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NEWSLETTER 85. El ‘Manifiesto Regeneracionista’

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19
domingo 27 de octubre de 2013, 11:24h

El modelo de representación ciudadana está en proceso de fuerte agitación, debido básicamente a la eclosión del independentismo catalán (con el vasco en ciernes), a la inútil respuesta del Gobierno (y de la Oposición) frente a la crisis global (económica e institucional), a la corrupción manifiesta en la vida política y, en definitiva, a la tremenda insatisfacción social que produce el actual modelo de organización y convivencia nacional.

En los últimos años, algunas de las formaciones políticas hasta hace poco minoritarias en sus ámbitos territoriales, y otras de nuevo cuño, se han afianzado electoralmente a pesar de la poca ayuda que les presta la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que impone el sistema D’Hont, no proporcional, en la adjudicación de escaños. Esa novedad, con éxitos ya contrastados en las urnas, anuncia el decaimiento del actual ‘bipartidismo imperfecto’, hasta ahora apoyado circunstancialmente en las organizaciones ‘bisagra’ de ámbito autonómico, y encauza el futuro hacia nuevas políticas de gobierno más abiertas, representativas y democráticas.

Pero, por las mismas causas, también han proliferado multitud de redes y movimientos sociales, que, aún incipientes y desorganizados, no han dejado de comenzar a tambalear el actual entramado de la participación política ciudadana. Ya se verá muy pronto cuál es su evolución y si podrán o no podrán continuar por esa senda ‘transgresora’…

Lo cierto es que los mentores de todo este conglomerado emergente, no siempre tienen claras las señas diferenciales entre partidos políticos, redes sociales, movimientos ciudadanos, grupos de representación intermedia, etcétera. Y, a tenor de sus declaraciones programáticas, tampoco parecen tener muy claros sus propios objetivos, ni distinguir la distinta naturaleza y función de los fines y los medios instrumentales, de las estrategias y tácticas, del pensamiento y la acción, y, en última instancia, entre el ‘ser’ y el ‘estar’ en política.

Aun así, obviamos las siglas y nombres de cada supuesto porque esta Newsletter, un tanto especial, carece desde luego de la menor intención crítica al respecto. De hecho, incorpora un manifiesto abierto de orientación regeneracionista, más que reformista o centrista, para quienes identifiquen su acción política y social con estos términos, cosa habitual incluso en aquellos que, tildándose de tales, no dejan de ser en el fondo esencialmente reaccionarios o revolucionarios.

El reformismo es un tipo de movimiento social o político que, en general, apunta a realizar cambios graduales a fin de mejorar un sistema, un proyecto o la propia sociedad; mientras que el centrismo persigue la búsqueda y promoción de políticas consensuada, equidistantes de los ‘extremos’ planteados, como un fin en sí mismo y una manera de avanzar, de forma paulatina pero segura, hacia un objetivo final que -se entiende- es también de interés general.

Más profundo y radical, el regeneracionismo nace entre los siglos XIX y XX como movimiento intelectual para meditar, de forma documentada, objetiva y científica, sobre las causas de la decadencia de España como Nación; mientras la llamada ‘Generación del 98’ (encabezada por Miguel de Unamuno y Ángel Ganivet, y seguida por los Valle-Inclán, Benavente, Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Maeztu, Baroja, Azorín, los hermanos Machado…), con la que se suele confundir dado que ambos movimientos suscribían al mismo tiempo el mismo juicio pesimista sobre España, expresaba sus ideas de forma más literaria y artística y, por tanto, más subjetiva.

El principal ideólogo y representante del regeneracionismo fue el aragonés Joaquín Costa (1846-1911), con su lema “Escuela, despensa y doble llave al sepulcro del Cid”, en el que pretendía condensar algunas de las soluciones a los problemas endémicos de la España de la Restauración. Con una cita de Costa se encabeza precisamente nuestra particular aportación a la causa regeneracionista.

MANIFIESTO REGENERACIONISTA

Una nueva política de los ciudadanos y para los ciudadanos

“En una cosa estamos de acuerdo los españoles: en que España ha de mudar de piel”.

La frase es de Joaquín Costa y la pronunció en 1900. Hoy, transcurridos casi cuarenta años desde que el régimen franquista diera paso a un sistema de convivencia democrática, generando tanta ilusión inicial como posterior frustración, muchos ciudadanos se preguntan si no será necesario retomar las ideas del Regeneracionismo y proponer de nuevo una muda radical de la piel que envuelve nuestro carcomido sistema político.

Si tuviéramos que resumir el estado de ánimo que hoy impera en la sociedad española, podría hacerse con muy pocas palabras, pero bastante expresivas: confusión, temor, angustia, desesperanza, impotencia… Todas ellas cobijadas bajo el manto de una creciente desconfianza en los partidos políticos y en sus dirigentes -incluidos los emergentes, nacidos de la misma levadura-, cada vez más identificados socialmente por su carencia de ética y de capacidad personal.

Poco a poco, el reiterado dicho exculpatorio de que “no todos los políticos son iguales” va perdiendo vigencia ciudadana, porque la mala praxis política ha permitido que la corrupción y las prácticas dolosas enraícen en el tejido institucional español de forma escandalosa. El mal evidente, convertido en un dramático cáncer social, proviene de la naturaleza partitocrática del modelo político, desde donde invade los tres poderes del Estado, cuya actual connivencia lo realimenta de forma perversa.

Los discursos de la España oficial, cuajados de retórica institucional y de apelaciones a la razón de Estado, enmascaran la democracia real en una dictadura de los partidos -en particular de los dos mayoritarios favorecidos por la ley D’Hont-, que manipula la representación parlamentaria de los ciudadanos, identificando sus intereses propios y exclusivos con los del conjunto de la Nación y sometiendo el funcionamiento de la justicia al control del gobierno. De esta forma, la actuación partidista se identifica plenamente con una acertada observación de Arturo Graf: “Con suma frecuencia la política consiste en el arte de traicionar los intereses reales y legítimos, y crear otros imaginarios e injustos”.

Pero la mezquindad y los intereses partidistas que de forma invariable han venido presidiendo continuamente la política española desde la misma Transición, no sólo crearon las condiciones propiciatorias de la grave crisis institucional, política y económica, que hoy castiga al conjunto de nuestra sociedad, ignorando sus auténticos problemas y haciendo oídos sordos de sus necesidades más obvias y sus verdaderas exigencias. También han consolidado un despilfarro institucional de corte caciquil que ha llevado el sistema de convivencia a límites extremos de irrealidad, inviabilidad e insolvencia.

Por ejemplo: la construcción irracional y multimillonaria de aeropuertos sin tráfico suficiente, choca necesariamente con el déficit económico afecto al sistema sanitario asistencial; las aventuras militares de proyección exterior, no hacen más que evidenciar la precariedad humana, retributiva y social, de la Fuerzas Armadas, mientras que la adquisición de costosos sistemas de combate para la Armada y la Fuerza Aérea se muestran desproporcionados con la capacidad operativa real de la defensa nacional; la proliferación de las policías autonómicas debilita la necesaria modernización y eficacia de los Cuerpos de Seguridad del Estado; la extensión de la red de transportes de alta velocidad hasta trayectos técnicamente absurdos impide la obligada dotación presupuestaria de la justicia… Y, en fin, la complacencia con ciertos revisionismos del pasado desplaza de la acción política real problemas tan sustanciales como los del desempleo, la asistencia social, el fracaso escolar, el descrédito de nuestras universidades, la falta de competitividad general, la dependencia tecnológica… Siempre la España de los políticos, enfrentada a la España de los ciudadanos.

Mientras estos ciudadanos reclaman angustiados a los políticos que les representan soluciones para sus problemas más elementales (la vivienda, la educación, la sanidad, el trabajo…), ¿qué les ofrecen éstos? La respuesta es muy clara: nada de lo que realmente necesitan. Sólo que confíen de forma ciega en unos partidos convertidos en maquinarias al servicio exclusivo de sus propios intereses, de unos sindicatos sin más objetivo que perpetuarse en su acomodo político y de unas organizaciones empresariales dedicadas básicamente al cultivo de la banca y al fomento del monetarismo, con el desprecio permanente a los pequeños empresarios. En definitiva, lo único que llega a la ciudadanía es una continua apuesta pública en favor de las oligarquías, combinada con el populismo y la demagogia electoral.

La sociedad española lleva años pidiendo soluciones, sin que nadie se las de. El divorcio entre la España oficial y la España real ha llegado a límites ciertamente insostenibles, a costa de una política social ‘extractiva’, basada en la explotación fiscal, directa e indirecta, de las bases ciudadanas menos favorecidas y de los trabajadores de a pie, atados de forma injusta a un sistema político ineficaz en el que no creen y que nunca ha respondido a sus necesidades ciertas. Las instituciones representativas de la sociedad española y sus órganos de gobierno ya no están interesadas en defender otra cosa que sus intereses de ‘casta’. Por eso, el malestar social se ha convertido en una frustración impotente, llevando a muchos españoles a una conclusión fatal: la del sometimiento, la de aceptar la imposibilidad de poder actuar frente a la omnipotencia inoperante de los partidos y la de verse arrastrados a su esclavitud de forma irremisible.

Pero esta conclusión no es inevitable. El Manifiesto Regeneracionista que el lector tiene entre sus manos, responde a ese desafío: la necesaria acción ciudadana es posible, aunque no desde esa política partidista ramplona y acomodada sobre sus propias prebendas, sino desde la España real y desde la política de base cívico-social, motivada por las aspiraciones esenciales y los objetivos solidarios de los ciudadanos. Esa y no otra es la razón última que sustenta a la Nación Española, convenida por la Carta Magna en el establecimiento ordenado de la justicia, la libertad, la solidaridad y la seguridad, como bienes irrenunciable de cuantos la integran.

Nuestra crisis, en su doble lectura coyuntural e histórica, no procede de ninguna maldición ancestral, contra la que nada podamos hacer. Obedece a causas e intereses muy concretos, que es preciso reconocer para poder dar una respuesta acertada y eficaz a los desafíos actuales.

En realidad, la crisis que vivimos tiene su origen en el mismo marco histórico del sistema en el que nos estamos moviendo, influido por dos factores: uno de naturaleza exterior y otro de carácter interior. El primero consiste en la implantación del capitalismo a escala universal y en su sueño de imponer un orden político globalizado con un mercado planetario. El segundo es la radical incapacidad del Estado de la Autonomías nacido con la Constitución de 1978 para poder afrontar con éxito esa misma dinámica mundialista.

La realidad exterior

La globalización del mundo económico, es decir la extensión del capitalismo a nivel planetario, responde a lo que se ha denominado un “Nuevo Orden Mundial”. La caída del ‘Muro de Berlín’ (noviembre de 1989) y de los regímenes totalitarios marxistas ha quebrado la bipolaridad de la ‘guerra fría’, dejando un sólo protagonista hegemónico en el juego de la geo estrategia mundial: Estados Unidos y sus aliados. De hecho, otros países emergentes en el plano de la economía mundial, como China y la India, siguen la estela de ese mismo capitalismo universal.

Pero este nuevo poder avasallador, carente de precedentes históricos, no proviene de ninguna voluntad de expresión o representación nacional, sino de un complejo entramado de intereses económicos y financieros ajeno al protagonismo de los Estados. Es la nueva ‘geopolítica del dinero’, puesta al servicio de los grandes grupos económicos y sus juegos de capital, en la que los bancos centrales actúan incluso al margen del poder político y los Estados carecen, entre otras cosas, de capacidad para fijar el precio del dinero.

El nuevo orden mundial, de sustrato netamente económico, aspira a pacificar y unificar a la humanidad en una mera suerte mercantil, sujeta a un gran mercado en el que los capitales puedan circular libremente sin las interferencias de los Estados. En el fondo, es una vieja idea ya defendida por los teóricos de la modernidad en el siglo XVIII que, reinterpretada en análisis y propuestas más actuales, se ha definido como el “Fin de la Historia”. Iniciativas como los ‘Acuerdos GATT’ en materia arancelaria (Conferencia de La Habana de 1947), las denominadas ‘Cumbres de la Tierra’ en materia medioambiental (iniciadas en 1972 en Estocolmo) o el propio ‘Tratado de Maastricht’ a escala europea, son algunas muestras de ese nuevo orden supranacional en el que los Estados van diluyendo de forma sutil su soberanía y su capacidad de conformar el futuro.

La cuestión de fondo es que los verdaderos beneficiarios de esta nueva geopolítica no son “los pueblos de la Tierra”, ni “los ciudadanos del Mundo”, sino los grupos económicos y empresariales más ricos y con más capacidad para movilizar capitales, convertidos en árbitros de ese gran mercado en el que se ha convertido la política mundial. Y si bien sus portavoces oficiales y el poder mediático que les acompaña no dejan de presentar este proceso como ‘inevitable’, es decir como una evolución natural imparable a la que nada se puede oponer, la realidad es que muchas naciones, como Francia, Alemania o Dinamarca, y otras potencias emergentes en Asia y América, tratan de salvaguardar sus intereses nacionales con fuerza y con logros  nada desdeñables.

Es cierto que el mundo se hace cada vez más pequeño; pero nada permite asegurar que la humanidad vaya a someterse a esa organización planetaria nueva. De hecho, sociólogos y antropólogos ven cada vez más próxima otra geopolítica diferente, basada en diferentes espacios de civilización (europea, china, hindú, islámica…) conformados por criterios culturales, hábitos de vida y condiciones territoriales. Sin embargo, los dos partidos políticos de mayor peso y relevancia en España (PP y PSOE) se han entregado de forma entusiasta al ‘Nuevo Orden Mundial’, el mismo que ha generado la crisis actual y cuya factura multimillonaria han endosado a los ciudadanos que les sostienen sin la menor contemplación, aunque éstos nada hayan tenido que ver con las causas y decisiones que la propiciaron.

El factor interno

Así, las bases de la sociedad española se encuentran en una situación de auténtica incapacidad para afrontar la nueva crisis que todos califican de “global”. Pero la realidad es que España ha llegado a esta situación de forma precisa y penosa: con su economía maltrecha y caracterizada por una lamentable falta de competitividad; su cuerpo social enajenado y dividido por falsos problemas ‘identitarios’, realimentados de forma artificiosa e interesada; su cultura común más auténtica -el acervo nacional- aniquilada y su voluntad política anulada, cuando no supeditada a las actuaciones más bastardas. Entonces, la pregunta es: ¿Por qué razón se ha podido llegar a esta situación…?

La respuesta hay que buscarla en los agitados años de la Transición, en los que se optó por solucionar prioritariamente el problema interno de la democratización y por asentar un sistema básicamente interesado por los partidos políticos y las organizaciones sindicales, olvidando cualquier otra circunstancia. Más que vacías, las arcas del Estado hoy se encuentran irremisiblemente hipotecadas, entre otros motivos por el déficit derivado de una organización administrativa del territorio que es del todo irracional, con transferencias sin límite a las Comunidades Autónomas y unos presupuestos muy por encima de lo que permiten las posibilidades reales del país y las normas más elementales de la buena administración pública. El hecho incuestionable es que, disfunciones aparte, la deuda autonómica y los excesos que conlleva el ‘autogobierno’ no dejan de constituir el más dramático de los agujeros del Estado.

A ello hay que añadir los perjuicios de practicar una política económica de ‘ajuste permanente’, que ha venido prestando atención desmedida a la economía financiera en detrimento de la economía productiva y de sus necesidades más obvias de expansión: los tejidos industrial y agrario -y su competitividad-, han sido desplazados por la economía de los capitales, con la consecuencia añadida de empobrecer al país y enriquecer a los bancos y a los especuladores inmobiliarios. Consumido el periodo de la ‘ganancia fácil’, los inversores han realizado beneficios para implantarse en otros mercados emergentes en el exterior, arruinando cada vez más la ya débil estructura industrial española. De esta forma, llegamos al final de un ciclo en el que el Estado se encuentra al mismo tiempo sin dinero, sin industria y con escasa capacidad de competir en otros sectores productivos que le son naturalmente propicios (los servicios, la agroalimentación, el turismo…). Si a esto añadimos un formidable derroche en el gasto administrativo y político de los últimos años, con actuaciones de pura imagen que han sido realmente innecesarias y absurdas, cuando no flagrante soporte de la corrupción, tendremos un dibujo del caos económico español muy cercano a la realidad.

Pero es necesario subrayar que, desde 1978, esta descabellada política económica siempre ha estado acompañada del desinterés por desarrollar un modelo político y económico propiamente español. Desde entonces, el proyecto de España ha sido el proyecto europeo, sin otra alternativa de salvaguarda nacional. De esta forma se pretendía conjurar de forma momentánea el fantasma de las querellas intestinas, excitadas por el propio Estado de las Autonomías, aplazando sine die la política real.

Los partidos políticos, agarrados a esa exclusiva y falsa idea de modernidad, fueron incapaces de dotar al país de las estructuras necesarias que, más allá del milagro turístico, permitieran afrontar la convergencia con Europa en condiciones de competitividad real. La ‘imagen europea’ de la política española, pesó más que el interés nacional por consolidar el futuro del país.

Por ello, el gobierno socialista del momento impidió por todos los medios que el pueblo español se pronunciara por sí mismo sobre el Tratado de Maastricht (1992), que en una lectura detenida amenazaba con la ruina futura del país. El resultado es que, hoy, España está mucho más lejos de la convergencia económica con la Europa de los quince, previa a la Unión Europea, que hace veinte años.

Pero, siendo éste un error evidente, ninguno de los partidos mayoritarios lo ha denunciado ni lo ha reconducido, conformes con esa puesta en almoneda general del país. Bien al contrario, su plena coincidencia en el interés por mantener la situación y su estatus político, es igual de cierta. La situación no deja de ser otra consecuencia perversa de la organización política muñida en 1978, mediante la correlación del texto constitucional con las sucesivas adaptaciones de la normativa electoral y con los reglamentos de las Cortes Generales, que ahogan las voces independientes o discordantes.

En 1978, y con objeto de asegurar la estabilidad política del país en unos momentos de agitada improvisación, los ‘padres de la Constitución’ optaron tácitamente por un sistema de bipartidismo imperfecto. En él, dos fuerzas mayoritarias, el centro-derecha y la izquierda socialista, se agruparon en dos partidos cerrados capaces de vertebrar políticamente una sociedad que había perdido su memoria democrática y la vivencia de unos partidos políticos vivos y plurales. Lo demás sería un adorno del sistema, y su consecuencia el hecho de que esas dos formaciones capitales (hoy PP y PSOE) terminarían convertidas en aparatos burocráticos, preocupados sobre todo en blindar su supervivencia y en la defensa de sus propios y exclusivos intereses.

Desde esa preponderancia partidista, los episodios de corrupción política no tardarían en aparecer, contaminando todos los niveles de la vida pública de forma escandalosa, siempre amparados por un sistema que es en sí mismo diluyente de las investigaciones parlamentarias y condicionante de la propia administración de justicia. Esa práctica bastarda de la política, unida a un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, que son elaboradas por el aparato de los partidos, ha terminado asentando una casta política auto-electiva y que poco a poco se ha ido alejando de la sociedad a la que en teoría representaba.

De esta forma, la derecha y la izquierda políticas han llegado a compartir también en su gran representación el mismo proyecto de anulación de la voluntad política de España respecto a Europa. Hoy, los comicios electorales sólo suponen la entrega de un cheque en blanco ciudadano a los partidos en liza, que malversan a su propia y exclusiva conveniencia: un sistema de gobierno de las burocracias partidistas que es preciso remover desde sus cimientos.

La respuesta ciudadana

En estas condiciones, es urgente que la sociedad española se alce con un proyecto de acción política ciudadana nuevo, que ni la izquierda ni la derecha podrán concitar jamás desde el acomodo en el que ambas se encuentran instaladas: esto es, la inaplazable regeneración de la vida pública nacional. Pero esta reacción ciudadana ha de estar precedida de un examen del entorno político minucioso, con objeto de no agotarla en reclamaciones concretas banales y sin mayor trascendencia. Por tanto, más allá de esas demandas específicas, hay que proponer un marco general de rectificación, incluyendo por supuesto el propio statu quo político.

Éste contexto político viene definido por dos hechos fundamentales. El primero es la desaparición de las fronteras formales entre la derecha y la izquierda y la reducción del debate político europeo a la controversia de la soberanía nacional. El segundo es la transformación de la democracia en tecnocracia, acentuando la escisión entre la sociedad oficial y la sociedad real y provocando una reacción popular a través de nuevos movimientos sociales reivindicativos.

La diferencia entre la derecha y la izquierda se diluye porque, en efecto, ni una ni otra son capaces de proponer nuevas vías, comprometidas como ambas están con el sistema inoperante que han creado de forma conjunta. La ciudadanía aprecia claramente el fenómeno, que no es sólo español. Pero es que, además, la propia historia se ha encargado de evidenciar lo ficticio de esta diferenciación política.

Derecha e izquierda políticas son conceptos que corresponden a una época y a una sociedad del pasado, la nacida de la revolución industrial, cuando la vida de las naciones desarrolladas se polarizó en torno a dos grupos de intereses: propietarios y proletarios. Una división socioeconómica que ha marcado la vida política de las naciones europeas hasta fecha reciente y a la que en España hubo de sumarse otra división ideológica, la del catolicismo y el socialismo.

Hoy, no obstante, tanto la derecha como la izquierda coinciden en un mismo proyecto político, pudiendo coincidir, también de forma paradójica, en su contrario. La única diferencia existente entre ambas formaciones políticas procede de algunos rasgos heredados de la vieja división europea entre católicos y socialistas. Pero en Francia, por ejemplo, la derecha ha llegado a aprobar una ley de aborto mientras que la izquierda acometía un plan nacional de protección a la familia, confirmando la permeabilidad de esa vieja frontera.

De hecho, la única apuesta política que hoy suscita todavía división en la sociedad es la relativa al ‘Nuevo Orden Mundial’: hay quienes quieren entregarse sin reservas al sueño del mercado único mundial y quienes, por el contrario, prefieren mantener la única estructura material capaz de garantizar la libertad política de los pueblos, que es la soberanía nacional. Pero éste no deja de ser un debate transversal de las viejas divisiones, con posturas que, además, pueden ser compartidas de forma indistinta por personas situadas tanto en la derecha como en la izquierda políticas, aunque quizás con ventaja a favor de quienes prefieren la desaparición de las soberanías nacionales.

En definitiva, podemos afirmar que la derecha y la izquierda ya no existen en su esencia primitiva, aunque ambas hayan acordado sobrevivir de forma nominal para seguir repartiéndose la representación y el poder social. Y frente a esa realidad política actual, ¿qué puede hacer la sociedad civil…? La respuesta es sencilla: reclamar el derecho de su propia representación sin más limitaciones ni concesiones. Por eso el Manifiesto Regeneracionista no puede considerarse ni de derechas ni de izquierdas -ni tampoco neutro-. Ante esa falsa disyuntiva, sólo cabe promover una nueva política de los ciudadanos y para los ciudadanos.

Los nuevos movimientos sociales

Esta nueva dinámica política, se percibe cada vez con más claridad en las sociedades europeas con el resurgimiento de lo que en los años setenta empezó a conocerse como “movimientos sociales”, aunque éstos sean de naturaleza muy heterogénea: desde el ecologismo hasta las asociaciones cívicas contra la droga, desde grupos municipales independientes hasta asociaciones de trabajadores autónomos… Su objeto puede ser de hecho muy extenso, pero lo que les une y define es su voluntad de plantear públicamente los problemas reales de la sociedad al margen de las vías habituales de representación política o sindical, caracterizadas por el desprecio de esa problemática real.

Los nuevos movimientos sociales responden al fenómeno que venimos  señalando desde diferentes perspectivas: el divorcio entre la sociedad real y la sociedad oficial. Un distanciamiento que en España resulta especialmente acusado, pero que no deja de ser una consecuencia típica de la esclerosis que afecta a todas las democracias contemporáneas de forma generalizada. El ejemplo más ruidoso es, probablemente, el italiano, donde la sociedad real ha dado al traste con el mundo político oficial, por ejemplo apoyando al cuerpo de jueces y magistrados en su administración de la justicia.

Esta esclerosis política tiene uno de sus referentes más evidentes justo en la inexistencia de fronteras significativas entre la derecha y la izquierda. Muchos ensayistas y politólogos coinciden en afirmar que estamos viviendo el “fin de las ideologías”: y es que, en realidad, todas las fuerzas políticas con opciones de gobierno respaldan prácticamente el mismo modelo de sociedad en toda Europa. Un fenómeno que, a su vez, ha convertido la democracia en burocracia, mientras que la escasez de ofertas políticas diferenciadas ha remitido la vida pública a prácticas de gestión, es decir a la pura tecnocracia.

La conversión del sistema democrático en mera tecnocracia, se legitima invocando la eficacia: se presume que un aparato estatal firme y cerrado, con los poderes repartidos entre agentes ‘especializados’ (parlamento, gobierno, oposición, sindicatos, banca…) que ocupan su espacio de forma exclusiva, será más eficaz y gestionará mejor el bienestar que un sistema transversal o sometido a cambios bruscos. Sin embargo, este ordenamiento de la praxis política presenta el inconveniente de que la participación real de los ciudadanos, limitada puntualmente al hecho electoral, así como la propia sociedad, quedan muy mermadas. De hecho, la voluntad popular ha sido usurpada por un cúmulo de órganos y centros oficiales de corte ‘neofeudal’, convertidos en centros autónomos de decisión que, aun jugando un papel institucional, en realidad no representan el interés general de la Nación y ni siquiera los intereses de alguna de sus partes: sólo se representan a sí mismos y sólo defienden sus propios intereses.

Este nuevo juego político, enfrenta a unas ‘feudalidades’ contra otras, pero sin cuestionar la representatividad del rival ni el juego en sí mismo. Los conflictos permanentes entre gobierno y oposición y entre patronales y sindicatos, responden claramente a esta lógica. Todas ellas, y hasta las propias Comunidades Autónomas son nuevos feudos donde sus dirigentes vienen a reeditar el papel del viejo caciquismo de indeseables tiempos pasados.

El neo caciquismo político, investido como una democracia burocratizada, funciona mientras el sistema permite, a costa de lo que sea, unas cotas aceptables de bienestar social. Pero cuando estas cotas no se garantizan, la sociedad real, que ha sido preterida en el proceso, reclama sus derechos y pide entrar en el juego político. Esta es la situación a la que se ha llegado en muchos países europeos y especialmente en España, donde la sociedad real ha quedado completamente al margen del juego neofeudal establecido en 1978.

Y así, vemos que la respuesta ciudadana se estructura en dos frentes. Por un lado, la sociedad real (o sociedad civil), reclama, recogiendo el espíritu de los movimientos sociales, sus derechos frente al neo caciquismo del mundo oficial. Y, por otro, la sociedad toma la palabra en la única disputa política que permanece viva en el contexto actual, que es la de la soberanía nacional. Cualquier propuesta regeneracionista que se formule hoy en día ha de tener en cuenta ese marco para no limitarse a un mero ‘poujadismo’, a una simple lista de agravios económicos, a una exhibición de irritaciones civiles.

La propuesta de regeneración política

En este Manifiesto Regeneracionista, se ha expuesto de forma somera cuál es la situación de España en el mundo, cuál es el origen de nuestra crisis y cuál es el entorno político y social en el que nos movemos. Y, en esa tesitura real, constatamos también que España está condenada a repetir sus errores históricos si no emerge una fuerza social capaz de cambiar la deriva disolvente del país.

Ese cambio es el que hace un siglo propusieron y persiguieron las mentes españolas más lúcidas, especialmente los regeneracionistas aragoneses con Joaquín Costa al frente (Lucas Mallada, Mariano Lacambra, Santiago Vidiella, Manuel Bescós, Basilio Paraíso, Santiago Ramón y Cajal…), por supuesto acompañados de una extensa representación nacional en la que destacaron personalidades tan significativas como Ricardo Macías Picavea, José Lázaro Galdiano, Emilia Pardo Bazán, José Del Perojo y los prohombres de la Institución Libre de Enseñanza que dirigía Francisco Giner de los Ríos... Y, siguiendo la estela de ese cambio, hoy es necesario reivindicar la herencia del mismo regeneracionismo político, que ha sido la propuesta más rica y profunda de la España moderna.

Con esa intención, se proponen las vías necesarias para sustanciar un nuevo rumbo regeneracionista de la política española. Vías que conforman otras tantas reivindicaciones políticas:

-1- La primera es la de regenerar la política española en sí misma, logrando que los asuntos públicos queden liberados de los poderes burocráticos que actualmente los acapara y aprisiona, revaluando la ética institucional y de representación social.El primer regeneracionismo se propuso limpiar la vida pública de España mediante la denuncia implacable del caciquismo. Pues bien, en ese mismo espíritu, hoy hay que denunciar y erradicar el actual neo caciquismo de los partidos políticos, los sindicatos oficialistas, las instituciones bancarias y financieras y las organizaciones patronales, que a pesar de su función pública sólo representan a sus propios cuadros directivos.

 

Estos poderes, cuya utilidad para consumar la transición del régimen franquista a la democracia, ya cerrada, no se discute, se deben someter ahora a una segunda reforma política impulsada desde la sociedad civil como dueña de su propio destino. Cuando la vida pública española se desenvuelva libremente, sin la opresión del actual feudalismo y caciquismo políticos, España y sus instituciones públicas podrán regenerarse de forma efectiva para prestar el servicio que deben a los ciudadanos.

-2- La segunda vía es la de recuperar la soberanía nacional: nada avanzaremos si, frente a la manipulación de los partidos políticos, la sociedad civil, como tal y en su conjunto, no reclama el derecho a elegir el propio camino. Rechazamos, pues, el papel que de forma arbitraria se nos ha adjudicado en el ‘Nuevo Orden Mundial’ -en la práctica limitado al de alojar la residencia estival y geriátrica de los trabajadores europeos y a ser comparsas de los designios políticos mundialistas-, y el acuerdo tácito de los dos partidos políticos que lo han propiciado (PP y PSOE).

España debe ser libre para elegir su política económica interna, al tiempo que capaz de desarrollarla sin ceder a las presiones de las grandes organizaciones multinacionales, ni ante los intereses de los grandes grupos económicos. El proyecto europeo debe ser compatible con la seguridad de que no va a empobrecernos. La realidad es que Europa ha existido siempre y que los Acuerdos de Maastricht sólo son un papel.

-3- La tercera vía, y reivindicación, es la de la participación social. Sólo nos libraremos de ese neo feudalismo político, sindical, patronal y bancario, cuando la sociedad española se reconozca efectivamente representada en todos los órganos de la política.

Para ello es necesario plantear y consumar una reforma realmente democrática de la vigente Ley Electoral, suprimiendo la imposición de listas de candidatos cerradas y bloqueadas, abriendo urgentemente la representación política al modelo proporcional (es decir, sin cercenar el derecho de las minorías), modificando el sistema de financiación de los partidos políticos y dando un nuevo sentido a la representatividad del Senado, institución hoy por hoy vacía de contenidos.

-4- La cuarta vía es la de la solidaridad nacional. España tiene la asignatura pendiente desde 1978 de dotarse de un proyecto de vertebración nacional. En ese proyecto deben participar todos los pueblos de España de forma diferencial pero también solidaria, como miembros que son de una misma Nación Española. Es de extrema necesidad que, aun sin quebrar la razón histórica de los pueblos que la conforman (los ‘brazos de España’ ramificados del órgano y del linaje común), se reconduzca la actual sangría que suponen los entes y gobiernos autonómicos, desde donde las oligarquías locales y el neo caciquismo presionan permanentemente al Estado con la amenaza de desgarrarlo y desunirlo.

Es imprescindible plantear un nuevo marco de solidaridad nacional de doble vertiente: vertical, entre los distintos sectores sociales, y también horizontal, entre los distintos territorios de la Nación. Los Ayuntamientos, en tanto que unidades políticas primarias del país y entorno real del asentamiento ciudadano, tienen que desempeñar un nuevo papel a ese respecto, porque sólo a través de las corporaciones locales podrá lograrse una descentralización efectiva en lo esencial, impidiendo que el centralismo de la capital del Estado no se vea sustituido por el centralismo todavía menos necesario y plausible de las capitales autonómicas, fomentando al mismo tiempo el egoísmo mezquino de sus propios oligarcas.

-5- La quinta vía es la del municipalismo responsable. El viejo y autárquico centralismo, que tanta frustración produjo en nuestra reciente historia política, se ha multiplicado con todos sus defectos en 17 nuevos centralismos disfrazados de Autonomías, que aumentan el gasto público de forma insostenible y que provocan un constante conflicto de competencias, duplicadas y hasta triplicadas.

Para reconducir esa situación hacia una descentralización real de la política española, es necesario devolver al municipio su protagonismo histórico como gestor público más cercano a las necesidades de los ciudadanos. Eso implica dotar consecuentemente a las corporaciones municipales con los recursos económicos -derivados de una fiscalidad solidaria- y con la autonomía política suficientes para convertirlos en entes realmente descentralizadores, en lo esencial, de la política nacional. Dicha potenciación política del Estado desde la base municipal, apoyada por las diputaciones provinciales o comarcales, permitirá satisfacer con toda autenticidad las aspiraciones sociales y el propio contenido del Estado de las Autonomías.

-6- La sexta vía es la de la identidad nacional. En ningún caso España debe renunciar a su propia historia ni a su propia cultura común. Los poderes del Estado deben velar para que nuestra cultura no se vea amenazada, ni mucho menos disuelta, por la poderosa invasión de la cultura mundial de masas. La polémica sobre la ‘excepción cultural’ a los ‘Acuerdos GATT’ ha puesto de relieve la actualidad de esta cuestión. Un pueblo que pierde su acervo cultural, pierde su alma. Si de verdad queremos ser capaces de retomar las riendas de nuestro futuro y regenerar políticamente nuestro país, es preciso mantener la propia identidad con firmeza, hoy torpemente convertida en arma inútil del estéril nacionalismo provinciano.
-7- Y, finalmente, la séptima vía es la de la proyección exterior. Esa misma ‘esencialidad’ de España debe irradiarse con luz propia mucho más allá del europeísmo que nos es inherente (del que somos parte sustancial) y sobre el amplio horizonte universal en el que nos hemos movido históricamente. Junto a ese irrenunciable europeísmo, que incluye la adhesión a la Alianza Atlántica, tres son los escenarios -no excluyentes- en los que debe operar de forma prioritaria nuestra política exterior: el pragmático de Estados Unidos por ser la súper potencia occidental; el mundo de Iberoamérica, por la extensa historia y la cultura vividas en común, y el mundo árabe, con especial referencia a los países ribereños del  Mediterráneo Occidental.

Europeísmo, sí. Pero sin renunciar, como hacen Francia y Alemania, y por supuesto Gran Bretaña, a una política exterior propia y genuina, a una proyección universal ya vivida, como modelo compatible y alternativo a nuestra condición europea, haciendo ésta mucho más valorable.

La razón del reformismo

España está viviendo momentos de evidente intranquilidad, en los que la irritación social se mezcla con la desesperanza, paralizando la conciencia y la voluntad ciudadanas. Frente a esa lamentable situación, el Manifiesto Regeneracionista pretende ofrecer al conjunto de la sociedad española un programa de reivindicaciones y propuestas políticas básicas, acordes con una interpretación atenta y ajustada del contexto nacional e internacional condicionante, sin más finalidad que la de responder a sus necesidades reales y a sus exigencias más justas.

Todos los grandes proyectos políticos planteados en España en los últimos años, han fracasado por tener su origen en la ingeniería burocrática de los actuales partidos políticos mayoritarios, alejados de la sociedad real. Pero si queremos que España “mude de piel”, como proponía Joaquín Costa, ha de ser la ciudadanía la que tome la palabra. Ese es, precisamente, el objeto del Manifiesto Regeneracionista.

Su contenido supone un llamamiento de integración a las asociaciones ciudadanas sin estructura de partido y a los propios partidos políticos del ámbito que fueren (local, regional o nacional), con objeto de servir a la participación ciudadana -al esencial ser humano- en su legítimo afán por conformar la vida política nacional, perfeccionar el sistema democrático y modernizar la sociedad para hacerla más justa, libre, solidaria y segura.

El regeneracionismo, entendido sustancialmente, nunca ha de verse como una ideología determinada, ni como una denominación apropiable por un grupo concreto. Es, ante todo, una actitud, un talante, una manera de afrontar el sistema de convivencia, a donde se puede llegar desde distintas procedencias.

Alertado por las consecuencias de las revoluciones traumáticas, tanto como de las que conlleva el inmovilismo mental, el regeneracionismo postula una dinámica de superación y de cambio social, personal y colectivo. Y convierte el descontento social en motor de la crítica y del perfeccionamiento de la política, sin pretender ser un medio para alcanzar el poder ni el instrumento capaz para su conquista. En ello estriba su grandeza.

Y por ello, con renuncia expresa de su paternidad intelectual, el Manifiesto Regeneracionista se ofrece para estímulo y guía de todos quienes busquen, seria y enérgicamente, los cambios y transformaciones necesarias para perfeccionar la vida pública española y el sistema de convivencia ciudadana. Sabiendo que no hay regeneración política posible sin altura de miras y sin claridad de intención, sin exigencia y sin honestidad personal, y sólo con la pretensión de alcanzar consecuencias justas.

España, 12 de Octubre de 2013