El vitalismo y el espíritu deportivo del Monarca son ciertamente admirables. Habituado ya a entrar y salir de los quirófanos como Pedro por su casa, con el esqueleto quebrado en demasiadas ocasiones y aquejado también de algunas dolencias no traumáticas bastante serias, siempre nos sorprende con sus rápidas recuperaciones, de vuelta inmediata a sus obligaciones de Estado y aguantando el tipo de forma meritoria. Da gusto verle regresar a las trincheras del tajo cada dos por tres, sin perder nunca su buen humor y apañándoselas como puede para quedar lo mejor posible con el protocolo que le impone su alta dignidad.
No se equivocan quienes, por esa y otras muchas razones bien conocidas, afirman cariñosamente que Su Majestad es un crack. Aunque a veces la artificialidad de tanto sacrificio, de tanta sonrisa y campechanía, y de tanto “todo va estupendamente” en boca de sus más allegados -cuando la realidad afirma todo lo contrario-, no dejan de identificar cierta hipocresía regia, por demás en plena sintonía con la misma práctica diplomática de la actual clase dirigente.
UN DEBATE DESTRUCTIVO PARA LA CORONA, GANADO A PULSO
Pero, con todo, hay quienes, razonablemente preocupados con la salud de Don Juan Carlos y con la salud de la Monarquía -que pueden ser la misma cosa-, han venido montando la marimorena con el tema sucesorio, con el todavía inédito desarrollo legal del Título II de la Constitución (dedicado a la Corona) y con una de sus necesidades más perentorias: el Estatuto del Príncipe Heredero. Y el lío es tan fenomenal que algunos de estos inquietos y leales amigos de la institución monárquica van dejando a través de sus comentarios públicos una estela de opiniones zigzagueantes, de forma que a veces son partidarios de la abdicación del Rey en el Príncipe Heredero, otras la combaten afirmando la conveniencia de que Don Juan Carlos permanezca vitaliciamente como Rey de España y, otras, hasta han llegado a pedir la abolición de la preferencia sucesoria del varón sobre la mujer que, como moderna Ley Sálica, la Constitución establece en su artículo 57.1.
Lo cierto y evidente, y allá quienes no quieran verlo así, es que, en gran medida, a la Corona le sobra debate porque, en efecto, le falta el sustrato de su adecuado desarrollo jurídico, de la norma legal que regule los muchos hilos que la Constitución de 1978 dejó sueltos al consagrar la Monarquía Parlamentaria, y porque, le duela a quien le duela, el Rey, que es el Jefe del Estado, nunca se ha comprometido con su unidad y permanencia ni con el funcionamiento regular de las instituciones, como quedó obligado por los constituyentes (artículo 56.1 CE). Y es que la Corona, que no es absolutista sino democrática, no debió dejar jamás al albur de las circunstancias ni al albedrío propio, o peor aún al del Gobierno de turno, la resolución de los problemas que afectan a su propio futuro.
En relación con ese tipo de criterios variables y dispersivos, no deja de ser elocuente la forma en la que Pedro J. Ramírez inició su artículo de opinión titulado ‘Fantasía de la jura del Príncipe Regente’ (El Mundo 29/09/2013):
Los mismos que hace unos meses, cuando hubo que operarle de la espalda, propugnaban la abdicación del Rey, ahora que ha habido que volver a operarle de la cadera, han propugnado la Regencia. Se trata de la misma intriga sólo que disfrazada de forma menos agresiva: el Príncipe asumiría las funciones del Jefe del Estado sólo de forma provisional, pero esa interinidad se prolongaría indefinidamente con las coartadas de la larga convalecencia, la mala salud general y la avanzada edad del Rey. Eso supondría que cuando se produjera el fallecimiento de Don Juan Carlos, el heredero subiría al trono con la experiencia de haber ejercido durante años como Príncipe Regente.
El debate ha sido impulsado por personajes ambiciosos con mucha prisa por asegurarse posiciones de influencia en un imaginario nuevo régimen felipista y ha contado otra vez con activos topos en el entorno de la propia Casa Real. Pero también ha sido alentado por políticos y comentaristas que han encontrado eco en una opinión pública sensible a los argumentos del relevo generacional, los crecientes achaques de un «anciano que lucha por su salud» o la gran preparación del Príncipe.
La última trinchera de estos impulsores de la jubilación de facto de Don Juan Carlos es la demanda de una regulación de las funciones del heredero de la Corona que en la práctica permita a Don Felipe ejercer como Jefe del Estado antes de serlo. Desde El Mundo siempre hemos defendido la necesidad de desarrollar el Título Segundo de la Constitución mediante una Ley del Rey que establezca los derechos, deberes e incompatibilidades de los miembros de su familia o sus propias obligaciones a la hora de informar al Gobierno sobre actividades privadas o viajes al extranjero. Pero una cosa es que en ese contexto quepa precisar supuestos relacionados con la abdicación, la Regencia o la delegación de funciones en el Príncipe y otra que haya que legislar a uña de caballo para encontrar la manera de quitar de en medio a Don Juan Carlos cuanto antes.
La mayor utilidad de haber sacado a colación el artículo 59.2 de la Constitución ha sido recordarnos el terrible castellano en que está redactada nuestra Carta Magna. Dice literalmente: «Si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe heredero». ¿Cómo que «si el Rey se inhabilitare»? ¿A qué viene ese reflexivo? ¿Significa que sólo habría lugar a la Regencia si el daño físico o mental que le impidiera desempeñar sus funciones se lo hubiera causado el Rey a sí mismo? Es verdad que Don Juan Carlos venía dando muestras desde su juventud de una inaudita capacidad de estamparse contra puertas, tropezarse en escalones y meterse en charcos. Cualquiera diría, sin embargo, que los constituyentes lo interiorizaron hasta el extremo de no contemplar las demás hipótesis de avería grave en la real persona, fruto de los imponderables de la salud o la acción de terceros. (…)
Claro está, que para reafirmar nuestra tesis de las opiniones cambiantes y del permanente y pernicioso oportunismo en el que se envuelve el debate sobre la Corona, también conviene leer el párrafo final del mismo y extenso artículo de Pedro J., otrora destacado azote de Don Juan Carlos, que es todo un poema en línea con el original ‘Cosas tenedes’ del ‘Romancero del Cid’ (después convertido en el popular ‘Cosas veredes’):
(…) Como, a diferencia de tantos otros, nunca le hice la pelota a Don Juan Carlos, puedo repetir aquí lo mismo que acabo de declarar en la edición norteamericana de Vanity Fair: siempre habrá sombras «embarazosas» que planearán sobre su figura, pero «en el fondo» ha sido y sigue siendo «un gran Rey». Además la edad no está en el esqueleto sino en el corazón y cualquiera que se fije, en esa foto que ocupó la portada de El Mundo, en la mirada pícara y chispeante que, clavado sobre sus muletas, dirigió horas antes de volver a pasar por el «taller» a la cámara de Alberto Cuéllar, se dará cuenta de que Don Juan Carlos se siente a veces como el travieso Tom Sawyer, a punto de presentarse en la iglesia en la que se celebra su propio funeral o de colarse en el taller en el que se pinta el cuadro de la jura de su heredero. Que los impacientes sepan que cuando a Sorolla le encargaron en 1890 que concluyera el histórico óleo de Jover sobre la proclamación de la Regente que hoy remeda Ricardo Martínez con el talento que siempre honra a esta sección, tardó ocho años más en entregarlo.
Por fin, y aunque con gran displicencia y sosteniendo que “siempre habrá sombras ‘embarazosas’ que planearán sobre su figura”, Pedro J. reconoce que “en el fondo”, Don Juan Carlos “ha sido y sigue siendo un gran Rey”. Todo un gesto -a algo se deberá- por parte de uno de los periodistas que más sañudamente ha atacado a la Familia Real desde la instauración de la actual Monarquía Parlamentaria.
Paréntesis. Secondat (seudónimo de Manuel Jiménez de Parga, catedrático emérito de Derecho Constitucional, ex ministro de Trabajo, ex consejero de Estado y ex presidente del Tribunal Constitucional) acaba de firmar un Brevete en el mismo diario El Mundo (08/10/2013), titulado ‘Una reina’, también curioso y sin duda justo con la persona de Doña Sofía, pero que “en el fondo” -como diría el director del periódico- no deja de ser, por pura contraposición, otro de sus duros y reiterados varapalos al comportamiento de su consorte, el rey Juan Carlos, e incluso al del resto de la Familia Real:
Considero que fue un acierto el suplemento del periódico, de este fin de semana, dedicado a la Reina Sofía. Ciertamente me parece la figura más destacada de la actual cúpula de la Monarquía española. Al conocerse, a mediados del siglo XX, su posible matrimonio con el príncipe Juan Carlos, en la opinión española abundaron las posiciones críticas a tal enlace. Se trataba de una princesa griega de origen alemán y este perfil no parecía encajar en la imagen de la futura reina española. Sin embargo, pronto se demostraría el error de tales apreciaciones y la Reina Sofía ha resultado la mejor de su entorno. Su discreción es muy valiosa y su resignación ante el comportamiento del Rey resulta digna de elogio. Mientras la institución monárquica va perdiendo adeptos, En España podemos afirmar que contamos con una gran reina.
Pero que, ahora, cuando el rey Juan Carlos se ha convertido por desgracia en amigo inseparable de los quirófanos -algo que no se hace precisamente por entretenimiento- y su decaimiento físico va siendo cada vez más evidente, natural e inevitable, Pedro J. pida calma a los “impacientes” que propugnan su abdicación o una regencia del príncipe Felipe anticipadas, suena sin duda alguna raro, raro, raro. No obstante, nosotros no vamos a entrar en el debate de la sucesión regia, cosa que para muchos españoles ya carece de importancia, porque hoy por hoy los temas sustanciales son otros y, entre ellos, el de la validez misma del modelo político actual y el de si la Monarquía sobrevivirá o no al ‘juancarlismo’.
EL FUTURO DEL ESTADO, ANTES QUE EL FUTURO DE LA CORONA
El tiempo perdido desde 1978 con el devaneo sobre el desarrollo legal de la institución monárquica ha pasado, y lo que cada vez se muestra como más problemático es la supervivencia del Estado, no ya la de la Monarquía, que es cosa distinta y, en esa comparación, bastante más secundaria. En estos momentos, el debate sobre el futuro de la Corona puede ser accesorio, mientras que lo prioritario, sustancial y urgente, es garantizar el futuro de España, todavía invertebrada como ha reconocido el propio rey Juan Carlos tras sus casi 40 años de reinado; grave problema (el de ‘a qué llamamos España’ o a qué queremos llamar España en el futuro) ante el que cada vez se desdibujan más los factores e instituciones que podrían ser instrumentos de unión, de separación o de conciliación.
Ahora, y con la que está cayendo -que algunos antipatriotas y desleales no quieren ver ni por asomo-, el PSOE propugna torpemente nada menos que el Estado Federal; el PSC reclama eso mismo, que ya es decir, pero con un plus de bilateralidad entre España y Cataluña; los independistas catalanes y vascos, exigen lógica y llanamente el Estado propio; Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) -antes liderada por el mismo Jordi Pujol que como President de la Generalitat de Catalunya colaboró modélicamente durante 23 años con la gobernabilidad del Estado español- clama cuando menos por el ‘soberanismo’, palabro con reflejos absolutistas y ribetes jacobinos que no se sabe bien qué mala cosa es, mientras su coaligada en CiU, la hasta ahora modosa Unió Democràtica de Catalunya (UDC), lanza un órdago a la grande demandando el Estado Confederal.
Otro paréntesis. ¿El antes comedido Josep Antoni Durán i Lleida pretende, a estas alturas de su vida y de la propia historia, urdir una unión de ‘Estados’ confederados que conserven su soberanía y acepten algunas leyes comunes…? ¿Con reyes o reyezuelos propios…? ¿Integrados en un Reino común…?.
Una dinámica en escalada de auténtico ‘patio de Monipodio’, difícilmente reversible, que ha arrastrado al mismísimo PPC a convertirse al catalanismo y a propugnar una ‘limitación de la solidaridad’, o sea una ‘solidaridad asimétrica’ en beneficio de Cataluña, enmarcada en una “nueva transición” como solución al órdago soberanista que tiene lanzado el Govern de la Generalitat (¿acaso liderada por el timorato Rajoy?). Y llevado también al ministro del Interior, el catalán Jorge Fernández Díaz, ‘pisacharcos’ oficial del Gobierno del PP, a asegurar en una entrevista concedida a Antena 3 (07/10/2013), sin que el tema le competa directamente, que él es partidario de aplicar el ‘principio de ordinalidad’ (otro palabro estúpido), es decir una especie de ‘cuadratura del círculo’ mediante la cual la solidaridad interterritorial de Cataluña, que es -sin más- un principio constitucional, no significaría perder posiciones en el ranking de financiación...
Dicho de otra forma, estamos ante un descalabro discursivo total, bien visible para el observador menos idiotizado, en el que el ‘macizo de la raza’ comienza, entre otras cosas, a dejar en claro fuera de juego a la institución monárquica. Y no digamos en donde la está dejando la izquierda más ortodoxa -en fuerte crecimiento-, la misma que en la Transición, con Santiago Carrillo de jefe de filas, tuvo el gesto de enterrar la hoz, el martillo y la propia bandera republicana.
Todo ello realimentado continuamente con una avalancha de declaraciones institucionales pre-independentistas, pulsos inconstitucionales al Estado y a la Corona y festejos sociales de gran proyección internacional despreciando la unidad de España y todo lo que significa un proyecto histórico común. Aunque los oráculos del poder auguren que “todo va estupendamente”, los heraldos negros que anuncian la debacle nacional cabalgan de nuevo, con la España ‘unitaria’ cada vez más olvidada y hasta proscrita (no se olvide a los militares empurados por los gobiernos de turno sólo por haber invocado el artículo 2 de la Constitución en el que se consagra “la indisoluble unidad de la Nación española”).
Un continuo ‘desandar’ histórico en el que lo más razonable que no se quiso hacer ayer, hoy ya sería aceptado casi como una solución milagrosa; lo que no se quiere hacer hoy, mañana será añorado como una solución imposible, y lo que no se haga mañana nos llevará al desastre de pasado mañana…
Nada más tomar posesión de su cargo como presidente del Consejo de Estado en mayo de 2012, y cuando ya algunos comentaristas monárquicos inquietos pedían que el rey Juan Carlos abdicara en favor del Heredero de la Corona tras el ‘tropezón’ que supuso su cacería de elefantes en Botswana, José Manuel Romay Beccaría decretó en una entrevista concedida al diario ABC (21/05/2012): “No hace falta hacer ninguna ley sobre la familia real. La Corona está muy bien”. Pero aquella encomiable sentencia política, fue, evidentemente, más un deseo personal del declarante que una expresión de la realidad histórica.
Aunque hoy, y visto cómo han evolucionado las cosas en poco más de un año, el ya octogenario oráculo de Rajoy -y al parecer también de la Corona- quizás no piense lo mismo. De hecho, el pasado 1 de octubre, al hacer un elogio de la figura de Su Majestad durante su intervención en el acto de entrega de la XII edición de los premios ‘Montero Ríos’ y ‘Iurisgama’, otorgados por la Asociación de Juristas Gallegos en Madrid, Romay dijo que los españoles “sabemos que al Rey le duele España”, lo que quiere decir que alguna razón habrá para ello.
Tras afirmar también que “los españoles sabemos quién es el Rey y lo que ha hecho”, Romay recordó a continuación la intervención de Su Majestad ante el golpe de Estado del 23-F, “una noche de invierno” en la que “España encallaba en el corazón de las tinieblas”. Y agregó: “Don Juan Carlos interrumpió ese enloquecido viaje al fin de la noche. Esa noche oscura, el Rey convirtió Waterloo en Austerlitz; el resto, como en Hamlet, el resto es silencio”…
Para el presidente del Consejo de Estado, y como especial cuenta de ‘haber’ en el balance “todavía lejano” del reinado de Don Juan Carlos, habrá “una noche que los españoles ni podemos ni debemos olvidar”: la del 23-F. Lo que pasa es que, sin querer minusvalorar los méritos de la Corona, muchos de esos españoles ya tiene olvidado el 23-F, como se olvidaron del 14 de abril de 1931 (proclamación de la II República), del 18 de julio de 1936 (Alzamiento Nacional) y del 1 de abril de 1939 (fin de la Guerra Civil), y otros tal vez no vean el papel del Rey en aquella triste noche golpista de febrero de 1981 exactamente igual que lo ve Romay Beccaría.
Pero, para atizar más el debate, en ese mismo acto, el galardonado con el premio ‘Iurisgama’, el catedrático emérito de Derecho Administrativo José Luis Meilán Gil, quien como el propio Romay Beccaría fue antiguo alto cargo político del franquismo, dejó bien claro que el Estado de las Autonomías, tal y como hoy está configurado, no responde -en su opinión- al espíritu constitucional, “que no incita a la uniformidad” entre comunidades. Y recordó al respecto que, en principio, no se pretendía la creación de 17 parlamentos legislativos, sino sólo en aquellas autonomías que antes de 1978 ya tenían estatutos aprobados por referéndum (es decir, Galicia, País Vasco y Cataluña), correspondiendo al resto simples asambleas normativas.
Es más, a su juicio, se ha hecho un “uso indebido” del artículo 150.2 de la Constitución, el que permite el traspaso de competencias a las comunidades y cuya eliminación de la Carta Magna ha defendido en varias ocasiones precisamente Romay Beccaría. La “uniformidad” del hecho autonómico, concluyó Meilán, es “espuria”. Ahí la tenemos a la más fea de la reunión y el que quiera que la baile…
EL GOBIERNO Y LA MONARQUÍA, SIN POLÍTICA
En un artículo reciente y acertadamente titulado ‘Este Gobierno, sin política’ (El País, 01/10/2013), Miguel Ángel Aguilar sostenía: “Este Gobierno, como gusta decir la vicepresidenta para todo Soraya Sáenz de Santamaría, desiste de hacer política. Prefiere manos libres y entregarse al automatismo de las instituciones. Mariano Rajoy, cuya agenda le ha impedido complacer al presidente norteamericano, Barack Obama, empeñado en recibirle en el despacho oval de la Casa Blanca, es un declarado partidario de la putrefacción de los asuntos”.
Y, tras argumentar su tesis con ejemplos bien palpables, como los del ‘problema catalán’ y el ‘caso Bárcenas’, y otros igual de evidentes en el plano de la política económica del Gobierno, concluía insistente: “(…) Se ha optado por la putrefacción de los asuntos, anclados en el recurso de confiarlo todo al automatismo de las instituciones, que se condensa en el mantra de que este Gobierno está entregado al cumplimiento de la Constitución y las leyes. La cuestión es que precisamente a partir de ahí empieza la política y de eso no hay. En la interpretación de esa actitud mariana hay dos escuelas de pensamiento. Para la primera todo resulta de la gandulería del presidente. Para la segunda, enseguida veremos que todo se fía a la utilidad que pueden brindar las ‘causas fracturantes’ que mencionaba Soledad Gallego Díaz en su columna del domingo. El consejero áulico, Pedro Arriola, se reunió el miércoles 25 en Génova con los secretarios regionales del PP y les dio las claves. Atentos”.
Pero es que, la opción manifiesta de Rajoy “por la putrefacción de los asuntos, anclados en el recurso de confiarlo todo al automatismo de las instituciones”, es decir su síndrome de inacción política, no solo incide nefastamente en todos los organismos instrumentales del Estado (ya invadidos por la politización partidista). Además, también alcanza al Rey (o a la Corona), cuyos actos, a tenor de lo establecido en el artículo 56.3 de la Constitución, “estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64 [por el Gobierno y en lo señalado en el artículo 99 por el Presidente del Congreso], salvo lo dispuesto en el artículo 65.2 [nombrar y relevar libremente a los miembros civiles y militares de su Casa]”.
Dicho de otra forma, Miguel Ángel Aguilar, que es poco o nada sospechoso de acosar o criticar a la Corona, también podría escribir, no obstante, otro artículo de opinión titulado ‘Esta Monarquía, sin política’. Y con argumentos tan visibles como los que utiliza para retratar la inacción ‘mariana’…
Que el Gobierno tampoco está porque la Monarquía mueva un solo dedo ni siquiera en defensa propia, es más que evidente (el PP siempre vio con recelo el especial entendimiento de la Corona con el PSOE). Así que todos a cocerse en la misma olla podrida del poder partitocrático, hoy convertido en un contrapunto del Saturno goyesco: o sea, no el que devora a sus hijos, sino el que está siendo devorado por éstos.
FIESTA NACIONAL: LA CORONA TIENE UN PROBLEMA
En ese trance forzado y casi grotesco, podríamos registrar también la imagen del príncipe Felipe presidiendo por primera vez, junto a Doña Letizia, el desfile del 12 de Octubre, que es el Día de la Fiesta Nacional de España, cumpliendo a la luz de la opinión pública una ‘representación’ del Jefe del Estado (y/o en su caso del “mando supremo” de las Fuerzas Armadas), cuando menos confusa, porque constitucionalmente las funciones del Rey son indelegables. Y, por supuesto, después de dejar aparcada en la Zarzuela a la Reina Sofía (“la figura más destacada de la actual cúpula de la Monarquía española”, según el atinado Brevete de Secondat), como si fuera ‘la perfecta casada’ del Siglo de Oro que describiera el agustino Fray Luis de León, desplazada protocolariamente y arrinconada por Doña Letizia, ahora promovida a ‘perfecta mujer’ aunque todavía sea simplemente ‘consorte del Heredero’ (y está por ver si pasará o no pasará de ahí).
Una extraña situación, fuera de reglamento y de protocolo generada nada menos que por decisión de Su Majestad el Rey, según anticipó El Mundo (11/10/2013) en la víspera de autos, y en base a una supuesta potenciación del llamado ‘núcleo central de la Familia Real’ (¿acaso la Reina es esposa, madre y suegra ‘adoptada’…?). ¿Pero es que, en ausencia del Rey, el presidente del Gobierno no podía haber presidido el desfile de la Fiesta Nacional…? ¿Por qué tanto interés en convertir a los príncipes de Asturias en la salsa irremediable de todos los guisos, a veces todavía fuera de punto…? Raro, raro, raro.
Y lo cierto es que, además, el príncipe Felipe presidió el desfile militar más importante y protocolario del año vistiendo uniforme militar correspondiente al simple empleo -con perdón- de teniente coronel del Ejército, virtual en todo su sentido, como los otros dos que viste de la Armada y del Ejército del Aire -colección una en esencia y trina en persona- porque jamás ha ocupado plaza de destino que los justifiquen. De esa curiosa forma, recibió saludos y novedades militares de generales y almirantes situados muy por encima de él en la jerarquía castrense, pasando de hecho revista a las tropas que rendían honores ‘escoltado’, tres pasos atrás, nada menos que por todo un almirante General y, más atrás aún, por un teniente general (claro está que, aunque pueda parecer otra cosa, el Gobierno y la Corona se pasan por la faja el escalafón militar y a las propias Fuerzas Armadas). Torpe, torpe, torpe.
Según las fuentes consultadas por El Mundo (que no se sabe cuáles son), la chafarrina de vetar la presencia de la Reina de España nada menos que en el desfile de la Fiesta Nacional se debe a la razón gratuita de que éste es un “acto militar” (siempre estuvo en todos los precedentes) y “porque de haber asistido su estatus protocolario hubiera sido superior al del Príncipe y porque el Heredero tiene presencia suficiente como para evitar la figura de la Reina Madre” (y por supuesto que ésta la tiene para evitar la de él). Sin embargo, ese estatus superior de la Reina tampoco impidió que, de forma todavía más inconcebible Doña Sofía ocupara su degradado espacio en la recepción del Palacio Real que sigue al desfile militar un pasito por detrás de su hijo y de su querida nuera (véase la reveladora foto que ilustra esta Newsletter). Lioso barullo, que suena sobre todo a maniobras palaciegas y a tejemanejes -trepa que trepa- de Doña Letizia…
Pero si lo dicho fuera poco vergonzoso y vergonzante, El Mundo anticipaba también -y así sucedió realmente- que, a pesar de la trascendencia de la celebración, en el desfile se interpretaría la “versión corta” del himno de España (de 26 segundos frente a la de 52 que se habría interpretado en presencia del Rey), y que los militares saludarían al Príncipe a su paso por la tribuna presidencial, siéndoles devuelto el saludo, pero sin poder que lanzar el grito ritual de “¡Viva España!”, “porque no corresponde” en opinión de los sabios consejeros de la Corona (que la llevan por donde la están llevando), y que el ciudadano de a pie asistente si proclamaba por su cuenta y riesgo, ni que por supuesto la bandera nacional se inclinara ante quien no era Jefe del Estado. Y, entonces, uno se puede preguntar qué pintaba en realidad el Príncipe, vestido de teniente coronel poco menos que de prestado y con la Reina recluida en la trastienda, presidiendo un desfile que en vez simbolizar el orgullo nacional a todo trapo cada vez se manipula más y más, llevándose al límite de la opereta. Lo dicho: la Corona tiene un problema con la Fiesta Nacional de España. Curioso, curioso, curioso, y grave, grave, grave.
Aunque, hablando de problemas, éste es un buen momento para recordar el esperpento que ya supuso la precedente celebración del 12 de Octubre de 2012, con silbidos a la Familia Real y al Gobierno bien contrapuestos a los habituales aplausos de homenaje popular a las Fuerzas Armadas. Si bien para evitar tal desaire ya se limite y desplace cada vez más la presencia popular en el desfile de la Fiesta Nacional (que el régimen posiblemente termine por disolver), restándole el esencial calor social de otras épocas.
En aquella ocasión, la fuerte polémica surgida en torno a la necesidad de “españolizar” educativamente a los niños catalanes, expuesta durante un debate parlamentario por el ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, motivó que el rey Juan Carlos, agriamente contrariado, comentara el caso con el presidente Rajoy, justo al finalizar el desfile, siendo captada tan tensa situación por las cámaras de televisión. Y, a continuación, durante la recepción celebrada en el Palacio de Oriente una vez concluida la parada militar, el príncipe Felipe, heredero de la Corona, afirmó con rotundidad que “Cataluña no es un problema”, repitiendo algo que ya había dicho en alguna otra ocasión y evidenciando, a la luz de los hechos, su escaso ‘ojo clínico’ (el papelón que jugó en el fiasco del ‘Madrid 2020’ también tuvo su trago).
La Exposición de Motivos de la Ley 18/1987, de 7 de octubre, que establece el día de la Fiesta Nacional de España en el 12 de Octubre, sostiene: “La conmemoración de la Fiesta Nacional, práctica común en el mundo actual, tiene como finalidad recordar solemnemente momentos de la historia colectiva que forman parte del patrimonio histórico, cultural y social común, asumido como tal por la gran mayoría de los ciudadanos…”. Y, añade: “Sin menoscabo de la indiscutible complejidad que implica el pasado de una nación tan diversa como la española, ha de procurarse que el hecho histórico que se celebre represente uno de los momentos más relevantes para la convivencia política, el acervo cultural y la afirmación misma de la identidad estatal y la singularidad nacional de ese pueblo”.
Pero lo que ha conseguido la clase política española, sin duda con la Corona a la cabeza, es que la Fiesta Nacional contradiga su propia razón de ser, convertida en un acto frío, desmotivado, que incomoda evidentemente a las autoridades presentes (el propio presidente Rajoy dejó muy claro que para él los desfiles son “un coñazo”) y que cada vez se desarraigue más de las bases sociales. Hasta el punto de que los patriotas que acuden a ellos -cada vez de forma más acotada e incómoda a plena conciencia política-, no dejan de constituir ya por su menguante presencia una especie de ‘rara avis in terris’. ¿A quién va a terminar importando entonces la independencia de Cataluña y del País Vasco…?
Una situación verdaderamente lamentable, alimentada además por el visible desprecio que vienen haciendo de la Fiesta Nacional todos los presidentes nacionalistas de la Generalitat de Catalunya y del Gobierno Vasco (Íñigo Urkullu y Artur Mas no se dignaron excusar su asistencia como invitados oficiales). Pero, si este desprecio institucional es tan evidente, y persistente, ¿por qué incomprensible razón no comporta ninguna respuesta adecuado por parte de las autoridades del Estado, sobre todo de su Jefatura (o de la Casa del Rey) y de la Presidencia del Gobierno, que son las políticamente ofendidas…?
¿Se imaginan nuestros lectores lo que sucedería ante un desprecio similar a la Monarquía británica o a la Presidencia de cualquier República democrática medianamente digna…? ¿Qué tipo de Monarquía Parlamentaria es la nuestra que permite, sino alienta, este tipo de deslealtades institucionales y formas políticas tan impropias del Estado constitucional…? ¿Por qué extraño motivo la Jefatura del Estado (la Corona) aguanta lo que aguanta y no exige el respeto debido a su alta magistratura…? ¿Acaso porque no se siente con fuerza moral para ello…?
Pero lo más curioso y gravemente contradictorio de toda esta descolocación de la Corona -y también del Gobierno- a cuenta de la Fiesta Nacional, es que, inmediatamente antes de su celebración, el ministro de Defensa, Pedro Morenés, afirmara ante las cámaras de Televisión Española, no sabemos si porque es tonto o porque se lo hace, que estaba percibiendo una “bajada en la intensidad del sentimiento nacional”. Y achacó esta reacción ciudadana nada menos que al hecho -absolutamente falso- de que los españoles en general “ya tienen garantizado su bienestar, una seguridad y una nación”, de modo que este gran memo, negador de la evidencia más absoluta, considera lógico que, por ello, “el sentido patriótico” disminuya.
La verdad es que con el tipo de personal al mando, suelto por el Gobierno y por Zarzuela, antes de que termine la Legislatura todos juntos se pueden despeñar solitos, sin que nadie les empuje. El trile regio, bien captado por Pedro J. Ramírez, de que a partir de ahora la imagen de la Monarquía será la de Don Felipe (con Doña Letizia al lado y en incansable ‘camino de perfección’), sustituyendo, todavía sin Estatuto propio, a su egregio padre (cosa no precisamente fácil), o ‘representándolo’ -como prefiere hacernos decir la Casa del Rey- en funciones que constitucionalmente son del todo in-de-le-ga-bles, está servido. Pocas cosas hay en política peores que quemarse antes de tiempo. Y sino, al tiempo.