Lo que de forma unánime pronostican los politólogos y augures electorales en los comicios convocados para el próximo 25 de mayo con objeto de renovar el Parlamento Europeo, es que habrá varapalo por activa, por pasiva y por vía circunstancial. Es decir, leña ciudadana para el partido en el gobierno, para el de la oposición mayoritaria y hasta para el propio sistema político, inmerso en un desprestigio social sin precedentes en el nuevo régimen democrático.
El primer dato sustancial a considerar en ese marco electoral, es el del nivel de participación social que concite. Y se habrá de analizar primero de forma comparativa con la de otras convocatorias precedentes y, después, en su nivel europeo por un lado y en el de la concreta circunscripción española por otro; referencias que alumbrarán importantes lecturas de alcance global pero también los matices propios de cada una de los territorios y realidades nacionales.
Y hablamos de la necesidad de validar el proyecto político europeo con una participación electoral mínima que, en términos tanto éticos como estéticos (de legitimación democrática), debería superar en cada caso el 50 por 100 del censo electoral. De otra forma, la mayoría de la población manifestaría una oposición pasiva pero radical al sistema, máxime después de que el Tratado de Lisboa (de 2007) haya conferido al Parlamento de Estrasburgo competencias más determinantes en el diseño de las políticas europeas y más trascendentes para la gobernación de 500 millones de ciudadanos.
Pero es que la participación registrada en España en los comicios europeos de 2009 ya fue de un exiguo 44,90%, aún menor que el 45,14% registrado en 2004 y 17 puntos por debajo de la de 1994. Y si todavía baja más en 2014, ¿en qué clase de tinglado político y electoral estamos inmersos…? ¿A quiénes representarán entonces los eurodiputados españoles…? ¿A la mayoría de los ciudadanos o a una minoría decreciente de votantes alienados por las triquiñuelas de una democracia engañosa…?
Y, ¿cómo se podrá sostener el paradigma de una política ‘no participativa’ si los votantes del próximo 25 de mayo no llegan al 40% del censo electoral…? ¿Se admitirán la desmotivación y el desprecio por las urnas europeas como un varapalo al sistema establecido…? ¿Y qué podrán disponer entonces Rajoy y Pérez Rubalcaba -jerarcas de la actual ‘clase política’- para reconducir un descrédito tan obvio y escandaloso…?
Eso, en cuanto a la participación electoral. Pero en relación con el enorme peligro que supondrían las nefastas mayorías absolutas en la UE, quizás trasmutables en alguna suerte de ensueño neonazi a tenor de cómo se deja conducir por la señora Merkel, hay que advertir que afortunadamente no parecen fáciles de alcanzar. De hecho, el actual primer Grupo Parlamentario (los Populares Europeos) está muy lejos de ostentar la mayoría absoluta de 377 escaños, enfrentado además a otras seis fuerzas políticas y un séptimo grupo de europarlamentarios no adscritos…
Acabar con las perniciosas mayorías absolutas
Y es que, aunque las mayorías parlamentarias absolutas sean legítimas, no dejan de representar en sí mismas la negación de la política, e incluso la de la propia democracia. A menudo confundidas con una suerte de autocracia grupal, sobre todo -como sucede en nuestro país- cuando esas aparentes mayorías se alcanzan mediante un sistema de adjudicación de escaños no proporcional al número de votos válidos obtenidos, sino primado por la Ley D’Hont incorporada al efecto en la normativa electoral mediante el acuerdo interesado de los dos partidos mayoritarios (PP y PSOE).
Así, las cuatro mayorías absolutas registradas hasta ahora en el Congreso de los Diputados (con más de 175 escaños), nunca han sido respaldadas con la misma mayoría absoluta de votos, sino con un porcentaje inferior que incluso se podría limitar a un 40%. El PSOE consiguió 202 escaños con el 48,11% de los votos en 1982 y 184 escaños con el 44,06% en 1986 (en 1989 el 39,60% de los votos le dejaron en la antesala de la mayoría absoluta con 175 escaños). Y el PP, por su parte, logró 183 escaños con el 44,52% de los votos en 2000 y 186 escaños con el 44,63% en 2011.
Y esto quiere decir, ni más ni menos, que en esas legislaturas llamadas de ‘mayoría absoluta’, lo cierto es que una minoría social (la del 40%) se llega a imponer ‘absolutamente’ a una mayoría total (la del 60%), que queda excluida en el plano legislativo y, por tanto, de la política misma. ¿Estamos o no estamos entonces ante una democracia distorsionada…?
¿Y qué tienen que ver esas mayorías parlamentarias absolutas con la clásica definición de la ‘democracia’, que Platón entendió como el gobierno “de la multitud” y Aristóteles como el “de los más”…? ¿Acaso no es más cierto que, de hecho, ese falso concepto de lo ‘absoluto’ se identifican con el gobierno aristocrático “de los mejores” (Platón) y, mucho peor todavía, con el “de los menos” (Aristóteles), e incluso con el gobierno autocrático y cesarista “de uno”, asumido por el líder del partido correspondiente…?
Lo razonable sería admitir que el fenómeno de las mayorías absolutas en un país política e ideológicamente tan poliédrico como España, debería darse sobre todo, o exclusivamente, ante situaciones excepcionales que requieran un Gobierno muy autorizado socialmente para imponer fuertes reacciones políticas, o para el cumplimiento de un programa electoral extraordinario ante situaciones de emergencia nacional. Y ahí, en ese punto crítico, habría que entender las mayorías absolutas del PSOE en 1982 (motivada por la debacle de la UCD y la intentona golpista del 23-F) y del PP en 2011 (justificada por el desastre sin sentido del ‘zapaterismo’), mientras que las de los mismos partidos en 1986 y en 2000 no dejaron de sorprender por innecesarias a sus propios beneficiaros...
Dicho de otra forma, la mayoría parlamentaria absoluta, tal y como se instituye en España, sólo debería admitirse en puridad democrática ante situaciones de extrema necesidad política y como instrumento para ejecutar determinadas reformas trascendentales, garantizar la permanencia de los principios y valores constitucionales, eliminar sus amenazas o alcanzar objetivos de similar calado. Sin embargo, no parece que el presidente Rajoy lo entienda así exactamente, ni haya comprendido bien cómo y con qué objeto los votantes españoles (no todos situados en la órbita de su partido) le otorgaron esa mayoría absoluta que lamentablemente no parece haber digerido de forma adecuada, sino más bien en sentido contrario del que se esperaba.
Siguiendo este discurso, lo que se debe evitar son otras mayorías absolutas nuevas, ya injustificables ante cualquier circunstancia considerando que los dos partidos que pueden alcanzarlas (el PP o el PSOE) se han mostrado incapaces de gestionarlas con decencia. Y ello supondría tener que afrontar las nuevas políticas mediante consensos, lo que a la postre significa menos nepotismo y menos soberbia gubernamental, más debate, más cohesión social y más transparencia, que no es poco.
Cierto es que todavía caben dudas sobre el impacto que la síntesis de diversas propuestas políticas (con diferentes tintes ideológicos) pueda tener sobre el fenómeno de la gobernanza. Pero sobre lo que ya no tenemos duda alguna, es que cualquier gobierno respaldado con esas mayorías absolutas se equivoca de manera absoluta, adopta modos absolutamente prepotentes, pervierte las prácticas democráticas y destruye la confianza de la ciudadanía en el sistema político y en las instituciones del Estado.
Como es lógico, cada vez se escribe más, y también con más crudeza, sobre los riesgos que conlleva ese absolutismo político, que no dejan de ser un ‘cheque en blanco’ para hacer y deshacer cuánto y como a sus portadores convenga o les venga en gana, y lamentablemente sin caducidad durante toda la legislatura. De la Red, que es dónde hoy la opinión pública se expresa con más facilidad y libertad, hemos recuperado un artículo de opinión de Rafael Fernando Navarro (ElPlural.Com 26/09/2013), bastante ilustrativo al respecto:
Mayoría absoluta
Los partidos políticos aspiran siempre a obtener mayorías absolutas al pretender gobernar un país. Argumentan siempre, que en su afán de servir a la ciudadanía, esa mayoría les permite abordar su propio programa electoral sin que la oposición apriete el freno y prohíba el avance de las mejoras que están dispuestos a aportar. Las campañas no sólo piden el voto, sino el voto mayoritario. Un Parlamento dividido entre varias opciones, argumentan, conlleva una disgregación de fuerzas y una demora en la consecución de proyectos para la comunidad.
La aspiración a la obtención de mayorías absoluta basada en el interés ciudadano, esconde el ansia de dominio sin estorbo en la toma de decisiones. Cada partido se siente mesías salvador, redentor de los pecados cometido por sus antecesores, crucificado por herencias recibidas, sobre las cuales debe ponerse de pie y conjurar una resurrección que ilumine el futuro del pueblo. En el fondo la aspiración a la mayoría guarda un dictadura venial, pero dictadura, para que nadie pueda oponerse en derecho a lo que cada partido pretende implantar.
Pero lo que cada partido quiere imponer a sus ciudadanos, ¿responde a los deseos reales de éstos? Cuando los partidos llegan al poder, traicionan con frecuencia los programas electorales plenos de promesas de mejora y se instalan en su propia ideología dando la espalda de manera descarada a lo que los ciudadanos votaron con la esperanza de un cumplimiento que llevaría a un cambio de rumbo que pondría al país en las coordenadas del bienestar perdido. Tenemos el ejemplo reciente del programa electoral del Partido Popular, incumplido hasta la desfachatez. Ni creación de empleo, ni defensa de la sanidad, la educación, las pensiones, el desempleo, ni la bajada de impuestos, ni defensa de la mujer maltratada, ni nada de nada. Se hundieron en la desvergüenza el propio Rajoy, Pons, Floriano, Montoro, Soraya y toda la corte que seguían a su presidente (lo del liderazgo de D. Mariano ni está demostrado ni se demostrará) y refugiados en una herencia recibida y absurdamente ignorada, imponen un cambio de sociedad refugiados en la crisis porque sienten la vergüenza de proclamar un cambio fundamentado en el capitalismo más denigrante. Y entonces llaman reforma laboral al despido libre y a la emigración de talentos movilidad exterior. Si se desconocía la situación económica de Europa y de nuestro país, no se estaba en condiciones de aspirar a gobernar ni a prometer lo que no se sabía si se podría cumplir. Y si se conocía (y claro que se conocía) ni se podían refugiar en la herencia recibida ni se podía caer en la prevaricación de prometer lo que de antemano estaba claro que no se podría cumplir.
España es la escombrera de lo que fue. Está arrinconada en el desguace más humillante de la democracia. Hay hambre, niños desnutridos, gente buscando comida en los contenedores, enfermos contra la tapia del dolor con el tiro de gracia de la desatención, estudiantes expulsados de la universidad por falta de dinero, jubilados cobrando por debajo de lo ahorrado porque se les ha robado parte del dinero cotizado, disyuntiva entre medicación y el arroz hervido, tristeza de plomo en los ojos, futuro convertido en porvenir de tiempo muerto.
Y el Parlamento copado por una mayoría absoluta que mira por encima del hombro a quienes en la oposición exigen transparencia, comparecencias del presidente, corrección a chulerías baratas de Wert, seriedad a las sonrisas de hiena de Montoro, honradez a las carcajadas estúpidas de Báñez, fluidez de palabra (no digamos de ideas) de Ana Mato. Y la niña Fabra gestualmente alegre con que se jodan los parados, y Alonso portavoz restregando mayorías, y Gallardón repartiendo carnets de dignidad a las mujeres… Mayorías absolutas.
Esas mayorías del gobierno que las tenga ignoran que sólo el pueblo es siempre el depositario de la mayoría absoluta e indiscutible. Y olvidan que quien gobierna contra la calle lo hace de manera dictatorial. Hubo un tiempo en que la dictadura vivía en El Pardo y tenía cachas de pistola y botas abrillantadas acostumbradas a pisar cadáveres y derechos. Pero también desde la Moncloa se puede disparar contra la multitud y ejecutar derechos fundamentales. Allí se visten trajes de alpaca y mocasines italianos. Y se dispara con el BOE que es más elegante.
La democracia es la toma de conciencia del pueblo sobre sí mismo, sobre su destino, su futuro, sus aspiraciones, su libertad, su historia. Y quien usurpa esa conciencia, escondido en los sacos terreros de una mayoría, está ejerciendo una dictadura, bien vista, pero dictadura.
Desde esa mayoría absoluta que sólo el pueblo posee, puede y debe la ciudadanía rebelarse contra dictaduras de cuello blanco.
El contrapunto de los pactos de Estado y del Gobierno de coalición
Desde otra óptica, complementaria antes que distinta, y considerando los resultados previsibles de las próximas elecciones europeas que anuncian la ruptura del bipartidismo instalado en España, agravado por el papel de ‘bisagra’ que han venido jugando los partidos nacionalistas y regionalistas (PNV, CiU, CC…), habría que considerar también las ventajas de futuros gobiernos de coalición, que cuando exceden las necesidades de la aritmética parlamentaria pueden entenderse como verdaderos pactos de Estado.
Cierto es que la experiencia de estos gobiernos de coalición en el ámbito de la política nacional ha permanecido inédita en el nuevo régimen democrático. Pero no en la política autonómica y municipal, en las que se han dado de forma natural y sin peores consecuencias, ni mucho menos, que las devenidas con alguna mala praxis de las mayorías absolutas de la política nacional.
Y el propio consenso constitucional, y sobre todo el acuerdo previo de los ‘Pactos de la Moncloa’ de 1977, de grato recuerdo, que fortalecieron la política necesaria con la unión de los principales partidos con representación parlamentaria y el apoyo de las grandes organizaciones empresariales y sindicales, es un precedente claro de por donde se debería caminar en tiempos tan críticos como los actuales.
Realmente parece difícil que el electorado vuelva a otorgar una mayoría parlamentaria absoluta a la vista de su mal resultado. Por eso, España camina, y es razonable que así sea, hacia un nuevo escenario de partidos políticos en el que el consenso y la colaboración desplazarán a la estéril cultura de la confrontación, disparatada sobre todo en tiempos de crisis.
Alemania es el ejemplo más elocuente del beneficio que supone para el buen gobierno nacional la acción política coaligada, tanto si se produce dentro del espectro de la izquierda encabezado por el SPD como si es en el socialcristiano de la CDU-CSU, con partidos pequeños (liberales, verdes, independientes…). E incluso el de las llamadas ‘grandes coaliciones’ entre el SPD y la CDU-CSU, formadas en 1996, en 2005 y en 2013. En Reino Unido los conservadores gobiernan con los liberales-demócratas tras desaparecer el sistema de alternancias de las mayorías laborista y conservadora. Y en Francia se ha llegado, sin mayores problemas, a la singular ‘cohabitación’ en 1986 entre un Presidente de la República de ideología socialista, Françoise Miterrand, y un Primer Ministro de la derecha, Jacques Chirac, incluso sin gobierno de coalición de por medio (en Portugal también se produjo la misma cohabitación entre un Jefe de Estado de la derecha, Anibal Cavaco Silva, y un Jefe de Gobierno de la izquierda, José Sócrates).
Pero es que, en España, la figura del Rey como Jefe del Estado, no deja de suponer también una cierta ‘cohabitación’ permanente con quienes acceden a la Presidencia del Gobierno de forma sucesiva y respaldados por partidos de diferentes ideológicas. Y lo cierto es que, frente a otras cuestiones, no se puede decir que ese entendimiento entre la Corona y el correspondiente partido del Gobierno, con funciones obviamente diferenciadas, haya sido en sí mismo negativo.
Quizás, y a resultas de que se produzca -como se producirá- una ruptura del bipartidismo y una mayor fragmentación parlamentaria, los asuntos sustanciales que hoy tienen sobrecogidos a la España más sensata aconsejan no despreciar una posible gran coalición de Gobierno en términos de ‘interés nacional’ (la ‘salvación nacional’ tiene cierto tufo golpista). Y con ella cabría resolver con mayor facilidad problemas como la falta cierta de vertebración del Estado y de una necesaria Ley de la Corona, revitalizar la Constitución, solventar las ‘cuestión catalana’ (y la subsiguiente ‘causa vasca’), luchar decididamente contra la corrupción y el fraude, afrontar el insostenible nivel de desempleo, reconducir la creciente desigualdad social…
El mayor problema para lograr ese gran pacto de ‘patriotismo transversal’, justo en la estela del propiciado en la Transición por el desaparecido Adolfo Suárez, no necesariamente sólo entre PP y PSOE, quizás no resida tanto en su dificultad intrínseca cuanto en el arraigo de los intereses de una clase política -la actual- en la que los ciudadanos no confían, e incluso desprecian, por anteponer sus intereses de partido al interés común de los españoles.
Las ‘grandes coaliciones’ políticas equilibran, templan y fortalecen la acción de gobierno con soluciones más sólidas, duraderas y eficaces, al tiempo que garantizan una mayor fiscalización de lo público y su atención más ajustada al interés general, evitando la debilitación y consunción del Estado. Son, está claro, una formulación alternativa a la nefasta dictadura partidista (o al bipartidismo), por demás necesaria en situaciones de crisis como la nuestra para implementar políticas consensuadas de amplio respaldo social y por tanto perdurables.
Las encuestas reafirman el varapalo de las elecciones europeas
En cualquier caso, lo evidente es que la demoscopia electoral reafirma encuesta a encuesta -y las auspicie quien las auspicie- el varapalo que van a sufrir tanto el PP como el PSOE y, en consecuencia, el modelo bipartidista que ambas formaciones impusieron en la política nacional al consensuar el sistema D’Hont para el reparto de escaños.
En la edición del mes de marzo del Barómetro de Metroscopia, que es una de las encuestas periódicas de mayor crédito, acabamos de ver cómo se siguen consolidando algunas tendencias que vienen de lejos. Para empezar, la de la escasa participación estimada en las elecciones europeas, que cae seis puntos respecto de anteriores oleadas y cuando tan sólo quedan dos meses para su celebración.
Un fenómeno ciertamente significativo, porque lo habitual en los sondeos preelectorales es que la intención expresada por los electores de acudir a votar se vaya incrementando a medida que se acerca el día de la votación. Y preocupante porque de momento se sitúa en el entorno de un exiguo 40%, nivel de participación que, de no crecer sensiblemente, confirmará el poco interés que la política europea, sus protagonistas y su modelo funcional despiertan en los ciudadanos españoles.
Pero, según los datos recogidos por Metroscopia, este grave descenso en la participación estimada, perjudica en mayor medida al PP que al PSOE; si bien ambos partidos sufren un sustancial descenso respecto a su resultado de 2009 (de casi 10 puntos en el caso del PSOE y de casi 17 en el del PP). Lo que pasa es que entre los ciudadanos actualmente ‘movilizados’, o que declaran con rotundidad su firme intención de acudir a votar el próximo 25 de mayo, predominan con bastante claridad quienes indican que votarán al PSOE en vez de al PP, lo que supone que la abstención (y no dar el voto a otra opción política, que es lo más habitual) puede ser la opción escogida por una parte importante del electorado para castigar al Gobierno de Rajoy en la primera ocasión posible (quizás este abstencionismo se corresponda con el voto ‘prestado’ al PP en el 20-N).
La caída de los dos partidos mayoritarios, en efecto llamativa (al PP le abandonan ya uno de cada tres antiguos votantes y al PSOE uno de cada cuatro), y su tendencia, conlleva no obstante otras lecturas importantes.
De entrada, la evolución del PP es descendente desde noviembre de 2013, mientras que la del PSOE es ascendente desde esa misma fecha, lo que ha redundado en una ventaja de 3,3 puntos a favor de los socialistas (29,0% de los votos frente al 25,7%). Así, el PSOE ganaría las elecciones europeas, aunque de forma pírrica y con resultados muy por debajo de los obtenidos en 2009; es decir, restañando algunas de las graves heridas producidas por el desastre ‘zapateril’ pero ni mucho menos todas.
De producirse, esa sería la primera victoria electoral del PSOE desde los comicios generales de 2008. Y, según Metroscopia, el PSOE es el partido del que un mayor porcentaje de electores piensa que “defenderá mejor que otros los intereses de España” en el Parlamento Europeo (20%, frente a un 15% que atribuye esa capacidad al PP), y también el partido que tiene una idea más cercana a la de los ciudadanos sobre lo que debería ser la Unión Europea (19% frente al 15% que menciona al PP).
Pero, con independencia de que de momento el PSOE vaya aumentando la ventaja electoral sobre el PP, la distribución de escaños europeos no varía con respecto a la oleada anterior, de forma que los socialistas seguirían logrando 18 frente a los 16 que obtendrían los populares. Entre ambas formaciones políticas sumarían 10 escaños menos que los logrados en 2009 (34 ahora, frente a los 44 de hace cinco años): una considerable pérdida de representatividad que beneficiaría directamente a IU y a UPyD.
La coalición izquierdista, encabezada de nuevo por el experimentado Willy Meyer, casi cuadriplicaría su actual porcentaje de votos (de 3,7% pasaría a 14,1%), logrando ya 9 escaños (7 más que ahora). El partido magenta, por su parte, pasaría del 2,9% logrado en 2009 a un 8,4% ahora y de 1 a 5 escaños, repitiendo también Francisco Sosa-Wagner como cabeza de lista. El resto de escaños en liza se repartirían, por ahora, entre la coalición formada por CiU, PNV y CC (2), la candidatura de ERC (2), la coalición de Bildu y BNG (1) y Ciutadans (1).
En orden a la evolución de los datos del Barómetro de Metroscopia, cuyo trabajo de campo concluyó el pasado 20 de marzo, todavía se podrían tener en cuenta algunos factores incidentales. Por ejemplo, el efecto producido por la candidatura del PP, cuyo conocimiento ha sido reservado por Rajoy de forma expectante hasta última hora, y que finalmente será encabezada por Miguel Arias Cañete como se venía comentando desde hace tiempo (¿a santo de qué ha venido, pues, tanta intriga y cabildeo en su nominación?), o el de alguna otra posible candidatura o coalición alternativas a las ya conocidas.
Mayor incidencia podrían tener tanto el proceso de asociación de Ucrania a la UE -incluida la tensión política creada por la adhesión de Crimea a la República de Rusia- como la creciente imagen de una Europa antisocial, realimentada por Alemania con su intención de aplicar la letra pequeña del Acuerdo de Schengen y restringir la libre circulación en su territorio de ciudadanos europeos carentes de trabajo, en salvaguarda de su propio estado de bienestar… Factores ambos muy negativos, porque no dejan de propiciar un mayor euroescepticismo y estimular todavía más la abstención electoral.
Con todo, los partidos políticos en liza no deben despreciar la opinión de una amplia mayoría de ciudadanos que espera del Parlamento Europeo el desarrollo de programas sociales para las personas más desfavorecidas como consecuencia de la crisis (así opina el 68% de los encuestados), antes que los destinados fundamentalmente a fomentar el crecimiento económico de los países miembros (en opinión del 29%). Y ese es un giro social en las políticas europeas que reclama la amplia mayoría de votantes del PSOE (un 75% frente al 22%), pero también la del PP -acaso la más centrista- (un 56% frente al 40%), con objeto de empezar a paliar los tremendos daños de la crisis.
Ya veremos si estas demandas se ven reflejadas, y cómo, en las campañas electorales de unos y otros. De momento, las ideas-fuerza apuntadas por el PP son que su política va ‘en la buena dirección’, que el partido es la ‘única opción frente al pasado’ y cosas similares, fiándolo todo a la afirmación de una recuperación económica ciertamente cuestionable y difícil de visualizar por los votantes, sin hacer el menor guiño social ni dar un solo paso en contra de la desigualdad (mal planteamiento electoral). Así, fácil sería que los votos de los dos partidos de izquierda con implantación nacional superen con mucho a los del PP (cosa mala, mala, mala para Rajoy, que ha querido convertir las elecciones europeas en un éxito o fracaso personal).
La patética reacción demoscópica del diario La Razón
Mientras tanto, el diario progubernamental La Razón publicaba el pasado 2 de marzo una encuesta elaborada por NC Report, que es un instituto de investigación de mercados medio fantasma (muy cuestionado en la Red por su total falta de credibilidad), realmente patética en su afán de negar los datos demoscópicos más contrastados.
En aquella edición, el periódico dirigido por el inefable Francisco Marhuenda (acreditado propagandista del PP especializado en espantar a los votantes centristas) llevaba a portada su teoría de que “El PP ganaría las europeas al PSOE sin aún haber designado candidato”, con una ventaja de 2,1 puntos sobre el PSOE (un mes antes, el 3 de febrero, ya habían publicado otra pseudo encuesta con una estimación similar). Además, también se atrevía a subtitular con este canto periodístico a la obviedad y a la pura especulación: “Génova espera que Rajoy despeje la incógnita [del cabeza de lista] esta semana [cosa que no sucedió], mientras Cañete aguanta y González Pons sube en las quinielas”.
Y para redondear su chafarrinada demoscópica, La Razón no tenía el menor reparo en incluir la arbitraria pregunta “¿Cuáles de los siguientes políticos prefiere como candidato del PP en las elecciones europeas?” ni en publicar la siguiente multi-respuesta: A Miguel Arias Cañete le prefieren el 41,2% de los encuestados, a Esperanza Aguirre el 25,1%, a Mari Mar Blanco el 15,6% y a Esteban González Pons el 10,6% (un 20,8 % se apuntaba al ‘Ninguno de ellos’ y otro 25,7% al ‘No sabe / No contesta’)... Pero, considerando que en el mundo de las encuestas tampoco hay efectos sin causas, uno se pregunta qué ha podido llevar al ínclito Marhuenda -siempre babeante ante Rajoy- a incluir a la lideresa Aguirre en esta gratuita apuesta de candidatos del PP para el Parlamento Europeo. ¿Acaso alejarla de la política nacional…?
Al final no hay más cera que la que arde
Marhuenda y La Razón podrán jugar a lo que quieran jugar (incluso a que los electores del PP más comedidos voten a UPyD), pero lo cierto es que, tras dos años y medio en el Gobierno de la Nación, hoy por hoy la suerte electoral del partido está más que vista para sentencia, y con ella la de Rajoy. Se prometa lo que se prometa y dígase lo que se diga hasta el próximo 25 de mayo.
En cualquier caso, el varapalo electoral al partido en el Gobierno (fuerte, fuerte, fuerte) y al de la oposición mayoritaria socialista (también fuerte), y por supuesto al sistema político interesado en el que ambas formaciones políticas se mueven como pez en el agua (un ‘bipartidismo imperfecto’), está a punto de caramelo. Y con los dos máximos gestores del actual sistema político, Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba, a punto también de ser arrastrados por las mulillas electorales camino del desolladero.
Fernando J. Muniesa