Tras ponerse en marcha el mecanismo de sucesión del rey Juan Carlos I que culminaría con la proclamación de Felipe VI el pasado 19 de junio, publicamos una Newsletter (117) titulada Una abdicación de la Corona de España para ‘salir del aprieto’ en la que hacíamos un análisis diferencial del hecho. Y apenas tres semanas después lo continuamos con otro (Malestar por la marginación del estamento castrense en la proclamación del rey Felipe VI) que tampoco se podría calificar de obsequioso con la Casa Real, como han sido la mayoría de las crónicas periodísticas relativas a ese hito histórico.
Ahora, a la semana siguiente, y muy a nuestro pesar -porque lo cierto es que las eventuales críticas que hacemos al entorno regio sólo pretenden mostrar vías de perfección y fortalecimiento del sistema de convivencia-, nos vemos obligados a poner de relieve otros aspectos poco analizados de la misma cuestión de fondo: la falta de coherencia y las contradicciones evidenciadas en la campaña de imagen pública de la Corona y su efecto sobre la delicada situación política del país. Por supuesto igualmente crítico, frente a la complacencia con la que, de forma general, los comentaristas políticos han abordado la cuestión sucesoria, que además de precipitada estamos viendo plagada de errores.
Para empezar, y destacando que hasta los republicanos de pura cepa, es decir los que mantienen la cabeza y el corazón en su sitio (raciocinio y sentimientos no confundidos), convienen en que el reinado del abdicado rey Juan Carlos I ha sido cuando menos necesario -por supuesto con luces y sombras como corresponde a toda empresa humana-, ya señalábamos que la sucesión en la Corona por abdicación no estaba políticamente justificada y que era poco razonable frente a otras alternativas de mayor continuidad hoy por hoy más convenientes. Y que, en el fondo, ha respondido a un hartazgo de Don Juan Carlos de asesores torpes, políticos sin fuste en el gobierno y en la oposición y cortesanos de pacotilla, que han venido permitiendo por activa y por pasiva vías de agua irreparables por debajo de la línea de flotación del sistema.
Y ahí no sólo entran problemas relacionales dentro de la Familia Real y otras situaciones de crisis mal gestionadas. Lo cierto, y revelado por Don Juan Carlos antes de abdicar (“No quieren hablar”, dijo refiriéndose a Rajoy y Pérez Rubalcaba), es que en los últimos meses de su reinado no dejó de esforzarse, de forma evidentemente infructuosa, para lograr un gran consenso (al menos entre PP y PSOE) que permitiera revitalizar la política nacional y apuntalar como fuere la palpable invertebración territorial de España: de eso al ‘ahí te quedas y el que venga detrás que arree’ -dijimos-, queda muy poco trecho.
Con independencia de que en una abdicación tan sorpresiva hayan existido también, niéguese lo que se niegue, causas ‘acelerantes’ muy concretas. Tales como la descomposición inicial del PSOE, y con ella la volatilización del cómodo mangoneo bipartidista; la previsible radicalización socialista tras la debacle de los mandatos de ZP y Rubalcaba; la dudosa repetición de otra mayoría parlamentaria absoluta del PP; el temor a que siga creciendo el rechazo social a la Monarquía (existen encuestas de opinión no publicadas que así lo indican); el mayor escándalo que podría suponer la resolución final del ‘caso Nóos’; el crecimiento de IU y la eclosión de movimientos sociales más transgresores (como Podemos)… Y todo ello, según advertimos en muchas ocasiones, sin haber desarrollado una ‘Ley de la Corona’ tan obligada como necesaria (tiempo ha habido para ello desde que se aprobó la Constitución en 1978), como si la Casa Real fuera la Casa de la Troya o la de Tócame Roque.
Una abdicación regia, en definitiva, que llegamos a calificar de ‘calentón’, sin que deje de ser un regalo envenenado para Felipe VI. Durante la Transición, que en el fondo supuso aceptar en buena parte la herencia política de Franco, no faltaron quienes bautizaron al rey Juan Carlos I como ‘El Breve’; de forma equivocada, claro está, porque, de haber querido, fallecería como titular de la Corona, lo que a nuestro entender hubiera sido todavía la mejor opción para dejar bien encauzadas determinadas reformas institucionales, sin excluir por supuesto las que afectan a la unidad de España. Ya veremos si ahora esta sucesión en la Jefatura del Estado, que insistimos en considerar poco afinada políticamente y al menos inoportuna, convierte a Don Felipe en un rey breve o, si aguanta el tirón (que no sería poca cosa), en un rey duradero.
La ruptura del pacto constitucional de 1978
De entrada, la sociedad real -o una parte considerable de ella-, la más viva y pujante que se manifiesta en la calle y en la Red porque ya no se siente representada en las Cortes Generales, ha recibido al nuevo Monarca en contra de su voluntad, exigiendo un referéndum consultivo sobre ‘República o Monarquía’. Y lo cierto es que, al fin y al cabo, esa petición no deja de ser una opción prevista constitucionalmente para validar “decisiones políticas de especial trascendencia” (art. 92.1 CE); mientras que la mayoría registrada en contra de esta consulta concreta en el Congreso de los Diputados, es cosa hoy por hoy bien distinta y distante de la realidad social.
Pero es que esta exigencia ‘ciudadana’ también ha sido oficializada en el Parlament de Catalunya el pasado 26 de junio, cuando se aprobó una moción pidiendo un referéndum sobre el modelo de Estado y defendiendo el ejercicio del ‘derecho a decidir’, con apoyo de Iniciativa per Catalunya, ERC y la CUP; la abstención (cosa grave) de CiU, del PSC y de Ciutadans y, finalmente, el voto en contra sólo del PPC.
Es decir, que, tras la polémica ‘Declaración Soberanista’ del 23 de enero de 2013, el proceso político catalán se ha vinculado también al referéndum sobre la Monarquía. Porque, a tenor de la moción aprobada por el Parlament como regalo envenenado a Don Felipe en su proclamación como Rey, además de lamentar el “carácter de urgencia” con el que se ha aprobado la Ley Orgánica reguladora de la abdicación del monarca predecesor, su representación política considera que el pacto constitucional sobre el que se basa la sucesión en la Corona “se ha roto desde el punto de vista territorial, social y democrático”, lo que en consecuencia “niega legitimidad” al relevo en la Jefatura del Estado sin un aval democrático.
Y esto es lo con lo que se encontró en su primera visita a Cataluña el flamante Felipe VI, cuando a las pocas horas de ese pronunciamiento parlamentario tan poco amistoso presidió la entrega de los premios Fundación Príncipe de Girona (FPdGi) acompañado por Doña Letizia. Acto en el que Su Majestad pronunció un discurso ‘conciliador’ con pasajes en catalán y hasta alabando el “sello distintivo” de Cataluña -pero sólo eso-, que al final quedó deslucido cuando algunos de los asistentes gritaron “¡Visca la terra!”, expresión propia del independentismo radical, proclama que otro asistente tuvo que conjurar con un convencional “¡Viva el Rey!”.
Todo ello mientras unos cientos de personas se manifestaban con cierta tranquilidad y orden por las calles de Girona contra la presencia regia en la ciudad, agrupadas bajo el lema ‘Ningún pacto, ningún Rey, el pueblo catalán decide’ y coreando consignas como “las tierras catalanas son republicanas”, “independencia”, y “fuera los Borbones de Girona”. Por su parte, las formaciones políticas locales criticaron la presencia del alcalde de la ciudad, Carles Puigdemont, en el acto organizado por la FPdGi, ya que en el último pleno municipal su formación política (CiU) había apoyado una moción proclamando que el título de Príncipe de Girona “no representa” a la ciudad…
Y lo cierto es que el resquebrajamiento del pacto constitucional de 1978, ya se evidenció en el Congreso de los Diputados durante el debate de la Ley Orgánica que habría de hacer efectiva la abdicación de Juan Carlos I a la Corona de España. Aunque el oficialismo político lo haya vendido como un proceso pleno de naturalidad y dentro de la legitimidad constitucional del sistema (Rajoy y Rubalcaba en eso obraron de consuno), con 299 votos afirmativos, 19 negativos y 23 abstenciones (más 9 ausencias), la realidad ha sido muy distinta.
Ya advertimos que en la sesión parlamentaria de marras, todos los grupos políticos se pronunciaron con una claridad inusual, dándose la circunstancia de que los miembros más numerosos -la voz contante- se vieron acosados política y dialécticamente por los menos numerosos -la voz sonante o más bien tronante-, teniendo que aceptar de hecho una fijación de posturas sobre la forma de Estado (que Rajoy y Rubalcaba no pudieron evitar) y escuchar pronunciamientos sobre la Monarquía bastante despreciativos, que han quedado registrados para siempre en el Diario de Sesiones. Algunos de los más agresivos y rabiosos, en concreto los del diputado Sabino Cuadra, portavoz de Amaiur, serían calificados por Alfonso Alonso, portavoz del PP, como “miserables” y “despreciables”…
Y el caso es que, en contra de lo deseado sobre todo por Rajoy (que comenzó su intervención señalando que la forma de Estado no estaba en el orden del día, aunque de hecho terminó estándolo), la sesión parlamentaria se torció tras la intervención de Rubalcaba, que hizo un brillante discurso justificando la postura constitucionalista del PSOE de apoyo a la abdicación sometida a aprobación de la Cámara (eso sí, sin dejar de declarar su preferencia republicana). Pero a partir de ahí se produjo un doble fenómeno perfectamente objetivado, aunque pocos analistas lo hayan querido ver: el descosido del consenso constitucional de 1978 precisamente por sus dos costuras más sensibles.
En definitiva, en el Congreso de los Diputados se consumó una rotura en dos de los aspectos tenidos por esenciales en el orden constitucional y en la débil arquitectura vertebradora del Estado. Por un lado se resquebrajó el consenso parlamentario sobre la Monarquía y, por otro, todos los partidos independentistas negaron de forma expresa ante el Pleno del Congreso de los Diputados la idea de Nación Española, declarando sus propias naciones catalana y vasca y negando el concepto de ‘nacionalidades’ recogido en el artículo 2 de la Constitución.
El primero en abrir fuego disidente fue el portavoz del Grupo Catalán (CiU) y curioso presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso desde 2004, Josep Antoni Duran, quien afirmó que “el pacto constituyente está finiquitado” y que, ante la alternativa entre “República o Monarquía”, CiU, formación de la que él es secretario general, optaba por “Cataluña”, es decir todo un ‘¡váyanse al carajo!’ resuelto con una abstención ‘pastelera’, quizás para no poner en peligro su multifunción política (con la acumulación de tres sueldos solo en su actividad parlamentaria, al margen de sus cargos de partido en CiU y UDC, fuerza federada con CDC).
Siguió Cayo Lara, portavoz de La Izquierda Plural, que hizo una defensa cerrada del derecho a decidir la forma de Estado (Monarquía o República) en un referéndum nacional, rompiendo abiertamente el pacto sobre la Corona suscrito en 1978 por el PCE bajo la dirección de Santiago Carrillo. Una posición que entonces se consideró absolutamente fundamental, por no decir imprescindible, para llevar adelante la Transición.
Y después entró en la refriega Aitor Esteban, portavoz del PNV, rematando el rechazo a la actual forma del Estado con un discurso si cabe mucho más claro y rotundo: el PNV se abstendría en la votación porque nunca estuvo en el consenso constitucional (en 1978 los nacionalistas vascos votaron en contra de la Constitución, mientras el referéndum de validación ciudadana apenas fue aprobado por el 30 por 100 del electorado vasco). Posición un tanto olvidada que ahora quedaba remarcada de forma solemne y muy educada en un debate parlamentario verdaderamente señero para todo aquel que dentro del teatro político no haya perdido la capacidad cognitiva.
Pero es que esta rotura del apoyo a la Monarquía, mucho más profunda y significada políticamente de lo que señala la aritmética parlamentaria, siguió con los votos negativos o la abstención de ERC, Coalición Canaria - Nueva Canarias, BNG, Compromís, Geroa Bai y Amaiur, cuyos siete diputados se ausentaron ostensiblemente del Pleno tras el discurso de su portavoz, Sabino Cuadra, que fue de auténtica traca antimonárquica, sin llegar a votar. Y ello al margen del espectáculo existencial ofrecido por el PSOE dentro y fuera de la Cámara (un diputado voto negativamente y otros dos se ausentaron).
Con todo, aún es mucho más preocupante (porque al fin y al cabo la forma de Estado, por sí misma, ni lo disuelve ni lo tritura) el independentismo declarado en sede parlamentaria por el conjunto de los partidos que hoy ostentan la mayoría electoral en Cataluña y el País Vasco, con luz y taquígrafos de por medio. Un asunto de máxima gravedad y en definitiva relacionado directamente con el debilitamiento de la Corona y de España como Nación, porque su titular, que es Rey y Jefe del Estado, simboliza su unidad y su permanencia, al tiempo que debe arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, según lo establecido en el artículo 56.1 de la Constitución.
Un problema, pues, con dos derivadas de muy mala solución, que sin duda alguna es la peor herencia que el rey precipitadamente abdicado ha podido dejar al Príncipe Heredero de la Corona. La contestación que en esos dos sentidos, y en otros, va a tener que soportar Felipe VI, va a ser previsiblemente mucho mayor que la soportada jamás por Juan Carlos I (ahí está lo sucedido en Girona).
Por mucho que se quiera poner en valor la suma ampliamente mayoritaria de votos con los que se ha hecho efectivo el proceso sucesorio, aportados por un partido de gobierno en regresión (PP), por el destrozado PSOE, la emergente UPyD (todavía sin afianzar y que parece dispuesta a convertirse en bisagra del repudiado bipartidismo), el Foro Asturias y UPN, lo que en la sesión plenaria del Congreso de los Diputados del pasado 11 de junio se abrió fue, nada más y nada menos, que un camino de vuelta a las dos Españas (la monárquica y la republicana) y a la España rota.
Con el detalle agregado de que todas las fuerzas parlamentarias, con la significada excepción del PP, que de momento tiene bloqueado el proceso con la llave de su mayoría absoluta, han puesto encima de la mesa la necesidad de una reforma urgente de la Constitución. Que ya veremos a donde nos lleva, porque todo lo que en política se hace tarde o de forma obligada, se hace irremisiblemente mal.
Y esto es lo que hay, por supuesto en una lectura objetiva de la realidad, sin mediatización partidista. La versión oficial de la situación es otra cosa muy distinta y sin duda acorde con el actual espíritu manipulador de la política española.
La chapuza del aforamiento de Don Juan Carlos
Además, esa ruptura del pacto constitucional de 1978 ha vuelto a quedar de manifiesto con motivo del empeño del Gobierno (y de la propia Casa Real) por cerrar el aforamiento de Juan Carlos I de forma tan urgente como chapucera, y no mediante consenso sino aplicando su ‘rodillo parlamentario’ de mayoría absoluta. Una incoherencia más de la Corona (y del Gobierno) a la hora de reponer su deteriorada imagen pública y de dar sentido a la falsa convicción regia de que “la Justicia es igual para todos”, que nada bueno dice ni aporta en favor de la Institución Monárquica.
Su función contradictoria y su efecto ‘boomerang’, en momentos sin duda institucionalmente delicados, ha sido puesta de relieve por Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, en un artículo de opinión muy claro y directo publicado en El País (15/06/2014). En él se aprecian dos ideas-fuerza de gran calado social: la primera, que quien ninguna función pública ejerce -como el rey Juan Carlos tras la abdicación-, ninguna protección específica merece, y la segunda recalca lo llamativo de que el aforamiento ante el Tribunal Supremo también se otorgue en materia civil:
Aforamiento sin causa
Parece irreversible que el Gobierno va a otorgar el aforamiento al monarca y consorte salientes, tanto penal como civil. Se trata de un inexistente privilegio constitucional. Aunque sabemos cuál es la doctrina oficial sobre lo que no está en la Constitución, lo cierto es que cualquier excepción al régimen jurídico común, aquí de trato judicial, ha de tener una justificación constitucional.
Discutible es el generoso aforamiento español, auténtica rareza en el derecho comparado. Responde empero a una doble razón: al ejercicio de un determinado cargo de relevancia jurídico-política mientras dura ese ejercicio. O sea que no se trata de un privilegio personal, sino meramente funcional.
Abdicado el Rey, él y la reina consorte ninguna función ejercen ni pueden ejercer. Así, quien ninguna función pública ejerce, ninguna protección específica merece; sus eventuales actos ilícitos han de ser conocidos, dentro de los procedimientos ordinarios, por el juez también ordinario. Una cosa es el respeto honorífico que se quiera dispensar a quien ha encarnado la Corona durante varios lustros y otra muy distinta crear situaciones excepcionales sin base alguna. Y menos aún para quien, como es la reina consorte, ningún fuero especial tenía mientras gozaba de tal consideración.
Dicho esto, llama más aún la atención que ese aforamiento, también ante el Tribunal Supremo (TS), quiera otorgarse en materia civil. Discutible es que la inviolabilidad del monarca alcanzara el fuero civil mientras ejercía su altísima magistratura, pero carece de sentido que ese aforamiento, para él y, de nuevo, para su cónyuge, se amplíe a la esfera civil. Ninguna razón existe para que quien han sido rey o su consorte no puede ser demandado civilmente, por ejemplo, para establecer presuntas filiaciones o responder ante impagos o por daños.
Cuando se quiso extender el fuero parlamentario al ámbito civil, es decir, someter al suplicatorio de las cámaras una acción de derecho privado derivada de demandas contra el honor, el TC tumbó sin miramientos tal extensión por carecer de previsión expresa y de fundamento constitucionales. Véanse las tajantes sentencias del Constitucional 243/1988, 186/1989 y 9/1990 al respecto.
Peor que producir una norma inconstitucional es que tal sea así declarada a instancias de un perjudicado, pues este también se ve privado sin causa del derecho legal a que las resoluciones judiciales sean revisadas por un tribunal superior. El derecho a la tutela judicial efectiva prima sin duda sobre la reverencia que se pueda profesar a alguien por los servicios prestados.
Y lo cierto es que una cuestión tan trascendente para la imagen social de la Monarquía, se ha alumbrado con ‘fórceps’ (instrumento obstétrico en forma de tenazas que sirve para ayudar a la extracción fetal simulando los mecanismos del parto normal). Es decir, incluyendo en una modificación puntual de la Ley Orgánica del Poder Judicial unas enmiendas sin duda extemporáneas para que todas las demandas que se puedan presentar contra Don Juan Carlos como monarca abdicado, Doña Sofía, Doña Letizia y los príncipes de Asturias (Doña Leonor de Borbón y Ortiz y su futuro cónyuge), sean entendidas por el Tribunal Supremo, tanto en la vía penal como en la civil.
Paréntesis. El prematuro nombramiento de Doña Leonor de Borbón y Ortiz como Princesa de Asturias, es decir Heredera de la Corona de España, a tenor -se justifica- de lo establecido en el artículo 57.2 de la Constitución, es cuando menos curioso, porque presupone que los actuales reyes ya no tendrán más descendencia. Según establece también la Carta Magna en el apartado 1 del mismo artículo 57, si el actual titular de la Corona tuviera un hijo varón, éste tendría preferencia sucesoria (en la misma línea y el mismo grado el varón prevalece sobre la mujer), dejando a su hermana Leonor en situación de grave conflicto institucional. ¿Es esta otra gran chapuza de los asesores regios y gubernamentales…?
Pero cuestión aún más significativa es que durante la tramitación ‘exprés’ en el Congreso de los Diputados del aforamiento masivo de miembros de la Familia Real, las enmiendas correspondientes sólo fueron aprobadas por la mayoría del PP, apoyada por UPN y Foro Asturias (que políticamente es más o menos lo mismo), con la abstención de PSOE, CiU y CC y el voto en contra de las demás fuerzas parlamentarias. Agrandándose así la quiebra del pacto constitucional sobre la Corona establecido en 1978.
En el Pleno del Congreso celebrado el pasado 26 de junio, la ponente del PSOE, Meritxell Batet, acusó al PP de “hacer mal las cosas” para obligar a la oposición a votar sí o no, sin dar la más mínima opción de debate ni de acuerdo, recalcando: “Y no es una cuestión meramente procedimental, es que no respetar a las minorías y al procedimiento es no respetar la democracia. La responsabilidad de lo hecho y sus consecuencias es sólo suya”.
Por su parte, Jordi Jané, de CiU, consideró que el procedimiento adecuado habría sido esperar a una reforma global de la Ley del Poder Judicial para garantizar un “debate serio” buscando consensos para reducir el número de aforados y limitar la protección al ejercicio del cargo, concluyendo que “lo que tenemos es una ley improvisada”.
Críticas que subieron de tono cuando el portavoz de La Izquierda Plural en la Comisión de Justicia, Gaspar Llamazares, afirmó que la aprobación del aforamiento “vitalicio”, “retroactivo” y “a la trágala” que ha decidido el PP para el rey saliente supone un “desacato” a la justicia y al juez José Castro, que ha mantenido como imputada a la Infanta Cristina al cierre de la instrucción del 'caso Nóos'. Además, añadió que “este aforamiento es un desafuero”, explicando: “Hay cortesanos que son más papistas que el Papa, y esta iniciativa de aforamiento demuestra que hay una maniobra palaciega para pasar de los pactos de La Moncloa a un pacto de La Zarzuela”.
En nombre de UPyD, Irene Lozano rechazó el aforamiento “vitalicio” de Don Juan Carlos y su “chapucera” tramitación y pidió eliminar el resto de los 10.000 aforados que hay España, porque esta protección jurídica supone un “privilegio sin ningún género de dudas”. A su juicio, “la Ley no puede ser un traje a medida” en el que haya una justicia “cómoda” y “rápida” para los cargos públicos y otra “más cara y lenta” para el común de los mortales.
Emilio Olabarria, portavoz del PNV, sostuvo que el procedimiento empleado podría ser considerado “nulo de pleno derecho” por el “brutal forzamiento del Reglamento” al haberse convocado de forma “manifiestamente ilegal” una sesión plenaria sin cumplir con los plazos de las fases previas. En ese contexto, se preguntó “por qué se está corriendo tanto” y “qué hay que ocultar”, entendiendo que por ello en la ciudadanía se haya interiorizado alguna “sospecha”.
Joan Baldoví, portavoz de Compromís-Equo, afirmó que el PP convirtió el Parlamento en “un florero”, convocando a los diputados a aprobar una reforma de este calado “en dos días”. En su opinión, “tanta prisa nos hace pensar mal y no huele bien”.
A las críticas al fondo y las formas del aforamiento masivo de miembros de la Familia Real, también se sumaron Uxue Barkos, de Geroa Bai, que censuró el tratamiento del tema con las “artes de hurtadilla parlamentaria”, y la portavoz del BNG, Olaia Fernández Davila, que afirmó no entender tanto “blindaje” para quien ya no es cargo público.
Sin embargo, las palabras más duras, entrando incluso en el ámbito de lo personal, llegaron desde ERC y Amaiur, aun cuando sus portavoces también son aforados conforme establece la Constitución de 1978, como todos los diputados y senadores.
Para el independentista catalán Joan Tardá, la Monarquía española fue “instaurada por uno de los genocidas más sanguinarios del siglo XX” (el dictador Francisco Franco) y ahora se “blinda” a Don Juan Carlos -sostuvo- “por miedo a la verdad”, porque durante casi cuarenta años “ha tenido barra libre para hacer lo que haya dado la gana y su fortuna podría ser cuestionada en los tribunales”. Por su parte, la diputada abertzale Onintza Enbeitia llegó a decir que Juan Carlos I “tuvo tanto que ver con el 23F como el propio Tejero”, que “no dijo nada” mientras el GAL “torturaba” y que se ha “forrado” en el cargo. Y ahí quedó eso.
Segundo paréntesis. El propio presidente del Congreso, Jesús Posada, ha provocado serias dudas sobre el procedimiento utilizado para aforar al Rey Juan Carlos. En una charla con los alumnos del curso ‘Estado y sociedad ante crisis y corrupción’ impartido en la Universidad Rey Juan Carlos, aseguró que la tramitación del aforamiento quedó “un poco chapuza” porque las Cortes Generales tuvieron que tramitarla “a toda velocidad”.
El torpe y continuo lastre del ‘caso Nóos’
Todo ello con independencia del lastre de imagen que supone el ‘caso Nóos’ y la grima social generada por los torpes ataques en tromba contra su juez instructor, José Castro, acosado por una Fiscalía increíblemente beligerante para evitar la imputación de Doña Cristina de Borbón y pactista con los imputados cuyos testimonios puedan alejarla del ojo del huracán; vigilado por el CNI; toreado por una Agencia Tributaria curiosamente a favor de la defraudación; zancadilleado por una Abogacía del Estado que hace dejación de su función en favor de intereses particulares; insultado por el aparato mediático del Gobierno, etcétera…
Aunque, como bien saben todas las partes afectadas, el juez en cuestión tampoco haya querido ser especialmente dañino al redactar el auto de imputación de la Infanta Cristina (mucho más cruel ha sido su expulsión de la Familia Real y el verse repudiada por el entorno del Monarca). Y que sin duda alguna esté siendo especialmente paciente con un ministerio público que, además de atacar su honor profesional sin el menor fundamento, le acusa públicamente de prevaricador.
Esa es la verdad. Y lo realmente despreciable a los ojos de la ciudadanía es ver cómo el Gobierno (con la Corona empujando por detrás) se empeña en promover una imagen claramente tendenciosa del juez ordinario asignado a la instrucción del caso. Socialmente, poco se percibe, pues, de realidad en aquella tierna declaración de Don Juan Carlos: “Afortunadamente vivimos en un Estado de Derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley. La justicia es igual para todos”.
Así, desarrollar en estos momentos una campaña intensiva para mejorar o reposicionar la dañada imagen social de la Corona, que es lo que se está haciendo con gran precipitación y poca meditación, choca forzosamente con el muro de ese rechazo social levantado en paralelo. Opiniones sobre el fondo de la razón monárquica (o de la razón republicana), aparte.
Bien está que el matrimonio regio de consuno, o el Rey por un lado y la Reina por otro, reciban a todo tipo de organizaciones sociales y escuchen comprensivamente sus demandas (ya veremos si con resultados efectivos); que prodiguen su presencia en actos humanitarios, culturales, deportivos o empresariales; que viajen cuanto quieran por esos mundos de Dios; que besen niños a mansalva y que alegren la vida de ancianos, inmigrantes y gentes acosadas por el infortunio… Pero todo tiene su ritmo y su momento, porque, si no fuera así, la tramoya propagandista quedaría en evidencia; máxime cuando el carisma personal de Doña Letizia parece torpemente orientado hacia la prensa rosa, a base de exhibir modelos exclusivos de alta costura, someterse a continuas y costosas operaciones de cirugía estética, comenzar a pronunciar discursos tan ambiciosos como artificiales y hacer gala de una simpatía que, de momento, suena a tramoya teatral en un país hoy por hoy agobiado por la crisis económica y las desigualdades sociales...
La diferencia entre reinar y el propagandismo institucional
Con motivo de su proclamación como Rey de España, Felipe VI pronunció un discurso asumiendo básicamente su condición de monarca constitucional y su neutralidad respecto a las fuerzas políticas (algo obvio), muy aplaudido por los corifeos de turno. Pero algunos comentaristas políticos advirtieron inmediatamente que, justo en ese marco, es en el que la Corona debe mostrar su utilidad, sobre todo en momentos especialmente difíciles para el prestigio de la democracia representativa y cuando el concepto de Estado-nación se difumina en la oleada globalizadora.
Uno de ellos fue Juan Luis Cebrián. Y lo hizo en un extenso artículo titulado ‘El rey no gobierna, pero reina’ (El País 23/06/2014), en el que, con toda razón, lanzó la idea residual de que las Monarquías parlamentarias, como la nuestra, únicamente tienen sentido si son útiles a la convivencia política; advirtiendo también que las instituciones surgidas de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades… En su opinión, parece claro que no es el momento de realizar meras campañas de imagen pública, sino de estimar los graves problemas de fondo que tiene el país y de trabajar discreta y eficazmente en su resolución.
Como quiera que el tema de las funciones del Rey se debate desde hace tiempo, y que Cebrián citaba un artículo del mismo título publicado hace años en ABC (03/10/2009) por Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Político y ex presidente del Tribunal Constitucional, no hemos dudado en recuperarlo de las hemerotecas y ofrecer su ilustrador contenido a nuestros lectores:
El Rey no gobierna, pero reina
Hace unos días don Juan Carlos pidió públicamente a todos los poderes existentes en la sociedad española que se pusieran de acuerdo con el fin de mejorar el sistema educativo. Se trata de un hecho cargado de significación, como destacó ABC en un comentario editorial. Luego el Rey ha asumido el protagonismo en las negociaciones para la sede olímpica. La intervención del Rey es una prueba más de que su poder no es meramente residual, como sostuviese el inglés Dicey, sino que «sobre y por encima de las demás personas» el Rey ha de cuidar la convivencia de todos nosotros.
Apartándose de Dicey, el belga Louis Wodon defendió la preeminencia de los Reyes en las Monarquías parlamentarias. Así se consagra en nuestra Constitución. El Rey, en efecto, no ha de limitarse a contemplar el espectáculo de autores, agentes y actores en acción, sino que interviene arbitrando y moderando (como expresamente lo prevé el artículo 56.1); el Rey no sólo aconseja, anima y advierte, sino que guarda y hace guardar la Constitución (artículo 61.1). El Rey reina.
La preeminencia regia salvó la democracia en este país el 23-F. En aquella triste jornada, hechos impensables en ciertas Monarquías europeas (de Reyes con simples prerrogativas de poderes residuales) obligaron a Don Juan Carlos a ejercer la potestad arbitral, guardando y haciendo guardar la Constitución. El momento fue dramático: las instituciones se pararon en seco. Como árbitro, el Monarca hubo de ingeniárselas, de forma espléndida, fabulosa, apreciando las circunstancias y tomando decisiones. Y el Rey ganó, y los españoles; gracias al árbitro y al guardián, nos encontramos aún gozando de libertades públicas y participando democráticamente en los asuntos políticos. Continuamos siendo ciudadanos.
No faltan quienes se lamentan de que la prerrogativa regia sea muy reducida. También se ha puesto en duda la posibilidad constitucional de la intervención del Monarca en situaciones de emergencia. Vuelve a repetirse el conocido aforismo: «El Rey reina, pero no gobierna». Se habla mucho sobre el asunto, pero sospecho que son pocos los que se toman la molestia de leer detenidamente nuestra Gran Carta política de 1978.
El artículo 56 afirma con estilo rotundo: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones...». Esta facultad de arbitrar y moderar tiene un gran alcance, tanto en situaciones de normalidad como, sobre todo, en momentos difíciles para la Nación, en circunstancias excepcionales. Por eso el repetido aforismo se presenta con una segunda versión que refleja mejor el estatuto regio en la Constitución española; ya lo he escrito en el título: «El Rey no gobierna, pero reina». Reinar es, justamente, arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.
Pero ¿qué es arbitrar? El Diccionario de la Real Academia recoge tres significados del verbo que sirven para aclarar el artículo 56: a) Arbitrar es proceder uno libremente, usando de su facultad y arbitrio; b) arbitrar es ingeniarse; c) arbitrar es dar o proponer arbitrios. Con cualquiera de las tres maneras de entender el vocablo llegamos a la conclusión de que, en castellano, arbitrar es algo más que hacer respetar las reglas de un juego sin intervenir en él.
Pero sigamos consultando el Diccionario y veremos que «arbitrio», además de ser la facultad que tenemos de adoptar una resolución con preferencia a otra, es «la facultad que se deja a los jueces para la apreciación circunstancial a que la ley no alcanza».
Es sumamente esclarecedora esta última significación. En aquellos supuestos de hechos no contemplados por la ley, el árbitro puede y debe intervenir. Así hay que interpretar la potestad regia de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.
Benjamín Constant, a principios del siglo XIX, habló del «poder neutro», «augusto poderío de la realeza», «que en cuanto el peligro se anuncia, le pone término por vías legales constitucionales», y cincuenta años después Prévost-Paradol, desarrolló y vulgarizó la teoría del Rey-árbitro: «colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su primer deber, es observar con vigilancia el juego de la máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe corresponder al árbitro».
En España -insistimos- el Rey no gobierna, pero reina. A distancia de los acontecimientos y por encima de ellos, como quería Constant, pero no desinteresado de cuanto importante suceda en el país. Sabino Fernández Campo, con su inigualable experiencia, viene abogando, en ponencias académicas y conferencias públicas, por la mayor presencia del Rey en la vida social, cultural y política, además de su protagonismo en lo deportivo. Un Rey siempre vigilante de la marcha de las cosas públicas, pero con presencia activa cuando se ponen en peligro los valores supremos que la Constitución ampara. Árbitro que ha de inventar, que ha de ingeniarse, en los casos de situaciones límites que el legislador ni ha previsto ni humanamente pudo prever.
He aquí la difícil y trascendental obligación del Rey al ser concebido constitucionalmente como árbitro.
¿Cómo debe definirse, en suma, el estatuto jurídico-político de los Reyes? Contestaré con dos expresiones doctrinales. La una se apoya en experiencias monárquicas del Continente; la otra es inglesa, tanto por su autor como por los datos que se tienen en cuenta.
Según el citado Louis Wodon, el hecho de que la Constitución belga -igual que otras- limite los poderes del Rey a aquellos que expresamente le son atribuidos, no impide que exista una preeminencia regia. Razona Wodon: «El rey tiene deberes por encima de la letra de la Constitución; el juramento que presta le obliga a mantener la independencia nacional y la integridad del territorio; y el monarca, por otra parte, realiza actos importantes -advertencias, consejos, recomendaciones políticas- que no son refrendadas por los ministros. Hay, en pocas palabras, elementos fundamentales anteriores y superiores a la misma Constitución, y es el rey, jefe del Estado, a quien corresponde mantener esas bases de convivencia».
En Inglaterra, sin Constitución escrita, no resulta fácil precisar el estatuto de la Corona. Tiene uno que adentrarse a la aventura, «por el vivo y desordenado laberinto de la historia de un país». Dicey subrayará por ello -dije antes- que la prerrogativa es «el residuo de la autoridad discrecional, o arbitral, que un tiempo dado está jurídicamente en manos de la Corona». Otros poderes -por ejemplo, el Parlamento, el Gobierno- conservan sus facultades, o las aumentan. Al rey sólo le pertenece el residuo del Poder, lo que las demás instituciones le dejan. Esa es la «prerrogativa regia».
Hace más de cuarenta años publiqué un libro titulado «Las Monarquías europeas en el horizonte español». Defendí allí la tesis de la preeminencia regia. Amigos íntimos me comunicaron que en aquellas páginas había mucha fantasía, pues nuestro horizonte político estaba cerrado. En 1966, además, éramos pocos los que nos afanábamos por la instauración aquí de la democracia y menos aun los que teníamos la vista puesta en una Monarquía parlamentaria, con un Rey que arriesga cuando tiene que arriesgar, que asume el protagonismo en los asuntos difíciles.
El propio Jiménez de Parga, como otros muchos intelectuales, ha tenido que insistir notoriamente en el desentendimiento de la Corona de su más propia responsabilidad. Y nosotros mismos hemos denunciado también en algunas ocasiones el incumplimiento del deber esencial que tenía el rey Juan Carlos de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, muy distinto de los juegos de imagen pública o de su desconcertante interés por implicarse en tareas de agencia comercial nacional y de negocios propias y exclusivas del Gobierno o de las empresas privadas en competencia.
Sin querer alargar más esta Newsletter, la concluimos recordando al nuevo monarca, Felipe VI, que, como tal, debe ‘reinar’, alejado de la pasividad que en momentos de grave deterioro político e institucional ha acompañado en ese sentido a su egregio predecesor, llevando la Institución Monárquica a niveles de rechazo social llamativamente altos. Y que, muy por encima del propagandismo y las relaciones públicas, ‘reinar’ es, en efecto, arbitrar y moderar, advertir, sugerir, aconsejar, promover...
Por tanto, menos torpezas y contradicciones en el reposicionamiento de la imagen pública de la Corona, menos fotos de opereta y más aplicación a corregir los desórdenes políticos e institucionales del país, que son muchos y extremadamente urgentes. Cataluña, el País Vasco y en realidad toda España, es lo que esperan de una Monarquía que, sin gobernar, ha de reinar con utilidad -no porque sí- para no desaparecer.
Fernando J. Muniesa