivo de asesinato.
También se está utilizando un sistema de selección de objetivos basado en la inteligencia artificial denominado «el Evangelio», y esto no es broma, que identifica objetivos para ataques de bombardeo mucho más rápido que los equipos de selección humana de antaño. De acuerdo con un consultor del ejército israelí, citado en informes de prensa publicados en diciembre de 2023, «un grupo de veinte oficiales podría producir entre cincuenta y cien objetivos en trescientos días. En comparación [...] el Evangelio y sus sistemas de inteligencia artificial asociados pueden sugerir en torno a doscientos objetivos en diez o doce días, un ritmo al menos cincuenta veces más rápido».
The Guardian informaba el 1 de diciembre de 2023, que «en la guerra de once días librada por Israel contra Hamás en mayo de 2021 [el Evangelio] generó cien objetivos al día». Citando a un oficial militar israelí, la noticia indicaba que «para dimensionar este ratio basta recordar que en el pasado producíamos cincuenta objetivos en Gaza al año». Abundando en este sentido
The Guardian afirmaba: «De acuerdo con las cifras publicadas por las Fuerzas de Defensa israelíes en noviembre [de 2013], durante los primeros treinta y cinco días de la guerra Israel atacó quince mil objetivos en Gaza, una cifra considerablemente superior a la de anteriores operaciones militares en el densamente poblado territorio costero. Comparativamente en la guerra de 2014, que duró cincuenta y un días, las FDI atacaron entre cinco y seis mil objetivos». Al ver las imágenes de la destrucción causada en Gaza por los bombardeos israelíes, cabe preguntarse si la avanzada tecnología de selección de objetivos era necesaria en absoluto, ya que simplemente bombardeando todo, se moviera o no, habría hecho el trabajo igual de bien.
Civilizados versus terroristas. Si posees un número suficiente de F-16 –Israel tiene doscientos veinticuatro, además de treinta y nueve F-35, aún más avanzados– eres un país civilizado que ejerce, cuando llega el caso, su «derecho a la autodefensa» contra el «terrorismo». Si no tienes ni F-16 ni F-35, de hecho si no tienes ningún avión de combate en absoluto, como le sucede a Hamás, y recurres para tu «autodefensa» a los cuchillos o, en un nivel algo más avanzado, a las pistolas, eso te convierte en terrorista. Lo que es un terrorista fue establecido en el derecho internacional por Estados Unidos alilo de su «Guerra contra el terror» tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Los terroristas no tienen derecho a la autodefensa; son parias de la «comunidad internacional» de países civilizados y, por lo tanto, pueden ser encerrados en Guantánamo hasta el fin de sus días. Del mismo modo, la práctica israelí en Gaza de «segar la hierba», que dura ya una década, nunca se consideró «terrorista», ya que, a diferencia de la fuga de la prisión de Gaza del pasado 7 de octubre, se llevó a cabo con aviones de combate F-16. Podría decirse que, si los gazatíes hubieran estado en posesión de un número competitivo de ellos, esa fuga de prisión nunca se habría producido. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a vendérselos. «Segar la hierba» era la jerga del gobierno israelí para referirse al asesinato ocasional de ciudadanos seleccionados de Gaza («la hierba» sigue creciendo) mediante bombardeos selectivos desde el aire, individuos identificados por la inteligencia israelí como líderes potenciales de un posible levantamiento contra el régimen de ocupación israelí instaurado en Gaza. Ese régimen, que en torno al 7 de octubre había estado en vigor durante dieciséis años, había entregado la Franja de Gaza a Hamás y a la UNWRA, permitiendo que la organización islámica se hiciera con el control de la vida y el orden social para mantener al margen a Fatah y hacer así imposible la solución de los dos Estados. No se recuerda que nadie en Occidente se haya referido a este régimen como terrorista, incivilizado o bárbaro.
Matanza posheroica. Desde la guerra de Vietnam, Estados Unidos ha trabajado duro para desarrollar tácticas y tecnología en el campo de batalla que minimizaran el riesgo de que sus soldados volvieran a casa en bolsas para cadáveres. Las pérdidas estadounidenses en Vietnam ya habían sido minúsculas en comparación con la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra de Corea, debido a la gran dependencia de ejércitos títeres locales pagados y equipados por Estados Unidos. No obstante, muchos de los muertos eran reclutas. Posteriormente, Estados Unidos abolió básicamente el servicio militar obligatorio, seguido más o menos rápidamente por sus aliados europeos. Pronto, sin embargo, incluso los soldados profesionales caídos en la guerra se convirtieron en un lastre político que había que evitar. En la era microelectrónica, el medio elegido para ello fue la nueva tecnología. En algunos casos, un beneficio secundario de la misma fue que su uso ayudó a minimizar los daños colaterales, permitiendo localizar a enemigos seleccionados para matarlos de forma personalizada, aunque esto no siempre funcionó, como cuando los aviones no tripulados de Obama mataron no sólo al líder tribal afgano contra el que iban dirigidos, sino también a su cortejo nupcial. Durante un tiempo, el infoentretenimiento político patrocinó debates sobre la difícil situación de los operadores de aviones no tripulados que trabajaban con sus pantallas y joysticks en algún lugar de Estados Unidos para eliminar a malhechores individuales, o planificadores del mal, mediante misiles Hellfire, y no es broma, disparados desde un avión no tripulado e impactando en sus objetivos surgiendo de la nada. Se descubrió que ni siquiera los asesinatos a distancia de este tipo dejaban indiferentes a los asesinos, por lo que era necesario ofrecerles asistencia psicológica. También se debatió sobre la ética, o la no ética, de librar una guerra con sistemas de armas no tripulados guiados por inteligencia artificial, quizá entre Estados Unidos y China, o Microsoft y Huawei, fácilmente retransmitida por una u otra televisión de pago. Pero este escenario era poco realista desde el principio, no sólo cuando el objetivo es el control del territorio o la apropiación de territorio, como en Israel o Palestina. Hoy en día, lo habitual es que sólo uno de los bandos pueda disponer de tecnología avanzada, como sucede con los israelíes en Gaza. Con su ayuda, las Fuerzas de Defensa israelíes pueden matar de forma indiscriminada, pero también discriminatoria, a tantas personas como consideren oportuno, decenas de miles si es el caso, sin perder más que un pequeño puñado de sus tropas, en su mayoría reclutas, tratándose según el gobierno Israelí no sólo «del mejor ejército del mundo», sino también del «más ético».
Hitler por doquier. El parangón de las guerras modernas como cruzadas morales es la Segunda Guerra Mundial a tenor de la cual Alemania y Adolf Hitler se presentan como el enemigo prototípico. Ello sirve para demostrar que buscar la paz sin erradicar el mal es apaciguamiento; que una guerra adecuada debe terminar no con un acuerdo de paz, sino con la rendición incondicional de la parte malvada; que ninguna iniciativa tomada contra una parte malvada puede constituir un crimen de guerra, porque sirve a la necesidad imperiosa de acabar con un desastre que, de otro modo, no tendría fin; que ningún sacrificio de vidas humanas, en ambos bandos del frente, es demasiado grande para obtener la victoria final; que la paz con un imperio malvado es fundamentalmente corrupta («Munic»); que morir en la guerra por tu país, si es el país correcto, es heroico, a diferencia de morir por el país equivocado, que es vergonzoso e incluso criminal. Además, el origen de la guerra está siempre en el enemigo, independientemente de quién desenfunde primero; cualquier movimiento contra un enemigo malvado está justificado, mientras que ningún movimiento de ese enemigo puede estarlo. Pero mientras que en el caso de Hitler y Alemania esto puede o no haber sido así (aunque, en cualquier caso, no estaba entre los múltiples objetivos bélicos de los Aliados evitar o acabar con el Holocausto), hoy en día la retícula conceptual extraída de él se aplica a todas las guerras modernas en general: «¿Quién es el “enemigo más peligroso” de Estados Unidos? Escójalo usted mismo según la época. Saddam Hussein, los talibanes, Hugo Chávez, Bashar al-Assad, el ISIS, al-Qaeda, Gadafi, Vladimir Putin, Hamás, todos han desempeñado el papel de “Hitler” en la propaganda estadounidense» (Sachs, 2023). Y cabría añadir, redoblando la dosis, en la propaganda de guerra germano-verde: maniqueísmo por todas partes: el fin del mundo, el fin de la democracia y de la civilización en el mundo, el combate contra el autoritarismo a punto de tomar el poder a menos que lo impidan nuestros chicos, que lo impidan los chicos y chicas alemanes luchando contra el espectro de los chicos alemanes de hace dos generaciones, que luchan contra el mal. Hoy en día, el recuerdo estilizado de Hitler desplaza a los frescos recuerdos de guerra omnipresentes tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, cuya lección parece ser que el derecho internacional y la diplomacia deben garantizar la paz también y que deben hacerlo precisamente entre Estados con órdenes internos diferentes y objetivos externos contrapuestos; que los costes de la guerra (como los 60-80 millones de muertos provocado durante en los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial) superarán, por regla general, sus beneficios; y que el cambio de régimen en un «Estado canalla » (George W. Bush) es mejor dejarlo en manos de sus ciudadanos que de ejércitos extranjeros.
Demonizar las posturas contrarias a Israel. Para el Estado de Israel una forma eficaz de demonizar o de dotar de existencia a un enemigo es atribuir su enemistad al antisemitismo. Desde el Holocausto, el concepto de antisemitismo ha estado inseparablemente asociado al deseo maligno de matar a personas únicamente por ser judías, por pertenecer a una colectividad, carente de Estado, que no tiene derecho a existir, porque es innatamente mala. Dado el recuerdo del antisemitismo alemán del Tercer Reich, hoy en día se puede atribuir legítimamente al antisemitismo una cualidad demoníaca más allá del odio normal existente entre enemigos normales, que, por supuesto, ya es bastante malo. La acción hostil contra las instituciones vinculadas al Estado de Israel puede entonces, aunque por supuesto no tiene por qué, ser legítima tan solo en la medida en que haya otros motivos que la impulsen además del antisemitismo. El resultado es que si la propaganda israelí consiguiera definir la hostilidad antiisraelí no antisemita como antisemita, entonces el Estado de Israel no podría hacer nada malo al defenderse. Por lo tanto, debe ser tentador para el Estado de Israel y para su gobierno tachar a todos sus enemigos indiscriminadamente de antisemitas como modelo de comunicación estratégica más o menos justificado por estar en guerra, que es lo que Israel ha estado haciendo durante décadas. Esto eliminaría de hecho la distinción entre antisemitismo y antiisraelismo, ayudado por el hecho de que Israel se define a sí mismo no sólo como un Estado, sino explícitamente como un Estado judío, de hecho el Estado judío. Cuando Judith Butler sugirió que el ataque del 7 de octubre de Hamás contra Israel podría haber sido un acto de guerra normal, tan mortífero y sucio como lo es incluso la guerra normal, en particular, un intento, probablemente desesperado, de poner fin al confinamiento impuesto por el Estado de Israel dieciséis años antes a la población de Gaza, un acto secular de resistencia contra una potencia de ocupación en lugar de un acto demoníaco de masacre de judíos por ser judíos, fue demonizada por los que odian a Hamás como una persona que odia a los judíos en lugar de considerarla simplemente una opositora a la política israelí. Nadie al margen de ellos sabe, por supuesto, qué había en la mente de quienes rompieron la valla israelí para secuestrar, torturar y matar; de hecho, todo lo que sabemos es lo que las autoridades militares israelíes nos han contado en una comunicación inevitablemente estratégica. En la superficie, que es todo lo que podemos ver por el momento, no parece sin embargo necesario atribuir el ataque a otra cosa que no sea un trivial deseo humano de poner fin a un encarcelamiento colectivo de larga duración y aparentemente indefinido impuesto en violación de cualquier ley internacional aplicable. En palabras de Butler, esto convertiría la acción en antiisraelí y no en antisemita, siendo el antiisraelismo más que suficiente para explicarla y no siendo necesario recurrir al antisemitismo según el sentido común ockhamiano.
- Guerras buenas, guerras malas
Guerras buenas. Las guerras posmodernas, en particular las apoyadas por los «Verdes», son para erradicar el mal, abolir los imperios malvados y promover la justicia global, no sólo para asegurar la paz. Ello era diferente durante las primeras décadas tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la guerra se consideraba un mal mayor que la injusticia, postura mantenida durante un tiempo incluso por Estados Unidos, durante la presidencia de Eisenhower y en los últimos años de la presidencia de John F. Kennedy. Ahora, en nombre del «deber de proteger», a menudo ampliado al deber de abolir el autoritarismo y sustituirlo por la democracia, han vuelto las razones idealistas para ir a la guerra. Ahora existe la paz maligna, que puede ser más maligna que la guerra. Uno de los problemas es que las naciones pequeñas y débiles no pueden cumplir con el deber de mejorar el mundo; sólo las grandes y poderosas disponen de los medios de destrucción necesarios. Sin embargo, estas naciones no pueden hacer frente a todas las injusticias del mundo al mismo tiempo y por ello tienen que ser selectivas, e idénticamente tienen diversos intereses que sobrepasan el de la protección de los débiles por la justicia global. Deben establecer, pues, prioridades en su política nacional y así escoger entre los casos de injusticia autoritaria que deben rectificar, así como entre el objetivo de hacer justicia y otros objetivos menos universalistas. Los países pequeños que persiguen la justicia global para lo cual dependen de países más grandes deben tener esto en cuenta. Además, en el mundo real, la lucha contra la injusticia a tenor de la cual pueden obtenerse beneficios por quien lucha por la justicia tenderá a tener prioridad sobre la lucha contra la primera que careza de lo que podríamos denominar un dividendo de justicia para quien lucha por ella. Además, dadas las capacidades de la propaganda moderna, parecería realmente factible sobre todo en los Estados democráticos disfrazar una guerra egoísta como una guerra librada por el interés general. Como hemos señalado, a medida que las guerras avanzan, inevitablemente se cargan de nuevos fines adicionales que pueden superponerse a los originales o, en general, servir para replantear la guerra, reflejando circunstancias cambiantes y giros inesperados de los acontecimientos. Las guerras, repito, tienen una vida propia que puede situarlas fuera de control.
Kriegsschuld [culpa de la guerra]. La propaganda de guerra moderna consiste en atribuir exclusivamente al enemigo la responsabilidad de una guerra en curso. El método elegido para ello consiste en aislar la guerra de su historia, dejando que su relato comience con un movimiento reciente del otro bando, situado lo más cerca posible del momento en el que ha comenzado la guerra, cortando esta de este modo de la secuencia de interacciones que la precedieron. Las presiones estatales y sociales deben entonces prohibir que se mencione el contexto histórico de la guerra como acción social, un contexto que normalmente ha sido conformado por las acciones de más de una de las partes involucradas en la misma. En Alemania, tal referencia a la historia se denomina Relativierung (relativización), compartir con otros la culpa del enemigo por el estallido la guerra. Al mencionar los esfuerzos de Estados Unidos y la OTAN por incluir a Ucrania en «Occidente», mientras se niegan a negociar garantías de seguridad con la vecina Rusia, se alcanza fácilmente el estatus de Putinknecht (sirviente de Putin) o Putinversteher (simpatizante de Putin). Del mismo modo, al situar la fuga de la prisión de Hamás del 7 de octubre y la masacre asociada de ciudadanos israelíes en el contexto del régimen penitenciario al aire libre de Israel vigente en la franja de Gaza o de la masacre de Sabra y Shatila en 1982, debemos soportar una ingente caterva de diagnósticos de antisemitismo por parte de numerosos organismos públicos y privados encargados de controlar este. Del mismo modo, en Alemania constituye un poderoso tabú sugerir que el ascenso de los nazis al poder en 1933 y, en consecuencia, el inicio alemán de la Segunda Guerra Mundial seis años más tarde podrían haberse debido a algo más que a la depravación del pueblo alemán, por ejemplo, a los Tratados de Versalles (como indicó Keynes en 1919), a la ocupación del Ruhr en 1923 o al régimen de reparaciones de guerra.
¿Guerras legítimas? De acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, «Todos los Miembros arreglarán sus controversias por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacionales ni la justicia» (Artículo 2, 3). Más concretamente: «Las partes en una controversia cuya continuación sea susceptible de poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales tratarán de buscarle solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u oros medios pacíficos de su elección» (Artículo 33, 1). Se considera que las guerras van precedidas de «controversias» que, si no se tratan, pueden desembocar en una guerra. Cuando un conflicto de este tipo es probable, todos los Estados implicados están llamados a cumplir su obligación de intentar por todos los medios posibles preservar la paz. En este sentido, la soberanía nacional contemporánea no sólo conlleva derechos, sino también deberes: no sólo derechos de autodefensa, sino también deberes de intentar que la autodefensa no sea necesaria. Las guerras libradas por países que se han negado a «buscar una solución mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección» no pueden ser guerras legítimas.
Guerras justas. Es difícil determinar si una guerra es justa o no, dada la variedad de teorías al respecto. Lo que podemos afirmar es que, como interacciones sociales apasionadas, las guerras tenderán a sobrepasar su propósito original, justo o injusto, cargándose de causas adicionales, bien derivadas de su conducta como tales –odio, deseo de venganza–, bien de intentos oportunistas de saldar viejas cuentas carentes de relación con las razones originales de la guerra. Los objetivos bélicos tienden a ser menos específicos y más difusos a medida que avanzan las guerras y los objetivos potencialmente injustos se unen o se superponen a los justos. En la Segunda Guerra Mundial, el fin de la guerra de conquista de Alemania pronto se unió como objetivo bélico de los Aliados occidentales a la sangría de la Unión Soviética a la que se unieron a su vez objetivos, justos o injustos, como eliminar para siempre a Alemania como Estado-nación soberano o castigarla aniquilando su patrimonio cultural y su identidad, en lugar de, por ejemplo, intentar primero un cambio de régimen. Las guerras no se llevan a cabo a sangre fría, sine ira ac studio. Además, las guerras justas pueden dejar de serlo si sus objetivos originales, tal y como se conformaron inicialmente, resultan ya inalcanzables; sacrificar vidas humanas por un fin inalcanzable no es moral, como sugiere el Papa Francisco con su defensa de una bandera blanca ucraniana. Por otra parte, es intrínsecamente difícil, bajo el fuego bélico, salir de una guerra sin conocer qué condiciones impondrá el enemigo ni, quizá aún más importante, saber cómo explicar a los propios seguidores que se había cometido un error de cálculo, a no ser que se el enemigo nos infrinja una derrota total.
¿Guerras legales? La Guerra del Golfo de 1991 fue librada por una coalición de cuarenta y un países, reunidos y dirigidos por Estados Unidos, bajo mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en el breve momento histórico en que tanto China como Rusia estaban a punto de unirse a «Occidente», que se ampliaba para incluir al resto. Japón y Alemania, en ese momento, estaban floreciendo económicamente, sobre todo como competidores de Estados Unidos, y se les hizo pagar por la expedición a la cual declararon que no podían unirse a tenor de lo prescrito por sus constituciones de posguerra impuestas por Estados Unidos. George Bush Sr, como comandante en jefe de Naciones Unidas, se mantuvo dentro del mandato en la ONU y se abstuvo de entrar en Iraq y derrocar a Sadam Husein, algo que podría haber hecho fácilmente. La cosa no acabó bien, ya que la demostración de disciplina legal por parte Bush no fue apreciada por sus electores estadounidenses. Sintiéndose privados de sus debidas celebraciones de Misión Cumplida, un buen número de veteranos de la Guerra del Golfo se unieron a un movimiento de milicias armadas. Alojados en los bosques del norte de Michigan, se prepararon para defender a Estados Unidos contra un ejército de las Naciones Unidas que, según el Nuevo Orden Mundial de Bush, entraría en la ciudad que brilla sobre la colina, esto es, Washington DC, y desarmaría a sus ciudadanos: ¡a partir de ahora, gobierno global! El punto culminante fue el atentado de Oklahoma perpetrado en 1995 en el que murieron ciento sesenta y ocho personas. El asunto tan solo se zanjó cuando George Bush Jr invadió Iraq doce años después, demostrando al mundo y a sus votantes quién manda, es decir, Estados Unidos, y acabando con el dictador local con un mandato, no de la ONU, sino del pueblo estadounidense. No nos equivoquemos, ese era el mensaje: Estados Unidos, en lugar de dejarse gobernar por un gobierno mundial, era ese mismísimo gobierno mundial.
Cobardes. Las guerras animan a la gente a concebir las naciones holísticamente como individuos, atribuyéndoles propiedades como el heroísmo o la cobardía. Un país que entrega armas pesadas a Ucrania, según el presidente de Francia, demuestra valentía, mientras que un país que prefiere no entregar misiles de crucero de largo alcance a un gobierno tan digno de confianza y prudente como el ucraniano es un cobarde. El significado más cercano de valentía en este caso podría ser la voluntad de asumir riesgos sobre los que los cobardes, en palabras de Bartleby el escribiente, dirían: «Preferiría no hacerlo». En la guerra, que, como se ha dicho, consiste en morir, una cosa que debería importar absolutamente es la distribución de los riesgos, no sólo entre los países sino también en el seno de los mismos: la distribución entre los que asumen el riesgo y los que tienen que asumir las consecuencias. Podemos suponer que bajo el Elíseo hay un búnker nuclear. Igualmente, en 1918 el valiente Kaiser y los arriesgados valientes Hindenburg y Ludendorff seguían vivos y coleando, a diferencia de dos millones de soldados alemanes. Se trata de una división de clase, que no es idéntica a la división de clase del capitalismo, pero que en gran medida se solapa con ella. En cualquier caso, la valentía de los que asumen los riesgos debe ser redimida por la no cobardía de los que asumen las consecuencias. Inculcar en estos últimos la valentía suficiente para que zanjen consigo mismos y zanjen entre ellos su miedo a morir y en consecuencia vayan a «mourir pour Gdansk» o sacrifiquen sus vidas por la devolución de Crimea al Estado de Ucrania, requiere una ayuda considerable por parte de superiores valientes. Su valentía puede medirse en función del número de subordinados que están dispuestos a exponerse al riesgo de morir: una valentía secundaria que depende de la valentía primaria de los reclutados para poner en práctica la valentía primaria de sus comandantes en jefe.
Una nueva cultura de la guerra y de la paz. Con el avance de los Verdes hacia el poder estatal, al menos en Alemania, el arte diplomático de hacer la paz con vecinos desagradables, cultivado por la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, dio paso al arte militar de extender la democracia. Ahora, los vecinos desagradables deben ser sustituidos por otros agradables. Ir a la guerra contra el autoritarismo y por la democracia se ha convertido en algo moralmente superior a vivir y dejar vivir, lo cual se asocia con una nueva asertividad moral derivada de un profundo sentido de superioridad moral de la propia forma de vida sobre la de los demás, una superioridad validada por quienes tienen que vivir bajo regímenes inmorales y esperan que se les traiga finalmente un régimen moral. Ello excluye cualquier compromiso, por no hablar de un acuerdo de paz, excepto con el fin de engañar al enemigo, como a Putin en Minsk, aunque, por supuesto, este suele ser difícil de engañar. En la visión del mundo de los Verdes, como la de los neoconservadores, los que luchan contra el modo de vida democrático occidental no sólo son moralmente inferiores, sino también peligrosos: ellos saben que sólo pueden existir si extienden su sistema sobre nosotros, igual que nosotros sabemos que sólo podemos existir si extendemos nuestro sistema sobre ellos. Con la llegada de los Verdes, los «enemigos existenciales» de Carl Schmitt están de vuelta: el fascista Putin, la organización militante islamista Hamás.
Asesinos a sueldo. Cuando hay que conquistar y conservar un territorio, la guerra se vuelve sangrienta, y quienes matan y quienes son muertos deben mirarse a los ojos. Para ejecutar tales tareas, el personal preferido hoy en día son los guerreros por delegación y los mercenarios: los primeros son los ejércitos regulares de los Estados presentes en el campo de batalla, apoyados militar y financieramente desde la retaguardia por los Estados aliados, que son quienes llevan la voz cantante de las operaciones bélicas; los segundos son los legionarios extranjeros o los empleados de empresas bélicas privadas. Ejemplos de estas son Blackwater en Estados Unidos y, en cierta medida, la compañía Wagner en Rusia, que son subcontratados para la prestación flexible de formas de violencia complementarias a las de las fuerzas armadas nacionales. La guerra por delegación ha sido durante mucho tiempo el modo de intervención exterior preferido por Estados Unidos, mientras que la privatización del asesinato mediante la subcontratación en el mercado de la violencia parece avanzar rápidamente. Por ejemplo, durante los veinte años de guerra librada en Afganistán, 3915 empleados de proveedores privados de violencia murieron en el bando estadounidense, frente a 2.354 soldados pertenecientes al ejército regular de Estados Unidos. Las legiones extranjeras existen aquí y allá, pero sigue existiendo una consistente reticencias a utilizarlas a gran escala, en parte por las avanzadas habilidades que se precisan en la guerra moderna, pero también por las dudas sobre su disciplina y su disposición a arriesgar la vida. Sin embargo, una nueva versión de legión extranjera podría ser la creación de un «ejército europeo», tal y como se contempla para afrontar la larga duración prevista para la guerra librada en Ucrania. Este ejército europeo podría atraer reclutas de los países pobres, incluso de fuera de la UE, ofreciendo a los soldados, como en el Imperio Romano, algún tipo de ciudadanía europea como recompensa por cumplir un número determinado de años de servicio. Por último, es posible que se recurra a empresas privadas de subcontratación, sobre todo en Occidente, no sólo para luchar en primera línea, sino también y tal vez fundamentalmente para ayudar y formar a los soldados regulares en el uso de la tecnología avanzada de reciente introducción en los ejércitos modernos. Obsérvese que en este contexto el multimillonario Elon Musk ha proporcionado ayuda más o menos voluntaria al ejército ucraniano a través de su red de satélites de propiedad privada. No sabemos casi nada de por qué interrumpió el servicio durante uno o dos días y qué le ofreció o cómo le amenazó el gobierno estadounidense para hacerle cambiar de opinión, si es que se trataba de eso.
Heroísmo verde. El uso de asesinos a sueldo en sus diversas formas es esencial para la militancia maniquea de los Verdes. En Europa occidental, donde estos habían comenzado como pacifistas, fueron los primeros en exigir la abolición del servicio militar obligatorio en lo cual tuvieron éxito, favorecidos tanto por el tipo de paz internacional que ahora consideran inmoral, como por las crecientes demandas de habilidades que trajeron los avances en la tecnología militar. Derrotar a «Putin», es decir, enviarlo a La Haya para que sea juzgado por su Angriffskrieg [guerra de agresión], es una obligación moral para los Verdes alemanes; el trabajo sucio, sin embargo, se lo dejan a otros, en particular a los ucranianos. Cuando los conservadores alemanes intentaron utilizar la guerra de Ucrania para exigir el restablecimiento del servicio militar obligatorio, fueron rechazados en duros términos por los dirigentes de los Verdes, los cuales, como Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, agradecen que los ucranianos «mueran por nuestros valores» a cambio de lo cual están incluso más dispuestos incluso que los estadounidenses a ayudarles a que lo hagan mediante entregas ilimitadas de armas y recursos económicos. Ahí, sin embargo, termina su nuevo heroísmo. Esta posición es idéntica a la de sus amigos neoconservadores estadounidenses, que prefieren que la lucha por la supremacía estadounidense sea librada por auxiliares no estadounidenses junto con empresas privadas estadounidenses.
Los beneficios socioculturales de la guerra. Ir a la guerra contra un enemigo presumiblemente existencial puede ayudar a recuperar algo parecido a la unidad social en una sociedad dividida: independientemente de lo que nos mantenga separados, viviremos o moriremos juntos, levantándonos y cayendo por nuestros valores compartidos. Frente al enemigo, recordamos lo que tenemos en común por encima de lo que nos divide. La política y los medios de comunicación alemanes, preocupados durante algún tiempo por el impacto desmoralizador del pacifismo de posguerra en la sociedad alemana, que había seducido a la gente en pos de una existencia acomodaticia, molificativa y carente de dignidad, que les había hecho creer que un hedonismo feliz es la máxima realización de la vida humana, redescubren ahora la necesidad de «tomar partido» con «Occidente», «en particular con Ucrania e Israel, de tomar partido por un «periodismo con actitud» (Haltungsjournalismus), por una Zeitenwende [cambio de rumbo], que sea algo más que un mayor gasto militar y se convierta en el retorno a una vida más seria, más responsable, más adulta en la que estemos dispuestos a morir y dejarnos matar por nuestros ideales. Se sugieren similitudes con los años anteriores a 1914, cuando la guerra se antojaba a parte de la burguesía europea como una salida a una existencia satisfecha pero privada de sentido. (Recordemos a Thomas Mann defendiendo en 1914 la cultura alemana frente a la civilización francesa). Parece que a la postre no todo va mal en Occidente, quizá ni siquiera en Alemania: uniéndonos a la guerra por la democracia contra el autoritarismo, acabaremos con las dudas y el odio que sentimos por nosotros mismos y que nos inflige el «Sur global». Las demandas de armas nucleares alemanas y cada vez más incluso de la presencia de tropas terrestres alemanas en Ucrania, se vierten en medios de comunicación de referencia como el Frankfurter Allgemeine Zeitung, mientras las pruebas de lealtad son superadas con éxito por la opinión pública alemana, incluso cuando esta mira silenciosamente hacia otro lado cuando salen en los telediarios imágenes, raras, de niños muriendo de hambre en Gaza. ¡Y qué oportuno que la nueva unidad no sea incompatible con la reciente feminización de la política! Las jóvenes mujeres de los Verdes parecen ser al menos tan militantes como los viejos hombre vestidos de color caqui, quizá también porque a los más queridos de su corazón político se les ahorrará el viaje a los campos de exterminio.
*Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
Review of Keynesian Economics
Texto aparecido originalmente en la Review of Keynesian Economics y publicado con permiso expreso del autor.
Referencias:
Engels, Fredrich, «Introducción», en Sigismund Borkheim, Zur Erinnerung fur die deutschen Mordspatrioten. 1806-1807, Hottingen-Zurich, 1887.
Keynes, John Maynard, The Economic Consequences of the Peace, Londres, Macmillan & Co, 1919.
Sachs, Jeremy, «US Foreign Policy Is a Scam Built on Corruption», disponible en
https://lc.cx/j0HlAg.
Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, Berlín, Duncker & Humblot Gmbh, 1932. Ç
Streeck, Wolfgang, «La segunda teoría de Engels. Engels, la guerra y la hipertrofia del Estado en el siglo XX», New Left Review 123, mayo-junio 2020.
Naciones Unidas, Carta de las Naciones Unidas, Colección de Tratados de las Naciones Unidas, 1945.