Alexander Budonov
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera
Resulta curioso que filósofos tan diferentes como Diego Fusaro y Gerard Böckenkamp coincidan en que las nuevas prácticas de control social, impuestas a raíz del coronavirus y los desastres ecológicas, sin hablar de la cultura de la cancelación, sean los actuales mecanismos de cohesión social que las sociedades occidentales han creado para mantenerse unidas, especialmente debido a la profunda atomización en la que se encuentran y al hecho de que han sido destruidas todas las formas de identidades comunitarias y solidarias que antes existían. Es necesario que surja una nueva forma de identidad, pero la pregunta sigue siendo: ¿cuál será?
Como amenaza, el coronavirus cumple con el papel de ser un factor de cohesión social y una forma de nivelación de todas las identidades humanas a una sola: todos son iguales ante el “coronavirus”, ya sea que se trate de ortodoxos y feministas, negros y blancos, transexuales e islamistas, rusos e inmigrantes o filisteos y filósofos. Estas identidades resultan triviales frente a una enfermedad que los convierte a todos en pacientes actuales o potenciales. El discurso dominante hace énfasis en que no existen individuos sanos y aquellos que no presentan síntomas no son más que pacientes asintomáticos. Por lo tanto, debemos ser supervisados, controlados e intervenidos por un poder médico unificado (o al menos debe dársele un importante margen de acción a la medicina).
La palabra “paciente” tiene su origen en la palabra latina patiens, que proviene de patior y que significa sufrir o soportar. Esto hace referencia no solo al hecho de que un paciente padece una enfermedad, sino también a que un enfermo tiene que sufrir la intervención constante en su cuerpo de un experto, en este caso, un médico. Todo ello se debe a que el paciente soporta de forma pasiva el sufrimiento que le causan los tratamientos que el médico le impone, ya que el primero otorga al último el derecho a tomar decisiones. Normalmente, ante el poder médico la gente se ve obligada a aceptar que no entiende nada, es ignorante y que si no se comporta, entonces todo será peor. En todo caso, es imposible hacer preguntas o cuestionar la autoridad, ya que te encuentras bajo tratamiento.
El liberalismo parte del rechazo de toda identidad colectiva: étnica, nacional, de clase o de género hasta que finalmente se llega al rechazo de la identidad humana misma (transhumanismo). Tal parece que el ser un “paciente” también es una identidad colectiva y es por esa razón que una parte de los liberales clásicos se han convertido en disidentes que rechazan de facto el totalitarismo pandémico impuesto por el Estado y los representantes del globalismo como la ONU, la OMS, Bill Gates o Klaus Schwab.
Sin embargo, el liberalismo ilustrado es antes que nada un proceso dialéctico donde el desvanecimiento de las viejas identidades no lleva propiamente al caos, sino a la aparición de nuevas identidades mucho más amplias y difusas.
Por ejemplo, cuando la sociedad feudal se desintegró no surgió un mundo donde los individuos luchaban unos contra los otros en estado de naturaleza, sino que nació el Estado y las formas artificiales de identidad nacional construidas sobre el individualismo, es decir, la burguesía. La identidad nacional ha ido desapareciendo en favor de la “identidad humana”: los antecedentes de los “Derechos Humanos” como, por ejemplo, los derechos del ciudadano, los cuales se aplicaban exclusivamente a los miembros de una nación, fueron reemplazados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Fue precisamente después de la Segunda Guerra Mundial cuando comenzó la migración masiva a los países europeos, reafirmándose con ello la destrucción de las leyes nacionales y las normas que debía seguir el ciudadano nacional, etc.
El post-humanismo se sitúa precisamente en este paso de una nueva identidad a otra mucho más difusa.
Es por eso que la idea de “paciente” posee una ambigüedad tan conveniente, ya que cualquier ser vivo puede enfermarse: tanto los perros como los gatos, los seres humanos y demás criaturas vivas experimentan problemas de salud (no por nada los medios de comunicación hablan a menudo de animales que han contraído el coronavirus). Los robots no se enferman, pero los ciborgs quizás sí… Los seres no humanos también pueden ser “pacientes” y las enfermedades atacan a cualquiera sin importarles su lugar nacimiento, su género o sus preferencias sexuales. El “individuo” es sustituido por el “paciente” y es este último la base sobre la que se construirá la globalización de ahora en adelante.
El individuo se convierte en un paciente que sufre pasivamente la ideología apocalíptica y ecologista de moda, pues el “cambio climático” requiere de una serie de restricciones que somos incapaces de implementar individualmente. Tanto el hombre como la naturaleza sufren juntos, por lo que se hace imposible separar el sufrimiento humano del no humano, fundiéndose en uno solo. En la actualidad se ha formado un coro de expertos que determina cómo debe ser curada la “tierra”. El planeta se convierte en otro paciente como los seres humanos al que se le prescribe qué sufrimientos debe atravesar “por su propio bien”.
Por otra parte, la nueva ideología de la “cultura de la cancelación”, promovida por BLM, también hace énfasis en el sufrimiento, es decir, en el “paciente”. Se sostiene que todas las personas sufren algún tipo de discriminación o violación: la discriminación conduce a la violación y por eso los grupos discriminados necesitan crear espacios seguros o zonas de exclusión para protegerlos de la amenaza del “supremacismo blanco”. Finalmente, cualquiera que no se encuentre enfermo, medicado, sometido a alguna terapia de cambio de género, a tratamientos por depresión o cualquier otra cosa, se convierte en un ser sospechoso.
Estas tres ideologías consideran que el paciente es un ser sufriente, una cosa que debe ser intervenida. Esta será de ahora en adelante la ideología dominante del nuevo sistema mundial.