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Del Estado-nación al Estado-civilización: una revolución geopolítica en ciernes. Un análisis de Gérard Dussouy

Del Estado-nación al Estado-civilización: una revolución geopolítica en ciernes. Un análisis de Gérard Dussouy

Por Administrator
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directorelespiadigitales/8/8/23
martes 04 de febrero de 2025, 22:00h
François Bousquet
Gérard Dussouy, en un ensayo fascinante, explora la transición de una globalización liberal a una globalización pluriversal, en la que las especificidades culturales y civilizatorias vuelven a ocupar un primer plano. Así es como funciona y razona el Estado civilización, un modelo en el que, a diferencia del Estado-nación westfaliano, las nociones de poder e identidad cultural están inextricablemente entrelazadas. Estos Estados-civilización tienen una larga historia y demuestran la resistencia de las identidades culturales frente a los excesos universalistas de Occidente. Ya es hora de que Europa lo entienda si quiere desempeñar un papel en el nuevo equilibrio mundial que está surgiendo.
ÉLÉMENTS: ¿Qué le ha llevado a replantearse el concepto de Estado-civilización? ¿Puede el debate geopolítico contemporáneo prescindir de él?
GÉRARD DUSSOUY: Desde el comienzo de mis estudios y mis trabajos en economía, geografía, historia y ciencias políticas, me han interesado las grandes áreas y los conceptos de imperio y hegemonía. Los hechos parecen confirmar las predicciones del geógrafo Frédéric Ratzel y del sociólogo Norbert Elias. Según Elias la ampliación y creciente complejidad de las áreas políticas es un fenómeno histórico demostrado. El siglo XX fue testigo de la aparición y el dominio de Estados continentales (EE.UU., URSS). Sin embargo, desde principios del siglo XIX, como resultado del cambio civilizatorio en las relaciones internacionales tras el colapso de las ideologías mesiánicas (aunque el liberalismo saliera victorioso de la Guerra Fría), el concepto de Estado civilización, propuesto por los chinos, ha surgido como una continuación del Estado continente o se ha superpuesto a él.
Incluso si, en ciertos casos, su base puede ser más estratégica que científica, este concepto tiene la ventaja de no separar lo material de lo inmaterial, la naturaleza o el poder de la cultura, a la hora de comprender el nuevo mundo. El mundo postglobalización que está emergiendo es un pluriverso civilizatorio (y ciertamente no occidentalizado). La redistribución del poder combinada con el renacimiento de los etnocentrismos civilizatorios está cambiando por completo las perspectivas geopolíticas. En el horizonte se vislumbra una bipolaridad China/Estados Unidos y la búsqueda de un nuevo equilibrio mundial, esencialmente euroasiático, que movilizará a una serie de actores, pertenecientes a diferentes esferas civilizatorias, con capacidades estratégicas dispares.
ÉLÉMENTS: ¿Por qué considera que China es el modelo más exitoso de Estado-civilización?
GÉRARD DUSSOUY: Me gustaría dejar claro de entrada que presentar a China como el modelo del Estado-civilización no significa que pueda reproducirse. Ni siquiera que se haya logrado completamente, ya que el Estado chino no cubre todo el espacio confuciano. Pero China es el caso (tipo ideal) más notable y con el que podemos medir a quienes aspiran a ese mismo estatus. La antigüedad, longevidad, homogeneidad y continuidad del pensamiento político en el Imperio-Estado chino, a pesar del budismo y del periodo maoísta, no tienen parangón. A modo de comparación, es como si el Imperio Romano, doscientos años más antiguo que China, hubiera sobrevivido hasta nuestros días conservando su base ideológica grecolatina y conservándola sin negar préstamos de otras civilizaciones.
ÉLÉMENTS: ¿De qué manera el auge de otras civilizaciones representa una ruptura con el orden mundial liberal dominado por Occidente?
GÉRARD DUSSOUY: Las civilizaciones no son actores políticos. Por lo tanto, no pueden contribuir directamente a un orden mundial. Son espacios temporales específicos que reúnen, a lo largo del tiempo, comunidades humanas que comparten una experiencia histórica común y una concepción común del mundo, de la vida, del arte y de la organización social.
Por ello, el concepto de «Estado-civilización» o el de «Estado faro» de Samuel Huntington, menos extendido y menos coagulador, son aportaciones fundamentales, porque designan maquinarias políticas capaces de hacerse cargo de las aspiraciones civilizatorias, además de instrumentalizarlas.
Dicho esto, es un hecho que las nuevas potencias no occidentales están desafiando la hegemonía occidental y liberal. China, en nombre de la civilización que ha sido durante milenios, es el protagonista más destacado. Está desarrollando rápidamente los medios para alcanzar sus ambiciones. Está extendiendo su influencia a través de los BRICS, de los que es el verdadero líder, y de la Ruta de la Seda. Mejor y más de lo que Japón pensó que podría a finales de 1960, y puede decir no a las ordenes occidentales. El Islam, de manera brutal y desordenada, a la espera sin cesar de un Estado faro, hace lo mismo; la India, a su manera sutil pero decidida, igual; y lo mismo aplica a la Rusia nacionalista. Estos son los polos civilizatorios del nuevo orden mundial.
ÉLÉMENTS: ¿Cómo explica el fracaso de las élites occidentales a la hora de anticipar la redistribución mundial del poder?
GÉRARD DUSSOUY: La arrogancia del vencedor, la inhibición ideológica y la incomprensión del mundo y de los Otros explican sin duda la ceguera de las élites occidentales ante las consecuencias reales de la globalización (acentuación de las desigualdades y desestabilización de las sociedades) y, más concretamente, ante la remodelación del mapa geopolítico. La victoria del liberalismo sobre el sovietismo hizo creer que por fin se había eliminado la última barrera que se oponía a la generalización del mercado, por supuesto, pero también a la transformación de las sociedades consideradas menos avanzadas, en términos de moral y de regímenes democráticos, que ahora debían inspirarse en los modelos europeos o estadounidenses, por supuesto. A finales del siglo pasado, la fuerza del etnocentrismo occidental era tal que varios políticos, sobre todo franceses, llegaron a China para darle lecciones.
El éxito político de Occidente ha reforzado las convicciones ideológicas de sus élites hasta el punto de enredarlas en su propia inhibición. Esto es especialmente cierto en Europa, donde se niegan a analizar las relaciones internacionales en términos de relaciones de poder. Estas élites creían que el mundo se había convertido en lo que ellas querían que fuera (fin del poder, regulación social de una humanidad sin fronteras, convivencia nacional y, por qué no, mundial) y que seguiría siendo así. Como esperaban desde hace tiempo que fuera, sabiendo que se adhieren a una ideología progresista, basada en residuos marxistas, más que liberales. Su maquinaria conceptual (en Francia: la educación nacional, los institutos universitarios, incluida la demasiado famosa Sciences Po Paris, los medios de comunicación) ha moldeado generaciones de una clase política y mediática incapaz de captar las realidades globales. Además, los estudios que permitían acceder al conocimiento del mundo se han abandonado o se han podado o «aclimatado» en gran medida a la visión del mundo que se quiere transmitir.
ÉLÉMENTS: ¿En qué sentido la noción de «pluriversidad civilizatoria» pone en tela de juicio la universalidad de los derechos humanos?
GÉRARD DUSSOUY: Como explicó Max Weber, cada civilización tiene su propio paradigma de humanidad. En consecuencia, la concepción universal o universalista de los derechos humanos en Occidente se ve cuestionada por la existencia tangible y probada del pluriverso. De hecho, es difícil imaginar que la formulación occidental pueda seguir acreditando durante mucho tiempo un estatus de valor superior al basado en tradiciones que privilegian al individuo como colectivo, como el Ren confuciano, por ejemplo. Sin embargo, no se trata de una negación de los derechos humanos, sino de una reapropiación de su definición. Para Raimundo Panikkar, sociólogo indio, hay que permitir que cada comunidad civilizacional «formule sus propias nociones homeomórficas correspondientes u opuestas a los “derechos” de la concepción occidental».
ÉLÉMENTS: ¿Qué papel ve usted para el Islam en esta reconfiguración de las relaciones internacionales?
GÉRARD DUSSOUY: Las relaciones internacionales de los últimos años han demostrado que el Islam es un factor a tener en cuenta. Esto se aplica a Estados como Turquía e Irán, al menos a escala regional, pero aún más y sin ninguna duda a lo que se conoce como movimiento islamista y su estrategia basada en el terrorismo. Aunque esencial, este factor es sobre todo perturbador, porque si bien el Islam político es capaz de desestabilizar una región o una sociedad, nunca ha sido capaz de estabilizar una situación a su favor.
Desde una perspectiva civilizatoria, el Islam político tiene dos caras en la vida internacional. Por un lado, encarna la resistencia al orden liberal occidental. La mayoría de las veces obedeciendo a consignas que parecen muy retrógradas (Afganistán). Pero en algunos casos, se acomoda a este orden e integra ciertas formas de modernización (Arabia Saudí). A la larga, esto podría resultar más eficaz. Por otra parte, debido a su expansión demográfica, sobre todo en Europa, el Islam no se aparta de su tradición de conquista. Junto con la demografía africana, el Islam es el principal desafío al que se enfrenta Europa. Pero a falta de un Estado civilizador, o incluso de un Estado faro (de hecho hay varios competidores para este papel), no es posible considerar al Islam como arquitecto del orden mundial.
ÉLÉMENTS: ¿Qué riesgos ve en la rivalidad chino-estadounidense por el equilibrio mundial? ¿Puede lograrse la actual transición hegemónica sin que se produzcan grandes conflictos entre las grandes potencias?
GÉRARD DUSSOUY: De lo único que podemos estar seguros (a menos que uno de los dos protagonistas se derrumbe internamente) es de que la relación (o rivalidad) chino-estadounidense determinará en exceso las relaciones internacionales en los próximos años. En otras palabras, determinará las alianzas que se forjen. Creo que se orientarán hacia la consecución de un equilibrio euroasiático, con una geometría más o menos variable, en función del nuevo mapa geopolítico mundial y teniendo en cuenta los cambios regionales que aún cabe esperar, sobre todo en Oriente Medio. Porque sólo China tendrá eventualmente la capacidad (una vez que haya adquirido su equipamiento militar) de desafiar abiertamente la hegemonía de Estados Unidos, que ya refuta. Sabemos que, en la historia, las fases de transición hegemónica han desembocado a menudo en conflictos. Sin embargo, es muy difícil hacer proyecciones de futuro.
Algunos creen que podría estallar un conflicto chino-estadounidense en torno a Taiwán, sobre todo si la guerra ruso-ucraniana se decanta a favor de Moscú, porque piensan que ello animaría a Pekín a actuar de la misma manera, aunque ello supusiera romper con su legendaria prudencia. Sin embargo, a pesar de su importancia geoestratégica (contención oceánica de China), Taiwán no es una cuestión territorial para Estados Unidos, con un valor histórico y simbólico comparable al de Ucrania. En cuanto a utilizar Taiwán como pretexto para una guerra preventiva, el riesgo parece desproporcionado en relación con lo que está en juego.
La situación internacional podría volverse verdaderamente agónica el día en que China, si prosigue su ascenso económico y financiero, esté en condiciones, gracias a su influencia mundial, de poner fin a lo que un economista ha llamado el «privilegio exorbitante del dólar». En otras palabras, la capacidad de Washington para manejar su moneda nacional, que también sirve de moneda internacional, según sus propios intereses.
En la nueva configuración mundial que se está naciendo, conviene subrayar que China no es el enemigo de Europa, aunque sí un formidable competidor comercial y tecnológico. Nuestros dirigentes harían bien en reflexionar sobre ello antes de seguir los pasos de Estados Unidos.
ÉLÉMENTS: Usted critica la arrogancia liberal. ¿Qué indicios ve de una posible renovación de este modelo en crisis?
GÉRARD DUSSOUY: Aunque la economía de mercado ha alcanzado sus límites geográficos, al haberse globalizado, la sistematización de sus reglas ultraliberales parece estar en declive. La primera causa es que el propio Estados Unidos, que ha sido el motor de la globalización, se encamina con Trump hacia una política comercial puramente mercantilista, más que proteccionista. Desde hace tiempo, los estadounidenses son de los que ya no acatan las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que ellos mismos crearon. La segunda razón es que la fase de arrogancia liberal ha desestabilizado demasiado a las sociedades que han empezado a reaccionar, siendo los estadounidenses los primeros con su última votación presidencial. La Unión Europea es el último organismo que persiste en esta dirección (véanse las negociaciones con Mercosur). Su obstinación le ha valido la desaprobación de gran parte de sus pueblos, al tiempo que ha debilitado a la Unión al impedir que las empresas europeas se concentren en los grandes temas industriales, científicos y tecnológicos. Dicho esto, la era del libre mercado no ha terminado, sencillamente porque el estatismo y el colectivismo han demostrado su incapacidad para cumplir sus promesas. Pero surgirá un nuevo modelo, en el que la tecnología será más preponderante que nunca y concentrará un poco más el poder económico y el conocimiento. Otro motivo de preocupación para las naciones europeas, incapaces de reformarse y adaptarse, socialmente hablando, además de unirse.
ÉLÉMENTS: ¿Cree que aún es posible que Occidente se adapte a esta nueva era civilizatoria?
GÉRARD DUSSOUY: Occidente no es una entidad geopolítica en sí misma (a menos que la equiparemos con el espacio hegemónico de Estados Unidos y analicemos su funcionamiento únicamente en función de los intereses de este último). Su unidad civilizatoria es más artificial de lo que parece (salvo en el caso de sus componentes anglosajones, potencialmente), o está en vías de deshacerse como consecuencia de los cambios demográficos y culturales que la impulsan. Por lo tanto, es poco probable que se adapte al nuevo orden mundial como una entidad única o con un impulso único. Occidente se adaptará, o no, en función de su centro y de sus periferias.
Los Estados Unidos de Trump han iniciado su reconversión con un notable esfuerzo de reindustrialización, autonomía energética y, por supuesto, el estruendoso lanzamiento de nuevas tecnologías basadas en la inteligencia artificial, bajo el impulso de Elon Musk. También avanzan hacia la creación de una gran área norteamericana unida, preservada y autosuficiente en energía y minerales. Esto es lo que implica la oferta del futuro Presidente a Canadá de unirse a Estados Unidos. Y no es algo que deba ridiculizarse, como ocurre en Europa, por el aplomo y locuacidad de Trump. Además, más allá de las protestas de Ottawa, si la iniciativa llegara a cuajar, hay que tener en cuenta que, dada la proximidad cultural de un agricultor o un habitante de Manitoba o Alberta en el lado canadiense, con sus homólogos de las Grandes Llanuras y Mesetas del Medio Oeste estadounidense en el otro lado, la integración plantearía pocas dificultades. Quizá un poco más para Quebec. En cuanto a la reiterada propuesta de comprar Groenlandia a Dinamarca, que no carece de audacia, forma parte de la misma estrategia. Como el deseo de restablecer el control estadounidense sobre el Canal de Panamá. Toda esta proyección continental no significa en absoluto su retirada del mercado mundial, que Estados Unidos necesita demasiado por las oportunidades que ofrece. Pero es la mejor manera de volver a entrar en él desde una posición de fuerza.
Australia y Nueva Zelanda se han unido definitivamente al redil estadounidense, tan temerosas están de China. Como en el caso del Canadá anglófono, la proximidad lingüística y cultural facilita el acercamiento. La situación se complicará para Japón, que tendrá que movilizar una gran diplomacia para tener margen de maniobra entre China y Estados Unidos.
En cuanto a los Estados europeos, que no vieron venir la convulsión mundial en curso, se han puesto en muy mala posición al no impedir la guerra entre Ucrania y Rusia, que ahora se lleva quién sabe adónde su nacionalismo exacerbado. Los europeos no sólo se han impedido así crear una gran zona de cooperación con Rusia (una Casa Común, como propugnaba Gorbachov), como va a hacer Estados Unidos con toda Norteamérica, sino que van a tener que pagar a Washington un precio más alto que nunca para que la OTAN siga garantizando su seguridad. Esto sucederá porque los estadounidenses no tienen ninguna intención de perder el mercado europeo y están deseosos de conservar su cabeza de puente en Europa, ya sea contra Rusia, que no debe subestimarse su determinación, o, más adelante, contra China.
ÉLÉMENTS: ¿Tiene Europa, como entidad cultural y política, las bases necesarias para transformarse en un Estado-civilización, o está condenada a seguir siendo un conglomerado de Estados-nación fragmentados? ¿Cómo puede la Unión Europea superar sus divisiones internas y afirmar una identidad civilizatoria coherente frente a modelos de Estado-civilización como China e India?
GÉRARD DUSSOUY: A la vista de lo que se deduce de la observación del comportamiento o del análisis de las declaraciones de los gobiernos europeos, por un lado, y de la impotencia de la Unión Europea para definir una estrategia de autonomía militar, diplomática y tecnológica para su propio espacio, por otro, es difícil prever cómo la vieja Europa (en el pleno sentido del término) podrá salir de la fragmentación y la subordinación. La principal tendencia que se perfila es la de un deterioro gradual de la situación económica y social, y un empeoramiento de la inseguridad tanto interna como externa. Al final, como ya ha ocurrido con la industria alemana, las poblaciones más dinámicas y productivas huirán a Estados Unidos. El quid pro quo, si esa es la palabra correcta, será la tercermundización de Europa con la afluencia de gente del Sur.
¿Cómo detener este proceso? En Europa necesitamos tanto la conciencia de la realidad como la voluntad de afrontarla. Hay que poner en tela de juicio las instituciones existentes, en particular los Estados-nación, que han quedado obsoletos. Los pueblos y las naciones de Europa deben reconocer que forman parte de un mismo todo: la civilización europea, que, como la china, se remonta a la Antigüedad y merece ser preservada. Sabiendo que, al hacerlo, estarían asegurando su futuro, obviamente compartido. Y que ya es hora, dado el nuevo orden mundial, de poner fin al ciclo de las nacionalidades (o peor aún, de los nacionalismos), que sólo puede acabar mal. En favor de la comunidad civilizacional, en nombre de los periodos más prósperos de comunión, intercambio y puesta en común de bienes e ideas y así revivir y prosperar una intersubjetividad europea unida.
ÉLÉMENTS: ¿Es compatible la concepción europea de los derechos humanos y de la democracia liberal con la emergencia de un modelo de Estado-civilización o debe revisarse radicalmente para responder a los nuevos retos mundiales?
GÉRARD DUSSOUY: El surgimiento y la construcción de un Estado-civilización europeo presuponen que los europeos vuelvan a centrarse en sí mismos, tanto social como como cultural e idealmente. Esto es evidente, porque si el proceso no es consciente, conducirá, y ya está conduciendo (en Asia, Oriente Medio y África), al rechazo de los demás o, como mínimo, a la reorganización política del mundo. En el peor de los casos, si los europeos persisten en su universalismo, no se tratará de reenfocar las cosas, sino de borrarlas.
En cuanto a la democracia, debe considerarse inherente a la propia diversidad europea, dados los numerosos matices culturales nacionales y regionales que hay que tener en cuenta. Al mismo tiempo, esta complejidad europea exige una reflexión positiva sobre la democracia, que vaya de la mano de los trabajos sobre el federalismo, para que el sistema político europeo sea lo más eficaz posible (lo que no ocurre con la Unión Europea), y más respetuoso con las libertades fundamentales y locales que con ciertos ritos electorales que favorecen la acumulación de incompetencias. También se trata de evitar el mayor número posible de abusos y disfunciones (endeudamiento, despilfarro de recursos), como ocurre en la democracia liberal contemporánea, caracterizada por una irresponsabilidad generalizada.
ÉLÉMENTS: ¿Pueden coexistir las identidades nacionales con la emergencia de las civilizaciones como marco dominante? Usted menciona el riesgo de fragmentación interna en las democracias occidentales. ¿Qué papel podría desempeñar el populismo en esta dinámica?
GÉRARD DUSSOUY: Si partimos del principio de que una civilización es un Todo del que las naciones son partes porque tienen las mismas raíces, y aunque hayan conocido trayectorias diferentes y a veces conflictivas, la soldadura o fusión de destinos, por necesidad, es racional y viable. Esto es así en cuanto los acuerdos políticos establecidos permiten el ejercicio conjunto de la soberanía y el respeto mutuo de las entidades regionales y lingüísticas y de las tradiciones nacionales. En cualquier caso, la historia no puede borrarse de un plumazo. Pero si aceptamos que, en el nuevo mundo, los europeos comparten hoy un destino común, y que el separatismo conduce a la impotencia, lo único que queda por hacer es encontrar un equilibrio entre una centralidad europea esencial y una gestión social y cultural autónoma que satisfaga a las unidades históricas implicadas.
Sin embargo, la cuestión planteada por el sociólogo Michel Crozier hace unos cincuenta años sobre si las sociedades democráticas occidentales siguen siendo gobernables es más pertinente que nunca. Se han fragmentado tanto desde el punto de vista étnico, social y, podría decirse, tecnológico. Tenemos todo el derecho a creer que lo que es cierto a escala nacional no hace sino empeorar a escala europea. La proliferación del populismo es, desde este punto de vista, el mejor testimonio de la creciente complejidad de la sociedad y de sus problemas.
La fragmentación étnica está directamente relacionada con la inmigración y empeorará mientras ésta continúe. Esto plantea la cuestión inmediata de detener la inmigración y, a largo plazo, la cuestión más difícil de reducir la fragmentación étnica o religiosa. El empeoramiento de las desigualdades y disparidades sociales también contribuye a la fragmentación de la sociedad. Pero la fragmentación también tiene un origen técnico. Está causada por la rápida expansión de las redes sociales, tras la explosión de las tecnologías de la comunicación. Como resultado, la digitalización de la sociedad ha dado lugar a una democracia de muchos (cada persona encuentra los medios para expresar su propia opinión, que obviamente considera más relevante que la de los demás), cuyos estados de ánimo, cambios de opinión y expectativas variadas y contradictorias son difíciles de satisfacer o canalizar, y cuyos votos electorales son, en consecuencia, difíciles de predecir.
Es este contexto, tanto social como tecnológico, el que ha favorecido el renacimiento del populismo en sus diversas formas y obediencias. El fenómeno parece en cierto modo irreversible, dado hasta qué punto las élites se ven desbordadas por los problemas que tienen que resolver y que al mismo tiempo han creado. Desgraciadamente, al menos por el momento, el populismo se correlaciona con una regresión cognitiva en la opinión ordinaria. El debate parlamentario de hoy en Francia así lo atestigua. Es de esperar que no siga siendo así y que los movimientos populistas vean pronto surgir generaciones jóvenes, formadas y cívicas, que puedan así participar – preferentemente a escala europea, porque es lo decisivo – en la renovación (actualmente bloqueada por el sistema ideológico e institucional vigente) de las élites.
ÉLÉMENTS: ¿Podemos prever un diálogo civilizatorio realmente fructífero o las diferencias culturales seguirán siendo irreconciliables?
GÉRARD DUSSOUY: Las guerras de civilización del pasado fueron sobre todo guerras de religión. Pensamos inmediatamente en el conflicto entre el islam y el cristianismo y a veces entre el islam y el hinduismo. El problema de la cohabitación proviene de las civilizaciones cuyo motor y sistema de organización es la religión y más aún cuando se trata de una religión universalista y proselitista. Como es el caso de la religión musulmana o como fue el caso de la religión cristiana; porque, a partir de ahí, la civilización en cuestión quiere ser expansionista. No es el caso de las civilizaciones sin Dios, como China, o de muchas otras que han permanecido como civilizaciones cerradas. La actitud del Occidente moderno es ambigua debido a su concepción de los derechos humanos, que algunos de sus ciudadanos y dirigentes han elevado al nivel de una religión, y que a veces todavía pretenden imponer a los demás.
Pero si se consigue eliminar o reducir el factor religioso, el diálogo intercivilizacional es totalmente concebible, como lo sería el diálogo entre la civilización europea, que ha vuelto al pragmatismo, y la civilización china, que, por su propia naturaleza, ya lo incorpora.