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Stakeholder capitalism: Carne sintética, coches eléctricos y misiles no biodegradables

Stakeholder capitalism: Carne sintética, coches eléctricos y misiles no biodegradables

Por Administrator
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directorelespiadigitales/8/8/23
jueves 30 de enero de 2025, 22:00h
Genís Plana
El «debemos prepararnos para el cambio climático» está siendo sustituido por el «debemos prepararnos para la guerra». ¿Y si en el fondo viviéramos en una operación psicológica permanente cuyo propósito fuese generar un entorno favorable para determinados sectores económicos?
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A inicios de la pandemia de la covid-19, Klaus Schwab, presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial que se reúne anualmente en Davos, escribió un breve opúsculo titulado ¿Qué tipo de capitalismo queremos?. Aunque revestido de fraseología biensonante, el texto no rehúye la cuestión que plantea: “yo me inclinaría por el «stakeholder capitalism» […] En este modelo las empresas son administradoras de la sociedad, y representa la respuesta más acertada a los desafíos sociales y ambientales de nuestros días”[1].
El sintagma conceptual «stakeholder capitalism», que suele asociarse a la idea de «reiniciar el capitalismo», representa un capitalismo que logra integrar las partes que lo posibilitan: desde los seres humanos al ecosistema natural. Así pues, los intereses empresariales se alinean con los intereses sociales y ambientales, y ello permite desarrollar estrategias de negocio a largo plazo. La gobernanza queda en manos de las grandes empresas, las cuales actúan en pos de fines lucrativos que responderían, asimismo, a intereses sociales y ambientales.
¿Es este tipo de capitalismo al que se refiere Schwab una mera especulación o, por el contrario, resulta ser el principio rector de una agenda que las élites económicas ya están implementando? Si fuera ese segundo caso, preguntémonos: ¿De qué modo las empresas, a decir de Schwab, “administran la sociedad” y ofrecen la “respuesta más acertada a nuestros desafíos”? ¿Y qué papel desempeñan las instituciones políticas y los espacios mediáticos creadores de opinión?
Basta con solapar las aspiraciones lucrativas empresariales con supuestas necesidades humanas o ecológicas, de manera que unas y otras se presenten como si estuvieran inextricablemente unidas y, por consiguiente, se confundan entre sí. Y ese es el cometido de la maquinaria política y mediática promotora de narrativas ideacionales macroestructurales. Podemos denominar «terminales oficiales del consenso» a una serie de organismos e instituciones gubernamentales y supranacionales, asociaciones, institutos y organizaciones, universidades y centros de investigación, medios de comunicación y agencias de verificación de noticias… que predisponen un «consenso social» al respecto de los “desafíos sociales y ambientales”, según la expresión de Schwab, que autorizan que “las empresas sean administradoras de la sociedad”.
Ya habrá otra ocasión para tratar el caso de, por ejemplo, las vacunas contra la covid-19. Porque en este artículo nos limitaremos a examinar el modo en que el relato alarmista del cambio climático –promovido por la oficialidad del poder político, y difundido por los medios de comunicación– contribuye a superar el punto muerto en el que se encuentran determinados sectores económicos y, por consiguiente, a crear las condiciones para estimular nuevos mercados.
Ahora bien, debe quedar claro cuanto antes que el propósito del artículo no es discutir «la verdad (científica) del cambio a climático», sino descubrir «las verdades (sociales, políticas, económicas…) que genera la narrativa del cambio climático». De lo que se trata es de explicitar la conexión entre, por un lado, la narrativa oficial y mediática de la crisis climática y, por otro lado, el surgimiento de novedosos espacios lucrativos.
Que de la narrativa del cambio climático se propician suculentos negocios no constituye prueba alguna de la mentira del cambio climático (¡sería imposible negar que el clima cambia!, pues los procesos atmosféricos forman parte de un sistema dinámico y no estático), ni viene a considerar el grado de incidencia de las actividades antrópicas en las alteraciones, y la velocidad en que éstas se producen, de los patrones climáticos.
La acción humana contribuye a la emisión de gases que atrapan la radiación térmica solar entre la superficie terrestre y la atmosfera (efecto invernadero), como también contribuye a ello el vapor de agua que se forma sobre las masas oceánicas, el dióxido de carbono emanado de las erupciones volcánicas, y el metano generado por la descomposición de la materia orgánica. Pero escapa a la indagación que motiva este artículo sopesar si la implicación de los humanos en el calentamiento global debe o no eclipsar la influencia que sobre éste pudieran tener, por citar otro factor, los ciclos de radiación solar.
Una vez más se insiste en que este artículo no se pronuncia al respecto de «la verdad del cambio climático», sea para corroborarlo o para cuestionarlo. No es el cometido de estas líneas respaldar o desmentir la labor de organizaciones intergubernamentales como el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático)[2]. Pues la única lección que se puede sacar de cuanto aquí hay escrito es que debemos renunciar a la ingenuidad analítica para así poder advertir cuán prosaico es el ecologismo promocionado por las instancias de poder. Expresado de forma esquemática, el planteamiento que vertebra el artículo es el siguiente:
El tratamiento político del cambio climático, en consonancia con su construcción mediática, pretende: 1) detectar y dinamizar oportunidades de negocio mediante la creación de nuevos mercados, 2) reaccionar ante la competitividad industrial y tecnológica de países de reciente desarrollo exitoso, y 3) aplicar medidas impositivas que permitan transferencias económicas hacia las rentas altas. Tras lo cual, 4) se hará notar que, cuando todo apuntaba a que la «transición ecológica» sería el eje fundamental de la agenda política para las próximas décadas, ese papel lo puede acabar asumiendo el impulso público a la industria militar.
Gates y Musk creando mercados
Beyond Meat dice ser la “empresa líder” de carnes de origen no cárnico[3]. Empezó a ofrecer sus productos en 2019 en Estados Unidos. Desde entonces, Beyond Meat nunca ha obtenido ganancias durante todo un año. Se trata de una empresa que opera con pérdidas, lo que sugiere que se concibe como una inversión a largo plazo por parte de sus accionistas. Y entre esos accionistas se encuentra Bill Gates y la Fundación Bill y Melinda Gates. De hecho, además de Beyond Meat, Gates apoya financieramente a otras empresas emergentes de carne cultivada en laboratorio, como son Impossible, Upside Foods y Neutral Foods.
¿Por qué motivo? En 2021, Bill Gates publicó un libro cuyo título es Cómo evitar un desastre climático. En la Introducción del libro, Gates afirma: “Cuando se me presenta un problema, siempre busco remedio en la tecnología”[4]. El problema, parece claro, es el “desastre climático”, mientras que el “remedio” lo aportan las empresas biotecnológicas en las que invierte dinero. Entrevistado sobre el libro, Gates ofrece la solución alimenticia al cambio climático: “Creo que todos los países ricos deberían pasar a la carne 100% sintética”.
¿Son honestas las razones ecologistas que aduce Bill Gates al momento de promocionar nuevos patrones alimenticios? A estas alturas ya sabemos de la existencia de «multimillonarios filántropos» que se sirven de sus fortunas para favorecer determinados proyectos de ingeniería sociocultural, los cuales son debidamente revestidos de una retahíla de buenas intenciones.
Así, por ejemplo, la Open Society de George Soros apoya “la libertad de expresión, la transparencia, un gobierno responsable y sociedades que promueven la justicia y la igualdad”. Por su parte, Bill & Melinda Gates Foundation “lucha contra la pobreza, las enfermedades y la desigualdad en todo el mundo”. Pero no es a través de nobles principios que deben ser consideradas las organizaciones no gubernamentales, sino a partir del sentido que tienen los programas e iniciativas que sufragan y/o implementan.
Como sabemos, Bill Gates tiene un especial interés en que dejemos de consumir carne (de origen animal). No es algo menor que invierta millones de dólares en ese objetivo. Aunque a veces el dinero por sí mismo no es suficiente, y necesita apoyarse en la ley: con el propósito de modificar nuestros patrones de consumo, Gates ha propuesto “introducir legislación para que la demanda cambie”. A su criterio, la ley debería desincentivar o penalizar económicamente el consumo de carne. Pero no prohibirlo. Es decir, prohibirlo sí, pero no para todos.
De lo que se trata es de gravar impositivamente la venta de carne de tal manera que sólo unos pocos, los multimillonarios como él, pudieran consumirla. Porque si no… ¿Qué ocurriría con las apetencias gastronómicas del propio Gates? “Las hamburguesas con queso son mi comida favorita”, afirma en su blog personal. Una confesión que exige disculpa: “Pero desearía que no lo fueran, dado el impacto que tienen en el medio ambiente”.
A nivel empresarial, la narrativa del cambio climático está orientada a generar nuevos modelos de negocio: la comida sintética en lugar de productos cárnicos y el vehículo propulsado por energía eléctrica en lugar de combustibles fósiles, son algunos de los nichos de mercado con mayor potencial. Así que, después de referirnos a la «comida sintética» a partir de la figura de Bill Gates, comentemos ahora el caso del «automóvil eléctrico» sirviéndonos de Elon Musk. Tesla es la marca más icónica de los coches impulsados por energía renovable. Y Musk es su director general y principal propietario.
Tengamos en cuenta, para empezar, que Tesla se presenta como una esperanza con la que contribuir a la reducción de emisiones de efecto invernadero. La importancia de ese cometido bien justifica sus dos sedes, una en Austin (Texas) y la otra en Palo Alto (California). También podemos añadir que sus principales fábricas en Estados Unidos se encuentran en cuatro estados diferentes, que son, además de Texas y California, Nevada y Nueva York. Pero lo que explica los constantes vuelos en avión privado de Elon Musk no son sus desplazamientos a la cadena de montaje, sino su ir y venir entre las sedes de Austin y Palo Alto.
El caso es que Musk es propietario de dos aeronaves personales, con las que sólo en 2023 realizó 441 vuelos. Son pocos, si los comparamos con los 739 de 2022. De media cada uno de esos vuelos supone unas 2h. 30m. de desplazamiento. Y eso consume algo más de 5.000 litros de carburante y emite unas 17 toneladas de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera. ¿Y bien, qué nos dice esta información? Pues que durante 2023 los jets privados de Musk estuvieron emitiendo aproximadamente 107 toneladas de CO2 cada semana, mientras que, según estima el Banco Mundial, un español (tal vez con coche de gasolina, pero sin jet privado) genera unas 4,3 toneladas de CO2 cada año.
Aunque podríamos perdonar este pecado si supiéramos que los excesos contaminantes de Elon Musk son compensados por la magna contribución que realiza su empresa automovilística a la supervivencia del planeta. ¿O no es así? Para averiguarlo, preguntémonos cómo de limpio y sustentable, a diferencia de nuestros coches convencionales propulsados por combustibles fósiles, es un vehículo eléctrico.
La fabricación de un vehículo eléctrico presenta una huella de carbono superior al vehículo a combustión. Esto se debe al proceso de producción, y en particular al litio que requiere la batería del vehículo. Este mineral exige la construcción de minas y refinerías que generan un considerable impacto medioambiental. Teniendo en cuenta, además, que los yacimientos de litio se encuentran en áreas muy limitadas, debemos agregar la contaminación asociada al transporte de los materiales hacia los centros productivos. Aunque el uso de combustibles fósiles se oculta en una cadena de producción más larga, lo cierto es que, antes de que el vehículo eléctrico se ponga a circular, ha generado mayor contaminación que un vehículo propulsado por gasolina o diésel.
Es a partir de un momento determinado de su uso, cerca de la mitad de su vida útil (en ausencia de siniestros o averías graves), que el vehículo eléctrico empieza a dar un saldo positivo con respecto al convencional: el coche eléctrico tiene que recorrer 70.000 kilómetros para neutralizar su huella de carbono. Hasta que no se alcanza ese umbral el vehículo eléctrico habrá sido más contaminante, pero habrá conseguido externalizar la contaminación hacia los países en los que se extrae y procesan los minerales necesarios para su fabricación. Y no debemos descuidar que, en los países por donde circulan los autos eléctricos, se debe aumentar la capacidad de producción eléctrica, y en ello también hay implicado el uso de combustibles fósiles.
Conduciendo a través de la política comercial
Dicho lo anterior, regresemos a Elon Musk, quien en unas declaraciones realizadas hace escasos meses ha minimizado la importancia del cambio climático: “La impresión es que estamos exagerando, al menos a corto plazo, en esta cuestión”, por lo que, sobre el calentamiento global, “no debemos preocuparnos demasiado”. Así pues, podríamos pensar que Musk tiene otras tantas prioridades a las que dedicarse, porque, además de vender los coches de Tesla, debe asegurarse de que X Corp. (anteriormente Twitter) no pierda usuarios, o que los cohetes de SpaceX no exploten al despegar. Pero seamos serios: ¿Cómo se explica el cambio de posición de Musk con respecto al cambio climático?
Una vez más, las respuestas parecen hallarse después de seguir el rastro del dinero. Desde la presidencia de Obama (Democratic Party) y durante la presidencia de Trump (Republican Party), la fortuna de Musk se construyó gracias a miles de millones en subsidios y concesiones procedentes de los gobiernos federal y estatal. Son más de dos décadas en las que las empresas de Musk (Tesla Motors, SpaceX y SolarCity) han recibido miles de millones de dólares en préstamos, contratos, créditos fiscales y subsidios gubernamentales.
Musk mantuvo muy buena sintonía con Trump, y en 2020 el presidente afirmaba del empresario que es “uno de nuestros grandes genios, y tenemos que protegerlo”; y entonces comparó a Elon Musk con Thomas Edison, y añadió: “[A Musk] le gustan los cohetes. Y, por cierto, también se le dan bien los cohetes”. No obstante, la relación entre ambos enseguida se truncó. Según Trump, porque Musk le imploraba aún más ayudas económicas “para todos sus muchos proyectos subsidiados, ya sean coches eléctricos que no funcionan bien, autos sin conductor que se estrellan o cohetes que van a ninguna parte, que sin subsidios no valdrían nada”. Y sigue: “podría haberle dicho «arrodíllate y suplica», y él lo habría hecho…”.
Molesto por esas declaraciones, Musk respondió que “es hora de que Trump cuelgue el sombrero y navegue hacia el ocaso”. Y entonces se cambió de partido político y pasó a apoyar al otro candidato presidencial, un Joe Biden que, en la medida que se mostraba decidido a combatir el cambio climático, podía otorgarle más subvenciones al coche eléctrico. Al margen de la confiabilidad del proceso electoral, sabemos que fue Biden quien en 2021 se llevó el premio de ocupar la Casa Blanca. Ante lo cual, Musk se mostró “totalmente entusiasmado con el cambio radical en Washington”. Y agregó: “Creo que esto es genial. Me siento muy optimista sobre el futuro de la energía sostenible con la nueva administración […] el viento está a nuestro favor para resolver la crisis climática”.
Ahora, sin embargo, Musk se ha reconciliado con Trump. Y ello no se debe a que éste haya experimentado una conversión y se haya unido a la científica cofradía de la emergencia climática. Trump sigue siendo ese hombre despreciable considerado «negacionista» por parte de los medios de comunicación. Entonces, si hasta hace muy poco Musk estaba concienciado de la importancia de la crisis climática, ¿por qué se ha reunido recientemente con Trump como parte de un grupo de posibles donantes de su campaña de reelección presidencial?
No entenderíamos nada si no comprendiésemos que, para quienes constantemente nos hablan de cambio climático, lo importante no es el cambio climático, sino el negocio que se construye sobre la premisa del cambio climático. Aquello que hace el cambio climático es generar una demanda de consumo, sea la alimentación sintética o, en este caso, los vehículos con batería. El problema no es, por tanto, la crisis climática o el clima cambiante, sino que es otro: el problema es que el consumo de coches eléctricos ya no está monopolizado por Tesla, la empresa de Elon Musk. Veamos…
En 2011, durante una entrevista en Bloomberg TV, le preguntaron a Musk si la automovilística china BYD, por entonces aún incipiente, sería un rival para Tesla. Entre carcajadas Musk respondió con un rotundo «no», para luego menospreciar irónicamente su primer modelo: “¿Has visto su coche?”. Este 2024 (13 años después de las risas de Musk) se inició con la noticia de que BYD ha superado a Tesla como el fabricante que más coches eléctricos e híbridos vende en el mundo. BYD no sólo ha consolidado su tendencia ascendente, sino que además incrementa su ventaja en lo alto del podio: puesto que el ritmo anual de crecimiento de BYD (72%) es bastante superior al de Tesla (38%), debemos pensar que en un futuro inmediato el sector del coche eléctrico será plenamente chino.
Aunque el mercado estadounidense de coches eléctricos sigue siendo prácticamente coto vedado, y Tesla, de igual manera, sigue dominando el mercado europeo, lo cierto es que los modelos de BYD, más económicos que los de su competidor estadounidense, ya han irrumpido en Occidente. Ahora nos encontramos con que BYD pretende imponerse en el mercado europeo, mientras ambiciona los Estados Unidos de América. Ante lo cual, Elon Musk está preocupado: “Las empresas chinas del automóvil son las empresas del automóvil más competitivas del mundo. […] Si no se establecen barreras comerciales, arrasarán con la mayoría de las demás empresas del mundo”, afirmó en una conferencia ante inversores.
¡Eso es! Musk necesita barreras arancelarias para impedir que los coches chinos se vendan más que los suyos. Y eso es lo que le acerca, nuevamente, a Trump. Aunque tanto senadores demócratas como republicanos se han pronunciado a favor de aumentar los aranceles de importación de vehículos eléctricos chinos, parece que el «aislacionismo» de Trump ofrece más garantías que el «globalismo» de Biden. Porque el candidato a la nominación republicana, Donald Trump, que suele referirse a la necesidad de restricciones comerciales procedentes de China, ya ha señalado que aumentará los aranceles en el caso de ser elegido presidente.
Así pues, los intereses de Musk se alejan de las políticas de Biden y se acercan a las políticas de Trump: Hay que desentenderse de «la caza del oso ruso», pues la trampa puesta en Ucrania parece no haber tenido efecto, y centrar todos los esfuerzos en una «guerra comercial contra China» que impida importar bienes de consumo que sean más competitivos que los estadounidenses.
Por lo que respecta a un frente, Trump ha afirmado que pondría fin a la guerra de Ucrania en 24 horas mediante un acuerdo entre las partes, mientras que Musk ha criticado el envío de armas a Kiev, y se ha mostrado partidario de negociar el fin de la guerra (tanto el uno como el otro han sido calificados de «prorruso» por parte de las terminales mediáticas del consenso). En lo relativo al otro frente, ambos consideran necesario «proteger» la industria estadounidense (sobre territorio nacional, por supuesto, pero también forzando a los países aliados o vasallos a que apliquen medidas para que el made in USA no sea reemplazado por el made in China).
La Unión Europea se disfraza de verde
La Unión Europea ya excluyó de su espacio comercial a las grandes tecnológicas chinas al impedir que Huawei y ZTE desplegasen sus redes de 5G, y lo hizo después de que estas empresas fueran vetadas en Estados Unidos. En ese entonces, Bruselas argumentó la decisión apelando a “un riesgo para la seguridad”. Para la seguridad del oligopolio occidental, por supuesto. De manera que, aunque Huawei lidere la tecnología 5G, las directrices de la Unión Europea han obligado a que sean las operadoras escandinavas Nokia y Ericsson las empresas que, en condiciones de exclusividad, suministren esa tecnología.
Nos acabamos de referir a la «Transición digital» relacionada con la red 5G, que de consuno con la «Transición ecológica» son las dos principales apuestas con las que la Unión Europea pretende generar un nuevo régimen de acumulación de capital que permita dinamizar las corporaciones occidentales. El propósito es que la Unión Europea direccione, a través de sus correspondientes subdivisiones político-administrativas, importantes flujos económicos hacia un ámbito en el que se encuentre excluida la estructura productiva china. El sector digital y de las telecomunicaciones («Transición digital») y el sector energético y de las infraestructuras («Transición ecológica») deben impulsar un nuevo ciclo económico que permita zafarse de la competencia de las empresas asiáticas.
Sin embargo, China está dando muestras de poder combinar la cantidad de una «economía de escala» con la calidad de una «economía innovadora» capaz de acomodarse a las nuevas exigencias de un mercado europeo que pretende ser digitalmente puntero y energéticamente sostenible. En otras palabras: Occidente modifica las reglas del juego y, a pesar de ello, China sigue ganando la partida.
En lo que refiere a la «Transición ecológica», el Pacto Verde Europeo (The European Green Deal), aprobado en 2020 por la Comisión Europea presidida por Von der Leyen, pretende canalizar miles de millones de euros a inversiones y reformas que favorezcan los objetivos climáticos. Combatir el cambio climático significa que para 2030 debiera cumplirse el objetivo de reducir un 55% las emisiones de gases de efecto invernadero (en comparación con los niveles de 1990), y eso legitima encauzar el gasto público hacia lo que de forma endulzada se llama inversión verde, inversión sostenible o eco-inversión. ¿Quién no quisiera invertir en un futuro ecológico fundamentado en la sostenibilidad energética de una economía sostenible?

Y un aspecto medular en todas esas miríficas intenciones es el relativo al vehículo eléctrico. Promover la descarbonización es promover el coche eléctrico. Para lo cual debemos deshacernos de nuestro actual vehículo, y comprar uno nuevo. No debe pasar desapercibido que a partir de 2020 las exportaciones chinas de vehículos convencionales aceleraron significativamente su velocidad. Tal vez por esa razón es que ese mismo año las instituciones europeas aprobaron el Pacto Verde Europeo, apresurándose por segmentar en dos los mercados mundiales: siendo la Unión Europea un mercado acotado por las directrices verdes, éstas actuarían como barrera de entrada a los fabricantes chinos. En ese contexto, Tesla resulta la gran contribución estadounidense a ese proyecto estratégico que, en torno a la narrativa del cambio climático, la Unión Europea ha llamado «Transición ecológica».
Aunque pudiera ser demasiado tarde… Porque la «industria verde» china “tiene efectos negativos en Estados Unidos”. Así lo ha expresado Janet Yellen, la Secretaria del Tesoro de Estados Unidos, al afirmar su preocupación por el exceso de la capacidad industrial china en materia de energías limpias y tecnologías verdes: “Estamos viendo un aumento de inversión empresarial en una serie de sectores nuevos […]. Eso incluye vehículos eléctricos, baterías de iones de litio y energía solar”. Es decir, sólo Estados Unidos, y en todo caso la Unión Europea, pueden «producir verde». Los demás países pueden ser un poquito verdes, pero no demasiado. El problema para Yellen es que “China es ahora simplemente demasiado grande [con lo que] la viabilidad de las empresas estadounidenses y extranjeras se pone en duda”.
Es obvio que Estados Unidos teme la competencia comercial china en una Europa que, formando parte de su área de influencia, debería actuar como un mercado cautivo para uno de sus productos estrella: Tesla. De hecho, en los principales puertos europeos de mercancías ya se acumulan vehículos eléctricos de fabricantes chinos que no cuentan con suficientes redes de distribución para ser transferidos a puntos de venta. Por lo que quizá llegue demasiado tarde la prohibición de vender coches de combustión fósil a partir de 2035. En ese caso, la forma de excluir a los fabricantes chinos (impedir la entrada de sus coches eléctricos) sería apelar a la «seguridad», como ya se hizo con Huawei y las demás empresas tecnológicas de la información y las comunicaciones.
Aunque responde a un interés comercial la disposición de frenar la importación de vehículos chinos por medio de barreras arancelarias, lo cierto es que al medio natural no le iría mal minimizar la cantidad de grandes buques cargados de contenedores que cruzan el océano. Al transporte marítimo de mercancías se le permite contaminar miles de veces más que a los automóviles: la Organización Marítima Internacional sitúa un máximo de 35.000 ppm, frente a los 10 ppm permitidos en la Unión Europea en los carburantes para el transporte por carretera. Se calcula que sólo 15 de los barcos más grandes del mundo pueden emitir tanta contaminación como los 760 millones de automóviles del mundo.
Además de expulsar enormes toneladas de CO2, azufre, óxidos de nitrógeno, cenizas y metales pesados a la atmósfera, los barcos dedicados al transporte marítimo contaminan los océanos por vertidos realizados directa o indirectamente al agua. Con lo que cualquier posición verdaderamente ecologista debería ser consecuente con la consigna del «comercio de proximidad»; y no sólo en lo relativo a frutas y verduras: sería necesario recortar las cadenas de suministro de aquellos productos que recorren miles de kilómetros entre el proceso productivo y el consumidor final, y eso exige proteger la industria nacional o reindustrializar áreas que fueron afectadas por la deslocalización.
No obstante, no hay ninguna finalidad medioambientalista en unas decisiones políticas que se sitúan sobre lógicas comerciales y, por ende, económicas[5]. Téngase en cuenta, por ejemplo, la propuesta elaborada por la Comisión Europea (aún pendiente de aprobarse) que contempla supuestos muy amplios por los cuales considerar que un vehículo ya no puede repararse, estableciendo así la obligación de desguazarlo. El propósito velado de esta normativa sería acelerar la obsolescencia de los vehículos de combustión fósil e inducir a los propietarios a comprar un vehículo nuevo que, a partir de 2035, ya sólo podrá ser plenamente eléctrico: a partir de esa fecha no se podrán vender vehículos diésel, gasolina e híbridos en la Unión Europea.
Contaminar, ese lujo de los ricos…
No olvidemos que la mayoría de los coches eléctricos son de media 10.000 euros más caros que su equivalente gasolina. Y a ello debemos sumarle que, bajo el principio de «quien contamina paga», cabe esperar que en este 2024 se volverá a pagar por circular en autovías y autopistas: “Bruselas nos impone, nos exige, poner peajes”, afirmó el director general de la Dirección General de Tráfico. Además, según la Ley de Movilidad Sostenible aprobada en febrero de este mismo año, se contempla la posibilidad de que los ayuntamientos españoles, como ya ocurre en otros países de Europa, establezcan un peaje específico para acceder a las áreas urbanas consideradas como zonas de bajas emisiones.
Así vistas las cosas, la materialización del derecho (Art. 19 de la Constitución) a “circular por el territorio nacional” se encontrará cada vez más restringido a las rentas altas. Y es entre las rentas altas y muy altas que, precisamente, se encuentran los altos empleados, gerentes, directores y accionistas de aquellas empresas energéticas y de infraestructuras que están beneficiándose de las milmillonarias inversiones realizadas, a razón de la «Transición ecológica», por las instituciones públicas.
Unas instituciones públicas que dicen sufragar los gastos de prevención y control de la contaminación mediante el ya mencionado principio de «quien contamina paga» (ya introducido en la normativa europea por medio de la Directiva 2004/35/CE). Según este principio de responsabilidad medioambiental, puedes contaminar tanto como tu bolsillo te lo permita. De inmediato será la circulación y el combustible, y en un futuro próximo, aunque se vistan de color verde o se denominen sostenibles o ecológicos, se impondrán impuestos a los residuos domésticos, a la calefacción, a los alimentos precocinados… A menos que uno esté dispuesto a morir de inanición, actualmente no hay un grado cero de emisiones de CO2. Por lo que la transición ecológica se convertirá en una nueva modalidad de fiscalidad indirecta especialmente gravosa para los segmentos populares.
Aunque formalmente los impuestos derivados de la «Transición ecológica» son impuestos proporcionales (tasa impositiva uniforme, pues no considera los ingresos de los contribuyentes), en la práctica generan un efecto regresivo en su repercusión sobre la distribución de la renta. Partiendo de que el impuesto no desincentiva las actividades susceptibles de ser gravadas (la electricidad, el agua, la alimentación o incluso el transporte no son plenamente prescindibles o sustituibles), su impacto económico es proporcionalmente mayor sobre el poder adquisitivo de las rentas bajas. Con lo que resulta necesario preguntarse si acaso la agenda ecológica promovida por las instituciones políticas no actúa como un mecanismo ideológicamente sofisticado de transferencia económica de las clases populares hacia las rentas altas.
Todo cuanto ha sido expuesto nos lleva a sopesar, a partir de un triple propósito, la funcionalidad de la narrativa ecologista: después de 1) señalar algunos de los negocios que pueden ser incubados, se ha mencionado que 2), a un nivel externo, pretende impedir la competencia de las economías desarrolladas no occidentales, y 3), a nivel interno, pretende que las mayorías sociales asuman una pérdida de su capacidad de consumo. Veámoslo con más detalle…
A un nivel externo, relativo a un plano geoeconómico, el ecologismo legitima la introducción de una legislación sobre condiciones de producción y comercialización que obstaculiza la presencia de competidores sobrevenidos. Sin embargo, la República Popular China se ha adaptado velozmente a los requerimientos ecológicos impuestos por la legislación occidental, por lo que, presumiblemente, Occidente deberá impedir la competencia china mediante prohibiciones ad hoc como las que ya decretó para clausurar el mercado de la infraestructura de las telecomunicaciones.
Asimismo, la narrativa ecologista pareciera operar en un nivel interno, dirigido a la ciudadanía occidental. En este otro plano, el propósito sería acondicionar la mentalidad colectiva de modo que la propia población asuma como imprescindible, ecológicamente necesario, el deterioro de su calidad de vida. Los medios de comunicación empiezan por colorear los mapas del tiempo meteorológico con un rojo tan llameante que al verlo nos sintamos adentrándonos a un mundo incandescente, y luego acaban publicando informes en los que se nos dice que “la renta media se reducirá un 18% en España en 2050 por el cambio climático”[6].

Así pues, nos acercamos a un tiempo histórico en el que a nuestros políticos no podremos exigirles que reviertan el progresivo empobrecimiento de la sociedad, porque la pobreza no es asunto de políticas públicas en materia económica o laboral. Tampoco la salud pública será, con la coartada del cambio climático, un asunto sometido a decisiones políticas. Ya nos están avisando que “el cambio climático amenaza la salud de los trabajadores: el 71% están expuestos a graves riesgos por sus efectos”[7]. Así lo dice la Organización Internacional del Trabajo (OIT), organismo de Naciones Unidas.
Si algo deben temer los trabajadores no son los salarios insuficientes, las jornadas extenuantes o la accidentalidad en el puesto de trabajo, sino, principalmente, el cambio climático. En España en 2023 fallecieron 721 empleados por accidente laboral. Se trata de una siniestralidad que, según Comisiones Obreras, puede ser mitigada con una correcta prevención de riesgos laborales. Sin embargo, nuestra actual Ministra de Salud se hizo eco del citado informe de la OIT para expresar que “las políticas verdes son justicia social para los trabajadores y trabajadoras”.
Cualquiera que sea la composición de los voceros de nuestras clases dominantes, éstos se encogerán de hombros ante eventuales protestas: «Así lo han querido los Dioses» será, a partir de ahora, «se debe al cambio climático». Y si no queremos que el clima cambie aún más (lo que significa empobrecernos más y más, exponernos a graves riesgos para la salud… enfermar o morir), lo que se debe hacer, además de seguir separando la basura de plástico del cartón, es, por encima de todo, pagar religiosamente las tasas verdes y los impuestos ecológicos que se nos vienen.
Semblanzas de una teología new age
El «ecologismo al servicio de los ricos» (ese ecologismo gestionado por las élites económicas en connivencia con los tecnócratas en que se han convertido quienes actúan como líderes políticos) podría no ya restablecer sino intensificar hasta niveles nunca conocidos una forma de control de la población que, según Michel Foucault, resultaba característica del cristianismo medieval: el «poder pastoral». Porque, a través de las CBDC o Central Bank Digital Currency (las monedas digitales de los bancos centrales con las que se pretende reemplazar el dinero físico[8]), la autoridad política podría limitar el acceso a nuestros recursos monetarios en función de la «huella de carbono» que nos haya sido asignada.
Desde el momento en que dependamos exclusivamente de las transacciones digitales para realizar pagos económicos, se nos podría asignar una «cuota de contaminación» que no podamos sobrepasar. El suministro de dinero digital, el único disponible, estaría limitado en aras de un principio moral superior, en este caso la descarbonización de la vida (es decir, una vida menos contaminante). Y en eso consiste el «poder pastoral», en gobernar la vida cotidiana de la sociedad por medio del control a discreción sobre las actividades que realizan los individuos. Tanto ayer como mañana, el poder actuaría socialmente a partir de una pauta individualizadora. A saber…
Antes las personas se confesaban ante el cura o el pastor, quién le prescribía a cada cual una u otra penitencia. A través del sigilo sacramental como técnica de individualización, solamente ese cura o pastor conocía los pecados de las personas y, en función de su comportamiento, les imponía unas determinadas prácticas penitenciales, como la oración, el ayuno o la limosna. Actualmente, los algoritmos podrían predecir la contaminación media generada por cada individuo en función de sus recursos económicos y estilo de vida registrados. Es como si el cura o el pastor se adelantase al pecado y le asignase a cada cual, de manera diferencial y discrecional, una determinada capacidad para contaminar (o lo que es lo mismo, para pecar consumiendo bienes y servicios).
Tanto los confesores de antaño como los algoritmos de un futuro próximo lo saben todo de nosotros. Pero lo más importante es que ambos representan lo justo, lo imparcial, lo preciso… en el caso de los primeros por ser consejeros espirituales, y en el de los segundos por ser cálculos impersonales. Por ello, no es posible rechistar ante la penitencia que el confesor le impone al confesado, ni oponerse a la cuota de consumo, en forma de «huella de carbono», que los algoritmos le asignarán al ciudadano. Y, de la misma manera que el pecado podía ser objeto de perdón o remisión mediante el sistema de indulgencias, cabe suponer que se podría acceder a una huella de carbono mayor, ampliando así la capacidad de consumir, mediante previo pago.
En cualquier caso, sólo Dios perdona los pecados, y la cantidad de dinero disponible que nos sea programada (la «cuota de contaminación» o «huella de carbono») lo será en función de un criterio ecológico convertido en teológico. Todo sostenible, resiliente, inclusivo y con mucha diversidad. Amén. Bienvenidos a la posmodernidad, donde invocamos energías cósmicas y escuchamos a la Pachamama, mientras nuestra vida está regulada por desalmadas técnicas de procesamiento de datos. De hecho, ¿no ha sido uno de los papeles fundamentales de la religión legitimar las estructuras de poder (político, económico, etc.) características de una sociedad?
Siglos atrás, el cristianismo, al afirmar que nuestro reino no forma parte de este mundo material, ofrecía un consuelo ante la muerte, y hacía más llevaderas las penurias de la vida. De igual modo, en la actualidad no debemos subestimar la idoneidad del ecologismo religioso para propiciar una aceptación, en cierta forma reconfortante, del empobrecimiento acelerado de las mayorías sociales. Todo aquello a lo que renunciamos es algo menos que contaminamos. Empezamos por no comer ciertos alimentos ni viajar a ciertos lugares, y acabaremos restringiendo nuestras duchas o pasando el invierno sin estufa ni calefacción.
Inmersos en este espíritu de época, la religión podría entenderse bien con esa ciencia que pontifica al respecto del cambio climático. Porque, cuando la ciencia reduce los fenómenos multicausales a unicausales y niega la posibilidad de contrastar diferentes hipótesis, entonces se convierte en un dogma, es decir, en una religión. En ese caso, la apelación a la ciencia es otra de las tantas expresiones de religiosidad laica características de las sociedades posmodernas. Precisamente el término new age (nueva era) se emplea desde la década de los setenta para dar cuenta de las nuevas creencias espirituales o religiosas que empiezan a surgir en el mundo occidental. A partir de entonces aparecen gurús del mindfulness, iniciados en los eneagramas de la personalidad, coaches de la asertividad, o profetas del apocalipsis climático.
Y, de entre estos últimos, tenemos a Guy Lane, un científico australiano que ha dedicado los últimos veinte años de su carrera a concienciar sobre el impacto de la crisis climática. Ahora Lane realiza ese proselitismo en forma de fe religiosa: “Todas las religiones creen en la existencia de un ser superior. Para nosotros, es la Tierra”. En efecto, Lane ha ideado una nueva religión llamada «Vita», y la ha presentado en la última Cumbre del Clima (COP28), celebrada en diciembre de 2023: “No tengo una biblia, pero sí un manifiesto de unas doce páginas con todos los preceptos espirituales. Todo lo demás, son estudios científicos”.
Se necesita de mucha empatía hacia al planeta. Y si la forma de lograrla es mediante una religión, pues no debiera escandalizarnos que un científico como Lane fuese invitado a la Cumbre del Clima para “alzar la voz sobre esta nueva religión enfocada a salvar el planeta”. Según afirma Lane, el objetivo de su religión es un “cambio de actitud en millones de personas”, porque “necesitamos entrar en una nueva «era verde», donde los humanos y todos los otros seres vivos del planeta podamos vivir en armonía durante miles y miles de años”. Por tanto, el esoterismo new age nos promete la plenitud de la parusía… cuando renunciemos a comer carne y nos compremos coches eléctricos (siempre que no estén fabricados en la China).
Mercadotecnia del miedo: asustar para vender
Mientras no llega esa «era verde» profetizada, atentos estén los varones, porque si el clima sigue cambiando quizá se les modifique su órgano sexual: según afirma el titular de la noticia, “una científica advierte de que el cambio climático puede encoger el tamaño del pene”[9]. Así que, sin que nuestro «sexo sentido» se haya alterado lo más mínimo, ¿podría llegar a cambiar nuestro «sexo real»? Si ese fuese el caso, ¡aún seríamos más vulnerables al cambio climático!… porque, como nos dice Greenpeace:
“[E]l cambio climático exacerba las desigualdades preexistentes que se encuentran en la sociedad, como la vivienda y la atención médica, entre muchas otras, lo que lleva a que las personas trans y queer se vean afectadas desproporcionadamente durante los desastres climáticos y por los efectos más amplios del colapso climático en la sociedad”[10].

No sabemos si el cambio climático detesta los penes grandes, o es que sencillamente prefiere los cuerpos andróginos para que sus efectos nocivos sobre “la vivienda y la atención médica” sean en mayor medida devastadores. Hay más: ¿Al cambio climático le disgusta la cobertura universal de nuestro sistema de salud pública? Algo así parece sugerir la prensa: “Los gases de anestesia también incrementan el cambio climático”[11]. Así que para mitigar el cambio climático quizá sea preferible renunciar a una operación quirúrgica… ¿Te duele el lumbar a causa de una hernia? No te operes. Más debería dolerte saber que los gases anestésicos se acumulan en la atmósfera.
No se negará que los medios de comunicación de masas ejercen un poderoso condicionamiento colectivo sobre la población. En Occidente, esos medios de comunicación plantean el mismo relato sobre los aspectos que son considerados medulares. Se estimulan las discrepancias, en efecto, pero éstas lo son al respecto de asuntos irrelevantes para la maquinaria sistémica. Porque sobre las cuestiones de fondo, el consenso es absoluto. De ahí que los mismos enfoques y planteamientos se reproduzcan, a veces de forma idéntica, en los grandes medios[12].
Por esa razón, incluso medios conservadores como Fox News publican este tipo de titulares: “Las parejas LGBT corren mayor riesgo por el cambio climático”[13]. Similar fue el titular usado por el think tank progresista American Progress: “Cómo la injusticia ambiental y climática afecta a la comunidad LGBTQI+”[14]. Existe un «paquete ideológico» que no admite discrepancia: el peligro del cambio climático, la promoción moral del LGBTismo y, en no pocos casos, la necesidad de inmigrantes. De hecho, en estos párrafos se citan titulares referidos a la crisis climática que proceden de medios de la «derecha» española como son El Mundo, ABC y La Razón, los cuales, sobre este asunto, no difieren ni un ápice de lo que dice la «izquierda» de El País, Público o El Diario.
Al respecto del cambio climático no existen las fake news que, según la «autoridad política», contaminan los medios alternativos. Y si no existen esas noticias falsas es porque todo cuanto se publica sobre este asunto se encuentra avalado por numerosos estudios científicos e informes universitarios. Ocurre que en el caso de diseccionar esos estudios es posible descubrir (¡oh, sorpresa!) absolutos embustes financiados por instituciones con conflictos de intereses[15]. Es el caso de un estudio publicado en la revista científica Environmental Research Letters que dio lugar a multitud de noticias con el siguiente titular: “Más del 99,9% de los estudios coinciden: los humanos, culpables del cambio climático”[16].
Dicho lo anterior, conviene recordar algo… Toda estrategia comunicativa debe apelar a las emociones, y la primera emoción que pretende suscitar una mercadotecnia que pretenda ser exitosa es el miedo: mediante la creación de una sensación de preocupación o de amenaza, el potencial consumidor de un producto o de una idea es en mayor medida propenso a aceptar la solución que se le ofrece. Y en esa fase nos encontramos: los medios nos inducen miedo para influir sobre las respuestas preventivas, pues el miedo nos predispone a tomar decisiones o realizar actos que nos deberían proteger ante el peligro. Un peligro que, además, procede de nosotros mismos: la ciencia dice que somos culpables.
“¿Te quita el sueño el miedo al cambio climático?”, nos preguntan[17]. Y si el clima cambiante no te impide dormir, ten por sabido que lo hará: “Ecoansiedad, el estrés mental que cada vez tendrá más gente”, afirma otro titular[18]. Tal vez antes de que termine el año la prensa publicará que el cambio climático incrementa el número de granos que a los adolescentes les sale en la cara, o que las almorranas son causadas por la inminente subida del nivel del mar. Exagerar la realidad, usar datos o estadísticas sesgadas, apelar a expertos o autoridades, repetir los mensajes, crear un sentido de urgencia… Son los recursos de la «mercadotecnia del miedo».

Para la construcción alarmista del cambio climático, ya hace diecisiete años nos encontrábamos con que el científico Carlos Duarte aseveraba que “veremos el Ártico sin hielo en 2020”[19], y doce años atrás la prensa recogía las palabras del experto Peter Wadhams: “Este colapso, en el que el Ártico quedará libre de hielo durante los meses de agosto y septiembre, ocurrirá en 2015-16”[20]. Puesto que estas predicciones no se han cumplido, pareciera ser que ahora se opta por vaticinios cuya realización sea algo más imprecisa: “el océano Ártico estará libre de hielo en verano entre 2030 y 2050”[21].
Pero si el Ártico queda muy lejos, debes saber lo siguiente: “Adiós a España tal y como la conocemos: así quedará nuestro país en solo unos años por el aumento del nivel del mar”, dice el titular de una noticia que afirma lo siguiente: “Ciudades costeras de toda la Península o de las islas podrían desaparecer por completo ante un cambio climático y calentamiento global «irreversible» e «imparable» según expertos”[22]. Y seguimos: “Más del 80% de la costa del Mediterráneo, amenazada por el aumento del nivel del mar: «La actividad humana peligra»”[23].

No hay escapatoria. Aunque nos fuéramos a vivir al monte para así alejarnos del mar, debemos saber lo que nos dice este otro titular: “El cambio climático está resquebrajando las montañas”[24]. Pero el uso excesivo de la «mercadotecnia del miedo» puede resultar contraproducente. Y eso está ocurriendo con los monstruos que, según el discurso dominante, se encontrarían entre nosotros: al neofascismo, al heteropatriarcado y a la crisis climática se le acumulan los escépticos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte el clima cambiante ya no es la principal de las monstruosidades ante las cuales debemos protegernos. Ahora hay otro monstruo, Vladimir Putin, del cual nosotros, como occidentales, debemos asustarnos.
De la economía verde a la economía de guerra
Antes de que el ejército estadounidense se retirase de Afganistán, una organización de divulgación científica publicó un artículo con el siguiente titular: “El cambio climático complica las perspectivas futuras de paz en Afganistán”[25]. Trasladando esa matriz lógica a la actualidad, hay una pregunta que podríamos formular: ¿A causa del cambio climático es que no hay perspectivas de que Kiev y Moscú firmen un tratado de paz? Pero mejor será que olvidemos el interrogante, pues ya no es necesario recurrir a la baza del cambio climático… Tenemos un nuevo enemigo declarado.

A este respecto, resulta ilustrativa la noticia principal recogida recientemente en la portada de uno de los periódicos de mayor tirada[26]: “La UE dará prioridad a la defensa y suavizará su política medioambiental”. Y esa noticia, se acompañaba de este otro titular: “El Consejo de Europa ultima una hoja de ruta marcada por el retorno de los conflictos bélicos”. Parece ser que, habiendo perdido la ventaja competitiva en la producción de aerogeneradores, placas solares y vehículos eléctricos, la Unión Europea plantea un nuevo sector en el que concentrar las inversiones públicas: la industria militar.
Así como la crisis climática ha venido justificando el flujo económico hacia las grandes empresas del sector energéticos y de las infraestructuras, la intención de Putin de anexionarse media Europa (o Europa entera) justificaría dejar atrás la «economía verde» y dirigirse a una «economía de guerra». Y esto no son meras especulaciones, sino declaraciones ya efectuadas por líderes políticos como el presidente de la República Francesa (Emmanuel Macron) o el Comisario Europeo de Mercado Interior (Thierry Breton), quienes solicitan la necesidad de avanzar hacia esa “economía de guerra” que, sin embargo, no se intuye demasiado respetuosa con el medio ambiente.
No es de esperar, en efecto, que la guerra contra Rusia se realizase con misiles biodegradables, armas químicas no testadas en animales, aviones de combate propulsados por baterías eléctricas o raciones de comida veganas. Ni tampoco que los cadáveres sean usados como compostaje para obtener abono orgánico, pese a que ello fuese el sueño húmedo de Die Grünen (y de las demás filiales de Los Verdes que con distinto nombre se están implantando por Europa occidental). De hecho, la guerra contra Rusia ya se lleva a cabo, y la escalada del conflicto no hará de éste una conflagración ecológicamente sostenible.

Por el contrario, agitar esa guerra (ampliada) contra Rusia sí les permitiría a las autoridades políticas decretar un «estado de excepción» por medio del cual congelar los depósitos bancarios, confiscar bienes a la ciudadanía y, por lo general, incautar cualquier activo que se considerase pertinente para alimentar una «economía de guerra» que afirman necesaria aun cuando se adivina deseada. Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, afirmó que “debemos estar preparados para la defensa y pasar a un modo de economía de guerra”. Y otra de las medidas contempladas por esa «economía de guerra» es el racionamiento de los recursos. Por lo que, al final, pudiera ser que ya no sea a causa de la crisis ecológica, sino de la amenaza rusa, que dejemos de comer carne o que no podamos llenar con gasolina el depósito de nuestros coches.
Ya sabemos, por medio de la prensa, que uno de los factores que contribuye a la crisis climática es la anestesia, pero gracias a que en el mundo hay guerras es que pudimos inventar la anestesia epidural. Y esto no es un retruécano innecesario o veleidoso, sino algo que se infiere de lo afirmado por la ministra de Defensa del Gobierno de España, Margarita Robles, durante la sesión del Congreso del 24 de abril. Ante la pregunta de un diputado de si el aumento de gasto militar responde a las necesidades ciudadanas, la ministra respondió: “¿Usted sabe, por ejemplo, que la epidural es un producto militar, que se inventó precisamente por los militares? Invertir en defensa es invertir en humanidad, es invertir en luchar contra la inclemencia del tiempo cuando hay inundaciones, cuando hay incendios”.
La cuadratura del círculo se logra al expresar la siguiente idea: A causa de la amenaza bélica se incrementa el gasto público de un ministerio que, además de comprar armas para la guerra, contribuye a la innovación médica y ayuda a mitigar desastres medioambientales. Así, la maquinaria discursiva de la política institucional consigue direccionar en un mismo sentido aspectos tan difíciles de asociar como son, primero, destinar dinero a armamento, segundo, cuidar la salud, y tercero, paliar los efectos del cambio climático. No es de extrañar que apenas un mes antes, la ministra Robles nos advirtiese del enorme peligro que supone Rusia para la Unión Europea (y España en particular): “La amenaza es total y absoluta. […] un misil balístico puede llegar perfectamente desde Rusia a España”.
Para instar a los Estados miembros a que “lleven a cabo las acciones concretas necesarias para luchar y contener esta amenaza antes de que sea demasiado tarde”, en noviembre de 2019 se decretó un estado de «emergencia climática» en la Unión Europea. Eso permitió aprobar, un año más tarde, el Pacto Verde Europeo al que ya nos hemos referido: millones de euros para la «industria verde». Cinco años después, la situación excepcional es la misma, con la diferencia de que la «emergencia climática» está siendo reemplazada por la «amenaza de guerra». Ahora es hacia la «industria militar» que deben orientarse otros tantos millones de euros. Así nos lo explica Ursula von der Leyen: Ante “la amenaza de guerra […] Europa debe gastar más, gastar mejor, gastar europeo”.
No obstante, ¿es cierto que el aumento del gasto público en armamento servirá para alimentar a la industria europea? Adelantamos ya que son los Estados Unidos de América los que principalmente sacan provecho de los sucesivos «planes de choque» a los que estamos siendo sometidas las poblaciones europeas. Porque, así como detrás de la prohibición de comprar coches a combustión se encontraba la estadounidense Tesla, detrás del aumento del gasto en Defensa de los países de la Unión Europea, se encuentra el «complejo militar-industrial» estadounidense. Para empezar, los países miembros de la UE están dispuestos a “ampliar el marco de financiación con fondos europeos de compras conjuntas de munición y misiles para que incluya material fabricado en países afines como Estados Unidos o Reino Unido”.
Ante esta nueva emergencia, ya no climática sino militar, que afecta a la Unión Europea, Bruselas ha propuesto “inyectar 1.500 millones” de euros a la compra de armamento, y “emitir eurobonos para comprar armas tomando el ejemplo de lo que se hizo durante la pandemia con la adquisición conjunta de vacunas”. Todo ello se sumaría al gasto ya efectuado: “[L]os Estados miembros han gastado alrededor de 100.000 millones de euros en defensa. Y eso está bien. Pero tenemos que fortalecer la base de nuestra industria”, afirma Von der Leyen.
Ocurre que «nuestra industria» ya no es únicamente «nuestra». También en el sector armamentístico se encuentra accionariado estadounidense. Mientras que los tanques Leopard son sucesivamente destruidos en el campo de batalla, la empresa alemana que fabrica su cañón, Rheinmetall, cotiza en la bolsa de valores a máximos históricos, pero sus principales accionistas privados son fondos de inversión y banca de inversión estadounidenses: BlackRock, Bank of America Corporation, Wellington Management Group, The Goldman Sachs Group, Fidelity Investments. También el fondo de inversión estadounidense Vanguard es el segundo mayor accionista de la italiana Leonardo, la empresa armamentística más grande de la Unión Europea.
¿Será por esa razón que grandes fondos de inversión, entre los cuales se encuentra precisamente BlackRock, se estén apartando de la iniciativa Climate Action 100+? Esta iniciativa surgió en 2017 para favorecer las inversiones enfocadas a mitigar o revertir la crisis climática global: se trataba de impulsar una economía basada en menos emisiones de dióxido de carbono. Pero el contexto ahora es otro. Y estos fondos de inversión dejan de invertir en el clima para invertir en otro negocio, el de la industria armamentística, que, a la vista de la agitación bélica en que vivimos, resulta más rentable. Por ejemplo, la compañía Lockheed Martin, puntera en la fabricación de armas y equipos militares, cerró 2023 con un 20,7% más de beneficio que en el año anterior.
De hecho, tanto Lockheed Martin como Raytheon, dos de las gigantescas armamentísticas norteamericanas, planean fabricar sistemas de misiles antitanque en Europa. ¿La compra de ese material militar, fabricado en centros productivos ubicados en la Unión Europea, aunque por empresas estadounidenses, contabilizará como parte de la inversión a la industria militar europea? Quizá eso sea lo de menos. Porque, como nos dice Von der Leyen, lo importante es que “Europa debe esforzarse por desarrollar y fabricar la próxima generación de capacidades operativas para ganar batallas, y garantizar que tenga suficiente cantidad de material y la superioridad tecnológica que podamos necesitar en el futuro”.
Ahora bien, a la señora Von der Leyen podríamos preguntarle… ¿Cuánta es la “cantidad de material” suficiente y cuál es la “superioridad tecnológica” necesaria para ganarle a una «potencia nuclear»? Aunque de momento sea un farol, si seguimos subiendo la apuesta pudiera ser que ese “futuro” al que se refiere Von der Leyen sea tan tórrido como nos lo pintan en los mapas de la previsión del tiempo; pero lo sea de verdad, no a causa del cambio climático, sino por un holocausto nuclear.
NOTAS
[1] World Economic Forum (02/12/2019).
[2] Se denominó «climategate» a las filtraciones de supuestas pruebas sobre la “manipulación sistémica” de los “datos climáticos” usados por la “literatura científica” para asentar las bases de la “emergencia climática”. Se puede consultar el documento enviado a la EPA (U.S. Environmental Protection Agency), fundamentado en el climategate, en la dirección web: https://archive.epa.gov
[3] Entre sus principales competidoras se encuentra Morningstar Farms, una marca de la multinacional agroalimentaria Kellanova (antes de 2023 llamada The Kellogg Company o Kellogg’s).
[4] Gates, Bill. (2021). Cómo evitar un desastre climático: Las soluciones que ya tenemos y los avances que aún necesitamos. Ed. Penguin Random House, p.26. A fin de no sobrecargar las notas a pie de página, las próximas citas no serán referenciadas. Se pueden encontrar en Internet (en algunos casos, en la expresión original en inglés).
[5] ¿Por qué no se habla del impacto al medio ambiente de la fuga de gas causada por el sabotaje a los gasoductos Nord Stream? Además de la emisión de entre 100.000 y 350.000 toneladas de metano (The Guardian, 28/09/2022), que se considera 85 veces más contaminante que el dióxido de carbono, se deberían considerar los daños causados al ecosistema marino y a la cadena alimentaria. Pero este «chapapote invisible» está subordinado a un fin superior: substituir el gas procedente de Rusia por el gas licuado, más contaminante, que nos vende Estados Unidos y que llega a Europa por medio de buques metaneros.
[6] Titular del 17/04/2024 en El Mundo.
[7] Titular del 22/04/2024 en 20 Minutos.
[8] Consultar la sección «Euro digital» de la web del Banco Central Europeo.
[9] ABC (17/06/2022).
[10] Greenpeace (01/06/2023).
[11] Titular del 08/04/2015 en La Vanguardia.
[12] Algunas de las noticias que citamos se reproducen con práctica exactitud en muchos otros medios del mundo occidental.
[13] Fox News (24/04/2024).
[14] American Progress (16/06/2022).
[15] Sánchez Carrión, J.J. “Los humanos, culpables del cambio climático. ¿Seguro?”. El Viejo Topo, Nº 434 (Marzo, 2024), pp. 18-22.
[16] La Vanguardia (19/10/2021).
[17] Titular del 16 de mayo de 2022 en la revista Esquire.
[18] Público (14/04/2023).
[19] Público (20/10/2007).
[20] El País (24/09/2012).
[21] El HuffPost (06/06/2023).
[22] La Razón (04/02/2024).
[23] El Español (29/12/2023).
[24] El Diario (08/05/2024).
[25] National Geographic (04/02/2020).
[26] La Vanguardia (12/04/2024).