Roberto Pecchioli
En tiempos de cultura de la cancelación, en que incluso la música de Beethoven y las epopeyas de Homero son criticadas según el inapelable juicio del presente; en la que Shakespeare es acusado de sexismo, antisemitismo y desprecio por los discapacitados, resulta curioso que una de las obras más significativas de la literatura inglesa, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe (1660-1731), rara vez sea cuestionada. Publicada en 1719, gozó inmediatamente de un éxito extraordinario que perdura hasta nuestros días, aunque hoy se la considera más bien una obra maestra de la literatura infantil. La trama es muy conocida: el marinero Robinson escapa del naufragio de su barco y desembarca en una isla desierta donde vive solo durante doce años. Se las arregla como puede, redescubre su fe en Dios y entonces conoce a un nativo, un “buen salvaje”, al que rescata de una tribu caníbal. Lo llama Viernes por el día de la semana en que se cruza con él; lo educa, le enseña inglés y lo convierte en súbdito. Al cabo de veintiocho años, Robinson consigue regresar a la civilización junto a Viernes para vivir con él más aventuras. Su isla, mientras tanto, se convierte en una pacífica colonia española de la que es nombrado gobernador.
Pocas tramas son más políticamente incorrectas que la de Robinson. ¿Por qué, entonces, no es atacado por los “woke” con la vehemencia que no perdona a Dante, a Miguel Ángel —su Capilla Sixtina representa culpablemente solo a blancos— y hasta a Aristóteles, repudiado por haber justificado —en la Grecia del siglo IV a.C.— la esclavitud? Incluso los furiosos woke tienen una correa y una cadena, la del nivel superior del globalismo, la de los amos que los han colocado en la silla, a la cabeza de los periódicos, las cadenas de televisión, las editoriales y los grandes estudios del entretenimiento. La razón es sencilla: Robinson es un símbolo, la representación perfecta de su ideología, uno de los mitos fundadores del individualismo liberal.
Defoe representa en Robinson el carácter de la Ilustración británica; el ascenso de la burguesía mercantil, triunfante a través de la sangre en la Gloriosa Revolución Proto-liberal de finales del siglo XVII; la creencia en la razón; la religiosidad moralista puritana, todavía presente —aunque trocada en sus valores— en la actual cultura anglosajona de la cancelación. Robinson exalta la mentalidad individualista que subyace en la naciente sociedad capitalista. Lucha por doblegar la naturaleza en función de sus necesidades, por dominar el ambiente salvaje confiando solo en sus fuerzas, iluminadas por la razón y apoyadas por la tecnología. James Joyce vio en el libro el manifiesto del utilitarismo inglés, que tuvo a principios del siglo XIX en Jeremy Bentham a su mayor teórico. El personaje de Viernes fue retomado por Jean-Jacques Rousseau en el arquetipo pedagógico del “buen salvaje” del Emilio.
Por eso Robinson escapa a la censura: en su retorcida lógica es políticamente correcto, o al menos aceptable. La corrección política es una forma de mentira y debe ser contrarrestada no con su antónimo, la incorrección, sino con la verdad. En la Europa de la época de Defoe, nadie era un náufrago en el mar de la historia. La sociedad tradicional era un conjunto de raíces, dependencias mutuas y lealtades de las que dependía la supervivencia de la comunidad: un todo orgánico, una inmensa familia, una forma casi biológica en la que el espíritu de la tierra y de las generaciones anteriores confirmaban las costumbres y creencias colectivas sin necesidad de constituciones escritas.
La idea del individuo es producto del ingenio literario, no de la naturaleza humana. Para el lector de los siglos XVIII y XIX, el ejemplo de Robinson Crusoe, el hombre que cuida de sí mismo y consigue optimizar los escasos recursos con iniciativa y conocimientos técnicos en una isla desierta, se convirtió en la parábola favorita del liberalismo europeo y americano, del que Daniel Defoe fue —sin saberlo— el primer profeta. Luego otras fábulas con más fortuna acompañaron el desarrollo del mito: los vicios privados que se convierten en virtudes económicas (Mandeville); la mano invisible del mercado que todo lo regula y resuelve a partir del interés (Adam Smith); la ley que hace de una quimera, la búsqueda de la felicidad (pursuit of happiness) consagrada en la constitución americana, un objetivo de gran fuerza simbólica.
El hombre racional —independiente, libre, despojado de restricciones, abstracto, náufrago sin historia y sin raíces— es el ancestro, el tótem del homo oeconomicus contemporáneo: apátrida, una mónada perfectamente intercambiable con cualquier otra empeñada en la producción y el consumo. Asombrosa la paradoja del individualismo: millones de átomos idénticos convencidos de que son únicos. La debilidad de la aventura robinsoniana es que exige primero el naufragio, la soledad, la ausencia de vínculos sociales. Al final, el inglés árido y sombrío acaba encontrándose con un Viernes. El náufrago ilustrado y “civilizado” coloniza al salvaje, al inocente Calibán de La Tempestad de Shakespeare, que cae en sus manos, le da un nombre —una manifestación absoluta de poder, un acto que sólo puede realizarse con un bebé o una mascota—, lo reduce a sus categorías morales y lo somete a un proceso paternalista de aculturación que lo desnaturaliza.
Estas mismas acciones demuestran que Robinson no es un individuo que surge de la nada, sino una persona con raíces culturales, identitarias, espirituales: sin la herencia milenaria del cristianismo, probablemente se habría comido o matado a Viernes. Sin su educación, el aprendizaje de la división del trabajo y la tecnología, no habría explotado a su siervo de forma tan rentable. Al fin y al cabo, los ingleses llevaban traficando esclavos desde el siglo XVI con la bendición de una corona que otorgaba a los empresarios del robo y la inhumanidad, como Francis Drake y Walter Raleigh, una autorización específica, la “patente de corso”, y los erigía en barones gracias a sus penosos éxitos. Robinson Crusoe fue un libro de enorme éxito en la Europa de la Ilustración, y apenas hay ensayista de la época que no lo cite.
Bernardin de Saint Pierre —escritor y científico—, Chateaubriand, incluso Rousseau, encontraron inspiración en este clásico que ha hecho las delicias de innumerables infancias, incluida la nuestra. Pero Robinson tuvo que acabar en una isla desierta, convertirse él en un naufragio, en un átomo humano a la deriva para llegar a ser uno de los héroes del individualismo liberal. Y convertirse en una especie de Juan el Bautista —un precursor que anuncia el nacimiento de los que vendrán después de él— de la modernidad incipiente, de un hombre nuevo empeñado en fundar su paraíso sobre las ruinas del mundo tradicional. Paradójicamente, los que se convirtieron en paladines del individualismo fueron personas sólidamente organizadas en gremios y corporaciones, accionistas de bancos y fundadores de las primeras compañías de seguros, personajes respetables miembros de “cofradías” y gremios comerciales, de la burguesía retratada por Rembrandt y Frans Hals, y de los primeros aedianos de la epopeya secular del comerciante, sus mecenas.
El dinero siempre ha necesitado leyes, gendarmes, prisiones, estados, jueces. Robinson era la imagen que las potencias emergentes de los siglos XVIII y XIX tenían de sí mismas, una idealización del individuo proactivo que permitía a unos pocos, como el progenitor de Kurtz en El corazón de las tinieblas, explotar sin piedad a una masa de millones de Viernes de piel blanca y religión cristiana. Los académicos anglosajones no se preocupan por esa gigantesca explotación indiferente a la raza y no reclaman reparaciones históricas para los herederos de los europeos blancos pobres. Es la mística invertida —intocable— del liberalismo, cuya neutralidad/indiferencia moral es la justificación de toda nefandad cometida en nombre del interés propio. La historia desencadenada por el tipo humano del que Robinson es el héroe epónimo es dramática: duras leyes contra los pobres, cercamientos de los campos comunales (los cercamientos que empujaron a millones de campesinos privados de subsistencia en las fábricas), los infiernos industriales de Manchester y Birmingham, los terratenientes ensalzando las virtudes morales del trabajo infantil en las minas y las hilanderías.
Inglaterra, dominada por la oligarquía que aún hoy es su arquitrabe, fue la primera en pensar en limitar el crecimiento de la pobreza, no mediante una distribución justa de la renta, sino poniendo límites a la reproducción biológica de los miserables. La progenie controlada como ganado humano proletario, esbozada por el reverendo Malthus, es llevada hoy a la práctica por el globalismo antihumano, que considera filantrópicos el aborto y la eutanasia. “Su interés superior”, reza la sentencia que condenó a muerte al niño enfermo Alfie por falta de cuidados.
Desde los tiempos de Robinson, los ricos han dado lecciones de moral: las guerras del opio en Oriente se desencadenaron en defensa del libre comercio. ¿Puede sorprendernos la indiferencia actual ante la propagación de las drogas? Robinson el utilitario, inagotable homo faber, es el protagonista de la agonía de la belleza (¿para qué sirve?): lo feo a gran escala, la funcionalidad como ícono del beneficio y máxima expresión de la racionalidad liberal. Karl Friedrich Schinkel, el gran arquitecto neoclásico prusiano, visitó las ciudades industriales de Inglaterra y las vio oscuras, llenas de humo, desprovistas de servicios, rebosantes de humanidad empobrecida y desgreñada bajo los “negros molinos satánicos” que odiaba el poeta William Blake. Se marchó llorando: era un hombre del Antiguo Régimen. La Revolución Industrial inglesa, que comenzó en tiempos de Defoe, fue la primera revolución liberal, más que la estadounidense de 1776. La francesa fue un caos provocado por el vacío de una nobleza libertina que había renunciado a su papel dirigente.
El liberalismo es el brazo político de un sistema que encontró en la socialdemocracia una servil válvula de seguridad. El capitalismo requiere orden, disciplina, horarios, división del trabajo; Charles Chaplin en Tiempos Modernos retrató la cadena de montaje con la precisión plástica del genio. La explotación intensiva de esos infiernos (¡almacenes de plusvalía!) emplea a peores matones que los de las minas de las Indias. El niño y la mujer se convierten en instrumentos del proceso de producción. La expansión de los mercados exige la destrucción de las sociedades tradicionales: cualquier transformación del sistema de producción impone innumerables sacrificios. En España las desamortizaciones del siglo XIX provocaron la transformación de los campesinos en jornaleros hambrientos, en destrucción de patrimonio artístico, en la deforestación y en un estado de guerra civil permanente. Los liberales llevaron la libertad a quienes podían permitírsela. El sufragio censitario fue el tosco antepasado de la partidocracia actual, en la que el pueblo aclama a los candidatos pagados por los oligarcas.
La democracia es formal porque el poder reside en los directorios empresariales. Los mercados, hipóstasis terrenales de la divinidad, deciden mejor que nosotros. El individualismo del náufrago Robinson es una reivindicación ideológica, comercial. Un ácido disolvente y nihilista que corroe toda forma de comunidad, destruye todo vínculo, cercena toda raíz. Viernes pierde su nombre, su dios, su lengua y su memoria. Solo así puede servir a Robinson. Se cumple así la deriva materialista del náufrago Crusoe, convertido en gobernador colonial. Su mentira debe ser contrarrestada con una verdad perdida: el materialismo es el derrumbe de toda moralidad. Esta es la lección de Giovanni Gentile en Génesis y estructura de la sociedad. “El hombre realiza una acción universal que es la razón común a los hombres y a los dioses, a los vivos, a los propios muertos e incluso a los no nacidos”. No es un átomo solitario; ni Robinson ni Viernes: el hombre vive y se convierte en persona en la medida en que crea y transmite civilización, no productos. “En el fondo del yo siempre hay un Nosotros, que es la comunidad a la que se pertenece y que es la base de su existencia espiritual, que habla con la boca, siente con el corazón, piensa con el cerebro”. Robinson es el gélido padre del yo contemporáneo; Viernes el siervo necesario, alejado de su destino original, de su pueblo, de su nombre. La mentira de Robinson es un exigente supremacismo de prendas de lujo que se venden muy caras.