Claude Bourrinet
El cristianismo, derivado del judaísmo, no estaba conceptualmente preparado para comprender el paganismo. Es una obviedad. Basta con leer, por ejemplo, La ciudad de Dios de San Agustín, para constatar que el obispo de Hipona no comprendía la complejidad polisémica y multidimensional de la Weltanschauung grecorromana. A principios del siglo V, tanto para los cristianos como para los neoplatónicos, el vínculo religioso se resolvía en una relación moral entre la existencia y Dios, relación justificada por lo suprahumano, que le da sentido. Toda la interpretación de la historia del Imperio romano gira en torno a la cuestión fundamental de la virtud, no en el sentido antiguo de valor o fuerza ética, sino en el sentido que el término acabó adquiriendo, de probidad, honestidad, decencia, pureza, en definitiva, de conformidad con el Bien en sí mismo. Sin embargo, Agustín tiene fácil trabajo al subrayar cómo la élite romana utilizaba esta forma de juzgar la religión criticando la «inmoralidad» de los dioses del panteón. Señala este juicio en Plinio el Viejo, por ejemplo. En realidad, la episteme «pagana» correspondía, de facto, a la de los cristianos, en este fin del paganismo, es decir, a partir del triunfo de Constantino. Existían numerosos puentes entre el mundo nuevo y el mundo antiguo.
En cualquier caso, el racionalismo occidental, incluso cuando era anticristiano, compartía este desprecio por las «supersticiones» paganas, viéndolas, en el mejor de los casos, como un entretenimiento para escolares que se esforzaban en ejercicios de latín o griego y, en el peor, como cuentos para campesinos atrasados o incluso como brujería. El cristianismo y el cientificismo coincidieron en conferir al politeísmo un rango civilizatorio inferior, infantil, en la larga marcha de la humanidad, que debe culminar en la limpieza de todas las impurezas irracionales de la vida, como en la ciudad. De ahí, por ejemplo, la repulsión por el panteón repleto de dioses grandes y pequeños del hinduismo o, paradójicamente, por el contrario, la irresistible atracción que ejerce sobre los occidentales cansados de tanto racionalismo.
El acuerdo entre el cristianismo y el racionalismo modernos también se produjo en un terreno común, el de la Historia. Para los judíos y los cristianos la Biblia ha narrado durante mucho tiempo hechos fechados y supuestamente probados. Bajo el Antiguo Régimen, se estimaba que la historia humana tenía unos seis mil años. Omito los detalles cronológicos en lo que respecta al tiempo que se suponía que nos separaba de la Creación, pero el complicado cálculo que se realizaba al respecto era objeto de debate. En cualquier caso, la concepción común se basaba en la veracidad de los hechos narrados. No cabía duda de que David había existido, que había sido rey de Jerusalén y que la Ciudad Santa era una ciudad rica y resplandeciente (lo que ahora discuten los arqueólogos) y que Jesús resucitó al tercer día de su crucifixión.
Es cierto que la Iglesia actual evita insistir en los milagros, muy numerosos en el Nuevo Evangelio, salvo para verlos como alegorías. No se pone expresamente en duda la transformación del agua en vino, pero esta mutación se considera una metáfora de la metanoia espiritual, ya sea colectiva o individual. En general, se burlan de que una doncella se transforme en un arbusto o de que un caballero desafortunado se convierta en un ciervo devorado por los perros de Diana (cuya mera existencia suscita sonrisas o gestos de desprecio), pero no nos atrevemos a desmentir el Evangelio, que evoca la expulsión, por voluntad de Jesús, de los demonios que residían en los cerdos o en un poseído y que comenzaron a galopar como conejos.
No saldremos de estas aporías si partimos del postulado de que existe un único modo de percepción e interpretación, que depende del valor que se otorga a las tradiciones religiosas. Para un cristiano, que la Virgen se le aparezca de repente es algo posible. Innumerables casos de este tipo atestiguan su realidad. Por el contrario, el pagano, que vivía en constante armonía con los dioses de la ciudad, tanto en su vida cotidiana como en sus acciones políticas, se habría sorprendido mucho si Zeus se le hubiera aparecido en un camino, aunque tal situación no era infrecuente en los mitos.
Paul Veyne se preguntó si los antiguos «creían» en sus mitos. En realidad, se trata de una cuestión que solo pertenece a un mundo en el que la «fe» se ha convertido en el fundamento del vínculo religioso. Los paganos no tenían «fe» (que es una adhesión totalmente subjetiva), sino que consideraban que el mundo, que estaba bien hecho, se había dividido en varios ámbitos y que los dioses tenían el suyo, al igual que los hombres o los animales, y que, a veces, podía haber puentes entre ellos. Pero este marco era, por así decirlo, «objetivo» y sostenía el cosmos, por lo que los ritos eran muy útiles para cimentarlo todo.
Además, es posible que los cuatro Evangelios, por no hablar del Antiguo Testamento, que, en definitiva, pertenece a la misma categoría literaria, sean el prototipo de toda novela moderna. La ficción contemporánea, cuyo nacimiento se remonta al siglo XII, con los relatos de la «materia de Bretaña», se considera convencionalmente como una transcripción de la realidad (ya sea «realista» o «fantástica», lo esencial es que sea «verosímil», es decir, que respete los códigos del género) y ello a partir de un protocolo psicológico de lectura, de un «pacto», según el cual se da por sentado, durante el proceso de lectura, e incluso después, como una estela atmosférica, que lo que se cuenta es «verdadero». Cuando leemos una novela de Chrétien de Troyes, las hadas están tan cargadas de realidad como la locomotora de La bestia humana de Zola. La distancia crítica pertenece a otra dimensión de la existencia, al igual que el mundo profano está separado del mundo de lo sagrado. La novela es «mentir-verdad». A veces, los hechos narrados conmueven más que los vividos en la vida cotidiana. Julien Sorel está más vivo que mi vecino.
Ahora bien, todo sucede como si los Evangelios propusieran este tipo de «pacto». Se presenta como «prueba» de la resurrección de Cristo, no solo el testimonio de las mujeres, sino también, entre otras cosas, el hecho de que Tomás, el escéptico, se convenza (y nosotros con él) de la realidad crística al tocar las heridas de Jesús. El creyente ingenuo se conforma con esta demostración y la Iglesia también, erigiéndola como el arquetipo de la prueba indiscutible, testimonio que, sin embargo, no trasciende los límites de lo que se cuenta y se lee, de la «legenda». Habría sido necesario un testimonio contemporáneo que no fuera el de un cristiano. ¡Y aún así! Todos los historiadores actuales de épocas tan lejanas (e incluso más cercanas a nosotros) saben lo difícil que es «demostrar» la realidad de un hecho, incluso en el caso de los mejores historiadores de esas épocas, como Tácito, Suetonio, etc. Solo cotejando los testimonios se puede dar algún crédito a una afirmación. En resumen, el creyente cae en el bovarismo, al confiar plenamente, con todo su corazón, en un relato que no tiene ningún valor histórico.
El cristianismo, sin embargo, ha podido beneficiarse de una duda favorable, porque es una religión de la Historia y ha basado su escatología y sus revoluciones internas (por ejemplo, el cesaropapismo o el papismo de Gregorio VII) en la Historia de los hombres. En los Evangelios, por otra parte, ¡cuántas veces se preocupa por inscribir la gesta de Jesús en la realidad de la sociedad judía de la época! La religión de Cristo es una espiritualidad que solo puede basarse en hechos que nunca vuelven a repetirse. Lo hecho, hecho está. Es una fuerza, pero también una debilidad, si se ponen en duda esos «hechos».
Pero cuando en el siglo XIX se impusieron las ciencias del tiempo largo, el naturalismo, la zoología, la paleontología, la geología, las ciencias de la prehistoria y de la larga duración, se produjo un violento conflicto entre esta visión diacrónica de la evolución de las especies y de la naturaleza y lo que se propone en la Biblia, especialmente en el Antiguo Testamento. Al retrasar indefinidamente la edad del mundo y la aparición del hombre, se pusieron en tela de juicio las «verdades» bíblicas. La Iglesia anglicana, en particular a través de la voz de W. Buckland, intentó hacer las paces con el diablo, recuperando ciertos descubrimientos, como los fósiles de animales más o menos gigantes, enterrados en las profundidades de la tierra, afirmando que se trataba de animales ahogados por el Diluvio. Pero el Génesis no podía inscribirse en el gran relato positivista de la ciencia de la Tierra y las especies. El mono se burlaba de Adán y Eva.
El cristianismo, al pretender estar en consonancia con la historia positiva, rechazaba el mito, a diferencia del paganismo. Para él, el mito, la «fábula», el «mythos», es una mentira. Que Europa fuera raptada por Zeus transformado en toro blanco es una fabulación. Que Adán y Eva comieran el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal y que la serpiente les sugiriera convertirse en dioses, es lo que realmente ocurrió. Que Prometeo robara el fuego a Zeus y fuera castigado por ello siendo atado al monte Cáucaso, con su hígado devorado eternamente por un buitre, es una fábula de borrachos.
El mito, hay que recordar, es un relato (mythos) que explica por qué las cosas son como son. En cierto modo, compite con la demostración científica, pero se desarrolla de otra manera, en la imaginación. No por ello es menos eficaz. Durante mucho tiempo, quizá el 99 % de su existencia como seres humanos, los hombres han construido su vida sobre visiones míticas. Y siguen haciéndolo. Pero estos mitos, en la medida en que daban sentido a las acciones, a la vida, se situaban «in illo tempore», en aquel tiempo, como se dice en los cuentos. Eran «verdaderos», pero al mismo tiempo pertenecían a una dimensión que era la de los dioses, o a una época en la que estos estaban muy presentes.
Al rechazar la legitimidad del mito, alegando una veracidad histórica que no podía tener, el cristianismo se condenó a entrar en conflicto violento y frontal con las ciencias de la época. No iba a salir indemne. Por el contrario, el paganismo, que siempre ha distinguido innumerables órdenes de realidad, puede gestionar contradicciones que no lo son, ya que se derivan de la multiplicidad de los estados del ser. La unilateralidad, la intolerancia, la reducción del campo de interpretación de la historia humana o natural, que caracterizan al judaísmo y sus avatares, los condenan al destino del roble orgulloso y rígido quebrantado por la tormenta, mientras que la caña se dobla, pero no se rompe.