Tras reprochar durante tres años al PSOE la herencia que le dejó en materia de desgobierno económico y déficit público, con razón o sin ella porque el poder en ayuntamientos y comunidades autónomas siempre ha estado compartido por los dos partidos mayoritarios (al igual que el saqueo de las cajas de ahorro), Mariano Rajoy sí que puede presumir de haber montado por sí mismo y sin ayuda de nadie una crisis en el sistema de Justicia sin precedentes en nuestra historia reciente. Crisis que debilita notablemente los cimientos de la propia democracia.
Una crisis insólita dado que el Gobierno desfruta de mayoría parlamentaria absoluta, lo que le permite legislar a base de rodillo parlamentario y reales decretos, ejercicio en el que se ha aplicado como nadie lo había hecho antes. Y, desde luego, una crisis cuyo mérito corresponde de forma absoluta y exclusiva al presidente Rajoy y al partido que le respalda.
El valor social de la Justicia es tan significativo que los constituyentes no dudaron en consagrarla como principio determinante de la Carta Magna. De hecho, su propio preámbulo (texto que quizás sintetiza mejor que ningún otro el paradigma de la democracia) ya se inicia con estas palabras: “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…”.
Pero es que, además, en su emblemático artículo 1, apartado 1, la misma Constitución proclama de forma expresa que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Se reafirma así constitucionalmente el concepto de Justicia como soporte vital de la libertad y la democracia, es decir del sistema de convivencia ciudadana, hasta el punto de otorgar a su organización formal la condición de ser uno de los tres poderes del Estado (el legislativo, el ejecutivo y el judicial) descritos como ‘teoría de la separación de poderes’ por el Barón de Montesquieu (Charles Louis de Secondat) en su obra ‘El espíritu de las leyes’ (1748). Razón por la que la Carta Magna dedica al poder judicial todo un título (el VI), que ha venido en generar posteriormente un desarrollo normativo sustantivo, encabezado por la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, como también ha sucedido en el caso de los otros dos poderes públicos.
De Montesquieu al Tratado de la Unión Europea
Dada su importancia, la Ley del Poder Judicial es una de las normas más extensa y más modificada de nuestro ordenamiento jurídico. Pero, para comprender su alcance político y social, no es necesario desmenuzarla ni acudir a los precisos argumentos de justificación incluidos en su Exposición de Motivos, sino que para ello basta recordar la teoría de Montesquieu:
Hay en cada Estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de los que dependen del derecho civil.
Por el poder legislativo, el príncipe, o el magistrado, promulga leyes para cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes. Por el segundo poder, dispone de la guerra y de la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares. Llamaremos a éste poder judicial, y al otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado.
La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista la libertad es necesario que el Gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro.
Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente.
Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.
Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares…
Durante todas las etapas históricas y en todas las culturas de la humanidad, los gobernados han sufrido del abuso de autoridad de sus gobernantes. Conocidos son el fenómeno de la esclavitud, los impuestos excesivos y caprichosos que caracterizaron la época feudal, los violentos desmanes de la época del ‘Terror’ en la revolución francesa (la Terreur), el ‘Gulag’ soviético… Estas experiencias sistémicas, que sólo son unos pocos ejemplos, evidencian excesos del poder político que han ido creando a través de los tiempos una cultura popular en contra de las acciones abusivas de los gobernantes, y no digamos ya en contra de las dictaduras, asentando en la sociedad, más allá de la defensa de la democracia, la idea de que el poder en manos de una sola persona o de un solo grupo no es conveniente ni tolerable.
Ésta, es una cuestión que motivó en grandes pensadores la necesidad de desarrollar teorías políticas que, por sí mismas, han terminado influyendo en hechos trascendentales para la humanidad.
Una de ellas, propia ya del Estado moderno, es, en efecto, la conocida como principio de la ‘separación de poderes’, alentado por los filósofos de la Ilustración con la intención de limitar el poder político bajo la suposición de que por su propia naturaleza tiende a desbordarse, siendo necesario por consiguiente ponerle diques de acotamiento o contrapesos para que no lesione los derechos de los individuos. El máximo exponente de esta filosofía es, desde luego, Montesquieu, quien con aportaciones previas de John Locke logró construir ese modelo de distribución del poder político, de modo tal que existan órganos especializados para el cumplimiento de las tres principales funciones del Estado (legislar, administrar y juzgar), y a la vez que entre ellas se ejerza un control reciproco.
El padre de la ‘separación de poderes’ advertía ya antes de la revolución francesa que “cuando los príncipes han querido hacerse déspotas, siempre han empezado por reunir todas las magistraturas en su persona; y varios reyes de Europa, todos los grandes cargos del Estado”. No muy lejos de esa apreciación se encuentra también la célebre sentencia acuñada más tarde por el historiador británico Lord Acton (1834-1902): “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
De hecho, incluso en nuestra primera Constitución (la de 1812) ya quedó establecida una división de poderes en la que el legislativo correspondía a las Cortes Unicamerales, el judicial a los Tribunales de Justicia y el ejecutivo al Rey (con importantes limitaciones como las de tener que validar sus órdenes con la firma del ministro correspondiente, no poder disolver las Cortes, tener que someter el nombramiento de sus ministros a la validación de las Cortes…).
Y, en nuestros días, cuando, por ejemplo, el profesor Giovanni Sartori, reputado especialista en ciencia política comparada, utiliza el término ‘libertad política’, lo hace precisamente en línea con la misma protección de los derechos individuales propugnada por Montesquieu. Así, advierte que “hablar de libertad política implica estar preocupado con el poder de los poderes subordinados; con el poder de los destinatarios del poder” y señala también que “el núcleo apropiado del problema de la libertad política está indicado en la pregunta ¿cómo puede protegerse el poder de estos poderes menores y potencialmente perdedores?”.
Para Sartori, la preservación de la libertad individual se relaciona con la división de poderes. Por ello, sostiene: “Tenemos libertad política, es decir un ciudadano libre, en la medida que se creen condiciones para que permitan que los poderes menores del ciudadano puedan detener el poder mayor que de otra manera (...) puede fácilmente abrumarlo. Por esta razón el concepto de libertad política tiene una connotación de resistencia. Es libertad ‘de’, porque es la libertad ‘del’ y ‘para’ el más débil (...). Lo que pedimos de la libertad política es la protección contra el poder arbitrario y despótico. Por una situación de libertad nos referimos a una situación de protección que les permita a los gobernados oponerse al abuso de poder por parte de los gobernantes”.
El artículo 117.1 de la Constitución de 1978, establece de forma inequívoca: “La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Y nada se dice de su mediatización por parte de otros poderes del Estado (como tampoco se mediatiza la función del Ministerio Fiscal).
El poder judicial es, pues, el poder del Estado que, de conformidad al ordenamiento jurídico, es el exclusivo encargado de administrar justicia en la resolución de los conflictos planteados en la sociedad, mediante la aplicación de las normas jurídicas. Por ‘poder’, en el sentido de ‘poder público’, se entiende la organización, institución o conjunto de órganos del Estado, que en el caso del ‘poder judicial’ son los órganos que ejercen la potestad jurisdiccional (juzgados y tribunales) para administrar la Justicia y decir el Derecho, que han de gozar para ello de imparcialidad y autonomía.
Según la teoría clásica de Montesquieu (que es la que subyace en nuestra Carta Magna), la separación de poderes garantiza la libertad del ciudadano. Y bajo dicha separación nace el llamado Estado de Derecho, en el cual todos los poderes públicos están igualmente sometidos al imperio de la ley, requiriendo el poder judicial ser independiente para poder someter a los restantes poderes, en especial el ejecutivo, cuando estos contravengan el ordenamiento jurídico.
El poder ejecutivo y el legislativo son dos poderes que, en ocasiones, también se enfrentan, teniendo el segundo entre sus funciones la específica del control al Gobierno, pudiendo aflorar entonces diferencias de criterio. Por ello, el papel arbitral entre ambos poderes requiere de uno judicial fuerte y respetado, cuya independencia es un valor a preservar porque de ella depende que el sistema político no deje de funcionar con normalidad y de forma que la democracia no de paso a la tiranía.
La estructura del poder judicial varía de un país a otro, así como su organización y los mecanismos usados en los nombramientos del ejercicio y la representación, incluido el gobierno interno. Generalmente existen varios niveles de tribunales, o juzgados, siendo las decisiones de los tribunales inferiores apelables ante tribunales superiores, acompañados además de una Corte Suprema o Tribunal Supremo que tiene la última palabra, sin perjuicio del reconocimiento constitucional de otros tribunales y órganos jurisdiccionales de naturaleza supranacional.
Todo ello supone una apelación social al principio incontrovertible de libertad democrática, tutelada por la justicia. Por mostrar sólo un ejemplo de esta realidad, recordemos que cuando el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) pregunta a sus encuestados habituales qué es, a su juicio, lo más importante o significativo de la Constitución, una abrumadora mayoría siempre contesta que dicha relevancia se centra en que “garantiza la libertad”.
Quizás por esa evidencia no sea necesario profundizar más en la relación que existe entre los valores éticos de la libertad y la justicia. Pero, dándola por asumida, sí que conviene recordar a efectos de nuestro análisis sobre la actual situación de la Administración de Justicia en España y sus derivas de reforma, que el Tratado de la Unión Europea establece un ‘Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia’ (ELSJ) sin fronteras interiores que, más allá de lo establecido en cualquier texto constitucional nacional, impone un elevado grado de cooperación y coordinación política, policial y judicial a nivel comunitario que facilite la seguridad, una justicia eficaz y una fuerte protección de las libertades públicas para todos sus ciudadanos.
Así, el Gobierno de Rajoy no puede hacer de su capa un sayo, como está haciendo, imponiendo una reforma de la Justicia arbitraria que, además de traicionar sus reiteradas promesas regeneracionistas necesarias para la perfección del sistema, conculque los principios constitucionales y los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos (incluidos los de las personas pertenecientes a minorías), que fundamentan la Unión Europea.
Un conjunto de valores que, según establece el Tratado de la Unión, son comunes a los Estados miembro en una organización social caracterizada básicamente por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres.
Las maniobras de Ruiz-Gallardón hartaron a jueces y fiscales
El 19 de septiembre de 2012 ofrecimos la primicia informativa de que las asociaciones profesionales de jueces y fiscales habían decidido plantar cara al Gobierno de Rajoy, en fondo y forma que no tenía precedentes desde la Transición, anunciando que sin una reorientación de las reformas del sistema de Justicia entonces en marcha (algunas innecesarias y otras -peor aún- incomprensiblemente orientadas en sentido contrario al requerido), el conflicto terminaría generando problemas realmente graves. Además, junto a dicha información se desvelaban también las maniobras del ministro Ruiz-Gallardón para consolidar la politización del poder judicial tras su pésima gestión del escandaloso ‘caso Divar’, generando un fuerte malestar contra el PP en el conjunto de los estamentos profesionales afectados.
El relevo sobrevenido de Carlos Divar al frente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo (TS), saldado el 23 de julio de 2012 con la toma de posesión de Gonzalo Moliner como presidente de ambas instituciones, reconfirmó ante la ciudadanía (de la que emanan todos los poderes del Estado) la necesidad de ‘despolitizar’ ese poder sustancial, otorgando un mayor peso al pronunciamiento interno del estamento judicial en la elección de dichos cargos. Es decir, tratando de independizarlo del poder ejecutivo y del poder legislativo, que en el fondo también se traban entre sí por acuerdo del ‘poder bipartidista’, consensuado por el PP y el PSOE que, de facto, hasta ahora han sido las únicas formaciones políticas con opciones de gobierno.
Con el procedimiento seguido de nuevo en aquel nombramiento, que fue un ‘paso atrás’ de Ruiz-Gallardón en relación con sus previas promesas para cambiar el modelo politizado de designación, se generó un gran malestar en las bases de la carrera judicial y fiscal al considerar que su dependencia de los partidos políticos era insostenible, frustrante y, sobre todo, anacrónica y discordante con la separación de poderes propia del Estado democrático. A partir de ahí, el estamento profesional afectado, clamó contra la maniobra ministerial que reconducía las exigencias sociales de despolitizar la Administración de Justicia justo en contra de las promesas iniciales del PP para que la propia institución eligiera de forma mayoritaria a sus máximos representantes (al menos a doce de los veinte que integran el CGPJ).
Un oscuro proceder en el que fue esencial el apoyo prestado por el PSOE a través de Soraya Rodríguez Ramos, entonces portavoz socialista en el Congreso de los Diputados, y por Antonio Camacho, fiscal que fue sucesor de Pérez Rubalcaba al frente del Ministerio del Interior. Y que pasó por prometer a Gonzalo Moliner su futura reelección como presidente conjunto del CGPJ y del TS en el próximo mandato institucional, apoyado por los dos partidos principales mediante pacto soterrado finalmente infructuoso.
Un contubernio en el que también oficiaría el entonces secretario de Estado de Justicia, Fernando Román (sustituido por Carmen Sánchez-Cortés tras la defenestración de Ruiz-Gallardón), quien desde 1999 había ocupado cargos de relieve en el CGPJ, incluido desde 2004 el de magistrado-jefe del gabinete técnico del TS, bajo las presidencias de Francisco Hernando y Carlos Divar. Es decir, un pacto asistido por todo un conocedor del sistema judicial de dependencia partidista.
En ese contexto, Gonzalo Moliner (quien a la postre no dejó de ser un candidato de Pérez Rubalcaba) se posicionó de inmediato y abiertamente a favor de una ‘elección parlamentaria’ (es decir política) de los miembros del CGPJ, aduciendo que éste es un órgano del Estado y que tiene que ser elegido por la ciudadanía (Cadena Ser 10/09/2012) -pero no de forma directa sino a través de los partidos-, afirmando de forma errada que “la elección por los jueces es una elección corporativa". Y añadiendo que una “elección corporativa” no parecía que fuera lo mejor en una democracia; proyectando hipócritamente el más que evidente ‘corporativismo’ de la clase política y del propio estamento parlamentario, en unos jueces y fiscales que, bien por su razonable limitación para afiliarse a partidos políticos y sindicatos, o bien por su obligada dependencia jerárquica y disciplinaria del Ejecutivo, tienen bastante limitado ese posible ejercicio corporativista, más teórico que real…
Moliner se mostró, por tanto, decidido partidario de que los vocales del CGPJ tengan que seguir siendo elegidos espuriamente por el poder legislativo y no por los propios jueces (o de cualquier otra forma que garantice el principio de independencia conforme al reiterado compromiso previo del PP y del ministro Ruiz-Gallardón), y de seguir conculcando, por tanto, el principio de ‘separación de poderes’ propugnado por Montesquieu y la propia esencialidad constitucional.
Esa nueva imposición del ‘poder bipartidista’ (que conlleva un continuo ‘más de lo mismo’) es la que encendió la mecha de la reacción generalizada dentro de la Administración de Justicia, aflorando por distintos cauces y niveles funcionales otras motivaciones latentes y llevando a punto de explosión una situación totalmente insostenible. En definitiva, culminando un largo proceso de frustración contenido desde hace años y que, bajo el Gobierno de Rajoy, anunciaba ya una respuesta contundente de difícil encaje político, incluyendo quizás una aplicación dura y ejemplar de la justicia en los casos con encausamiento de cargos públicos o que afecten a los partidos y sus áreas de influencia (ahí puede radicar el ‘meollo’ de la cuestión, habida cuenta del nivel de corrupción en el que está inmersa la clase dirigente).
Dicho en términos de caza, y como ya apreciamos en otros análisis sobre el caso, parece que prescindir de las asociaciones de jueces y fiscales en el proceso electivo de la cúpula del poder judicial, o ningunearlas, estaría ‘marcando el muflón’ o abriendo la veda en un nuevo pim-pam-pum de los tribunales contra la corrupción en la vida pública, es decir de motu proprio y no por condescendencia del Gobierno. Un ejercicio de desahogo profesional que acaso termine marcando el inicio de una vía reformista más que obligada, pero negada hasta ahora a cal y canto por la privilegiada clase política…
El rechazo a la manipulación política de la Justicia
De hecho, recién abierto el primer Año Judicial de Rajoy (en septiembre de 2012) todas las asociaciones de jueces y fiscales radicalizaron su posición en contra del Gobierno, y en particular frente al ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, quien al inicio de la legislatura había empezado a consolidar su imagen política como uno de los miembros del Ejecutivo socialmente mejor valorados. Punto de inflexión que se genera, como hemos dicho, en un clima de profundo malestar dentro de la Administración de Justicia debido a las reformas legales proyectadas por el mismo Ruiz-Gallardón, supeditadas de forma clara a su exclusivo interés político y partidista, a su desentendimiento de las reclamaciones más sustantivas del estamento profesional implicado, al altísimo nivel de corrupción instalado en la vida pública y al malestar general que produce una política de grandes recortes socialmente desequilibrados.
Poco antes, a mediados de julio de 2012, Joaquim Bosch, portavoz de Jueces para la Democracia (JPD), ya aseguró que las cuatro asociaciones de jueces y las siete de fiscales estarían de acuerdo con la huelga judicial de jueces si el Gobierno no modificaba sus planteamientos en el ámbito de la justicia.
Tras el paréntesis veraniego, y en paralelo con aquel inicio del Año Judicial, las reuniones masivas de las Juntas de Jueces celebradas el viernes 21 de septiembre en toda España, confirmaron el malestar larvado desde hacía tiempo, rebelándose contra las maniobras del ministro Ruiz-Gallardón y aprobando un Comunicado cuyo borrador (del 17 de septiembre) fue anticipado como primicia informativa por ElEspíaDigital.Com.
En él, los jueces, magistrados y fiscales de siete asociaciones profesionales (APM, AJFV, JD, FJI, APIF, UPF y la Asociación de Fiscales), quisieron “dejar patente el malestar de la Carrera Judicial y Fiscal debido a la ausencia de voluntad política por la modernización del sistema judicial español, para impulsar una Justicia ágil y eficaz, dotándola de los medios personales y materiales necesarios, cuando, en realidad, no hay inversión más social que la que se efectúa en Justicia, pues una justicia ágil es un elemento fundamental para la reactivación económica y la inversión interna y extranjera, todo ello, en garantía de los derechos de los ciudadanos”.
Al mismo tiempo, frente a esa aspiración, destacaban “el manifiesto interés por el control político” de sus órganos de gobierno. Y denunciaron la actual situación, caracterizada, entre otras cosas, por un palpable abandono de las inversiones públicas en el ámbito de la justicia (mientras se saturaba el país de infraestructuras infrautilizadas e incluso inútiles), la congelación de las plazas judiciales y fiscales (sin convocar las oposiciones necesarias mientras aumentaban desmesuradamente los cargos políticos), la descoordinación en la gestión de la Administración de Justicia (ciertamente letal), los recortes salariales y estatutarios…
Finalmente, planteaban cuatro reclamaciones elementales de la siguiente literalidad:
1) El pleno respeto a la independencia, competencia y función del Poder Judicial, con abandono de la reforma planteada que atrofia su capacidad constitucional de actuación.2) El mantenimiento de un estatuto profesional que contemple la singularidad de nuestra función y en el que no se limiten ni nuestras funciones ni nuestros derechos.3) El desarrollo de reformas legislativas que mitiguen el actual colapso judicial y compensen las dificultades presupuestarias para la modernización de la Administración de Justicia.4) La convocatoria de oposiciones para cubrir aquellas plazas de Juez y Fiscal ya presupuestadas y ofertadas en anteriores procesos selectivos y que han resultado vacantes.
Pero, más allá de aprobar este Comunicado del 17 de septiembre, algunas de las Juntas de Jueces (las celebradas en Baleares, Badajoz, Cáceres, Huelva, Málaga, Murcia, Toledo…) recogieron y destacaron la “indignación” que había provocado el nuevo presidente del CGPJ, Gonzalo Moliner, al “no defender los intereses de la carrera judicial” en sus negociaciones con el Ministerio de Justicia, tildadas de “personales” y para las que no se le consideraba legitimado.
En Madrid, la Junta de Jueces tomó cuatro acuerdos que situaron a sus bases en primera línea de la contestación al Gobierno.
Para empezar, aprobaron “adherirse por unanimidad al acuerdo alcanzado por la Comisión Interasociativa de fecha 17/09/2012 que propone como medidas el cumplimiento estricto de las horas de audiencia fijadas por la Ley, la autorregulación de la carga de trabajo de los Jueces y la participación en la concentración que se convoque a tal fin por la Comisión Interasociativa”. También analizaron con detalle varias medidas de presión, siendo aprobado por mayoría, con solo una abstención, el secundar la huelga si fuera necesaria como medida de presión.
En segundo lugar, se aprobó pedir la dimisión del presidente del CGPJ por “incumplir sus funciones como miembro de un órgano colegiado, deslealtad frente a la carrera y no garantizar la independencia judicial en las negociaciones y acuerdos privados que ha mantenido con el Ejecutivo, ocultando su verdadero alcance a la Carrera Judicial”.
En tercer lugar, aprobaron “recordar al Ministerio de Justicia que los Jueces somos Poder Judicial; que conforme a datos estadísticos hay un político por cada 106 habitantes y un Juez por cada 10.000 habitantes y que los proyectos legislativos por él auspiciados pretenden terminar con la independencia del Poder Judicial y tienen como finalidad el control de los Jueces”.
Por último, los jueces de Madrid también acordaron “solicitar formalmente la retirada del anteproyecto de reforma de la LOPJ”.
A raíz de aquella reacción, fuentes del CGPJ sin concretar señalaron al diario El País (22/09/2012) que, en contra de las claras reivindicaciones de los jueces y fiscales para mejorar el deplorable funcionamiento del sistema de Justicia, sus protestas encubrían en realidad “un intento de las asociaciones por seguir controlando la elección de los vocales del Poder Judicial”, que debía renovarse en 2013. Es decir, la perversidad del sistema es tal que, aun representando a los jueces, la cúpula del CGPJ prefería supeditarse al Gobierno y a los intereses partidistas.
La imagen pública de Ruiz-Gallardón, por los suelos
Así, se consolidaban, por un lado, una actitud de manipulación política de la Justicia, con el anuncio de reformas normativas más que controvertidas y argumentos ministeriales insostenibles, y, por otro, una dura respuesta profesional del estamento judicial que dejaba perpleja a la clase política y entusiasmaba a la ciudadanía, viéndose directamente protegida por las bases del poder judicial en cuestiones tan sensibles como los desahucios, el ‘tasazo’, los indultos de interés político, etc… Un enfrentamiento que deterioró la imagen pública del ministro del ramo con una rapidez y un nivel de decaimiento sin precedentes.
Al principio de la legislatura, Alberto Ruiz-Gallardón era la ‘estrella’ del Gobierno y el ministro socialmente mejor valorado. Incluso en el Barómetro del CIS de Octubre de 2012, cuando todo el Ejecutivo aparecía ya radicalmente suspendido (con valoraciones muy por debajo del 4 con un baremo establecido del 0 al 10), el ministro de Justicia era considerado como el ‘menos malo de todos los malos’, con una nota del 3,54.
Pero su actitud política real, perfectamente captada por los encuestados a través de sus propuestas de reformas normativas y de sus enfrentamientos con la Administración de Justicia, le llevó en enero de 2013 a descender de forma brutal en el Barómetro de Metroscopia, hasta ostentar un lamentable ‘saldo’ de valoración social (diferencia entre el porcentaje de aprobación y el de desaprobación) de -46, sólo superado negativamente por el propio Rajoy (-53), Fátima Báñez (-50) y José Ignacio Wert (-56).
Nivel ínfimo que un mes más tarde, a principios de febrero, el mismo índice barométrico de Metroscopia le situaba ya como ‘farolillo rojo’ dentro del desprestigiado equipo ministerial de Rajoy, meritorio título disfrutado ex aequo con el ministro Wert, ambos con un mismo ‘saldo’ negativo de -54. Una medición realizada, además, antes de conocerse la convocatoria de huelga de jueces y fiscales del inmediato 20 de febrero (2013), que, entre otras cosas, anunciaba ya la ‘muerte política’ de Ruiz-Gallardón.
Una convocatoria de huelga judicial y fiscal, demoledora
La pieza documental que convocó y razonó la huelga judicial del 20 de febrero de 2013 y sus reivindicaciones, además de ser demoledora y de carecer de precedentes en el régimen democrático (en 2009 hubo otra de menor entidad), era desde luego de difícil digestión política, mereciendo ser reproducida en su integridad:
CONVOCATORIA DE HUELGA
Las asociaciones abajo firmantes queremos transmitir a la opinión pública:
1. En el mes de octubre de 2012, la Comisión Interasociativa de Conflicto, constituida por todas las Asociaciones de Jueces y Fiscales, a la vista de los proyectos que el Ministerio de Justicia ponía en marcha a espaldas de los profesionales, de los ciudadanos y de su propio programa electoral, inició diversas medidas de conflicto solicitando del Ministerio:
a) Un incremento de la planta Judicial y Fiscal conforme a las previsiones establecidas por el Consejo de Europa. En España hay 10 Jueces por cada 100.000 habitantes, Moldavia y Albania cuentan con 12, Ucrania 14, Portugal 17, Grecia 20 y Alemania 25. Estamos en el puesto 36 del ranking europeo, sólo por delante de Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Malta y Dinamarca, país este último con muy baja litigiosidad.
b) La paralización del Anteproyecto de Reforma del CGPJ, cuyo objeto poco disimulado era la asunción por parte del Ministerio de Justicia del Gobierno de los Jueces.
c) Que se mantuviera el presupuesto de Justicia en las previsiones del año 2013. Somos conscientes de la situación de crisis económica que por desgracia atravesamos. Sin embargo, en España, el presupuesto de Justicia no alcanza el 1% del PIB. La media europea está entre el 3 y el 4%.
d) La retirada del proyecto de Reforma de la LOPJ que afecta al Estatuto profesional de Jueces y Fiscales. Dicha reforma no sólo no se retiró, sino que se aprobó por Real Decreto-Ley y se publicó en el BOE de 28 de diciembre. Ello ha supuesto la supresión automática de entre 900 y 1.000 jueces sustitutos y magistrados suplentes y 300 fiscales, con la correlativa obligación para los jueces y fiscales (ya tremendamente sobrecargados) de asumir el trabajo de otros órganos judiciales, lo que ya está provocando suspensiones y agrandando las terribles dilaciones que, por falta de medios, sufrimos hace años.
e) Que no se establecieran tasas judiciales que impidieran el acceso a la Justicia. Las tasas no sólo se implantaron, sino en unas cuantías de tal entidad que han impedido e impedirán que muchos ciudadanos puedan acudir a los tribunales para hacer valer sus derechos. De hecho, desde la entrada en vigor del ‘tasazo’ hasta el momento presente se ha producido una disminución en torno al 25 % de litigios respecto al año pasado.
2. El Ministro de Justicia no sólo no ha atendido ninguna de las reivindicaciones que se formulaban, sino que ha declarado pública y reiteradamente que no lo va a hacer. Lejos de asumir su responsabilidad en la politización del órgano de gobierno de los jueces, el Ministro se ha limitado a culpar públicamente a las Asociaciones de tal politización; y paradójicamente, para justificar ante los ciudadanos el incumplimiento de su programa electoral, ha llegado a afirmar que la elección de los Vocales por las Cámaras despolitizará el CGPJ.
3. Determinados acontecimientos que hemos conocido pueden hacer sospechar el fundamento último de las reformas, el motivo oculto que las guía y el objeto que pretenden conseguir: dominar el Consejo General del Poder Judicial, suprimir de facto la independencia judicial (que, como la tutela judicial efectiva, se convertirá en una mera declaración carente de contenido) e imponer a los jueces y fiscales un trabajo inasumible que permita crear espacios de impunidad. Impunidad de la que, por una u otra vía, se han de beneficiar los diversos implicados en casos de corrupción extremadamente graves que estamos conociendo.
4. Y es que, siendo el indulto una medida de gracia excepcional, su concesión reiterada por parte del Gobierno en contra del criterio del Juez o Tribunal Sentenciador y Fiscalía a supuestos gravísimos (y especialmente a políticos condenados por corrupción) tiene un alto coste: el escándalo de la ciudadanía, que constata la existencia de esos espacios de impunidad. Precisamente por ello, la apuesta de nuestros gobernantes es reducir el presupuesto de Justicia, asumir el control de su órgano de Gobierno y reducir un 25% el número de jueces y fiscales del país que menos tiene en Europa; y a los pocos que quedan, ponerles a sustituir en varios órganos y con plena responsabilidad en todos ellos. Así se ralentizará todavía más la ya de por sí dificilísima investigación de los casos de corrupción (y también de todos los demás, aunque estos no importen tanto al Gobierno) y se multiplicará la posibilidad de que el juez y fiscal sobrecargado, estresado y presionado cometa un error que lleve a frustrar el fin del proceso. El objetivo que perseguimos es crear las condiciones para que la Justicia se aplique por igual para todos los ciudadanos sin excepción.
5. Expresamos nuestra preocupación por el drama social de las ejecuciones hipotecarias y pedimos soluciones efectivas para la protección de los afectados.
6. Nos oponemos a la privatización de los Registros Civiles para que se siga manteniendo como un servicio público y gratuito, ya que lo contrario perjudicará a la economía de los ciudadanos.
7. Lamentamos que el sistema preferido para arreglar los problemas de la justicia penal sea el endurecimiento de las penas a través de improvisadas reformas del Código Penal, colapsando así de manera recurrente fiscalías y juzgados.
8. Las Asociaciones de jueces y fiscales llevamos meses intentando negociar con el Ministro de Justicia. Hemos tratado de adoptar medidas que no supongan quebranto alguno para el justiciable (concentraciones, paros de una hora...). Ante la incapacidad del Ministro de Justicia para gestionar la crisis, hemos solicitado ser recibidos por el Presidente del Gobierno, sin respuesta. Y por ello, sin desearlo pero sin tener otra salida, nos vemos obligadas a convocar una de huelga de jueces y fiscales, el próximo día 20 de febrero, invitando al resto de profesionales de la Justicia a secundarla, con las siguientes reivindicaciones:
a) Incremento de la inversión pública en Justicia para que los jueces y fiscales dispongan de los medios materiales y personales suficientes para poder desempeñar sus funciones de acuerdo con las elevadas atribuciones constitucionales que tienen asignadas y poder prestar un servicio público adecuado a la ciudadanía en defensa de sus derechos fundamentales.
b) Paralización inmediata del Proyecto de Ley para la reforma del Consejo General del Poder Judicial, órgano constitucional llamado a garantizar la independencia de los jueces que, con la proyectada reforma, pasaría a convertirse en un apéndice del Ministerio de Justicia.
c) Derogación de la LO 8/2012, a fin de garantizar la tutela judicial efectiva, y dotación inmediata de presupuesto suficiente para la designación de jueces y fiscales sustitutos, hasta que se incremente la planta judicial y fiscal.
d) Derogación de la Ley 10/2012, o modificación urgente de la misma, a fin de que las tasas judiciales no supongan vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos.
e) Reforma de la Ley del Indulto, porque en la actualidad incumple el deber de sujeción al derecho de todos los poderes, propiciando la discrecionalidad política de forma arbitraria, al no requerir explicación alguna para su concesión, y dejar sin efecto las condenas.
No obstante, los gravísimos acontecimientos recientes hacen preciso, en interés de la Nación y de su imagen internacional, un fortalecimiento del Poder Judicial, como último garante del Estado. Pedimos el apoyo para esta convocatoria a la “Plataforma Justicia para Todos” y a los distintos sectores de la Administración de Justicia. Por ello, pese a que consideramos la huelga una medida de conflicto legítima y justificada, estamos dispuestos a desconvocarla siempre que el poder político abandone toda tentativa de recortar las competencias del Consejo General del Poder Judicial y que el Ministerio de Justicia empiece a actuar como un gestor competente, dotando realmente a la Administración de Justicia de los medios personales y materiales imprescindibles, que mejoren la paupérrima situación, en vez de recortar aún más los escasos medios con que contamos.
Madrid, 5 de febrero de 2013
Asociación Judicial Francisco de Vitoria
Jueces para la Democracia
Foro Judicial Independiente
Unión Progresista de Fiscales
Asociación Profesional Independiente de Fiscales
Un aspecto destacable de este documento es que el sentimiento de jueces y fiscales que recoge, coincidía plenamente con las aspiraciones ciudadanas, sin incluirse en él ninguna reivindicación económica colectiva.
Por otra parte, fue significado el in crescendo de esta acción reivindicativa respecto de la anterior y primera huelga judicial, vivida en España el 18 de febrero de 2009. En aquella ocasión el seguimiento fue menor pero también mayoritario (alcanzó un 62%), a pesar de haber sido convocada sólo por dos organizaciones (la Asociación Judicial Francisco de Vitoria y el Foro Judicial Independiente), y ya evidenció ante los ciudadanos -que entonces culpaban exclusivamente a los jueces del mal funcionamiento de la justicia- las deficiencias estructurales del sistema judicial y la falta de los medios de trabajo más elementales (como un sistema informático compatible en toda España y una oficina judicial eficaz) que se arrastran secularmente con la responsabilidad compartida de todos los gobiernos del PP y del PSOE.
Aquella primera huelga judicial fue el golpe definitivo que llevó al polémico ministro de Justicia del momento (que había pretendido prohibir la huelga), Mariano Fernández Bermejo, a dimitir de su cargo cinco días después, el inmediato 23 de febrero de 2009.
Con independencia del deterioro que la segunda huelga de jueces y fiscales produjo en la imagen del ministro Ruiz-Gallardón, y al margen también de que no pudiera forzar su dimisión de forma inmediata, otro aspecto digno de consideración es el de cómo afectó a su campaña encubierta, pero continua, para sustituir a Mariano Rajoy en la Presidencia del Gobierno de la forma que fuere.
Tras el aparente ‘finiquito político’ de Esperanza Aguirre (dimisión como presidenta de la CAM en septiembre de 2012) y la previsión de que, tarde o temprano, el presidente Rajoy quedaría ‘abrasado’ por la crisis económica, su interés más inmediato se centró en continuar tendiendo puentes y mantener buenas relaciones con el PSOE (que prudentemente entonces no pedía elecciones anticipadas pero si la sustitución de Rajoy) y en mantener una buena relación diplomática con los socialistas. Por ejemplo tratando de ‘recomponer’ con ellos la radicalidad de la reforma de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo (Ley de Plazos), convenientemente aparcada por Ruiz-Gallardón en aquellos momentos a pesar de estar incluida en el programa electoral de su partido.
Más allá todavía, y según se rumoreó en medios informados de la Unión Europea tras los comentarios que el propio Ruiz-Gallardón habría deslizado ante algunos de sus mandatarios más significados, no cabe desechar la idea de que, en un momento crítico dado, aspirase a postularse (o a que le postularan) como ‘el Monti español’; es decir, como un presidente de Gobierno transitorio y de consenso político, sin necesidad de convocar elecciones legislativas anticipadas. Caso en el que su particular relación con el PSOE allanaría el terreno y los pactos parlamentarios necesarios.
De esta forma se entiende también que fuera un candidato del PSOE, Gonzalo Moliner, el que se alzara con la presidencia común del CGPJ y el TS, nombramiento muñido, como hemos dicho, por dos peones de Alfredo Pérez Rubalcaba (Soraya Rodríguez Ramos y Antonio Camacho) y el ‘segundo’ de Alberto Ruiz-Gallardón en el Ministerio de Justicia (Fernando Román)...
Pero tras la huelga de febrero de 2013 en el cuartel general del PP (Génova 13) comenzó a verse con recelo la especial relación de confianza que Ruiz-Gallardón mantenía con El País, y en concreto con algún redactor de lo publicado sobre las ‘fotocopias de Bárcenas’ (dos días antes de producirse esa explosión informativa se les vio comiendo juntos en un restaurante navarro muy próximo a la sede central del PP, ‘La Manduca de Azagra’, en la calle Sagasta 14), lo que hacía pensar que, cuando menos, el ministro de Justicia sabía lo que se estaba cociendo periodísticamente, guardándolo para sí.
Además, en la alta dirección del PP también se vio con gran preocupación la posible implicación de Ruiz-Gallardón con el ‘caso Urdangarin’, a propósito de la investigación realizada en Madrid los días 7 y 8 de febrero por el juez-instructor José Castro, y el fiscal anticorrupción de Baleares, Pedro Horrach, durante la que interrogaron a varias personas, todas vinculadas a la ‘Fundación Madrid 2016’ impulsada por Ruiz-Gallardón para promocionar la frustrada candidatura de la capital como sede de los Juegos Olímpicos. El entonces alcalde de Madrid ordenó el pago de 144.000 euros al duque de Palma por unos trabajos presuntamente ficticios, de los que el juez Castro no encontraba el menor rastro…
La realidad es que manteniendo a Ruiz-Gallardón en el Gobierno y vivas por tanto sus ambiciosas ‘razones personales’, que vienen de antiguo y eran perfectamente conocidas, el PP parecía condenado a sufrir, también por el flanco de la justicia, un gran deterioro electoral y, sobre todo, una irreparable pérdida de credibilidad democrática. Cosa que finalmente explosionó cuando Ruiz-Gallardón cambió de estrategia, aliándose entonces con el sector más radical del PP para forzar la reforma de la ‘Ley de Plazos’ en contra de las advertencias de Pedro Arriola sobre su nefasto efecto electoral, llevándole a una dimisión del cargo tardía y con el sistema de Justicia haciendo aguas por los cuatro costados…
La dimisión del Torres-Dulce y el control político de la Justicia
Para muchos observadores perspicaces, el tema de las tasas judiciales, es una buena muestra de cómo instrumentó sus reformas el avezado Ruiz-Gallardón. Para ellos, el ‘tasazo’ no ha dejado de ser un tema que, de entrada, podía funcionar perfectamente como cortina de humo lanzada con el objetivo de sondear la fuerza y cohesión interna en la Administración de Justicia, distrayendo la atención sobre algo mucho más importante para consolidar la supremacía política del poder ejecutivo: la reforma profunda (y en pro de una ‘dictadura de los partidos’) de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, cuyo contenido ya comenzó a modificarse con la Ley Orgánica 8/2012, de 27 de diciembre, de medidas de eficiencia presupuestaria en la Administración de Justicia.
No obstante, sobre la conocida como ‘Ley de Tasas’ (Ley 10/2012, de 20 de noviembre), que, como sabe perfectamente el Gobierno, supone una vulneración grave del derecho a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos establecida en el artículo 24 de la Constitución, conviene saber que durante el proceso de redacción el entorno ministerial mantuvo conversaciones con los órganos de gobierno de la judicatura y las asociaciones profesionales, asegurándose en ellas que las nuevas tasas serían ‘algo testimonial, sobre unos 50 o 60 euros de incremento’, lo que en principio pareció asumible a todos los colectivos. Pero la inadmisible realidad posterior del ‘tasazo’ que supone la Ley 10/2012, es cosa muy distinta y, en el fondo, acorde con la fama de político ingrato que tiene Ruiz-Gallardón incluso dentro de su propio partido (Esperanza Aguirre se dirigía a él de forma reservada como “el hijo de puta”).
A pesar de que los edecanes ministeriales y el propio Ruiz-Gallardón habían prometido por activa y por pasiva que las tasas no entrarían en vigor hasta 2013, las impusieron aceleradamente el 20 de noviembre, forzando a los despachos jurídicos a meter por Decanato a todo correr cuantas demandas y querellas tenían pendientes, convirtiendo los juzgados en un auténtico patio de monipodio. Hasta el punto de tener que rebajar la tensión generada dejando en suspenso las tasas ‘por problemas de implantación técnica’ (se carecía de formularios y de procedimientos para que los funcionarios pudieran implantar las tasas en el Sistema de Gestión Procesal ‘Minerva NOJ’).
Un errático proceder sin precedentes conocidos en la Administración de Justicia y totalmente incomprensible salvo que, en vez de tratarse de una ‘chapuza’ legislativa, el propio ministro se fabricara una vacatio legis a su particular medida y perfectamente planificada para testar la capacidad de reacción del estamento judicial ante lo que verdaderamente pretende el Gobierno de Rajoy…
Porque el objetivo político que se iba cocinando ‘a puerta cerrada’, no era otro que el ya comentado de la reforma del poder judicial y del propio funcionamiento de la Justicia bajo la tutela del Ejecutivo y de las fuerzas políticas que le sustentan alternativamente (PP y PSOE), consumando así la invasión partidista en todos los ámbitos de la vida pública y la impunidad de la corrupción política. Es decir, transformando sutilmente la democracia en una ‘dictadura de los partidos’ o, expresado de otra forma, en una vergonzosa ‘satrapía partitocrática’.
No hace falta ser juez ni fiscal, y ni siquiera abogado, sino tan sólo buen observador de la realidad social, para ver la senda por la que encauzaba sus peligrosos pasos el ministro Ruiz-Gallardón, sobre el que todavía caben muchas sospechas de falso demócrata. De momento, y dispuestos a que expertos juristas nos enmienden la plana, ahí quedan para nuestros lectores algunas llamadas de atención que no son poca cosa:
* ¿Pretendía o no pretendía el Gobierno del PP despojar al Juez Instructor de todas sus competencias, dejando en manos de la Fiscalía las diligencias de los sumarios…? ¿Es que acaso ese traspaso competencial no significa que el sumario deje de ser controlado por un juez independiente, al menos en teoría, y pase al control de un fiscal que se rige por el principio de ‘obediencia jerárquica’, y cuyo jefe supremo es el propio Ministro de Justicia…?* Sobre la pretendida sustitución del principio de legalidad, propio de nuestro Derecho, por el de oportunidad, en la que también se afanó el ministro Ruiz-Gallardón, cabe advertir de forma sencilla que el primero obliga a perseguir de oficio todo hecho que revista indicios de criminalidad, mientras que el segundo se basa en la economía de medios; es decir, se persigue si compensa, si conviene… La expresión estereotipada ya usada por algún miembro significado del Ministerio Fiscal del ‘hay que considerar las circunstancias particulares del caso’, que viene a condicionar la investigación fiscal en función de quien sea el imputado y posteriormente procesado, y en su caso condenado, pone realmente los pelos de punta.* Otro empeño de Ruiz-Gallardón fue el de cambiar el actual sistema del Turno de Oficio, pasando a licitarlo por concurso público. Ello supondría, de facto, la ruina para miles de abogados, puesto que solamente los grandes despachos jurídicos podrían reunir las condiciones para optar a esta nueva ‘ocurrencia’ política. El negocio es evidente, porque, como ha sucedido en otros sistemas similares, una vez ganado el concurso se termina subcontratando a los abogados que ya ejercían antes el mismo Turno de Oficio, pero a precios malayos… Y, por supuesto, con algún mediador del negocio acomodado de por vida en el despacho agraciado.* Finalmente, la ‘guinda’ de las reformas de Ruiz-Gallardón consistía en implantar los Jueces de Distrito, aunque para justificarlos primero tuviera que colapsar totalmente el sistema judicial. En pocas palabras y bien entendibles, este tipo de jueces dependerían de otro nombramiento político ‘a dedo’, parecido al Cuarto Turno pero más cutre, si cabe…
Todo ello, utilizando en paralelo a un fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, respetado profesionalmente y poco amigo de la manipulación política, para que las causas de corrupción pública fluyeran libremente por los juzgados, abrasando en primer lugar al propio PP. Una independencia que había sido pactada en el momento de su nombramiento (junto a la promesa incumplida de disponer de los medios materiales necesarios para cumplir los objetivos institucionales) y que sorprendería ingratamente al PP en causas tan palmarias como ‘Gürtel’ y ‘Bárcenas’.
Dejando a un lado la excepcionalidad del trato otorgado por la fiscalía a la infanta Elena en el ‘caso Nóos’, la independencia actuarial de Torres-Dulce respecto del Gobierno, y la del propio estamento fiscal dentro del Ministerio Público, puede que no hayan tenido precedentes en el nuevo régimen democrático. No obstante, la caída de Ruiz-Gallardón conllevó una presión creciente del nuevo ministro de Justicia, Rafael Catalá, para reconducir la independencia de los fiscales, con expresión patente tanto en la instrucción del ‘caso Gürtel-Bárcenas’ como en la polémica sobre la imputación de Artur Mas y otras autoridades de la Generalitat por la consulta del 9-N, en la que la presidenta del PPC, Alicia Sanchez-Camacho, se permitió anticipar las directrices del Gobierno al Ministerio Fiscal (sin olvidar ciertas críticos de algunos ministros sobre las decisiones judiciales relativas a la excarcelación de etarras).
Sin necesidad de más comentarios, lo cierto es que en paralelo con la caída del dañino Ruiz-Gallardón, su fiscal general de confianza se vio despojado en paralelo de la mínima protección de independencia pactada entre ambos. Viéndose venir encima una presión gubernamental en la recta final de la legislatura que terminaría llevándole a un enfrentamiento radical y a un deterioro de la imagen fiscal que, al margen de otros problemas del sistema de Justicia, había logrado mantener en un nivel de dignidad con contados precedentes desde la Transición (como el de Luis Burón Barba, que también dimitió del cargo en 1986 debido a sus discrepancias con el Gobierno de Felipe González).
Una decisión, por tanto, presionada por un Ejecutivo del PP acosado por las causas de corrupción propias, en medio de una caída libre electoral, y empeñado en malentender la función constitucional del poder judicial y en realimentar una crisis en la Administración de Justicia hasta límites en efecto insoportables. Visión del problema compartida por todas las demás fuerzas parlamentarias.
El frangollo del caso ya se hizo bien evidente cuando, nada más iniciarse la legislatura, Ruiz-Gallardón fue apoyado por el establishment de forma entusiasta, dado que sus reformas legales, sujetando al poder judicial, garantizaban la impunidad de la corrupción partitocrática, sin que el sistema dejara de orientarse bajo el interés de sus ambiciones políticas personales. Teniendo en su contra, claro está, la ética política, la dignidad personal y los principios y valores que, de verdad, inspiran la democracia.
De hecho, un analista de la realidad política tan avezado como Raúl del Pozo, dejaría escrito en negro sobre blanco, antes de cumplirse la media legislatura, el reconocido empeño de Ruiz-Gallardón por acceder a la Presidencia del Gobierno, desplazando a Mariano Rajoy y ocupando su sillón al frente del Consejo de Ministros. Su informada y afilada pluma lo enjaretó de esta forma: “(…) Mientras saborea el vino de ‘Juanito Perdigón’, el TH [el Tercer Hombre] me explica que los papeles [de Bárcenas] están más vivos que nunca y que el principal interesado de que sigan vivos es Gallardón, porque de confirmarse su autenticidad, Rajoy, Arenas y otros dirigentes estarían liquidados. Sólo quedaría Alberto, apoyado por Aznar, por eso Rajoy ha enviado al ex el siguiente mensaje: si sigues enredando con Alberto le voy a dar un puntapié a tu mujer en la alcaldía. El otro día en FAES Aznar le dijo a un célebre economista: la solución es Alberto”…
En fin, la realidad de esta legislatura en materia de justicia es que, tras enhebrar un continuado comportamiento político de corte dictatorial y plagado de decisiones muy cuestionables en un Estado de Derecho, alimentando un insólito y gravísimo enfrentamiento con jueces y fiscales, hasta el punto de haber provocado una huelga sectorial, Rajoy no ha dejado de promover motu proprio una verdadera crisis institucional, agujereando el poder judicial, que es el soporte vital de la libertad y la democracia, como si fuera un queso emmental. Él personalmente, y arrogándose en exclusiva la responsabilidad del caso, se ha convertido en el último asesino político de Montesquieu.
Baste repasar todas las promesas realizadas en materia de justicia por el PP en su programa electoral de 2011, totalmente incumplidas y acompañadas, incluso, de reformas dirigidas exactamente en sentido contrario al esperado. Entre ellas está la que con suma claridad establecía: “Promoveremos la reforma del sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial, para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías”. Hoy, esos doce vocales que conforman la mayoría del CGPJ, siguen siendo elegidos por los partidos políticos en el Congreso y el Senado en base a sus lealtades políticas…
El presidente Rajoy no es, ni mucho menos, “el referente de la regeneración democrática” pregonado por Alberto Núñez Feijóo. Sino más bien el hombre atrapado por sus falsas promesas regeneracionistas y la corrupción de su partido, como Felipe González en 1994, marcado por su oposición a la independencia de los jueces y fiscales que, frente a él, entienden la justicia al servicio de los ciudadanos y de la democracia, y no al de la clase política. Esa es la realidad.
Fernando J. Muniesa