Nada más lejos de nuestra intención que empañar la proclamación del rey Felipe VI o dejar en evidencia el exceso de halagos y beneplácitos que han acompañado los actos oficiales correspondientes. Y, mucho menos, tratar de cuestionar gratuitamente una sucesión en la Corona de España que afecta antes que a nadie al rey abdicado y a su legítimo heredero, más allá de lamentar la precipitación del hecho, su mal trato político y algunas otras circunstancias anejas, ciertamente incoherentes, que, en nuestra opinión, han servido para debilitar más la institución monárquica antes que para fortalecerla.
Ese no es el caso; porque la única intención de esta Newsletter es poner de relieve la realidad de un estado de opinión dentro del estamento castrense (y quizás también en otros sectores sociales civiles) que no se pueden calificar de convenientes o gratos para nadie. En concreto, hablamos de cómo las Fuerzas Armadas se han visto ‘apartadas’ de un suceso histórico que, al menos teóricamente, las atañe de forma muy directa y especial: no en vano la sucesión en la titularidad de la Corona comporta también una sucesión en su ‘mando supremo’, según lo establecido constitucionalmente.
De ello quedó constancia al haber sido investido Don Felipe de Borbón, nada más formalizarse la abdicación de la Corona de España por parte del rey Juan Carlos I, como Capitán General de los tres Ejércitos. Y por haber asistido además el nuevo Rey al acto de proclamación ante las Cortes Generales luciendo sobre su uniforme militar de gran etiqueta los distintivos de tal rango (conviene advertir que el empleo militar de Capitán General no equivale exactamente a ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’, que es una institución sin distintivo oficial).
Y cuando hablamos del distanciamiento entre el estamento castrense y la Corona o del Rey, a quien el Gobierno se ha empeñado en mantener de forma innecesaria y absurda como máxima jerarquía de los tres Ejércitos, ostentando en exclusividad el rango de Capitán General, sólo señalamos “el alejamiento afectivo o intelectual de alguien en relación con un grupo humano, una institución, una ideología, una creencia o una opinión”, en los términos en que dicha acción o efecto de ‘distanciar’ es descrita por la RAE.
La Corona y el Gobierno ningunean a las Fuerzas Armadas
De entrada, cualquiera que lea el discurso o mensaje de Felipe VI en su proclamación como Rey, nada limitado porque fue de 2.987 palabras frente a las 966 del pronunciado por Juan Carlos I el 22 de noviembre de 1975 en la situación similar, podrá comprobar la llamativa ausencia de cualquier referencia a las Fuerzas Armadas, a los Ejércitos, al estamento castrense, a la Defensa Nacional… Ni a nada que se pueda relacionar con su propia formación militar, con el uniforme que lucía o con la notoria condición de Capitán General (o de ‘mando supremo’ de las Fuerzas Armadas) de la fue investido de forma inmediata tras la abdicación de Juan Carlos I.
Obviedad diferencial que quedó destacada por los guiños de complicidad que lanzó Don Felipe de Borbón a otros grupos y sectores de la sociedad española. Así, aludió de forma reiterada a la juventud y a la mujer, con referencias expresas al “siglo del conocimiento, la cultura y la educación”, a “las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación”, a “la independencia del Poder Judicial”, al “medio ambiente”, a las lenguas oficiales…
Sin citar en ningún momento a las Fuerzas Armadas, ni siquiera al defender la promoción de “la paz y la cooperación internacional”, en cuya tarea tanto tienen que ver y que cumplen con tanta abnegación. O al hablar de la “España unida y diversa”, cuya soberanía e independencia ellas deben garantizar (junto a la defensa de su integridad territorial y del ordenamiento constitucional).
Y, peor aún, sin homenajear ni reconocer a los cientos de militares que durante el reinado de Juan Carlos I han caído al servicio de la ‘Patria’ (palabra no pronunciada ni por asomo en el discurso del Monarca), cuando sí que hizo lo propio, de forma muy emotiva, con las víctimas del terrorismo: “(…) En esa mirada deben estar siempre presentes, con un inmenso respeto también, todos aquellos que, víctimas de la violencia terrorista, perdieron su vida o sufrieron por defender nuestra libertad. Su recuerdo permanecerá en nuestra memoria y en nuestro corazón. Y la victoria del Estado de Derecho, junto a nuestro mayor afecto, será el mejor reconocimiento a la dignidad que merecen…”.
Todo ello con un punto final del mensaje en el que Don Felipe sustituyó el tradicional “¡Viva España!” (Don Juan Carlos concluyó con él su discurso de proclamación) por un agradecimiento plurilingüe, acaso como expresión de respeto hacia la diversidad cultural del país, porque es obvio que todos los españoles entienden el castellano, que es la lengua común del Estado: “Muchas gracias. Moltes gràcies. Eskerrik asko. Moitas grazas”…
Pero es que el distanciamiento del Rey con el estamento castrense fue visible y bien lamentable incluso en el protocolo establecido para situar a los invitados al acto de proclamación ante las Cortes Generales. Quedando muy de manifiesto los puestos relevantes reservados a determinados invitados o grupos de invitados (porque algunos fueron situados de forma ‘grupal’), los jefes de los Estados Mayores serían por contra convenientemente ‘alejados’ y hasta ‘diseminados’ para evitar cualquier atención sobre su presencia, incluida la del JEMAD que es representante institucional del conjunto de las Fuerzas Armadas.
Y no digamos menos de lo sucedido en la recepción ofrecida en el Palacio de Oriente después de la proclamación. A ella asistieron oficialmente 2.000 invitados (los ‘besamanos’ serían finalmente muchos más), incluyendo empresarios, deportistas, toreros, algún intelectual y muchos ‘culturetas’, mogollón de periodistas y amiguetes de no se sabe quién, un cantante ‘famoso’ ostentosamente ‘descorbatado’, jovenzuelos con vaqueros y playeras…, pero escamoteando también en ese acto multitudinario la presencia de militares, salvo los que estaban de obligado servicio…
En fin, todo un desprecio regio hacia las Fuerzas Armadas -el de ahora- que contrasta con la tradicional confraternidad militar practicada por el rey Juan Carlos I, e incluso por el que fue Príncipe Heredero, quien en el día de su boda solicitó de sus compañeros de las tres academias militares (ya olvidados) que le formasen el tradicional ‘arco de sables’. Una relación que, respetando siempre la disciplina y subordinación reglamentarias, ha sido de especial proximidad entre la Corona y el estamento castrense y muy presente en los momentos más delicados y trascendentes para la Institución Monárquica (y no digamos nada durante los oscuros acontecimientos del 23-F…).
Claro está que esta es una contrariedad asumida, como otras, en absoluto silencio por los militares afectados; algo que no ha sucedido con la clase política. De hecho, poco han tardado los eurodiputados electos en afear su eliminación radical tanto de la proclamación y juramento de Felipe VI ante las Cortes Generales como en la recepción del Palacio Real. Luis de Grandes (PP) reclamó: “Se puede llegar a entender que no fuéramos convocados [los eurodiputados] al Congreso por falte de espacio, pero no que no hayamos sido incluidos en ningún protocolo”…
Queda por ver si el ninguneo a las Fuerzas Armadas del pasado 19 de junio fue cosa de la Casa Real (que cuesta creerlo aunque Doña Letizia simpatice poco con lo castrense), de los asesores regios, del Gobierno o de todos juntos. Porque lo cierto es que en Moncloa se redactan o al menos se supervisan, y en todo caso se autorizan, los discursos del Rey. Lo que tampoco significa que Su Majestad deba inhibir sus sentimientos (cosa que no hizo en otros aspectos) o dejar de señalar las cuestiones relativas a la convivencia nacional que a su juicio sean claves o merezcan destacarse…
El imposible ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’
No deseamos incidir más en lo que Su Majestad debió o no debió decir sobre las Fuerzas Armadas en su discurso de proclamación: ahí ha quedado registrado en los anales de la historia para que cada cual saque su libre conclusión. Pero sí que queremos reiterar (ya lo hemos escrito en otras ocasiones) la torpeza jurídica y constitucional con la que en su momento se envolvió -en un Estado democrático- la ostentación del ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’ por parte del Rey, embrollo que se hubiera podido desenredar fácilmente con ocasión de la abdicación de Juan Carlos I.
Lo razonable hubiera sido liberar al nuevo Monarca de ese ‘mando supremo’ que, además de innecesario, supone una última atadura de la actual Corona de España con el régimen franquista (puesta a ser ésta tan ‘civilista’ como al parecer pretende Doña Letizia), en el que el Generalísimo ostentaba dicho mando, hoy profundamente falso en términos legales y no menos contradictoria desde el punto de vista constitucional. Y también que, siendo Don Felipe ya Rey de España y Jefe del Estado, se hubiera retirado de sus atributos el de dicho mando militar, entre otras razones porque, diga lo que diga la Constitución, su asunción se enfrenta a la potestad del Gobierno.
Muy recientemente, en nuestra Newsletter 117, titulada Una abdicación de la Corona de España para ‘salir del aprieto’, ya advertimos la necesidad, no menor, de aclarar la naturaleza y el alcance real de ese ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’ asignado impropiamente al Rey en la Carta Magna, y en su caso eliminarlo mediante simple declaración de su naturaleza ‘simbólica’ hasta que se sustancie la reforma constitucional oportuna. Cosa perfectamente compatible con un nombramiento de Capitán General ‘honorífico’ al objeto de que el Rey prevaleciera también como militar de carrera sobre los demás rangos y empleos de las Fuerzas Armadas, pero sin ostentar su mando efectivo.
Porque en pura legalidad, y en la mera racionalidad, ese mando del Rey usurpa claramente las funciones del Presidente del Gobierno; y porque, además, ha terminado recayendo en persona distinta de Don Juan Carlos de Borbón, con origen político, formación y relación con el estamento castrense muy diferentes, en otro tiempo y en otro contexto no militarista, que ya deberíamos entender plenamente democrático.
Este tema, desatendido con total despreocupación por el Gobierno y la Casa Real desde 1978, ya se mostró jurídicamente fundamental en el desarrollo del Consejo de Guerra seguido contra los militares encausados por en el golpe de Estado del 23-F. Básicamente en cuanto a la comparecencia del Rey como testigo de los hechos, según requirió alguna de sus defensas, y por el argumento que esgrimió el Tribunal que dictó en casación la sentencia definitiva para refutar el principio de ‘obediencia debida’ al que se acogían los condenados.
Porque, no estando la persona del Rey sujeta a responsabilidad alguna según el artículo 56.3 de la Constitución (lo que exige que todos sus actos como Jefe del Estado deban ser refrendados por el Gobierno), se produce una evidente incoherencia legal con el teórico ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’; lo que, a su vez, choca con el hecho incontrovertido de que la caracterización del mando reside en su capacidad para decidir y en la responsabilidad derivada del mismo. Es decir, que en la concordancia de ambas circunstancias, el Monarca no podría ser mando supremo de las Fuerzas Armadas, ni éste titular de mando ser, al mismo tiempo, Rey de España: el error constitucional es, pues, mayúsculo.
El mando militar es indivisible y plenamente responsable, pero el Rey es irresponsable y sus actos (salvo los que afecten al gobierno de la Casa Real) requieren un refrendo responsable ajeno a su persona. Dicho de otra forma, quien no es responsable no puede mandar.
Por eso, durante el 23-F fue patético ver como los capitanes generales se ponían, finalmente, a las órdenes incondicionales de su ‘mando supremo’, en un tema desde luego delicado pero que tenía una respuesta democrática y una dependencia política inequívocas, sin necesidad de mayor consulta. Aunque no menos chocante para esa misma sensibilidad democrática fuera ver al propio Rey lanzando sus órdenes militares, que por fortuna fueron de reconducción constitucional, a la cúpula de nuestros ejércitos en la oscura madrugada del 24 de febrero de 1981.
Y prueba de toda esta incoherencia formal, se tuvo efectivamente con el pronunciamiento del Tribunal Supremo al fallar en casación las sentencias definitivas para los encausados del 23-F. En él, y para deslegitimar el pretexto de ‘obediencia al Monarca’ argumentado por los acusados (pero que también hubiera podido expresarse como ‘obediencia militar debida al mando’), se manifestaba: “Con el debido respeto al Rey, y aceptando, por supuesto, la inmunidad que concede al Rey la Constitución, si tales órdenes del Rey hubieran existido, no hubieran excusado de ningún modo a los procesados, pues tales órdenes no entran dentro de las facultades de Su Majestad el Rey y siendo manifiestamente ilegales no tendrían por qué haber sido obedecidas”…
Por otra parte, la alta responsabilidad del Rey de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones (art. 56.1 CE), también choca directamente con el mando supremo de una de ellas (las Fuerzas Armadas). Porque, ¿cómo se puede arbitrar o moderar en o sobre aquello de lo que uno es máximo responsable jerárquico…? ¿Arbitrándose o moderándose a sí mismo…?
Durante la imposición del fajín de Capitán General a Don Felipe de Borbón, de manos de su egregio padre, sólo se invocó para ello el artículo 62, letra h), de la Constitución, en el que se establece que al Rey corresponde el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Pero nada se dice en la Carta Magna, ni en sus desarrollos legales, sobre su asimilación al empleo de Capitán General…
Un Rey enrocado en un error jurídico y constitucional
Es más, la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, que establece la organización, competencia y funcionamiento de éste órgano supremo de la dirección política del Reino de España, “en el espíritu, principios y texto constitucional”, aclara de forma taxativa en su artículo 1.1 lo siguiente: “El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes”.
Y, para que no quepa duda alguna respecto a quien ejerce efectivamente el ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’, a continuación, el artículo 2.2, precisa en su letra f) que, en todo caso, corresponde al Presidente del Gobierno “dirigir la política de defensa y ejercer respecto de las Fuerzas Armadas las funciones previstas en la legislación reguladora de la defensa nacional y de la organización militar”.
¿Dónde queda entonces el otro ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’…? ¿En qué cosa militar va a ‘mandar’ un Rey de España entronizado como ‘irresponsable’ y sin capacidad ejecutiva alguna salvo en el gobierno de la Casa Real…?
Cierto es que la previa Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional, establece en su Título I (De las atribuciones de los poderes del Estado), de forma inercial por lo confusamente reflejado en la Constitución, que “corresponden al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas y las demás funciones que en materia de defensa le confiere la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico”; aunque el Rey no sea en modo alguno un ‘poder del Estado’, ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial (según el art. 1.2 CE, “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”).
Pero es que, acto seguido, la misma ley orgánica deja también claro que el Gobierno ‘dirige’ la Administración militar y que el Presidente del Gobierno ejerce la autoridad correspondiente, es decir que él es quién manda en las Fuerzas Armadas:
Artículo 5. El Gobierno
Corresponde al Gobierno determinar la política de defensa y asegurar su ejecución, así como dirigir la Administración militar y acordar la participación de las Fuerzas Armadas en misiones fuera del territorio nacional.
Artículo 6. El Presidente del Gobierno
1. Corresponde al Presidente del Gobierno la dirección de la política de defensa y la determinación de sus objetivos, la gestión de las situaciones de crisis que afecten a la defensa y la dirección estratégica de las operaciones militares en caso de uso de la fuerza.
2. El Presidente del Gobierno ejerce su autoridad para ordenar, coordinar y dirigir la actuación de las Fuerzas Armadas así como disponer su empleo.
3. Asimismo, en el marco de la política de defensa, le corresponde de forma específica:
a) Formular la Directiva de Defensa Nacional, en la que se establecerán las líneas generales de la política de defensa y las directrices para su desarrollo.
b) Definir y aprobar los grandes objetivos y planteamientos estratégicos, así como formular las directivas para las negociaciones exteriores que afecten a la política de defensa.
c) Determinar la aplicación de los objetivos y las líneas básicas de actuación de las Fuerzas Armadas, tanto en el ámbito nacional como en el de la participación en las organizaciones internacionales de las que España forma parte.
d) Ordenar las misiones de las Fuerzas Armadas.
e) Ejercer las demás funciones que le atribuyen las disposiciones legales y reglamentarias.
Y todo ello con independencia de las competencias atribuidas también a las Cortes Generales en materia militar y de defensa:
Artículo 4. Las Cortes Generales
1. A las Cortes Generales les corresponde:
a) Otorgar las autorizaciones previas para prestar el consentimiento del Estado a obligarse por medio de los tratados y convenios internacionales, así como las restantes autorizaciones previstas en el artículo 94.1.b) de la Constitución.
b) Aprobar las leyes relativas a la defensa y los créditos presupuestarios correspondientes.
c) Debatir las líneas generales de la política de defensa. A estos efectos, el Gobierno presentará las iniciativas correspondientes, singularmente los planes de reclutamiento y modernización.
d) Controlar la acción del Gobierno en materia de defensa.
e) Acordar la autorización a que se refiere el artículo 63.3 de la Constitución [de la declaración de guerra y de firmar la paz].
2. En particular, al Congreso de los Diputados le corresponde autorizar, con carácter previo, la participación de las Fuerzas Armadas en misiones fuera del territorio nacional, de acuerdo con lo establecido en esta Ley.
O de las funciones ejecutivas del propio Ministro de Defensa establecidas en el artículo 7 de la Ley Orgánica 5/2005, de la Defensa Nacional, que actualizó la anterior Ley Orgánica 6/1980, sobre Criterios Básicos de la Defensa Nacional y la Organización Militar, modificada parcialmente en 1984:
Artículo 7. El Ministro de Defensa
1. Corresponde al Ministro de Defensa, además de las competencias que le asignan las leyes reguladoras del Gobierno y de la Administración General del Estado, el desarrollo y la ejecución de la política de defensa.
2. Asimismo y de forma específica le corresponde:
a) Asistir al Presidente del Gobierno en la dirección estratégica de las operaciones militares.
b) Dirigir la actuación de las Fuerzas Armadas bajo la autoridad del Presidente del Gobierno.
c) Determinar y ejecutar la política militar.
d) Dirigir, como miembro del Gobierno, la Administración militar y desarrollar las directrices y disposiciones reglamentarias que adopte el Consejo de Ministros.
e) Ejercer las demás funciones que le atribuyen las disposiciones legales y reglamentarias.
Con todo, ningún jurista sensato puede explicar en qué consiste el ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’ atribuido a un Rey que no gobierna, ni tampoco sus teóricos contenidos. Como ningún constitucionalista riguroso puede negar que identificar a nuestro ‘Monarca irresponsable’ con ese tipo de mando es pura retórica, un oxímoron (o contradictio in terminis) que reúne de forma absurda dos conceptos de sentido contrario, antitéticos e incompatibles entre sí…
¿A qué viene entonces que Su Majestad, sus asesores y el propio Gobierno se enroquen en el mantenimiento de una chapuza jurídica y constitucional tan evidente como la conformada en torno a un ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’ ciertamente artificial…? ¿Y acaso ese empecinamiento se compadece con el distanciamiento del estamento castrense que el Rey ha dejado visualizar con motivo de su proclamación…?
¿Una Monarquía renovada para un tiempo nuevo…?
Si quisiéramos resumir en un titular el sentido del discurso de proclamación del rey Felipe VII, quizás no encontráramos otro más apropiado que el de su teórica identificación personal con ‘Una Monarquía para un tiempo nuevo’. Y así, más o menos, lo manifestó en este párrafo: “Pero sobre todo, Señorías, hoy es un día en el que me gustaría que miráramos hacia adelante, hacia el futuro; hacia la España renovada que debemos seguir construyendo todos juntos al comenzar este nuevo reinado…”.
Es innegable que las respectivas proclamaciones de Juan Carlos I y Felipe VI, con casi cuarenta años de distancia entre una y otra, separan entre sí dos países y dos mundos muy distintos. De forma que, lógicamente, han debido ser también muy distintas y con diferente proyección de futuro.
El 22 de noviembre de 1975, cuando por fin Don Juan Carlos de Borbón vio convertidos en realidad los designios sucesorios de Franco, asumiendo ‘porque sí’ el rango de Capitán General de los tres Ejércitos (luego ampliado o mal convertido constitucionalmente en el ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’), España era otra cosa. Un país apegado al régimen dictatorial y al catolicismo, con servicio militar obligatorio, con los derechos y libertades democráticas constreñidos, sin Internet ni telefonía móvil, sin divorcio y con la homosexualidad y el aborto anatemizados, sin presiones inmigratorias, alejada en todos los sentidos de Europa y el resto del mundo occidental…
Y por ello, es bastante razonable, y hasta obligado, que en su discurso de proclamación, en su puesta en escena y en toda la simbología de ambiente, Felipe VI haya querido marcar distancias notables respecto al inicio del reinado anterior. Pero la más innecesaria de todas, y por supuesto la más incoherente, ha sido la del medido ‘distanciamiento’ -al límite del desprecio- de las Fuerzas Armadas, sobre todo sin renunciar al fleco absurdo de ser su ‘mando supremo’.
Ya veremos si la Casa Real reacciona y rectifica en este asunto concreto (que debiera hacerlo). Y no se trata de que deba optar por proyectar una imagen más civil o más militar de la Corona -cosa ciertamente innecesaria-, sino de dejar de identificarse con las Fuerzas Armadas sólo cuándo y para lo que interese, simplemente porque no se merecen ese trato regio, y mucho menos viniendo la historia de donde viene.
Porque, si de verdad interesara aggiornar la imagen de la Institución Monárquica, hoy en día, y entre otras cosas, el Rey debería ser sólo Rey y Jefe del Estado, que no es poco, y renunciar a ese absurdo constitucional de querer ser, además, ‘mando supremo de las Fuerzas Armadas’.
No afrontar cambios tan razonables como ese, supone que algún escultor metafórico de la realidad y los conceptos políticos, como el profesor Jesús Fueyo (relevante catedrático de Derecho Político y testigo excepcional del cambio de régimen), pudiera definir el inicio del reinado de Felipe VI, no como una Monarquía renovada para un tiempo nuevo, sino más bien con un lapidario y acertado “fin del paganismo y principio de lo mismo”. Porque en eso es en lo que estamos.
Fernando J. Muniesa
ANEXO
Mensaje de Su Majestad el Rey Felipe VI en su Proclamación ante las Cortes Generales
Comparezco hoy ante Las Cortes Generales para pronunciar el juramento previsto en nuestra Constitución y ser proclamado Rey de España. Cumplido ese deber constitucional, quiero expresar el reconocimiento y el respeto de la Corona a estas Cámaras, depositarias de la soberanía nacional. Y permítanme que me dirija a sus señorías y desde aquí, en un día como hoy, al conjunto de los españoles.
Inicio mi reinado con una profunda emoción por el honor que supone asumir la Corona, consciente de la responsabilidad que comporta y con la mayor esperanza en el futuro de España.
Una nación forjada a lo largo de siglos de Historia por el trabajo compartido de millones de personas de todos los lugares de nuestro territorio y sin cuya participación no puede entenderse el curso de la Humanidad.
Una gran nación, Señorías, en la que creo, a la que quiero y a la que admiro; y a cuyo destino me he sentido unido toda mi vida, como Príncipe Heredero y -hoy ya- como Rey de España.
Ante sus Señorías y ante todos los españoles -también con una gran emoción- quiero rendir un homenaje de gratitud y respeto hacia mi padre, el Rey Juan Carlos I. Un reinado excepcional pasa hoy a formar parte de nuestra historia con un legado político extraordinario. Hace casi 40 años, desde esta tribuna, mi padre manifestó que quería ser Rey de todos los españoles. Y lo ha sido. Apeló a los valores defendidos por mi abuelo el Conde Barcelona y nos convocó a un gran proyecto de concordia nacional que ha dado lugar a los mejores años de nuestra historia contemporánea.
En la persona del Rey Juan Carlos rendimos hoy el agradecimiento que merece una generación de ciudadanos que abrió camino a la democracia, al entendimiento entre los españoles y a su convivencia en libertad. Esa generación, bajo su liderazgo y con el impulso protagonista del pueblo español, construyó los cimientos de un edificio político que logró superar diferencias que parecían insalvables, conseguir la reconciliación de los españoles, reconocer a España en su pluralidad y recuperar para nuestra Nación su lugar en el mundo.
Y me permitirán también, Señorías, que agradezca a mi madre, la Reina Sofía, toda una vida de trabajo impecable al servicio de los españoles. Su dedicación y lealtad al Rey Juan Carlos, su dignidad y sentido de la responsabilidad, son un ejemplo que merece un emocionado tributo de gratitud que hoy -como hijo y como Rey- quiero dedicarle. Juntos, los Reyes Juan Carlos y Sofía, desde hace más de 50 años, se han entregado a España. Espero que podamos seguir contando muchos años con su apoyo, su experiencia y su cariño.
A lo largo de mi vida como Príncipe de Asturias, de Girona y de Viana, mi fidelidad a la Constitución ha sido permanente, como irrenunciable ha sido -y es- mi compromiso con los valores en los que descansa nuestra convivencia democrática. Así fui educado desde niño en mi familia, al igual que por mis maestros y profesores. A todos ellos les debo mucho y se lo agradezco ahora y siempre. Y en esos mismos valores de libertad, de responsabilidad, de solidaridad y de tolerancia, la Reina y yo educamos a nuestras hijas, la Princesa de Asturias y la Infanta Sofía.
Señoras y Señores Diputados y Senadores,
Hoy puedo afirmar ante estas Cámaras -y lo celebro- que comienza el reinado de un Rey constitucional.
Un Rey que accede a la primera magistratura del Estado de acuerdo con una Constitución que fue refrendada por los españoles y que es nuestra norma suprema desde hace ya más de 35 años.
Un Rey que debe atenerse al ejercicio de las funciones que constitucionalmente le han sido encomendadas y, por ello, ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, asumir su más alta representación y arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.
Un Rey, en fin, que ha de respetar también el principio de separación de poderes y, por tanto, cumplir las leyes aprobadas por las Cortes Generales, colaborar con el Gobierno de la Nación -a quien corresponde la dirección de la política nacional- y respetar en todo momento la independencia del Poder Judicial.
No tengan dudas, Señorías, de que sabré hacer honor al juramento que acabo de pronunciar; y de que, en el desempeño de mis responsabilidades, encontrarán en mí a un Jefe del Estado leal y dispuesto a escuchar, a comprender, a advertir y a aconsejar; y también a defender siempre los intereses generales.
Y permítanme añadir, que a la celebración de este acto de tanta trascendencia histórica, pero también de normalidad constitucional, se une mi convicción personal de que la Monarquía Parlamentaria puede y debe seguir prestando un servicio fundamental a España.
La independencia de la Corona, su neutralidad política y su vocación integradora ante las diferentes opciones ideológicas, le permiten contribuir a la estabilidad de nuestro sistema político, facilitar el equilibrio con los demás órganos constitucionales y territoriales, favorecer el ordenado funcionamiento del Estado y ser cauce para la cohesión entre los españoles. Todos ellos, valores políticos esenciales para la convivencia, para la organización y desarrollo de nuestra vida colectiva.
Pero las exigencias de la Corona no se agotan en el cumplimiento de sus funciones constitucionales. He sido consciente, desde siempre, de que la Monarquía Parlamentaria debe estar abierta y comprometida con la sociedad a la que sirve; ha de ser una fiel y leal intérprete de las aspiraciones y esperanzas de los ciudadanos, y debe compartir -y sentir como propios- sus éxitos y sus fracasos.
La Corona debe buscar la cercanía con los ciudadanos, saber ganarse continuamente su aprecio, su respeto y su confianza; y para ello, velar por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y transparente, como corresponde a su función institucional y a su responsabilidad social. Porque, sólo de esa manera, se hará acreedora de la autoridad moral necesaria para el ejercicio de sus funciones. Hoy, más que nunca, los ciudadanos demandan con toda razón que los principios morales y éticos inspiren -y la ejemplaridad presida- nuestra vida pública. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no sólo un referente sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia de los ciudadanos.
Éstas son, Señorías, mis convicciones sobre la Corona que, desde hoy, encarno: una Monarquía renovada para un tiempo nuevo. Y afronto mi tarea con energía, con ilusión y con el espíritu abierto y renovador que inspira a los hombres y mujeres de mi generación.
Señoras y Señores Diputados y Senadores,
Hoy es un día en el que, si tuviéramos que mirar hacia el pasado, me gustaría que lo hiciéramos sin nostalgia, pero con un gran respeto hacia nuestra historia; con espíritu de superación de lo que nos ha separado o dividido; para así recordar y celebrar todo lo que nos une y nos da fuerza y solidez hacia el futuro.
En esa mirada deben estar siempre presentes, con un inmenso respeto también, todos aquellos que, víctimas de la violencia terrorista, perdieron su vida o sufrieron por defender nuestra libertad. Su recuerdo permanecerá en nuestra memoria y en nuestro corazón. Y la victoria del Estado de Derecho, junto a nuestro mayor afecto, será el mejor reconocimiento a la dignidad que merecen.
Y mirando a nuestra situación actual, Señorías, quiero también transmitir mi cercanía y solidaridad a todos aquellos ciudadanos a los que el rigor de la crisis económica ha golpeado duramente hasta verse heridos en su dignidad como personas. Tenemos con ellos el deber moral de trabajar para revertir esta situación y el deber ciudadano de ofrecer protección a las personas y a las familias más vulnerables. Y tenemos también la obligación de transmitir un mensaje de esperanza -especialmente a los más jóvenes- de que la solución de sus problemas y en particular la obtención de un empleo, sea una prioridad para la sociedad y para el Estado. Sé que todas sus Señorías comparten estas preocupaciones y estos objetivos.
Pero sobre todo, Señorías, hoy es un día en el que me gustaría que miráramos hacia adelante, hacia el futuro; hacia la España renovada que debemos seguir construyendo todos juntos al comenzar este nuevo reinado.
A lo largo de estos últimos años -y no sin dificultades- hemos convivido en democracia, superando finalmente tiempos de tragedia, de silencio y oscuridad. Preservar los principios e ideales en los que se ha basado esa convivencia y a los que me he referido antes, no sólo es un acto de justicia con las generaciones que nos han precedido, sino una fuente de inspiración y ejemplo en todo momento para nuestra vida pública. Y garantizar la convivencia en paz y en libertad de los españoles es y será siempre una responsabilidad ineludible de todos los poderes públicos.
Los hombres y mujeres de mi generación somos herederos de ese gran éxito colectivo admirado por todo el mundo y del que nos sentimos tan orgullosos. A nosotros nos corresponde saber transmitirlo a las generaciones más jóvenes.
Pero también es un deber que tenemos con ellas -y con nosotros mismos-, mejorar ese valioso legado, y acrecentar el patrimonio colectivo de libertades y derechos que tanto nos ha costado conseguir. Porque todo tiempo político tiene sus propios retos; porque toda obra política -como toda obra humana- es siempre una tarea inacabada.
Los españoles y especialmente los hombres y mujeres de mi generación, Señorías, aspiramos a revitalizar nuestras instituciones, a reafirmar, en nuestras acciones, la primacía de los intereses generales y a fortalecer nuestra cultura democrática.
Aspiramos a una España en la que se puedan alcanzar acuerdos entre las fuerzas políticas sobre las materias y en los momentos en que así lo aconseje el interés general.
Queremos que los ciudadanos y sus preocupaciones sean el eje de la acción política, pues son ellos quienes con su
esfuerzo, trabajo y sacrificio engrandecen nuestro Estado y dan sentido a las instituciones que lo integran.
Deseamos una España en la que los ciudadanos recuperen y mantengan la confianza en sus instituciones y una sociedad basada en el civismo y en la tolerancia, en la honestidad y en el rigor, siempre con una mentalidad abierta y constructiva y con un espíritu solidario.
Y deseamos, en fin, una España en la que no se rompan nunca los puentes del entendimiento, que es uno de los principios inspiradores de nuestro espíritu constitucional.
En ese marco de esperanza quiero reafirmar, como Rey, mi fe en la unidad de España, de la que la Corona es símbolo. Unidad que no es uniformidad, Señorías, desde que en 1978 la Constitución reconoció nuestra diversidad como una característica que define nuestra propia identidad, al proclamar su voluntad de proteger a todos los pueblos de España, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. Una diversidad que nace de nuestra historia, nos engrandece y nos debe fortalecer.
En España han convivido históricamente tradiciones y culturas diversas con las que de continuo se han enriquecido todos sus pueblos. Y esa suma, esa interrelación entre culturas y tradiciones tiene su mejor expresión en el concierto de las lenguas. Junto al castellano, lengua oficial del Estado, las otras lenguas de España forman un patrimonio común que, tal y como establece la Constitución, debe ser objeto de especial respeto y protección; pues las lenguas constituyen las vías naturales de acceso al conocimiento de los pueblos y son a la vez los puentes para el diálogo de todos los españoles. Así lo han considerado y reclamado escritores tan señeros como Antonio Machado, Espriu, Aresti o Castelao.
En esa España, unida y diversa, basada en la igualdad de los españoles, en la solidaridad entre sus pueblos y en el respeto a la ley, cabemos todos; caben todos los sentimientos y sensibilidades, caben las distintas formas de sentirse español. Porque los sentimientos, más aún en los tiempos de la construcción europea, no deben nunca enfrentar, dividir o excluir, sino comprender y respetar, convivir y compartir.
Y esa convivencia, la debemos revitalizar cada día, con el ejercicio individual y colectivo del respeto mutuo y el aprecio por los logros recíprocos. Debemos hacerlo con el afecto sincero, con la amistad y los vínculos de hermandad y fraternidad que son indispensables para alimentar las ilusiones colectivas.
Trabajemos todos juntos, Señorías, cada uno con su propia personalidad y enriqueciendo la colectiva; hagámoslo con lealtad, en torno a los nuevos objetivos comunes que nos plantea el siglo XXI. Porque una nación no es sólo su historia, es también un proyecto integrador, sentido y compartido por todos, que mire hacia el futuro.
Un nuevo siglo, Señorías, que ha nacido bajo el signo del cambio y la transformación y que nos sitúa en una realidad bien distinta de la del siglo XX.
Todos somos conscientes de que estamos asistiendo a profundas transformaciones en nuestras vidas que nos alejan de la forma tradicional de ver el mundo y de situarnos en él. Y que, al tiempo que dan lugar a inquietud, incertidumbre o temor en los ciudadanos, abren también nuevas oportunidades de progreso.
Afrontar todos estos retos y dar respuestas a los nuevos desafíos que afectan a nuestra convivencia, requiere el concurso de todos: de los poderes públicos, a los que corresponde liderar y definir nuestros grandes objetivos nacionales; pero también de los ciudadanos, de su impulso, su convicción y su participación activa. Es una tarea que demanda un profundo cambio de muchas mentalidades y actitudes y, por supuesto, gran determinación y valentía, visión y responsabilidad.
Nuestra Historia nos enseña que los grandes avances de España se han producido cuando hemos evolucionado y nos hemos adaptado a la realidad de cada tiempo; cuando hemos renunciado al conformismo o a la resignación y hemos sido capaces de levantar la vista y mirar más allá -y por encima- de nosotros mismos; cuando hemos sido capaces de compartir una visión renovada de nuestros intereses y objetivos comunes.
El bienestar de nuestros ciudadanos -hombres y mujeres-, Señorías, nos exige situar a España en el siglo XXI, en el nuevo mundo que emerge aceleradamente; en el siglo del conocimiento, la cultura y la educación.
Tenemos ante nosotros el gran desafío de impulsar las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación, que son hoy las verdaderas energías creadoras de riqueza; el desafío de promover y fomentar la innovación, la capacidad creativa y la iniciativa emprendedora como actitudes necesarias para el desarrollo y el crecimiento. Todo ello es, a mi juicio, imprescindible para asegurar el progreso y la modernización de España y nos ayudará, sin duda, a ganar la batalla por la creación de empleo, que constituye hoy la principal preocupación de los españoles.
El siglo XXI, el siglo también del medio ambiente, deberá ser aquel en el que los valores humanísticos y éticos que necesitamos recuperar y mantener, contribuyan a eliminar las discriminaciones, afiancen el papel de la mujer y promuevan aún más la paz y la cooperación internacional.
Señorías, me gustaría referirme ahora a ese ámbito de las relaciones internacionales, en el que España ocupa una posición privilegiada por su lugar en la geografía y en la historia del mundo.
De la misma manera que Europa fue una aspiración de España en el pasado, hoy España es Europa y nuestro deber es ayudar a construir una Europa fuerte, unida y solidaria, que preserve la cohesión social, afirme su posición en el mundo y consolide su liderazgo en los valores democráticos que compartimos. Nos interesa, porque también nos fortalecerá hacia dentro. Europa no es un proyecto de política exterior, es uno de los principales proyectos para el Reino de España, para el Estado y para la sociedad.
Con los países iberoamericanos nos unen la historia y lazos muy intensos de afecto y hermandad. En las últimas décadas, también nos unen intereses económicos crecientes y visiones cada vez más cercanas sobre lo global. Pero, sobre todo, nos une nuestra lengua y nuestra cultura compartidas. Un activo de un inmenso valor que debemos potenciar con determinación y generosidad.
Y finalmente, nuestros vínculos antiguos de cultura y de sensibilidad próximos con el Mediterráneo, Oriente Medio y los países árabes, nos ofrecen una capacidad de interlocución privilegiada, basada en el respeto y la voluntad de cooperar en tantos ámbitos de interés mutuo e internacional, en una zona de tanta relevancia estratégica, política y económica.
En un mundo cada vez más globalizado, en el que están emergiendo nuevos actores relevantes, junto a nuevos riesgos y retos, sólo cabe asumir una presencia cada vez más potente y activa en la defensa de los derechos de nuestros ciudadanos y en la promoción de nuestros intereses, con la voluntad de participar e influir más en los grandes asuntos de la agenda global y sobre todo en el marco de las NN.UU.
Señoras y Señores Diputados y Senadores,
Con mis palabras de hoy, he querido cumplir con el deber que siento de transmitir a sus señorías y al pueblo español, sincera y honestamente, mis sentimientos, convicciones y compromisos sobre la España con la que me identifico, la que quiero y a la que aspiro; y también sobre la Monarquía Parlamentaria en la que creo: como dije antes y quiero repetir ahora, una monarquía renovada para un tiempo nuevo.
Y al terminar mi mensaje quiero agradecer a los españoles el apoyo y el cariño que en tantas ocasiones he recibido. Mi esperanza en nuestro futuro se basa en mi fe en la sociedad española; una sociedad madura y vital, responsable y solidaria, que está demostrando una gran entereza y un espíritu de superación que merecen el mayor reconocimiento.
Señorías, tenemos un gran País; Somos una gran Nación, creamos y confiemos en ella.
Decía Cervantes en boca de Don Quijote: "No es un hombre más que otro si no hace más que otro".
Yo me siento orgulloso de los españoles y nada me honraría más que, con mi trabajo y esfuerzo de cada día, los españoles pudieran sentirse orgullosos de su nuevo Rey.
Muchas gracias. Moltes gràcies. Eskerrik asko. Moitas grazas.
Madrid, 19 de junio de 2014