La Teoría Política y Constitucional considera que el poder constituyente es previo al poder constituido legalmente como entramado de instituciones, normas y reglas. Por tanto, su fundamento último no reside en ninguna legalidad positiva, sino en su legitimidad democrática, al entender que emana del pueblo soberano y que éste constituye la principal fuente de legitimidad política y jurídica del Estado.
Significativo al respecto es que el emblemático artículo 1 de la Constitución establezca que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
El concepto de “poder constituyente” se utiliza de forma generalizada para defender el valor primario de la democracia constitucional, que, en este sentido, no es un sistema estático e inamovible, ni tampoco un estatus institucional fijo o permanente con el que sentirnos plenamente satisfechos, sino un instrumento institucional dinámico, sometido a la crítica y abierto por ende al cambio y, por supuesto, a la reforma política-constitucional…
Pero no es nuestra intención disertar a fondo en esta Newsletter sobre el poder constituyente y el poder constituido, sobre la legitimidad y la legitimación democrática, sobre la eficacia de la democracia y la satisfacción social con la democracia, ni, mucho menos, sobre el pacto constitucional. No obstante, considerando su sentido editorial y prospectivo sí conviene puntualizar alguno de estos conceptos de la mano de Pierre Rosanvallon (Blois, 1948), catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de la Política en el “Collège de France” y reputado investigador de la historia de la democracia, el papel del Estado y la justicia social en las sociedades contemporáneas, materias sobre las que ha publicado más de veinte libros.
EN TORNO A LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA
En una de sus obras más revulsivas, “La contrademocracia – La política en la era de la desconfianza” (Manantial, 2007), el profesor Rosanvallon ya señaló una tendencia bidireccional en la dinámica de la realidad política: por un lado percibía la aparición de una “contra-democrática” y, por otro, el debilitamiento de la política institucionalizada, aparejado con un creciente desapego social y electoral. El haber constatado esa doble tendencia es lo que le llevó a plantearse la “falsa evidencia del principio mayoritario”.
Tras aquella publicación, Rosanvallon siguió buceando en los complejos recovecos de la democracia, considerada por muchos como el “menos malo” de los sistemas políticos, pero afectada en todo caso por una grave crisis con su correspondiente reflejo en el debate social de los últimos años. Su más reciente trabajo de investigación se concretó en una nueva obra, “La legitimidad democrática – Imparcialidad, reflexividad y proximidad” (Paidós Ibérica, 2010), que se convirtió de forma inmediata en un verdadero hito de la sociología política y en la que continúa criticando las mutaciones del sistema político de convivencia en el siglo XXI, teorizando de forma particular precisamente sobre el fenómeno de la legitimidad en el terreno de la democracia.
Cierto es que la legitimidad democrática se desprende en primera instancia de la voluntad del pueblo expresada en el sufragio universal. Pero, no obstante, determinados conflictos inter-sociales han demostrado que esa voluntad no siempre es “general” y que la mayoría, aun siendo dominante, no deja de representar más que a una parte de la ciudadanía. De hecho, en las grandes democracias, como la francesa y la de Estados Unidos, las virtudes del voto no son evidentes. Fenómenos como la denuncia de los partidos, las críticas del clientelismo político y el antiparlamentarismo, no hacen sino corroborar la crisis de la legitimidad electoral.
Pierre Rosanvallon ha demostrado que esas dificultades obligaron a las democracias a poner en órbita un “sistema de doble legitimidad”. La “elección” continúa siendo el principio clave, pero desde finales del siglo XIX, el poder de la administración pública ha registrado un crecimiento sustancial como respuesta a los fallos de la legitimidad electoral. Mientras que la “administración” fue creada en dependencia de “lo político”, los escándalos de corrupción y el nepotismo de los gobernantes han contribuido a conferirle la tarea de garantizar la imparcialidad desinteresada del “bien común”.
A partir de los años 80, el sistema entra abiertamente en crisis, debido a la evolución de la economía y de la sociedad que se orientó hacia un modelo más “individualizado”. La retórica del neoliberalismo contribuyó a socavar la idea de que el poder administrativo encarnaba el interés general. Pierre Rosanvallon sostiene que el pueblo es, ciertamente, la fuente de todo poder democrático; pero la elección no garantiza que un gobierno esté al servicio del interés general, ni vaya a estarlo en un futuro.
Para Rosanvallon, el veredicto de las urnas no puede ser el único patrón de legitimidad. Y así lo están percibiendo los ciudadanos, para quienes un poder no puede ser considerado plenamente democrático si no se somete a pruebas de control y de validación, a la vez concurrentes y complementarias de la expresión mayoritaria, mientras reclaman un “arte de gobierno” mucho más centrado en el individuo y en sus necesidades y demandas personales.
Ante las dificultades que enfrenta la democracia, Pierre Rosanvallon explica en “La legitimidad democrática” que el gobierno debe atenerse a un triple imperativo, que consiste en distanciarse de las posiciones partidistas y de los intereses particulares (legitimidad de imparcialidad), en tener en cuenta las expresiones plurales del bien común (legitimidad de reflexividad) y, finalmente, en reconocer todas las singularidades (legitimidad de proximidad). De ello se deriva el desarrollo de instituciones como las autoridades de control independientes o los tribunales constitucionales, así como la implantación de una forma de gobernar cada vez más atenta a los individuos y a las situaciones particulares.
“La legitimidad democrática”, y en general las últimas obras de Pierre Rosanvallon, nos proporciona las claves para comprender los problemas y las consecuencias de las mutaciones de la democracia en el siglo XXI, al tiempo que plantea los elementos necesarios para mejorar la democracia representativa y nos propone una historia y una teoría de esta necesaria “revolución de la legitimidad”. Cumplir con los tres requisitos de legitimidad democrática que propugna (imparcialidad, reflexividad y proximidad), ayudaría a rehabilitar nuestras democracias para vencer el malestar que producen en buena parte de la sociedad actual y que encuentren su nueva emancipación.
El veredicto, en palabras del propio Rosanvallon, no deja dudas acerca de las condiciones de salvaguarda de la democracia: “Es bajo la apariencia de afables comunicadores, de hábiles profesionales de la escena de una proximidad calculada que pueden renacer las antiguas y terribles figuras que vuelcan la democracia contra sí misma. Nunca la frontera ha sido tan tenue entre las formas de un desarrollo positivo del ideal democrático y las condiciones de su traición. Es allí en donde la espera de los ciudadanos se manifiesta con mayor agudeza y la conducta de los políticos puede mostrarse de la forma más grosera y devorante. De allí la necesidad imperiosa de constituir la cuestión en objeto permanente de debate público. Hacer que viva la democracia implica más que nunca, mantener una mirada constantemente lúcida sobre las condiciones de su manipulación y las razones de su incumplimiento”.
RAJOY TIENE SU “CHEQUE EN BLANCO” CADUCADO
No vamos a discutir, pues, que en democracia, la legitimidad política la confieren los ciudadanos con sus votos y las instituciones que, a través de mayorías, tienen la capacidad de otorgar el poder en nombre del pueblo. Pero, siguiendo el inteligente análisis sociopolítico del profesor Rosanvallon, si afirmamos que esa legitimación electoral no es, en modo alguno, un cheque en blanco permanente y sin más fecha de caducidad que la de la legislatura correspondiente. Por eso, la legitimación de origen se ha de revalidar día a día en el ejercicio del poder, sin olvidar que la ley establece mecanismos judiciales y parlamentarios para apartar a aquellos individuos o gobiernos que violen la norma o traicionen la confianza ciudadana.
La realidad evidencia que el discurso político se dramatiza a conveniencia y, por supuesto, que la praxis política está presidida por un sentido recurrente de “geometría variable”, que siempre tiende a considerar inadmisible en otros lo que uno mismo hace con toda naturalidad. Por poner un ejemplo, el criticado “¡váyase señor González!” de José María Aznar, tiene hoy su mejor contrapunto en el “¡váyase señor Rajoy!” de Pérez Rubalcaba.
También, en otros ejemplos de política “variable”, el acceso en su momento de Patxi López al gobierno en el País Vasco y el de José Antonio Griñan al de la Junta de Andalucía, sin que sus respectivos partidos fueran los más votados, alimentaron un discurso según el cual ninguno de los dos estaba legitimado para asumir el poder en la opinión respectiva del PNV y del PP. Los nacionalistas vascos fueron incluso más allá, llegando a afirmar que su partido (el PNV) es el líder político natural de Euskadi, posición que no dejó de recordar aquel lema de la dictadura que proclamaba a Francisco Franco “Caudillo de España por la gracia de Dios”.
Lo más curioso del caso, es que, tanto los peneuvistas como los populares, ya hicieron en el pasado (y si pueden seguirán haciéndolo en el futuro sin la menor duda) lo mismo que criticaron puntualmente cuando los pactos de gobierno y los apoyos de investidura no les favorecían. El PNV ha accedido al gobierno de muchas instituciones sin ser el partido más votado y el PP ha promovido prematuros relevos de quienes estaban al frente de gobiernos autonómicos y ayuntamientos emblemáticos sin planteárselo como una vulneración de las reglas del juego ni, mucho menos todavía, sentirse obligados a convocar elecciones anticipadas…
Pero todo tiene sus límites, especialmente cuando las promesas electorales han sido incumplidas de forma absoluta y flagrante, con resultado, además, de ruina total (política, económica, social, institucional…), o cuando las líderes políticos impuestos por las argucias partidistas (caso de la alcaldesa de Madrid, Ana Botella), no dan la talla y se muestran incapaces para asumir su responsabilidad con un mínimo de eficacia, aunque nadie repute sus nombramientos de “ilegales”. Los alemanes suelen admitir que cuando las cosas salen bien, “todo ha estado bien”; pero es que, cuando salen mal, se muestran implacables con quienes, a la postre, hubieran podido tener un comportamiento poco ortodoxo o incurrido en cualquier falta procedimental o reglamentaria…
Dicho lo que hemos dicho, y por mucho que cueste aceptarlo, el caso del presidente Rajoy es una muestra paradigmática de la “deslegitimación democrática” denunciada por Pierre Rosanvallon, por demás convicta y confesa. Tras vulnerar los tres requisitos de legitimidad (de imparcialidad, de reflexividad y de proximidad), que el profesor del “Collège de France” propugna para alcanzar la “doble legitimidad democrática”, todos los estudios demoscópicos vienen mostrado de forma contundente su pérdida de representatividad electoral hasta niveles sin precedente en nuestra democracia, tanto en términos de tiempo como cuantitativos.
De hecho, Rajoy, que gobierna en las antípodas de lo que demandan los ciudadanos, incluidos sus propios votantes, ha situado al centro-derecha político en sus mínimos históricos y con el resultado más bajo de uno de los dos grandes partidos desde 1978. Dispone de una mayoría parlamentaria absoluta, pero ha consumido su siempre limitada credibilidad personal a velocidad récord y su palabra de gobernante ya no tiene valor alguno ante los gobernados.
Al margen del “caso Bárcenas” (y en general de toda la corrupción política circundante), el presidente Rajoy es incapaz de dirigirse a los ciudadanos, mirarles a los ojos y explicarles con claridad qué es lo que está pasando y cómo piensa resolver la situación de extrema emergencia en la que estamos inmersos. Y, por tanto, no puede asumir objetivamente la dirección política del país en términos de “gobernanza” o de “buen gobierno relacional”; es decir, orientando con eficacia y calidad la intervención del Estado en línea con el “sistema de doble legitimidad” explicitado por Pierre Rosanvallon y sin apoyarse exclusivamente en la “falsa evidencia del principio mayoritario”.
Pero es que ese desajuste entre el resultado electoral inicial de Rajoy y su credibilidad presidencial, no ha tenido vaivenes, días buenos y días malos, ni sus rosas mezcladas con espinas: ha sido un proceso inequívoco y creciente prácticamente desde la investidura. Su credibilidad política ha desaparecido a la velocidad del rayo, sin que ninguno de sus predecesores en La Moncloa haya llegado a esa situación jamás, y menos todavía, claro está, al año de su nombramiento.
La alarma roja está encendida y la amenaza de implosión dentro del PP sigue presta y firme la senda marcada con anterioridad por el desastroso socialismo “zapateril”. Una situación espantosa que es urgente reconducir para bien del PP, del país y de la propia democracia, porque aferrase a gobernar con la credibilidad perdida y en el desencuentro con la ciudadanía, como está haciendo el presidente Rajoy, le sitúa peligrosamente al borde de la “dictadura legal”.
Quizás, a Mariano Rajoy le convendría observar cómo los manifestantes portugueses, mucho más comedidos que los españoles, piden ya una intervención militar en sus asuntos políticos, una reedición de la “Revolución de los Claveles” que el 25 de abril de 1974 provocó la caída de la dictadura salazarista. Y no propiciar con su torpeza política y su dogmática pasividad ejecutiva, el regreso al “ejercicio de tinieblas” que tan siniestramente ha marcado la historia de España, con su correspondiente “nuevo 23-F”, adaptado a las exigencias de la sociedad actual, sin Tejero ni Milans de por medio y sin una Corona prestigiada para reconducir las torpezas políticas del momento.
LA VOZ DEL PUEBLO EXPRESADA EN LAS ENCUESTAS
A principios del mes de febrero, el Barómetro de Metroscopia que periódicamente publica “El País”, ya señalaba que las expectativas del PP habían caído hasta su nivel histórico más bajo, con una pérdida de 20,7 puntos de apoyo electoral sobre la marca inicial del 44,63 por 100 de los votos obtenidos el 20-N, con una tendencia de continuo deterioro muy difícil de contener a tenor de la incapacidad del Gobierno para afrontar la crisis en cualquiera de sus variables: económica, política e institucional. Y situándose a solo 0,6 puntos de PSOE, partido que aun habiendo caído 5,2 puntos desde el 20-N (recogidos por IU) muestra una mayor estabilidad electoral que el PP, pudiendo resituarse muy pronto como partido con mayor expectativa de voto y aunque en modo alguno esté ofreciendo una imagen de fuerza de gobierno alternativa.
En realidad, según Metroscopia, un 77 por 100 de los españoles rechaza la gestión del presidente Rajoy, un 85 por 100 desconfía de él y un 79 por 100 suspende a su Gobierno de forma radical. Un balance de opinión pública que evidencia la inmensa brecha que separa al poder ejecutivo del poder soberano, anticipando también un debate sobre el “estado de la Nación” bastante comprometido, coincidiendo además con una justificada huelga de jueces y fiscales que dará mucho que hablar.
Esta es la lamentable situación en la que se encuentra Mariano Rajoy, tan negra como insólita dado que gobierna con mayoría absoluta, sin apenas control parlamentario y, sin embargo, con la estimación de voto de un partido gubernamental (el 23,9 por 100) más baja de la democracia, solo un año después de haber arrasado en las urnas. Y sin que, de momento, se atisbe la posibilidad de cambios en el Consejo de Ministros.
Y, por si alguien pudiera dudar de la veracidad del estudio realizado por Metroscopia, el propio Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) señala en su Barómetro de enero de 2013 (cuyo trabajo de campo es previo a la eclosión del “caso Bárcenas”) el enorme degaste del Gobierno del PP. Dicho de otra forma, el propio CIS, dependiente del Ministerio de la Presidencia, reconoce la tremenda pérdida de representatividad electoral del Gobierno y su correlativo alejamiento de la “legitimidad democrática” en términos del profesor Rosanvallon.
En dicho barómetro demoscópico se amortigua sospechosamente la caída paralela del PP y del PSOE, pero no deja de proclamar también el desgaste acelerado de Rajoy. Entre otras cosas porque éste viene siendo evidente tanto en la serie histórica de encuestas de Metroscopia que publica “El País” como en las de Sigma Dos de “El Mundo”, sobradamente trascendidas a la opinión pública.
Pero lo que más interesa destacar del Barómetro del CIS del pasado mes de enero (Estudio 2.976) son las reveladoras respuestas a sus preguntas 18 y 19, desapercibidas por quienes lo han resumido en los medios informativos.
En la pregunta número 18 (“Suponiendo que mañana se celebrasen elecciones generales, es decir, al Parlamento español, ¿a qué partido votaría Ud.?”), de extrema claridad y respuesta espontánea, el PSOE ya se sitúa en primer lugar con el 17,0 por 100 de los votos hipotéticos y el PP en segundo lugar con el 15,8 por 100.
En la pregunta 19 (“En todo caso, ¿por cuál de los siguientes partidos siente Ud. más simpatía o cuál considera más cercano a sus propias ideas?”), igual de reveladora, el PSOE se vuelve a situar en primer lugar con el 20,7 de las respuestas a su favor y el PP en el segundo con el 17,8 por 100.
Y, aún más, cuando se agrupan las respuestas a las dos preguntas, es decir cuando se miden de forma conjunta “Voto+Simpatía”, el PSOE prevalece también para el 21,7 por 100 de los encuestados frente al 19,0 por 100 que se inclina por el PP.
Esto es lo que hay al día de la fecha, sin trampa ni cartón. Lo que sucede es que después viene el “cocinado” de la encuesta, en el que, dado que los indicadores “intención de voto” e “intención de Voto+Simpatía” son datos directos de opinión y no proporcionan por sí mismos ninguna proyección de hipotéticos resultados electorales, el CIS aplica a los mismos un “modelo de estimación” (elegido de forma gratuita) para presentar unos resultados de “Estimación de Voto” más que discutibles. Este artificioso procedimiento conlleva la ponderación de los datos por recuerdo de voto imputado y una “corrección” que relacionan la intención de voto con otras variables, teniéndose que advertir que la aplicación a los mismos datos de otros modelos de estimación daría lugar obviamente a estimaciones diferentes.
De esta forma, el CIS transforma el “voto directo” asignado en su encuesta al PSOE (17,0 por 100) en una “estimación de voto” del 30,2 por 100. Y el “voto directo” asignado al PP (15,8 por 100) en una “estimación de voto” del 35,0 por 100. Y, de momento, se queda tan tranquilo.
En la misma dinámica de descrédito político que venimos comentando, una encuesta de Sigma Dos con trabajo de campo realizado ya del 6 al 8 de febrero, publicada por “El Mundo” (10/02/2013), rebaja esos porcentajes estimados de intención de voto al 33,5 para el PP y al 28,2 para el PSOE, con una diferencia porcentual entre ambos partidos de 5,3 puntos. Aunque lo más significativo de ella es que la caída de la valoración del Gobierno sigue su curso descendente, con una muy escasa valoración media de los ministros del 3,1 teniendo como referencia mínima el 1 y como máxima el 10, que en modo alguno se compadece con la medición de la intención de voto asignada al PP.
Un viaje de verdadera “capa caída” en el que un 66,4 por 100 de los españoles declaran tener una imagen mala o muy mala del Gobierno del PP y un 60,1 por 100 tenerla también mala o muy mala del propio Mariano Rajoy. Mientras otro alto porcentaje (casi el 22 por 100 del total) afirma que tanto uno como otro les trasladan una imagen “regular”.
Esta es, pues, la voz del pueblo soberano reflejada en las encuestas de opinión, sin equívocos posibles dada su expresión no puntual o coyuntural sino tendencial y las conclusiones coincidentes que firman institutos o empresas de investigación demoscópica distintas. Y sobre la que no caben más dudas que la de un eventual y prudente “maquillado” del desastre para evitar una mayor convulsión política y social.
La situación es tan extrema y alarmante que el presidente Rajoy haría bien en enmendar su línea de acción política, propiciando al menos algunos cambios ministeriales, de titulares y de enfoques políticos, que manden señales de entendimiento con el electorado, incluido el que le otorgó la mayoría absoluta. Porque, de no ser así, en el futuro inmediato su cita con las urnas y su compromiso con la democracia serán mínimos, y de ahí a la revolución política y social quedan dos pasos.
LA URGENTE NECESIDAD DE UNA “CRISIS POLÍTICA POSITIVA”
La desmoralización ciudadana, motivada por la frustración y el desencanto que ha generado el “marianismo” tras el palo del “zapaterismo”, y recrecida por la imparable corrupción política que ya invade territorios hasta ahora impensables, exige una inminente “crisis política positiva”, valorando su utilidad incluso como salvavidas del propio Rajoy, de su gobierno y de la actual legislatura.
La verdadera situación del paro y del déficit público, la caída irreversible del consumo y de la economía productiva, la evasión fiscal y los enredos del ministro Montoro con las eléctricas, el tema de los indultos políticos y los desahucios apoyados por Ruiz-Gallardón, las broncas sectoriales en terrenos tan sensibles como la Sanidad, la Educación y la Justicia, las bochornosas prácticas delictivas imputadas a los propios directivos de la CEOE y a los prebostes de la banca, la permanente e interminable aparición de nuevos “chorizos” políticos, etcétera, etcétera, etcétera, conforman un rosarios de afrentas a la ciudadanía y a la propia democracia realmente impresentable, intolerable e insoportable.
Y todo ello sin considerar cosas mucho más graves en nuestra lamentable realidad cotidiana, como las connivencias delictivas de los miembros del Gobierno y de muchos ex altos cargos del PP (Mato en el “caso Gürtel”, Ruiz-Gallardón en el “caso Urdangarin”, Matas en el “caso Palma Arena”, Camps…), o el continuo “pringue” de la Casa Real en situaciones poco edificantes ante el más llano y humilde ciudadano español.
Alguien desde dentro del propio sistema (fuera ya se hace) debe gritar alto y fuerte que ¡ya basta! y mostrar la disposición cierta para cortar de raíz, a sangre y fuego, la sangría política y moral que está matando España.
De esta urgente necesidad se viene hablando desde hace meses y en círculos de opinión informados poco o nada “destructivos”, sino más bien todo lo contrario. Entre otras razones porque las encuestas al uso también reflejan que prácticamente la totalidad de los españoles no aguantan más el fenómeno invasivo de la corrupción ni el espectáculo de la inmoralidad establecida en todos los partidos e instituciones políticas, incluido el entorno de la Casa Real, el Consejo General del Poder Judicial, la banca, la patronal empresarial…
Según Metroscopia, el 97 por 100 de los españoles exige ya una ley de transparencia y el 88 por 100 que haya inspectores e inspecciones más eficaces; mientras el 94 por 100 da por hecho que la corrupción en la vida pública perjudica la imagen de España, el 90 por 100 considera que este fenómeno hace peligrar las inversiones y el 96 por 100 opina que, efectivamente, por su causa la desmoralización cala en la ciudadanía. Por otra parte, según Sigma Dos, hoy por hoy ningún líder político consigue la aprobación de los ciudadanos en el ítem de la honradez (los mejor valorados son Rosa Díez, portavoz de UPyD, con un 4, 2 sobre 10 y Cayo Lara, portavoz de IU, con un 3,9).
La situación es, por tanto, insostenible y Rajoy yerra profundamente en su pulso con sus votantes y el conjunto de la opinión pública, porque con él se está jugando mucho más que su partido. Su enfrentamiento con los estamentos profesionales que sostienen los tres pilares del bienestar y el propio modelo de Estado social y democrático de Derecho (Sanidad, Educación y Justicia), y no digamos su desprecio por lo social, exigen una inmediata crisis ministerial y por supuesto sacrificar la torpe soberbia político-partidista en beneficio no sólo del PP, sino también del país y de la democracia que tanto ha costado conseguir.
El tiempo de la rectificación constructiva se acaba y el entorno del próximo 20 de febrero, fecha del debate sobre el “estado de la Nación”, que como ya hemos señalado coincide con una huelga de jueces y fiscales que sólo los políticos necios pueden infravalorar, será posible y lamentablemente una oportunidad perdida para poner en verdadero orden la dirección y la acción política del Gobierno.
Remover el Consejo de Ministros donde es evidente que debe removerse y devolver así al electorado, al menos en parte, la confianza y la esperanza perdidas, antes de que éste termine poniendo patas arriba el tenderete en el que los escribas y fariseos de la política han convertido el templo del Estado, es, hoy por hoy, la opción inaplazable de Rajoy, si no quiere sucumbir abrasado en su propia hoguera. No lo hará porque, más que un nefasto “rey prudente”, es un político sin agallas y “reservón” torpemente rodeado de alfombras y jarrones vivientes, un hombre público vestido de gris, más bien “cortito” y que, comportándose como tal, va exclusivamente a lo suyo. Con su pan se lo coma.