Desde que Susana Díaz decidiera adelantar al 22 de marzo las elecciones para renovar el Parlamento andaluz, alegando una falsa inestabilidad del gobierno compartido con IU, y con el trasfondo del agobio que le producía la emergencia de Podemos por un lado y, por otro, con la oportunidad que comportaba la progresiva caída electoral del PP, vinimos anticipando la secuencia de hitos referenciales que iban a producirse paso a paso.
Primero avanzamos que aquellas elecciones autonómicas, motivadas como se hubieran motivado, marcarían el futuro inmediato de la política española. Retratándose en las urnas, los andaluces serían los primeros en mostrar abiertamente sus preferencias políticas con el nuevo marco de candidaturas en liza electoral, que pasaba de la opción básicamente bipartidista (PP o PSOE) a una nueva situación orquestada con cuatro voces de nivel nacional (con el añadido de Podemos y Ciudadano), lo que en el fondo significaría más y mejor democracia.
Y no nos equivocamos, porque el resultado de aquellos comicios sería un baño de realidad para los dirigentes políticos. Y también un espejo en el que se mirarán los demás españoles antes de emitir su voto en las elecciones del próximo 24 de mayo.
Allí, en las elecciones andaluzas, se confirmó la tremenda pérdida conjunta de votos PP-PSOE en comparación con el crecimiento de Podemos y Ciudadanos, con otro vapuleo electoral más significativo políticamente que el sufrido en las elecciones europeas. Dejándose claro que los dos partidos mayoritarios se habían equivocado en su tolerancia con la corrupción y en su negativa a instrumentar las reformas institucionales demandadas por la ciudadanía.
Por ello, y porque Andalucía es la Comunidad con más población y número de representantes en el Congreso y en el Senado, había que prestar una atención especial a sus resultados electorales y a la posición que alcanzaran los partidos de ámbito nacional en concurrencia, aunque algunos afirmen que no son extrapolables a las elecciones generales que deberán celebrarse este mismo año.
Andalucía marca carácter en la política española. Y prueba de ello es que quien ha mantenido ese bastión electoral (el PSOE), ha podido gobernar también la Nación durante un total de seis legislaturas, el doble de las gobernadas por el PP hasta ahora. Así que, se quiera o no, los resultados electorales de Andalucía, marcan tendencia, como se dice en el mundo de la moda.
Hace exactamente tres meses, en nuestra Newsletter del pasado 8 de febrero, advertíamos que las elecciones andaluzas serían, entre otras cosas, la prueba de fuego del cambio de modelo político, con sucesivo efecto expansivo sobre los subsiguientes comicios, municipales, autonómicos y generales de 2015. A continuación, las urnas andaluzas confirmaron la debacle del PP y la caída del bipartidismo: ‘Gloria bendita’, que dicen por aquellas tierras.
Del mismo modo, sus resultados ya contrastados en las urnas pasarán a realimentar la orientación del proceso electoral inmediato (del 24 de mayo), al igual que los resultados de las pasadas elecciones europeas apuntaron la caída del PSOE y sobre todo la del PP, junto con la emergencia nacional de Podemos e incluso de Ciudadanos.
La teoría de que los resultados de unas elecciones no son extrapolables a ámbitos distintos, pierde vigencia en un escenario de cambio social como el que caracteriza a España en estos momentos. Ahora, la rueda electoral se mueve en una dirección inequívoca, tratando de asentar un nuevo sistema político pluripartidista.
De hecho, los dos partidos que decrecieron en las elecciones europeas de 2014 (PP y PSOE) han decrecido también en las elecciones andaluzas de 2015; del mismo modo que Podemos y Ciudadanos, partidos entonces en crecimiento, han seguido en una línea ascendente. IU y UPyD han visto cercenado su crecimiento inicial precisamente por estar en competencia directa con los dos partidos emergentes.
Antes de la votación andaluza, ya se estimaban unos resultados dentro de esa tendencia de cambio, corroborados con el escrutinio de los votos. Pero, más allá de lo previsto, la realidad ha señalado con crudeza que el PSOE ya no es lo que era en Andalucía (su bastión electoral), donde ya no podrá gobernar hegemónicamente, y que el ruinoso tránsito electoral del PP, anuncia a este partido un panorama todavía más tortuoso en el camino pendiente hasta las próximas elecciones generales.
En dos votaciones parlamentarias consecutivas, a Susana Díaz se le ha negado el plácet para la investidura presidencial (47 votos favorables, los suyos, frente a 62 desfavorables, los del resto de la Cámara), de forma que, de momento se ha quedado para vestir santos. Al menos hasta el 14 de mayo, fecha en la que se producirá un tercer intento de investidura.
Ya veremos quien se apea o no se apea entonces de la burra política. Pero está claro que el mangoneo del PSOE en Andalucía ha llegado a su fin.
Estamos frente a una razón imparable: lo nuevo frente a lo viejo. El eje que divide la política entre la derecha y la izquierda (azules y rojos, buenos y malos) está desapareciendo, difuminado por el ocaso de las ideologías y por la necesidad de recuperar el Estado del bienestar.
Pero, con todo, esa nueva idea de anclaje político polivalente que persiguen tanto Ciudadanos como Podemos, el primero jugando en la centralidad y el segundo quizás más en la transversalidad, y dejando por supuesto al PP en la derecha-derecha de la representación partidista y al PSOE en el espacio residual de un falso socialismo ya muy diluido y trasnochado, requiere un apuntalamiento.
Parece que, frente al agotado bipartidismo ahormado a medida del PP y del PSOE, Podemos y Ciudadanos han venido para quedarse. Y que, por ello, la política nacional se va a sustanciar ya a cuatro voces, al menos en el nuevo ciclo político inmediato.
Así, lo que sucede -y parece razonable- es que la capacidad de negociar y pactar de los partidos, en definitiva su auténtica capacidad política, va a cotizar al alza, convertida en el motor de la gobernanza o del gobierno relacional. Es decir, propiciando más eficacia y calidad en la gestión pública y una intervención del Estado mejor orientada; será un nuevo juego de estrategia, una gran partida de ajedrez a cuatro bandas, que a todos conviene afinar cuanto antes.
Confirmada la incapacidad de populares y socialistas para satisfacer las nuevas demandas exigidas por el cambio social, y a pesar de las carencias que pueden acompañar a las fuerzas políticas emergentes (Podemos y Ciudadanos), parece claro que se impone la desconcentración del voto y que las mayorías absolutas no satisfacen ya al electorado. Como también parece que los gobiernos nuevos serán asumidos por el partido más votado, que se verá obligado a recabar apoyos puntuales de otros.
De hecho, ahora, y aun cuando PP y PSOE sigan siendo los partidos más votados (pero sin conseguir sumar entre ambos el 50 por 100 de los votos), dependerán de Podemos y Ciudadanos para poder gobernar. Y no sólo en ayuntamientos y comunidades autónomas, sino también como eventual Ejecutivo de la Nación.
Ya parece claro que la respuesta electoral se ha fragmentado y que tanto Podemos como Ciudadanos no son dos organizaciones circunstanciales, sino que sobre ellas va a recaer la responsabilidad de regenerar un sistema que, útil en otros momentos, ha caído en la corrupción y la traición sistemática al electorado. En ambos casos, sus votos van a ser decisivos para formar coaliciones o gobiernos estables y deben ser aprovechados para condicionar la política exclusivista e intransigente del PP y del PSOE, obligándoles a una regeneración interna cierta (y del propio sistema) que han venido negando por activa y por pasiva.
Por fin, el pacto político se va a poner de moda en España, sí o sí. El cortijo político socialista de Andalucía ha declinado. Lo bueno sería que los cortijos del PP (Valencia, Madrid, Castilla-León…) también declinaran. Está visto que sólo así podremos esperar una regeneración política.
Fernando J. Muniesa