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El laberinto metaontológico

El laberinto metaontológico

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directorelespiadigitales/8/8/23
viernes 20 de septiembre de 2024, 22:00h
Santiago Mondejar Flores
No me interesa tanto construir un edificio como tener una visión clara de los fundamentos de los edificios posibles
Wittgenstein
En su «Carta sobre el Humanismo» de 1947, Heidegger[1] desplaza la imagen del ser como lenguaje para caracterizarlo como la casa del ser, afirmando que el lenguaje es el ámbito en el que el ser reside y se manifiesta. Esta imagen de la casa transmite que el lenguaje no sólo acoge al ser humano, sino que también define el espacio en el que el ser puede aparecer. Heidegger sostiene así que el lenguaje dispone el espacio y la estructura necesarios para que el ser surja y se desarrolle, y señala que este lugar no solo sirve para expresar el ser, sino que también da forma al vivir en el mundo.
Esta idea no es disimil al concepto del Geltungssphäre de Emile Lask[2], que es menos un espacio proposicional que una esfera nomológica de objetos significativos; un reino de validez (para Lask, el objeto en sí mismo no es sino significado). Volveremos a Lask al final de este escrito. Por ahora, lo que nos interesa es subrayar la idea metafísica de que el lenguaje habilita un marco topológico en el que nuestras experiencias individuales se organizan y adquieren sentido, reflejando una realidad común que influye en nuestras interacciones y en cómo construimos los significados, por medio de operaciones mentales que se desarrollan fundamentalmente a través de la socialización de los sujetos, la cual está ontológicamente constituida por el espacio semántico del lenguaje, cuanto casa común.
La función de la mente consiste, entonces, en estructurar el universo al que pertenece, y esta estructura representa el registro de la inteligibilidad en relación con el mundo y el conocimiento: es solo mediante las estructuras semánticas superpuestas del lenguaje que la socialización se convierte en un espacio normativo para el sujeto, y las experiencias y los pensamientos, experimentados privadamente, únicamente se estructuran como tales en la medida en que están vinculados a dicho espacio normativo, a un tiempo objetivo e intersubjetivo, cuando no isotímico y megatímico[3].
Desde una perspectiva ontológica, pues, la semántica, entendida con Heidegger[4] topológicamente, no solo representa la realidad, sino que también permite organizarla y estructurarla. El estudio de lo semántico, en consecuencia, trasciende el análisis de las relaciones entre términos y sus significados, convirtiéndose en una exploración de cómo estas relaciones configuran el sentido y la estructura de la realidad. Estos son, en esencia, los elementos epistémicos con los que el filósofo italiano Giovanni Gentile[5] elaboró su noción de ontología de la existencia social, en la que postula que la realidad no es una entidad independiente del pensamiento, sino una construcción del acto de pensar, donde la existencia se realiza a través de la actividad del pensamiento, de manera que las relaciones y estructuras sociales son actualizaciones continuas del pensamiento en el locus social.
De ahí que para Gentile, la existencia social no constituya una entidad objetiva independiente, sino más bien una elaboración dinámica del espíritu y la actuidad humanas, manifestando cómo la realidad social está intrínsecamente ligada al pensamiento y la acción en un contexto social donde el individuo adquiere significado. La ontología de la existencia social, por consiguiente, da cuenta de la singularidad del sujeto, y se hace cargo de su relación con la realidad centrada del logos y la genuina aprehensión de la suidad[6] bajo criterios antropocéntricos.
La ontología de la existencia social à la Gentile dictamina, luego, que la sociedad y sus estructuras no son entidades objetivas que existen independientemente de los individuos, sino que se constituyen en el proceso del pensamiento y la acción colectiva. Para el filósofo italiano, la sociedad es un proceso constante de construcción, donde el yo y el nosotros se influyen mutuamente, trenzando una realidad compartida que no cabe entender sino como concausalidad.
Los trabajos de una nueva generación de realistas especulativos que han visto la luz en nuestros días abundan en esta idea, pero van un paso allende, reclamando un giro ontológico que critica el antropocentrismo en la teoría social y la filosofía, cuestiona, por un lado, la visión que reduce a los objetos a meros instrumentos de acción humana, y por el otro pone en tela de juicio la perspectiva que limita los objetos a manifestaciones de nuestras percepciones. Probablemente, los máximos representantes de esta corriente sean el intelectual católico Bruno Latour[7] con su teoría del actor-red, y el filósofo norteamericano Graham Harman[8], con su ontología orientada a los objetos. Ambos postulados convergen en lo sustantivo, por lo que, en conjunto, plantean una enmienda a la totalidad de la excepcionalidad humana en el marco de una alteridad radical basada en la proliferación de entidades. Si el primero no sólo impugna la centralidad del sujeto, sino que otorga autonomía a una red de actores humanos y no humanos (a partir de lo cual sostiene que la realidad social emerge de interacciones distribuidas en lugar de ser una creación exclusiva del pensamiento humano), el segundo aduce la existencia de objetos independientes de nuestras percepciones y concepciones, de tal manera que los objetos tienen una existencia propia e interactúan de maneras que trascienden sus relaciones con otros objetos y seres humanos.
Lo que plantean estos pensadores realistas implica en verdad una inversión de la intencionalidad fenomenológica (posfenomenológica, cabria decir), al reconfigurar la relación tradicional con el objeto y rechazar la atribución de cualidades subjetivas a éste. Por su parte, Harman reconceptualiza el objeto experimentado dentro de actos intencionales, partiendo de la noción heideggeriana del ser, pero entonces, para poder establecer la autonomía del objeto y reducir la primacía del sujeto, aplica una especie suspensión del juicio con respecto al sujeto, para liberar al objeto de sus ataduras con él, conservando no obstante cierta estructura fenomenológica.
Este cambio conceptual lleva a una alteración del conjunto de atributos existenciales asociados con el objeto, de manera que la conciencia y la subjetividad del ser se desvanecen, para que el objeto emerja con una vida inherente propia. En otras palabras, el objeto no queda limitado a ser una entidad pasiva, sino que, por contra, adquiere progresivamente autonomía, desvinculándose de su contexto originario para incoar una existencia independiente. Esto es, incurre, al cartesiano[9] modo, en cierto dualismo en cuanto idea de separación ontológica: los objetos son vistos como entidades autónomas que existen por sí mismas, sin depender de su relación con otros objetos o sujetos humanos. Tal cosa, además, implica una resistencia a la reducción: donde Descartes se centra en la separación entre mente y cuerpo como dos tipos de existencia, Harman enfatiza la autonomía de los objetos en y por sí mismos.
Con todo, su metafísica sistemática no está exenta de aporías. Es, por ejemplo, dudoso que el igualitarismo ontológico aplicado a todos los objetos logre vencer la fuerza centrípeta de los objetos dentro de la mente, dado que el giro ontológico propuesto solo es asible desde la intelección sentiente. A su vez, como consecuencia de la denegación de la existencia de un fundamento último para los objetos, a fin de evitar el reduccionismo, el igualitarismo ontológico tiende, por definición, a una regresión infinita.
A estas inconsistencias hay que añadir cierta fragilidad inherente al pluralismo ontológico, derivada del teorema que postula que se debe dar cuenta de todos los objetos por igual. Esto no implica que todo exista en igual medida, sino más bien que todo puede (y debe) ser considerado un objeto. Dicho de mejor modo: en el marco del pluralismo ontológico, aunque los objetos no sean igualmente reales, son igualmente objetos, lo que significa que algo puede existir como un objeto irreal que amerita su inclusión en el dominio del pensamiento ontológico, por representar un aspecto dado de la realidad.
Estas entidades no solo son irreales desde la objetividad, sino que se multiplican inmediatamente en cuatro modos distintos de ser: cada objeto es una entidad cuádruple, dividida en cuatro aspectos que nunca coinciden completamente entre sí: (a) el objeto real, (b) sus cualidades reales múltiples, (c) el objeto sensible y sus (d) cualidades sensibles múltiples. Además, las relaciones se dividen en fusión y fisión, generando diez conceptos relacionales principales: (i) fusión: causalidad – esencia, (ii) fusión: atracción – espacio, (iii) fisión: teoría – eidos, (iv) fisión: confrontación – tiempo, (v) sinceridad, (vi) disyunción, (vii) contigüidad, (viii) duplicidad, (ix) contracción y (x) emanación.
Naturalmente, esta forma de entender lo ontológico se opone al precepto de Guillermo de Ockham[10] de que las entidades no sean innecesariamente multiplicadas para describir de la realidad, y es, por el contrario, ónticamente inflacionaria, afanándose en integrar la más amplia gama de objetos posible para representar la realidad.
Además, el concepto de la esencia escondida de los objetos se caracteriza por su independencia respecto a todas las relaciones externas, y su existencia como separación de las partes constitutivas que la conforman. Esta esencia permanece inaccesible en su estado puro, dado que la sustancia se encuentra en una suerte de esfera eterna más allá del tiempo- y persiste como un remanente que posibilita el cambio, aunque tal cambio pueda causar la desintegración del objeto.
De acuerdo con tal pluralismo ontológico, las sustancias son ubicuas y no existe un último firme de elementos integrantes que explique todo lo demás; antes bien, como apuntábamos antes, se sumerge en una regresión indefinida de partes y todo: cada objeto es simultáneamente una sustancia y un complejo de relaciones, definida porque los objetos no pueden reducirse a integrantes de un todo mayor ni descomponerse en la suma de sus partes.
En síntesis, siempre queda algo oculto, de tal manera que ni siquiera podemos imaginar una entidad capaz de acceder completamente a todo lo demás, ya que la sustancia de un objeto es su ocultamiento, mientras que su aspecto relacional es su representación, lo que conduce a la ramificación de todos los objetos en modos múltiples y singulares de reclusión. Es patente que esta noción tiende a la circularidad, puesto que si los objetos están siempre ocultos y no pueden ser plenamente conocidos, cualquier afirmación sobre ellos es especulativa y circular, ya que la noción de ocultamiento es una presunción axiomática, que no es refutable ni verificable. Ahora bien. A pesar de estas idiosincrasias terminológicas y las inconsistencias ya apuntadas, es loable el esfuerzo de la ontología orientada a objetos por transcender el alcance del realismo (entendido como la creencia en una realidad que existe fuera de la mente) para abrir un debate especulativo acerca de si los objetos poseen una realidad independiente de las percepciones individuales; en otras palabras: que no solo hay una realidad extramental, sino que ésta trasciende por añadidura las interacciones parciales entre los objetos, planteando así que los objetos interactúan con una realidad compartida más allá de las meras esquematizaciones de cada entidad.
Recordemos que Heidegger ya argumentó que una de las dificultades de la filosofía reside en la incapacidad del marco mental cartesiano -asimismo compañero de viaje del giro kantiano[11]-para distinguir entre el mundo como un conjunto de objetos (como cósmos, κόσμος) y el mundo como la praxis en la que el ser participa y a través de la cual se autoafirma poieticamente. Según Heidegger, en lugar de considerar a los seres humanos como sujetos separados de una totalidad de objetos, debemos entender que es únicamente desde una perspectiva pragmática[12] que podemos cuestionar la existencia de objetos individuales o incluso de todo un sistema de objetos.
En última instancia, lo que Heidegger propone con esto es una transición de la epistemología hacia una ontología existencial. Según el alemán, la percepción de la realidad en una cultura está íntimamente ligada a la interpretación de sus prácticas, sin que esto reduzca la autenticidad de dicha interpretación. En este sentido, podemos ver a Heidegger como un realista pluralista respecto a la realidad última: para él, no disponemos de una perspectiva unívoca para entender su auténtica esencia. La comprensión de la realidad está vinculada al ser del Dasein[13], y lo que percibimos como real está ligado a nuestros propósitos.
Como la realidad depende del Dasein finito, pueden existir múltiples respuestas verdaderas sobre qué es real. Heidegger no es idealista ni relativista si se entiende que no hay un solo sistema descriptivo capaz de reflejar toda la realidad. Más bien, distintas formas de comprender el ser revelan diferentes entidades, y aceptar una perspectiva no conlleva rechazar otras.
Esto supone un torpedo en la línea de flotación de la radicalización cartesiana de la dualidad cuerpo/psique, lograda en buena parte al desestimar la categoría helénica y escolástica de la phantasia[14] (φαντασία), que servía como reconciliador cuasi material de las imágenes mentales y el cuerpo. A partir del paradigma cartesiano, la filosofía abandonó el saber sobre la naturaleza del mundo, un tema que fue pasando a manos de la ciencia empírica, y puso el foco en la posibilidad del conocer el mundo. Pero fue verdaderamente Kant quien cruzó el Rubicón de la modernidad con las armas y bagajes de su respuesta apriorística, que supuso una inflexión en el desarrollo del pensamiento occidental, notablemente caracterizado porque las ciencias sociales han tendido a concentrarse más en la psique que en el cuerpo, y en el intelecto antes que en la experiencia vivida.
Por más que no deje de haber corrientes materialistas en las ciencias sociales, lo cierto es que muchas de estas corrientes priman un enfoque mentalista, cuando no directamente idealista. Esta tendencia trajo una redefinición del concepto de epistemología, que ha evolucionado a partir de ser el estudio de la naturaleza y viabilidad del conocimiento, a meramente abordar aquellos temas relacionados con el conocimiento, e incluso, a ser frecuentemente asimilado a la propia noción de conocimiento.
Esto es de una importancia sustantiva. Un par de ejemplos nos pueden ayudar a verlo con mayor claridad: por un lado, aunque el estructuralismo puede influir en nuestras concepciones del conocimiento, no debe confundirse con una epistemología en sí misma. Por el otro, la antropología cultural se enfoca en el estudio de diversos sistemas de conocimiento, que habitualmente denomina culturas.
Lo crucial es que, al asumir la existencia de un mundo material accesible a través de la ciencia, la antropología se configura como una disciplina que estudia y compara distintas formas de percibir y entender la realidad, pero al partir de la premisa de que solo podemos acceder a la correlación fenomenológica entre el pensamiento y el ser, sin poder examinar estos elementos de forma aislada, esta visión es en verdad anti-realista. Es más; al vincular la verdad a la aceptación social o epistémica, desvía la atención de la meta del realismo: mientras que el realismo nos impulsa a buscar una conexión auténtica con la realidad externa, la verdad entendida en términos de verificación y aceptación dicta la modalidad de las interacciones sociales, minimizando la importancia de la verdad en sí misma.
Por ende, al reformular la verdad en términos epistémicos, el anti-realismo a menudo adopta un enfoque neo-conductista, que reduce el significado a comportamientos observables, ignorando aspectos más profundos de la verdad y limitando los conceptos de manera artificial. Este aspecto tiene implicaciones políticas significativas, ya que basar la verdad en la aceptación y el comportamiento impone restricciones simplistas y arbitrarias que son social y moralmente injustificables[15].
Aquí es donde las propuestas de Harman cobran verdadera relevancia, ya que su sistema busca resolver el conflicto dilemático entre el valor de una red de descripciones que no accede a la realidad de las cosas y el valor de un sistema metafísico de realismo epistémico, especialmente cuando la realidad se limita a lo que ya ha sido descubierto por la ciencia.
Con este fin, su modelo de pluralidad ontológica parte de la crítica a la idea de un mundo único e indiferenciado: la insistencia en una naturaleza unitaria es un reflejo de la ontología dualista poscartesiana, y es cuestionable que exista legitimidad alguna para imponerla a otras culturas por mor de una interpretación subjetiva de éstas.
No cuesta demasiado ver cómo de estas premisas puede surgir la tentación de usar la pluralidad ontológica como instrumento de ontología política en la lid de la antropología cultural militante. Pero esta aplicación del realismo especulativo de Harman y Latour es espuria y contradictoria[16], y lleva a crear más problemas de los que resuelve: si la cultura está compuesta por conjuntos de símbolos compartidos y aprendidos que designan el ser y cómo actuar sobre él, entonces la cultura y la ontología pueden entenderse como formas de simbolización cultural.
La ontología, elementalmente, se ocupa de símbolos sobre la naturaleza del ser. Esto implica que la cultura, como un sistema de símbolos, puede ser vista como un proceso de construcción ontológica, en el que los símbolos juegan un papel crucial en la conceptualización del ser y las formas de interactuar con él.
Además, los símbolos culturales presentan una jerarquía de grados de abstracción y alcance. Los símbolos de alta abstracción y alcance son más ontológicos por naturaleza; es decir, tratan sobre la esencia del ser en un sentido más profundo y abstracto. En contraste, los símbolos de baja abstracción y alcance se centran en observables directos, es decir, en aquello que puede ser percibido y visto de manera más inmediata.
La crítica a las limitaciones de la aplicación del pluralismo ontológico a la antropología es autoevidente: al enfocarse en la autonomía de los objetos y su existencia independiente de las relaciones y percepciones humanas, tiende a tratar a los objetos como entidades en sí mismas, que se esconden cualquier relación o interacción completa. Esto conduce, en la práctica, a formular una conceptualización de los objetos como noúmenos kantianos, es decir, realidades que existen más allá de nuestra capacidad de comprensión completa.
Naturalmente, esto es problemático desde la perspectiva de los símbolos culturales, porque, a simple vista, impone una perspectiva que trata a los objetos como entidades puramente abstractas, desconectadas de las relaciones culturales y contextuales que les otorgan significado, que, paradójicamente, ignora la pluralidad y la variabilidad de las perspectivas culturales y contextuales que influyen en la forma en que los objetos son comprendidos y experimentados.
Tal es, por ejemplo, el caso de los símbolos culturales altamente abstractos, que se centran en la esencia del ser, por lo que cuesta ver como podrían capturar adecuadamente la complejidad de la pluralidad ontológica usando los modelos de Harman.
Consecuentemente, cualquier giro mínimamente sustancial de la antropología cultural hacia el campo del estudio de los objetos, acarrea adoptar una interpretación de apariencia metafísica para replantear la disciplina en términos de alteridad ontológica, algo que in extremis puede desembocar en la postulación de la existencia de múltiples mundos inherentes a los objetos, para así eludir las contradiciones apuntadas más arriba. Dicho en otros términos: la instrumentación de la antropología cultural para reformular ontologías sociales a través de la perspectiva de los objetos, tiene como resultado relegar los agonismos políticos de los sujetos humanos a un segundo plano, lo que permite formular teorías sobre la realidad sin una profunda consideración de las consecuencias políticas de sus postulados, y, de hecho, y a todos los efectos, perpetúa la predominancia epistémica de corte cartesiano, que favorece la preservación del status quo academicista en las ciencias sociales en términos de las relaciones internacionales de poder. En consecuencia, se desestiman[17] las complejidades de las experiencias y perspectivas humanas en favor de interpretaciones abstraibles sobre la naturaleza fundamental del mundo (o mundos llegado el caso), lo que permite desarrollar teorías sociopolíticas de carácter utópico, en el sentido de sacrificar el presente por el futuro sobre la base de que lo que no es factible hoy será realizable mañana.
Su pecado original dimana del voluntarismo de inadmitir que el concepto opera como un reflejo de aquello que representa, sin ser en sí mismo idéntico a lo representado. En otras palabras, el concepto no es sinónimo de lo que imita superficialmente; al ser una mera similitud, no posee por sí mismo la naturaleza de lo representado. Por consiguiente, se confunde el esse naturale (el ser existencial en su esencia más profunda) con el esse intentionale (el ser en relación con la intención o la representación), lo que lleva a la errónea convicción de que los conceptos poseen un tipo de ser o realidad intrínseca que refleja directamente la esencia de lo que representan, cuando en verdad, solo funcionan como similitudes y no como entidades reales con existencia autónoma.
Este forma de instrumentar la ontología no deja de ser un travestí metafísico, en cuyas mistificaciones hay trazas del neokantismo de Emile Lask plasmando en su teoría de la validez en el tratamiento del concepto de ser. Heidegger, inicialmente influenciado por Lask, hizo notar cómo la validez y el significado están imbricados en la historia y la conciencia, aunque tomó distancia de las abstracciones lógicas empleadas por Lask para indagar la relación entre el ser y la experiencia histórica concreta.
Heidegger criticó el sistema de Lask precisamente por su énfasis en la validez lógica como abstracción que no captura adecuadamente la dinámica de la experiencia humana. En lugar de esto, propuso una ontología capaz de reconocer la importancia del contexto histórico y la subjetividad de la experiencia humana concretando la determinación del significado.
Heidegger cuestionó además que Lask tratase la validez del juicio como algo directamente comparable a los objetos reales: para Lask, los objetos se conocen solo a través de la cognición y el juicio, y consideró que esta perspectiva era insuficiente, pues no abordaba cómo la conciencia se dirige intencionalmente hacia los objetos. Como resultado, desarrolló una lógica subjetiva que integraba la intencionalidad de Husserl[18] con la teoría de la validez de Lask. En lugar de ver la validez como una categoría fija, Heidegger la entendió como una dinámica que está profundamente vinculada al contexto histórico y a la experiencia subjetiva.
En Ser y Tiempo profundiza en cómo el ser se manifiesta en nuestra comprensión interpretativa del mundo, argumentando que la validez de los objetos no es una entidad aislada, sino que se relaciona con la forma en que nos involucramos con ellos. La historia y el cuidado (Hingabe[19]) del ser son clave para entender el significado, pues el ser no se presenta como una entidad fija, sino en la red de implicaciones que construimos a través de nuestras prácticas y valores históricos.
Tomando de Karl Jaspers[20] el concepto de Ur-etwas (lo que subyace en la experiencia humana y en la fundamentación de la existencia) Heidegger aborda cómo la historia y la dinámica del ser influyen en la imposición de normas y valores, aproximándose así a Gentile en lo que respecta a la experiencia humana y el contexto histórico. Con todo, para Heidegger, la validez no debe entenderse como un dominio específico o un reino separado, sino como algo que se manifiesta en la interacción entre materia y forma[21] en sentido zubiriano. La impronta de Martin Heidegger -como es apreciable, no totalmente exenta de la influencia de Emile Lask- en la emergencia de la metafísica de Graham Harman y la ontología orientada a objetos es inapelable. Aunque Harman se aparta de la fenomenología heideggeriana al atribuir a los objetos una autonomía ontológica que trasciende la percepción humana, su pensamiento se fundamenta en la crítica de Heidegger al idealismo pre y poskantiano.
No obstante, al destacar la praxis y la historia como elementos esenciales para la comprensión del ser, Heidegger sentó las bases para una revalorización de los objetos en sí mismos, y Harman, con Latour, lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias, proponiendo que los objetos poseen una realidad que va más allá de su interacción con los seres humanos. Esta concepción, en última instancia, es una extensión de la crítica heideggeriana a la reducción de la realidad a una mera construcción cognitiva. La escuela realista de Harman amplía esta crítica al proponer un cosmos donde los objetos reales interactúan y existen independientemente de cualquier observador o esquema particular, disponiendo de esta forma un nuevo tablero de juego metaontológico.
[1] Heidegger, M. (2012). Carta sobre el humanismo. Ediciones Istmo.
[2] Lask, E. (1999). La teoría del valor: Una introducción a la fenomenología. Editorial Losada.
[3] Lo isotímico y lo megatímico son categorías que articulan distintas formas de aspiración al reconocimiento en el ámbito social y personal. El concepto de «isotimia» se refiere al anhelo de ser reconocido en condiciones de igualdad con los demás, donde el individuo busca recibir un estatus y respeto equiparables al de sus pares, preservando así un equilibrio en la distribución del reconocimiento. Esta inclinación isotímica puede entenderse como una demanda de justicia distributiva en el terreno simbólico y social. En contraste, la «megatimia» expresa una aspiración hacia la preeminencia y la distinción. El sujeto megatímico no se conforma con la igualdad de reconocimiento, sino que aspira a una posición de superioridad, buscando ser elevado por encima de los otros en términos de autoridad, poder o prestigio. Esta búsqueda de supremacía se fundamenta en una estructura jerárquica del reconocimiento, donde el valor personal se mide en relación con la capacidad de sobresalir y dominar. Ambos términos, en su contraposición, permiten una comprensión más matizada de las dinámicas del deseo de reconocimiento y de las estructuras sociales que lo configuran.
[4] Heidegger, M. (2008). Acerca de la esencia de la verdad. Editorial Paidós.
[5] Gentile, G. (2003). El pensamiento y la realidad: Ensayos de filosofía política. Editorial Alianza.
[6] Para Xavier Zubiri, la suidad es el momento de la formalidad de realidad. Expresa que el contenido dela cosa es “su” contenido.
[7] Bruno Latour se ha destacado como una figura clave en las ciencias sociales desde la década de 1990. Su principal contribución es la Teoría del Actor-Red (ANT), en la que propone que tanto los objetos humanos como los no humanos interactúan e influyen mutuamente, desafiando la tradicional división entre lo humano y lo no humano. Aunque Latour otorga un lugar central al observador humano, su enfoque también reconoce la importancia de las relaciones objeto-objeto. A diferencia de Heidegger y Whitehead, Latour ha sido criticado por definir a los objetos en términos de sus relaciones. Según Latour, una entidad o actor se define por lo que hace, una perspectiva que recuerda la teoría de Hume sobre los objetos como «paquetes» de propiedades. Esta visión limita la exploración de la brecha entre la cualidad del objeto y su apariencia, una preocupación central en la fenomenología de Husserl. Además, se aleja de la noción heideggeriana del ser como algo que se retira, ya que en las teorías de Latour y Whitehead, lo oculto se concibe como un enigma temporal que futuras relaciones podrían resolver. En este contexto, Latour presenta un desafío significativo a la influencia perdurable de Kant en la filosofía contemporánea, especialmente en lo que respecta a su noción del noumeno (la cosa en sí).
[8] Harman, G. (2017). El arte de la fenomenología: Objetos en sí mismos. Editorial Losada.
[9] Descartes, R. (2005). Meditaciones metafísicas. Editorial Gredos.
[10] Ockham, W. (2008). Summa Logicae. Editorial Biblioteca de Autores Cristianos.
[11] Kant, I. (2001). Crítica de la razón pura. Editorial Losada.
[12] Praxis es la acción consciente y reflexiva orientada hacia la transformación de la realidad, guiada por principios éticos. Pragmata (o prágmata) se refiere a los asuntos, cosas o acciones concretas que resultan de la práctica y tienen una dimensión tangible o utilitaria. Poeisis, en cambio, es el proceso creativo de traer algo a la existencia, generalmente asociado con la producción artística. Estas nociones están conectadas, ya que la praxis involucra decisiones y acciones concretas (pragmata), y a menudo se nutre de la creatividad y la creación (poeisis), influyendo en cómo se manifiesta la transformación práctica en el mundo.
[13] El concepto de Dasein en Heidegger se refiere al ser humano en su existencia concreta y su inmersión en el mundo particular. El Dasein es un ser definido por su relación con el mundo y no por una esencia abstracta. Esta noción guarda similitud con la idea de Ortega y Gasset del «yo» en El yo y sus circunstancias, donde el ser humano está intrínsecamente ligado a sus circunstancias históricas y sociales. Ambos enfoques subrayan la importancia del contexto en la formación de la identidad y la experiencia, revelando la interdependencia entre el individuo y su entorno.
[14] Descartes introduce una clara distinción entre la imaginación y la razón. Para él, la razón es la facultad principal del conocimiento verdadero, mientras que la imaginación se asocia más con la capacidad de formar imágenes y representaciones mentales que no necesariamente corresponden a la realidad. En su obra «Meditaciones Metafísicas», Descartes pone énfasis en el pensamiento racional y el método de duda sistemática para alcanzar certezas, relegando la imaginación a un rol secundario en la búsqueda de conocimiento absoluto. La imaginación es vista como una función del cuerpo y no del alma. Descartes considera la imaginación como una actividad del cuerpo, vinculada a la glándula pineal y a la capacidad del cerebro para formar imágenes, en contraste con la pureza del pensamiento racional, que reside en la mente o alma inmortal. La imaginación no tiene el mismo valor epistemológico que la razón pura, que es capaz de alcanzar verdades universales. Aunque Descartes no elimina completamente el concepto de imaginación, sí cuestiona la validez de las representaciones mentales en la obtención del conocimiento verdadero. Las imágenes mentales pueden ser construcciones del cuerpo y no necesariamente reflejan la realidad objetiva. Descartes se enfoca en el pensamiento claro y distinto como la base del conocimiento seguro.
[15] Las ciencias de la vida en general, y la psicología conductista en particular, han adoptado una perspectiva reduccionista y determinista que presenta una visión deshumanizadora de la humanidad, concebida como entidades meramente instintivas y mecanizadas. Desde esta óptica, la creencia en el libre albedrío se desestima como una mera ilusión. En esencia, se argumenta que los seres humanos son el resultado de procesos físicos en el cerebro, ya sean innatos o moldeados por estímulos ambientales, como la estructura familiar y la cultura. En este marco, todo evento físico está regido por una causalidad inmutable, donde los estados anteriores del cerebro y el cuerpo determinan inexorablemente los posteriores. Dado que tanto el cerebro como el cuerpo son considerados objetos físicos, sus eventos, en principio, resultan completamente predecibles y determinados. Así, aunque nuestra comprensión de todos los factores que influyen en el comportamiento humano pueda ser limitada, se sostiene que dicho comportamiento está completamente condicionado por elementos que escapan a nuestra voluntad, tales como la neuroquímica y nuestra historia personal. En consecuencia, se niega la existencia del libre albedrío y la agencia, afirmándose que la conciencia no es más que un epifenómeno ilusorio del cerebro, sin realidad ontológica propia.
[16] Latour, B. (2012). Reensamblar lo social: Una introducción a la teoría del actor-red. Editorial Siglo XXI.
[17] Esa es una estrategia similar a la formulación de la teoría del multiverso, que en realidad representa una «huida por elevación» con la que se intenta eludir las limitaciones de la ciencia para responder a preguntas fundamentales sobre el origen del universo conocido. En lugar de admitir los límites de la ciencia, la teoría del multiverso propone la existencia de múltiples universos como una solución que no es falsable y, por lo tanto, escapa al ámbito de la ciencia empírica, con lo que evita enfrentarse a la posibilidad de que algunas preguntas puedan permanecer sin respuesta dentro del marco científico.
[18] Husserl, E. (2013). Investigaciones lógicas. Ediciones Trotta.
[19] Hingabe es un término que Lask utiliza para referirse a la «entrega» o «dedicación» que caracteriza nuestra relación con el mundo. En el contexto de la filosofía de Lask, Hingabe expresa cómo los seres humanos se relacionan con el mundo a través de una actitud de cuidado y compromiso. Este concepto implica que nuestra comprensión del mundo no se basa únicamente en la cognición abstracta, sino en una implicación activa y vivencial en la realidad. La Hingabe refleja una forma de estar en el mundo que está inmersa en la experiencia y el valor histórico, en contraste con una mera observación externa o desinteresada. Para Lask, la validez y el significado emergen de esta relación comprometida y atenta, donde los valores y categorías no son simples construcciones teóricas, sino aspectos vitales de cómo nos entregamos al mundo. Hingabe no solo describe una actitud personal, sino que también se convierte en una base para entender cómo se configuran y se experimentan los significados en la vida práctica y en la teoría filosófica.
[20] Jaspers, K. (2011). El camino de la sabiduría: Introducción a la filosofía. Editorial Losada.
[21] En el sentido zubiriano, la «forma» es entendida como una dimensión esencial e intrínseca de la realidad que define y organiza los objetos, influyendo en su identidad y en nuestra percepción de ellos. Para Xavier Zubiri, la forma no es un agregado superficial, sino un principio constitutivo que interrelaciona materia y forma en una dinámica recíproca. La forma configura los objetos y, a la vez, es fundamental para la experiencia cognitiva, pues determina cómo se manifiestan y se conocen en la realidad. Esta visión integra la forma como un aspecto central en la ontología y en el proceso de conocimiento.