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Algunos aspectos del nihilismo. Sobre la «Gran Política»

Algunos aspectos del nihilismo. Sobre la «Gran Política»

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directorelespiadigitales/8/8/23
domingo 24 de agosto de 2025, 22:00h
Claude Bourrinet
Lo suprasensible no es más que el producto inconsistente de lo sensible.
[Sin duda, esto es cierto a partir del romanticismo alemán. En Francia, es evidente en Chateaubriand y Ballanche: el relato bíblico, sobre todo el evangelista, se convierte en un compartimento (lírico, épico, elegíaco, trágico, maravilloso) de la literatura].
Pero al menospreciar así a su contrario, lo sensible se ha renegado a sí mismo en su esencia. La destitución de lo suprasensible suprime también lo puramente sensible y, con ello, la diferencia entre ambos.
[Nociones difíciles de comprender en el siglo XXI (o en el XX). En la Edad Media se vivía en lo suprasensible: la mayoría de las acciones, comportamientos (el «rico» que lega TODA su fortuna a los pobres, en su lecho de muerte, a expensas de sus herederos, por ejemplo, o el noble despiadado, un poco sanguinario, que, de repente, se «convierte» y se convierte en un santo pacífico, o los miserables de todas las edades y sexos que, de la noche a la mañana, se conmueven y corren patéticamente en busca de la salvación y la Jerusalén celestial, o el aristócrata que se arma, lleva una cruz en su túnica y se apresura a ir a morir en tierra santa, después de haber sacrificado gran parte de su patrimonio…), la mayoría de los pensamientos y sueños de esa época no eran de este mundo, como decía Jesús. Lo «sensible» no era más que una sombra (pero grave, seria, allí donde se jugaba la salvación), casi inexistente en comparación con el gran Sol de Dios (o con la terrible noche de la condenación). Reducir lo «supersensible» —que entonces no sería más que una idea, un vago sentimiento, del tipo «hay algo»…—, o incluso una esperanza —por ejemplo, la de volver a ver después de la muerte a los seres queridos desaparecidos, o simplemente la de persistir en la propia individualidad, sin creer demasiado en ello, por lo demás, como muestran las estadísticas de las encuestas—, es hacer desaparecer lo sensible, que solo existe porque es la afirmación de una existencia homogénea frente al infinito, lo finito cuya condensación de existencia solo cobra consistencia en relación con el misterio de la muerte. Si se elimina el peso de la elección, del reto de una vida que no puede bastarse a sí misma, zarandeada en un océano de estímulos insignificantes, se aniquila la existencia. Por lo demás, no se trata solo de las religiones de la «salvación», derivadas, por ejemplo, del judaísmo, sino también de toda Weltanschauung inducida por las sociedades llamadas «tradicionales», donde lo suprasensible es la «vida verdadera», que conduce a la vida «terrenal», ontológicamente infinitamente menor. Lo «supersensible», que es difícil, incluso imposible, de «imaginar» —convertir en imagen— o «vivir», nos resulta tan ajeno, tan extraño, como, según Hegel, nos resultaría un griego antiguo, cuyo ser en el mundo sería tan diferente al nuestro como lo es un perro. La cuestión no es saber si somos capaces de tener una intuición o un conocimiento abstracto —y, por lo tanto, falso— de la estructura mental de pueblos dispersos en el tiempo y el espacio: griegos y romanos antiguos, amerindios, nómadas de las estepas de Eurasia, japoneses del antiguo Japón, «salvajes» del Amazonas, etc., para quienes cada segundo, cada lugar de la existencia, dependía de un dios, un espíritu, una fuerza sobrenatural—, sino si esta representación es adecuada. Solo podemos conocer aquello de lo que tenemos experiencia. Un cardenal de Richelieu o un general Franco están más cerca de un operador bursátil de las oficinas financieras de Nueva York que de un anacoreta de la Tebaida. Somos juguetes de las palabras, que subsumen realidades radicalmente diferentes. Spengler, por cierto, no deja de subrayar este defecto óptico. Basta con intentar (en vano, en realidad) «entrar» realmente en el mundo (en el sentido fenomenológico y mental) de, por ejemplo, un espartano para tener una pequeña idea —ciertamente bastante errónea, en el fondo— de lo que nos separa de él].
No obstante, sigue siendo la condición tan impensada como indispensable de todos los intentos que tratan de escapar a esta pérdida de sentido mediante una simple concesión de sentido.
[En respuesta a la angustia provocada por la pérdida de sentido, debida al desvanecimiento de lo suprasensible, que hace vano el mundo de lo sensible, el voluntarismo más evidente empuja a otorgar a lo sensible ese excedente de alma que llamamos «valores», sin darse cuenta de que la desaparición real, efectiva, en la vida íntima, en las raíces del mundo, de lo suprasensible, transforma estos efectos retóricos en teatro, en escenas de ópera, en golpes de espada en el agua: no se puede imitar lo trágico sin caer en el ridículo. La religión (cf. «relacionar») se asemeja entonces a una bufonada (véanse los evangelistas estadounidenses) o a simulacros vacíos (de ahí el desinterés por los oficios religiosos), o bien a transformaciones cínicas que derivan en la gestión del mercado «espiritual». Añadamos los patéticos intentos de suplir el agotamiento de las relaciones humanas con un humanitarismo laico, llorón y pomposo, que no impide en absoluto las atrocidades y que, a veces, incluso las aprueba.
DIOS HA MUERTO (tercer volumen de La gaya ciencia, 1882)
[Frase de Jean-Paul Richter, retomada, de forma intermitente, por Vigny y Nerval. Vigny y Nerval, siguiendo a Ballanche, retoman el principio de la palingenesia, es decir, de la metamorfosis, de la transformación evolutiva (en el sentido del progreso, para Ballanche) de lo Divino, sin importar que este último esté encarnado por tal o cual Dios. Sin embargo, en el momento del romanticismo desencantado, después de 1830, se tiene la sensación de que es posible que se produzca el fin de las transformaciones: Dios estaría muerto. Ya no existiría lo Divino. Nerval busca la vida verdadera en el sueño. Véase también Pascal, en el siglo XVII, que recuerda la frase de Plutarco (Pensamiento, 695): «El gran Pan ha muerto»].
[…] La palabra de Nietzsche nombra el destino de veinte siglos de historia occidental. [Para Heidegger, la «muerte de Dios» está contenida en el devenir de la metafísica platónica y en el cristianismo].
[…] los nombres «Dios» y «Dios cristiano» se utilizan, en el pensamiento nietzscheano, para designar el mundo suprasensible en general.
Así, la frase «Dios ha muerto» significa: el mundo suprasensible carece de poder efectivo.
Así, la frase «Dios ha muerto» constata que la nada comienza a extenderse.
No basta con proclamar la fe cristiana o cualquier otra convicción metafísica para estar fuera del nihilismo. Por el contrario, quien medita sobre la nada y su esencia no es necesariamente un nihilista.
El nihilismo es un movimiento historial [no confundir con «histórico»] y no la opinión o la doctrina de tal o cual persona. El nihilismo mueve la Historia como un proceso fundamental apenas reconocido en el destino de los pueblos occidentales. Por lo tanto, el nihilismo no es un fenómeno histórico entre otros, ni una corriente espiritual que, dentro de la historia occidental, se encontraría junto a otras corrientes espirituales, como el cristianismo, el humanismo o la Ilustración.
El nihilismo es más bien, pensado en su esencia, el movimiento fundamental de la historia de Occidente [por eso invocar la «pérdida de valores» a partir de mayo del 68 es una muestra de la más profunda vacuidad intelectual]. Manifiesta tal importancia y profundidad que su despliegue no puede sino provocar catástrofes mundiales. El nihilismo es, en la historia del mundo, el movimiento que precipita a los pueblos de la tierra en la esfera de poder de los tiempos modernos.
[…] no es solo un fenómeno de nuestro siglo, ni siquiera del siglo XIX…».
El nihilismo tampoco es producto de determinadas naciones. En cuanto a aquellos que se creen exentos de él, corren el riesgo de ser precisamente los que lo desarrollan con mayor intensidad. [¡Que los nietzscheanos con botas tomen buena nota!].
El discurso del loco nos dice precisamente que la frase «Dios ha muerto» no tiene nada que ver con la trivialidad banal de las opiniones de quienes «no creen en Dios». Porque aquellos que solo son incrédulos en este sentido aún no se han visto afectados por el nihilismo como destino de su propia Historia.
En «Dios ha muerto», el término Dios, pensado según su esencia, se refiere al mundo suprasensible de los ideales que encierran, por encima de la vida terrenal, el fin de esta vida, determinándola así desde arriba y, en cierto modo, desde fuera.
La metafísica es el lugar histórico en el que esto mismo se convierte en destino, en el que las Ideas, Dios, el Imperativo Moral, el Progreso, la Felicidad para todos, la Cultura y la Civilización pierden sucesivamente su poder constructivo para caer finalmente en la nada. A este declive esencial de lo suprasensible lo llamamos descomposición (Verwesung). Así, la incredulidad como apostasía del dogma cristiano nunca es el fundamento o la esencia del nihilismo, sino siempre su consecuencia; pues bien podría ser que el cristianismo mismo fuera ya una consecuencia y una forma del nihilismo.
SOBRE LA «GRAN POLÍTICA». Nietzsche, Heidegger, Schmitt, Aron, Kissinger
Irnerio Seminatore
Nietzsche y la voluntad de poder
Los acontecimientos trágicos de la historia siempre pueden interpretarse a partir de una definición de lo político. Pero, ¿cuál es esa definición y qué implica para el futuro de los Estados y los pueblos o, más profundamente, para la historia?
¿Es la voluntad de poder una especie de «voluntad»? Para caracterizar la voluntad de poder, Nietzsche habla de un «instinto» natural, de tal manera que es imposible para los seres vivos no intentar liberarse de un impulso, indispensable para la perpetuación del ser. Nietzsche retoma el concepto de voluntad de Schopenhauer, llamándolo «voluntad de poder», pero con una distinción fundamental, «la negación de toda finalidad». En efecto, para Nietzsche, la voluntad «hace lo que quiere», ya que es, en realidad, su propia y única finalidad. ¿Dónde situar entonces el sentido de la acción política, de la gran política?
«Política interior» y «gran política». Los elementos de una «gran política»
Sin duda, en la política exterior, que es la parte de la actividad estatal orientada hacia el «exterior» y que a menudo implica una demostración de fuerza, en contraposición a la política interior, cuyos problemas a resolver rara vez son de carácter existencial.
León Tolstói lo confirma en Guerra y Paz precisando: «Todos los historiadores están de acuerdo: la actividad exterior de los Estados y las naciones, en sus conflictos entre sí, se expresa a través de las guerras, y el poder político de los Estados y las naciones aumenta o disminuye en proporción directa a sus fortunas militares».
El prestigio, el coraje y el riesgo se entremezclan así en la «gran política», donde tres dimensiones parecen fundamentales: la supervivencia, la visión de futuro y el mito de la gloria. ¿Qué es en el fondo la «gran política»? El equilibrio de poder y los enfrentamientos hegemónicos, la que magnifica a sus actores y convierte la Historia en un mito, la que erige a los pueblos en héroes, mostrando a la realidad perspectivas de ascenso y victoria. Una política del Destino, de las grandes ocasiones y de la fatalidad.
Nietzsche, frente a la política doméstica o nacional, establece los elementos de una «gran política», un movimiento de oposición a las fuerzas débiles pero seculares del cristianismo y a las contingentes y aleatorias del movimiento democrático, y convierte al «partido de los vivos» (la revolución conservadora) en la «energía de elevación» de la humanidad a través de la cultura. Desde este punto de vista, la gran política aparece como una responsabilidad sobre el futuro alemán y europeo, que impulsa a superarse a uno mismo y a crear. En el fondo, la esencia del ser y el impulso vital impulsan la transformación de un pueblo, porque «donde falta la voluntad de poder, hay declive». La situación actual de Europa, cobarde y marginada, es una demostración evidente de ello (2025).
La gran política, como cambio interestatal y gran estrategia
Si en geopolítica, el concepto de «gran política» se refiere a un Estado que posee una influencia y una capacidad de acción significativas en la escena internacional, esta aptitud se manifiesta mediante el despertar de su pasado y su tradición, así como por la conciencia de sus intereses, definidos por una especie de ambigüedad estratégica. Es a través del baluarte de las incertidumbres políticas y militares que impone límites disuasorios a la acción de los demás y los influye de manera inhibidora, configurando así el orden mundial. El modelo de Gran Política como aspiración a una gran estrategia de cambio ha sido y sigue siendo el de la democracia imperial de los Estados Unidos de América y, específicamente, el de Trump.
Nietzsche y Heidegger sobre la democracia, una variedad del nihilismo.
Sin embargo, en lo que respecta a la democracia, las opiniones de Heidegger entre las dos guerras mundiales eran inequívocas: «Europa sigue aferrándose a la democracia y no quiere darse cuenta de que esta supondría su muerte histórica —decía en 1937 en su curso sobre Nietzsche—, ya que la democracia no es más que una variante del nihilismo, es decir, de la devaluación de los valores más elevados… Y hoy en día, nadie puede negar que en la cultura woke occidental (subcultura de las desigualdades y las discriminaciones) se ha producido un cambio radical en el sistema de valores europeos y blancos.
¿Recurso al soberanismo y a la «filosofía de la vida»?
De su concepción discriminatoria del hombre y su desprecio por la razón histórica, Heidegger retoma dos aspectos estrechamente relacionados en su elección filosófica, opuesta a la Ilustración. Vio en el recurso a la razón utópica por parte de los enemigos de Alemania (la Rusia socialista y comunista) un refugio para «los que no piensan». Ya en marzo de 1916, Heidegger escribía: «¡Hoy sé que una filosofía de la vida verdaderamente viva (revolución conservadora) tiene derecho a existir!». De hecho, Martin Heidegger quedó marcado por su lectura de los Escritos políticos de Fiódor Dostoyevski. Retuvo su concepción del terruño (Heimat) y de ella extrajo una concepción racial de la germanidad y la rusidad que expresaría en sus Cuadernos de los años 1939-1941, contemporáneos del pacto germano-ruso. La sucesión de afirmaciones heideggerianas sobre Rusia muestra claramente que, para él, Rusia sigue siendo un adversario cuya fuerza mide frente al pueblo alemán, el único pueblo verdaderamente histórico y metafísico, el único que vive en la «Gran Política», la política de lo trágico y de la historia.
La «gran política», grande por lo que está en juego y por sus repercusiones, va mucho más allá del «Jus Pubblicum Europaeum» y de la ideologización de la guerra fría. Nos llega intacta y complejizada, enriquecida con nuevas formas de antagonismo y conflicto.
Ahora bien, la «revolución conservadora alemana» de 1930, revitalizada en sus conceptos a la luz de las experiencias intelectuales de nuestros días y sepultada bajo la espesa ilusión integracionista y multilateralista de la Europa posterior a 1945, resuena de nuevo, bajo la fuerza tectónica de las relaciones de poder.
Fue bajo el cuestionamiento de las realidades coloniales y los ideales de independencia y soberanía que se desintegraron los grandes imperios europeos y se afirmó el proceso de descolonización del Tercer Mundo. Estos orígenes se remontan, mutatis mutandi y por mimetismo intelectual, a la «revolución conservadora» alemana de 1920 y 1930. Es en un contexto político inédito, hostil y democrático, donde el trabajo conceptual de Carl Schmitt y otros autores de entreguerras ha conservado, tanto en Europa como fuera de ella, toda su relevancia y vitalidad.
Carl Schmitt y las teorías de la acción excepcional
Desde la publicación de La noción de lo político (1932) hasta La teoría del partisano (1962), es decir, desde el periodo de entreguerras hasta la descolonización, desde las guerras partidistas hasta el terrorismo y el conflicto árabe-israelí y palestino-israelí, los acontecimientos de la historia reciente pueden interpretarse siempre a partir de una misma definición de la política, mediante la adaptación del binomio conceptual amigo-enemigo. La teoría decisional se presenta en realidad como una teoría de la excepcionalidad de la acción política frente al pensamiento del «statu quo» y del orden inmanente y, a través de ella, Schmitt afirma la supremacía de la voluntad sobre la razón, de la decisión política sobre la moral y el derecho, adoptada por el pensamiento anglosajón. En la inmediata posguerra, R. Aron, que llegó a la política a través de la filosofía alemana de la historia, no pudo disociar la política y la guerra de las perspectivas de estabilización en Europa y en el sistema de relaciones internacionales, que se habían vuelto planetarias. La «gran política» adquirirá con él la perspectiva demoníaca de lo trágico.
La «gran política»: de la Machtpolitik a la Power Politics
De hecho, para R. Aron, las palabras «power» y «macht» están rodeadas de una especie de resonancias aterradoras.
Los especialistas estadounidenses en relaciones internacionales utilizan el término «power politics» —dice— para referirse tanto a la esencia de las relaciones entre Estados como a una doctrina de dichas relaciones. Así, purificado de su fatalismo trágico, el término Macht-Politik, evocador del sentido que le viene de sus orígenes filosóficos y de su encarnación alemana (die Dämonie der Macht), no puede eludir su verdadera naturaleza, la de las relaciones de poder. Se tratará de diseccionarlo a partir de sus modos de acción.
  1. Aron o el poder como «capacidad de hacer, de hacer hacer, de impedir hacer y de negarse a hacer»
Analizado en sus modos de acción, el poder, como base de la «gran política», es una «capacidad de hacer, de hacer hacer, de impedir hacer y de negarse a hacer». Ahora bien, como recuerda Serge Sur, «la capacidad de hacer remite al poder. La capacidad de hacer hacer remite a la influencia. La capacidad de impedir hacer remite al uso de la fuerza y la capacidad de negarse a hacer remite a la independencia. El poder se encuentra en la encrucijada entre el poder, la influencia, la independencia y la fuerza». Sin embargo, la «gran potencia» también se caracteriza por la capacidad de coaccionar y disuadir y, en términos políticos, por el estatus jerárquico de «grande» o «super-grande», árbitro del tipo de paz y del tipo de guerra lícitos y aceptables. Aquí, el estatus de la fuerza física se tiñe de un nuevo concepto, el de legitimidad, interna e internacional, que reconcilia el consenso interno y la prohibición internacional. Aunque el poder se ha constituido históricamente como una capacidad de coacción y, según Clausewitz, como la capacidad de doblegar la voluntad adversaria, es sobre el postulado de la fuerza que nació la escuela realista de las relaciones internacionales y las figuras de Hans Morgenthau o Raymond Aron, y más tarde, la nueva escuela neorrealista y sistémica de las relaciones internacionales que se desarrolló en los años 1970-1980, con Kenneth Waltz.
Ahora bien, la idea de «gran política» exige que se asocie una reconciliación teórica de la legitimidad interna con la legalidad internacional, ya que la primera se refiere a los valores fundamentales de un pueblo o una nación y la segunda a la esfera de los intereses existenciales.
En resumen, y gracias al mito, el concepto de «gran política» ya no puede ignorar que el establecimiento de un nuevo orden político entre las naciones (dimensión legal o formal de las relaciones de poder en relación con una paz mejor o una paz imperial) debe poder contar con una especie de restauración simbólica del pasado, en lo que respecta a la dimensión de la legitimidad histórica (estabilidad del príncipe o del sistema político vigente).
Kissinger y el «equilibrio de poder»
En el contexto concreto de nuestra coyuntura, el concepto de «equilibrio de poder», en el centro del análisis de Kissinger, es uno de los paradigmas más importantes de los autores realistas y constituye, en la mayoría de los casos, su argumento principal para explicar la paz. Algunos incluso lo consideran un requisito previo para la diplomacia clásica y una condición para los intercambios de embajadores permanentes del Renacimiento entre diferentes entidades políticas. Cuando se le preguntó sobre la situación de tensiones actuales justo antes de su fallecimiento (noviembre de 2023), su respuesta articuló bien el realismo y la prefiguración del futuro. «Nos encontramos en la situación clásica anterior a la Primera Guerra Mundial», advertía, «en la que ninguna de las partes dispone de un amplio margen de concesión política y en la que cualquier perturbación del equilibrio puede tener consecuencias catastróficas». Es comprensible que muchos países occidentales se opongan a uno u otro de los objetivos declarados. Con la implicación de China, aliada de Rusia y adversaria de la OTAN, la tarea será aún más difícil. China tiene un interés primordial en que Rusia salga victoriosa de la guerra en Ucrania. Xi no solo debe honrar una asociación «sin límites» con Putin, sino que un colapso de Moscú perjudicaría a China al crear un vacío de poder en Asia Central que podría ser llenado por una «guerra civil al estilo sirio».
Era planetaria, diplomacia global y «libido dominandi»
En la era planetaria, el concepto de seguridad solo puede ser global y abarcador. Tal es la conciencia que tienen los Estados, la comunidad de Estados y el sistema internacional. Este concepto precisa en particular el aspecto capital de la seguridad, su naturaleza indivisible y global. Así, toda medida estatal y todo enfoque diplomático y geopolítico debe ser capaz, en su propia concepción, de establecer un equilibrio entre capacidades e intereses estratégicos, orden político regional o global y diplomacia de seguridad. Esta conexión define el nivel de responsabilidad de una potencia y su nivel de conciencia histórica. La «gran política», diferente de un país a otro por su cultura y su pasado, solo puede ser la «práctica» de las grandes potencias, actores del «Gran Juego» y de la «libido dominandi». La responsabilidad de una «gran potencia» es, casi siempre, proporcional a su peso histórico y a su posicionamiento geopolítico.
En el contexto de la posguerra fría, un número cada vez mayor de Estados se ha orientado hacia una nueva forma de diplomacia, con el objetivo de aumentar su influencia internacional, proyectando sus normas culturales como principios de regulación de las relaciones internacionales. Tal ha sido la política cultural de los grandes imperios y, por ejemplo, de Turquía y los dirigentes turcos, como medio para sacar provecho de los vínculos etnoculturales que la unían a las seis nuevas repúblicas turcoparlantes surgidas de la desintegración de la Unión Soviética, con el fin de afirmarse como potencia clave del sistema euroasiático. Así, la búsqueda de la seguridad y la estabilidad siempre necesita vincular la «libido dominandi» a una restauración simbólica del pasado. Lo mismo ocurrió con Francia, China o Rusia. Francia, para justificar la refundación de un orden mundial adecuado, decidió articular su diplomacia en 2017, con E. Macron, en torno a tres ejes: la seguridad, la estabilidad y la independencia. Sin embargo, la disminución del peso y la importancia de Europa no ha eximido a Francia del declive más general del continente, el de un «orden basado en normas». Ahora bien, el declive va mucho más allá de las reglas y designa la condición de un ser que pierde su fuerza y se inclina hacia su fin, en definitiva, el momento cósmico de un sol que muere. Y ese momento, según el pensamiento bíblico, marcará la entrada en el tiempo profético de Gog y Magog, el tiempo de la agitación de los pueblos y las naciones, en el que, con grandes dolores, el cuerpo del mundo dará a luz y tocará el umbral de la muerte, antes de poder renacer.
El cine, más aún que la literatura, la filosofía, las profecías o la pintura, ha propagado la fascinación por el apocalipsis y ha alimentado la tragedia del conflicto con una dramaturgia sin igual, con el fin de glorificar la convicción milenaria de que no se puede evitar la guerra, la verdadera «salud de los pueblos» (Marinetti). A falta de religiones, cuya esperanza surge de la muerte, dada o sufrida, el poder sabe perfectamente que no se puede eludir ni el precio de la sangre ni el sacrificio ritual de los pueblos y las naciones, ni ayer ni mañana.