El “París bien vale una misa” es un tópico cultural que se atribuye a Enrique de Borbón (rey de Navarra) cuando, siendo hugonote (protestante afín a la doctrina calvinista), decidió convertirse al catolicismo para poder acceder al trono de Francia y reinar como Enrique IV. Desde el Edicto de Nantes (1598), que formalizó aquel propósito y finiquitó la llamada ‘Guerra de las Religiones’, ha sido una frase recurrente para simbolizar la renuncia de algo en apariencia valioso con el fin de obtener lo que realmente se desea. Pura táctica política.
Y en eso estamos, en Madrid y ahora. Los castizos arraigados en el foro capitalino vienen a expresarlo con un dicho popular asimilable (por su mismo afán de ensalzamiento), tocado de cierto aire retrechero: “De Madrid al cielo” (‘y, en el cielo, un agujerito para verlo’, se añade). Algunos fijan su origen en el siglo XVIII, a raíz de las reformas que Carlos III realizó en la ciudad, entonces una anticuada villa castellana, para embellecerla y convertirla en la regia capital de un vasto imperio. Madrid también valía una misa, porque era la antesala de la gloria y desde ella se dominaba medio mundo.
Vivimos otros tiempos. Pero gobernar Madrid, capital del Estado y sede de sus grandes instituciones, es un logro político vital y de lo más gratificante; si, claro está, la tarea se cumple con un poco de talento y al compás de los gobernados, sin cabrearles como han hecho algunos de sus ediles más torpes. Marcando los tiempos de la vecindad, obligados por su sentido del acogimiento y de la cercanía social, en un espacio en el que han convivido apretadamente las corralas con los palacios señoriales, el arrabal con la expansión residencial, los reyes con el pueblo llano y donde la verbena, el chascarrillo, las chanzas populares, pero también el mundo de la ciencia, de la cultura, de las artes y de las letras…, han sido señas de identidad reconocidas por propios y extraños.
Madrid es Madrid porque sus vecinos han marcado la pauta de la política nacional, con aciertos y con errores, derrocando o encumbrando gobiernos y reinados, declarando la guerra y haciendo la paz, señalando el prestigio y el desprestigio social y profesional, combatiendo invasores y dictadores, imponiendo modas…, sin cerrar puertas ni imponer condiciones a nadie. Y hasta conformando épocas como la de la ‘movida madrileña’, instaurada bajo el mandato municipal de Enrique Tierno Galván, cariñosamente identificado de forma prematura como el ‘viejo profesor’ y que terminó muriendo con las botas puestas en la Casa de la Villa, lanzando soflamas divertidas y edictos absurdos de imposible cumplimiento, pero que distraían al personal y vivificaban una ciudad a la que siempre le ha ido la marcha.
Y eso pegó en Madrid (aunque a algunos les pesara), que es una ciudad abierta y bullanguera como pocas en el mundo, amiga del ocio, de la cultura sin IVA, de las corridas de toros, del fútbol (con tres equipos en primera división), de las cañas y las tapas, del chocolate con churros en las frías madrugadas de la resaca festiva… Y seguirá pegando si sus gobernantes aciertan a entenderla, en llevarla de las riendas al ‘tran-tran’, sin malos modos ni broncas estúpidas, al gusto de los gobernados, con las calles limpias y los transportes funcionando y sin guindillas de los que recetan multas como si fueran aspirinas y disfrutan tocando el pito a destiempo.
El Madrid de la movida latía efectivamente con ecos universales y su pulso acompañó a los gobiernos de la nueva democracia (de 1979 a 1986), antes de que en ella camparan a sus anchas el ladrillo y la corrupción política. Antes de que se aguachinara la vida universitaria, se cerraran teatros, cabarets y cafés de comedia a mansalva, se hundiera el hipódromo de La Zarzuela, proliferara la prostitución callejera o creciera la deuda municipal hasta hacer imposible el sostenimiento saneado de la ciudad y un modelo de convivencia envidiado más allá de nuestras fronteras…
Tierno Galván fue un alcalde de extracción intelectual que, yendo a más, supo despojarse de su condición profesoral -y de su difusa ideología- para suscitar una extraña unanimidad social a su favor, más allá de la afiliación política. Practicando un populismo castizo que conectaba al mismo tiempo con la juventud y con la tercera edad, traspasando fronteras hasta convertir la ciudad en un paradigma del municipalismo nacional y referente mundial a pesar de sus carencias y sus problemas, en el corazón de una forma de sentir y de vivir difícilmente mejorable y que aún pervive en la memoria colectiva…
Pero Antonio Miguel Carmona, candidato del PSOE a la Alcaldía de Madrid, no es un Tierno Galván, ni un Joaquín Leguina (que en el 2003 hubiese sido mejor candidato socialista que Trinidad Jiménez, que también era una ‘peso ligero’ de la política), por mucho que se trajine las tertulias televisivas y por muchos amigos periodistas que le amparen, dicho sea sin intención de menospreciarle ni de cuestionar sus valores humanos ni su capacidad de trabajo. El gobierno capitalino reclama otro peso específico mayor, aunque haya soportado alcaldes sin fuste ni muste, porque Madrid es mucho Madrid, mucho es lo que acoge y mucho lo que en ella se guisa.
De ahí que, en el caso del foro, el candidato a regidor (como Villa y Corte antes tuvo un ‘corregidor’ de designación real) haya de ser destacado, prevaleciendo su categoría personal y su capacidad de ‘conectar’ con el pueblo -hoy más si cabe con el pueblo joven- sobre las siglas políticas que le respalden (porque en el fondo Madrid también es un pueblo). Hasta el punto de que los conocedores del paño sostienen que, en la capital, el alcaldable puede ser votado por electores que en otros ámbitos apoyan a partidos contrarios.
Dicho de otra forma, la exigencia ciudadana es de tal nivel que el valor de la persona candidata prevalece sobre el compromiso con los partidos. Y así se ha comprobado cuando algunos candidatos municipales han sacado más o menos votos que su propio partido en las elecciones autonómicas paralelas.
En Madrid siempre se ha preferido que la Alcaldía fuera ocupada por una personalidad en vez de por unas siglas de partido, sea éste el que fuere. Otra cosa es que los líderes políticos no lo hayan sabido ver, estrellándose de continuo con candidatos de chicha y nabo, lo que no es incompatible con que en su caso gane el menos malo (razón por la que Ruiz-Gallardón logró tres mayorías absolutas en 2003, 2007 y 2011)…
Todo ello con independencia de que, por ese mismo rango de relevancia municipal (incluida la poblacional), sea bastante difícil que un partido pueda ganar las elecciones de la CAM si no gana las del ayuntamiento capitalino. Porque éste voto puede arrastrar el autonómico, sin viceversa.
Y en eso está Esperanza Aguirre, o estará si llega a ser candidata (que deberá serlo de forma razonable porque -sin un banquillo decente- el Dedo Divino del PP no puede señalar nada mejor ni más apropiado al caso). A la lideresa, que cabalga a lomos de la aristocracia y el casticismo sin complejo alguno, le sobran tablas para llamar ‘cachondo’ a Jordi Évole (el temido ‘Follonero’), dejarle plantado en una entrevista televisiva de prime time, marcarse un bailable con Joaquín Sabina allí donde le pille o darle un corte de mangas al mismísimo Rajoy (de los muchos que se merece), todo ello bajo el foco mediático, a cámara abierta, ‘marcando paquete’ que dicen los castizos.
Aguirre es una jabata que lo mismo hace de Juana de Arco, de chulapa o de Manuela Malasaña si viene al caso, repudiada claro está por la progresía de capa caída, pero a la que el ayuntamiento capitalino no viene grande y a la que nadie le pisa un callo sin enterarse de lo que vale un peine. Un todo terreno de la política, capaz de meterle pico y pala a lo que haga falta y de armar la remolina donde otros pasan de puntillas o se ponen de canto para no comprometerse, aunque a veces se lance a la piscina con los tiburones y cocodrilos sueltos; una peleona que difícilmente dejaría en casa y sin votar a los más fieles seguidores del PP, cosa apreciable en las horas bajas del partido, cuando los centristas ya lo han abandonado como alma que lleva el diablo.
Los demás candidatos son irrelevantes o todavía se desconocen. Y la batalla electoral de la CAM es otra guerra de distinto planteamiento, difícil de ganar sin tomar los ‘altos del Golán’ de la Villa y Corte, o sea la Plaza de Cibeles. Sólo un frente Podemos-Ganemos (y fuerzas asimilables) puede poner en peligro la victoria electoral de Esperanza Aguirre, aunque ésta tampoco equivalga, ni mucho menos, a poder gobernar, cuestión de posterior tratamiento sobre la que todavía no se pueden hacer cábalas.
Lo dicho: Madrid tiene tela. La batalla por su Alcaldía es de altos vuelos y en ella encajan mal los políticos noveles y sin fogueo previo. Y quien no lo vea así desconoce lo que se cuece en el foro, que sobre todo se quiere ver representado con suficiente dignidad y empaque y no por ‘pelamanillas’ de tres al cuarto, sean del partido que sean. Lo veremos el 24 de mayo.
Fernando J. Muniesa