Diego Fusaro
Retomando en clave cromática la exploración dialéctica que, siguiendo las huellas de Costanzo Preve, hemos plasmado en Minima mercatalia (2012), el capitalismo dialéctico de la fase manufacturera y, posteriormente, fordista (desde la Revolución Industrial hasta los años Setenta del Siglo XX) sería “gris”, articulado sobre la explotación sin límites y sin medida del medio ambiente. Gris, por cierto, como las chimeneas del Londres de Marx y del Turín de Gramsci.
Por su parte, el nuevo capitalismo absoluto-totalitario (o, simplemente, turbocapitalismo), tal como viene esculpiéndose a partir de los años Setenta del “siglo corto”, acelerando su marcha triunfal tras la caída del Muro de Berlín y la ignominiosa implosión de la Unión Soviética, sería “arcoíris” y “verde”. Arcoíris ya que, como se ha evidenciado extensamente en nuestro estudio Demofobia (2023), se sustenta sobre la desregulación económica, antropológica y consumista, por tanto sobre el libre consumo y sobre las libres costumbres, así como sobre el deseo anómico pero siempre regimentado en la esfera consumista (con la redefinición de los propios derechos como caprichos del consumo, según el esquema del bazar de los rainbow rights –derechos arcoíris-); y es verde, porque metaboliza la naciente y cada vez más difusa sensibilidad medioambiental y la desvía hacia sus circuitos, reconfigurando (y potenciando) el ciclo de la producción, reforzando el propio consenso y por último, pero no menos importante, utilizando como método de gobierno la plataforma green.
Esta tránsito, desde el grey capitalism industrialista, represivo y fordista al nuevo capitalismo absoluto-totalitario rainbow y green, se puede entender como una profundización y como una intensificación de la lógica de la valorización del valor, que logra metabolizar y, además, obtener beneficio de las reales reivindicaciones contestatarias –tanto sociales como ecológicas– iniciadas desde el Sesentayocho y, después, maduradas durante los años Setenta.
Por lo que respecta al capitalismo “arcoíris”, es hijo del giro sesentayochesco y de su contestación al autoritarismo disciplinario burgués: el capital canibaliza aquellas demandas y se redefine como rainbow capitalism del libre consumo y de las libres costumbres, calibrado para nuevas subjetividades que, ya no burguesas y ya no proletarias, coinciden con el nuevo perfil del “consumidor”.
En lo que concierne al capitalismo verde (sin perjuicio de que continúa siendo el mismo modo de producción, analizado en diferentes articulaciones de sus prácticas discursivas y productivas), también es hijo de la época de los años Setenta y, en muchos aspectos, reproduce la misma lógica examinada en relación al rainbow capitalism, aplicada directamente al medio ambiente. Ante todo, los grupos dirigentes se encuentran en la posición de tener que afrontar la creciente sensibilidad ambientalista y ecológica que se está gestando y que, si no es interceptada a tiempo, podría alimentar el descontento contra el modelo dominante y constituir una eventual amenaza para su conservación y su potenciación.
La cuestión que se plantea entonces, al igual que en relación a los movimientos sesentayochescos en los que, al menos en principio, las reivindicaciones de liberalización de las costumbres (fácilmente subsumibles bajo el capital) coexistían con las sociales y antisistémicas (por definición no incorporables por el sistema dominante), es la domesticación de las protestas y el desvío de la sensibilidad ecologista hacia los circuitos de la valorización.
Para que este programa pueda implementarse con éxito –como, en efecto, ocurrirá– es necesario ante todo inculcar en el imaginario común la convicción de que los dilemas ambientales no dependen del capitalismo sino, como mucho, de una configuración del mismo que todavía no es la adecuada, es decir, aún no es “sostenible” y “verde” (sólo con el nuevo Milenio la clase hegemónica culminará la obra maestra ideológica de contrabandear la idea de que la responsabilidad recaiga sobre las conductas reprobables de los ciudadanos para así, en caso necesario, poder reconducirlas recurriendo incluso a formas autoritarias).
En sustancia, como fundamento de la contradicción no es señalada la lógica de la valorización y, en consecuencia, el capitalismo qua talis, sino su configuración “gris”, fordista e industrialista, culpable de no haber sabido “tener en cuenta” adecuadamente el elemento ambiental y, por tanto, de haberlo relegado a mera “externalidad” respecto a los procesos de extracción del plusvalor (tal era también, a nivel teórico, el enfoque de la economía política clásica).
Se inaugura así, en los años Ochenta, el ciclo del “desarrollo sostenible”, antesala de la economía verde del nuevo Milenio: el capital –atención– no sólo ha metabolizado la cuestión medioambiental, normalizándola y desactivando sus posibles manifestaciones antisistémicas, sino que ha sentado las bases para nuevas estrategias de la valorización, poniendo en marcha –con una expresión que tomamos prestada del tercer libro de El Capital de Marx– “la superación del modo de producción capitalista, en el ámbito del mismo modo de producción capitalista” y, más específicamente, el tránsito desde el grey capitalism al green capitalism. De manera que se “inventan” nuevos mercados especializados que rápidamente desempeñan el papel de inédito motor para una nueva ola de “acumulación originaria”, ideológicamente publicitada como “por fin” limpia, eco-friendly, verde y sostenible.
Esta sugestión ha sido diversamente recibida por la contemporánea crítica socialista al capitalismo verde. Tanto es así que el marxista Jason Moore, en su obra Capitalism in the Web of Life (2017), ha acuñado el neologismo “capitaloceno”, por preferirlo a la corriente expresión “antropoceno” (habida cuenta que, en el plano temporal, parece coincidir en cualquier caso con los ciclos de la civilización del capital). La locución habitual, al tematizar genéricamente la era geológica en la que los seres humanos, con sus actividades, han podido influir sobre los procesos geológicos y sobre la naturaleza misma, considera a la humanidad como un todo indistinto y, de esta guisa, vuelve imposible la identificación de los responsables reales de los procesos y de la originaria combinación entre dinámicas sociales y elementos naturales. Una vez más, no es el Hombre ni es la actividad humana, sino las clases dominantes y las actuaciones capitalistas las que están en la raíz de la catástrofe.
Como se ha destacado, los años Setenta representan el punto de inflexión decisivo. De hecho, es a caballo entre el final de los años Sesenta y principios de los años Setenta cuando empieza a estallar la crisis ecológica, adquiriendo el carácter de reivindicación política con el nacimiento de los movimientos y los partidos verdes. En particular, el “shock” petrolífero de 1973 desata una doble crisis, a la vez social (de sobreproducción) y ambiental (de reproducción). Como ha mostrado André Gorz, la crisis de “reproducción” es debida a los costos crecientes que el capital está ahora obligado a soportar para regenerar el medio ambiente, hasta aquél momento utilizado como “vertedero”, al objeto de poderlo “contaminar” nuevamente, con la consecuencia inevitable de un aumento de los precios finales.
La idea de que el deterioro de las condiciones ecológicas pudiera cumplir la función de fuerza motriz para un nuevo ciclo de acumulación capitalista de estilo verde no era todavía concebible en esa época, al menos no en las formas que surgirían más tarde: en aquél momento, las condiciones indispensables para que los límites biofísicos pudieran ser incorporados al proceso de la valorización del valor aún no se habían manifestado en su forma completa. Pero ya se plantea, para el capital, la necesidad de afrontar el movimiento ambientalista que está emergiendo, desviándolo hacia sus propios circuitos.
Precisamente en los años Setenta, en Europa, la crisis ecológica se convirtió en uno de los temas del debate institucional, justo cuando se estaba gestando una ecología crítica hacia el sistema económico vigente que desembocó en el ya recordado nacimiento de los movimientos verdes, inspirados por textos todavía hoy imprescindibles, como aquél de impronta anticapitalista de André Gorz, Ecologié et liberté (1977), y por reflexiones pioneras como las del químico “contracorriente” Giorgio Nebbia. De los años Setenta brota en la conciencia de la época, de forma clara y cada vez más compartida, la percepción de la inconciliabilidad entre supervivencia de la naturaleza y desarrollo moderno.
A ese tenor, el Consejo de Europa había proclamado 1970 “Año Europeo para la Conservación de la Naturaleza y de sus Recursos”, con una conferencia en Estrasburgo, celebrada del 9 al 12 de febrero de 1970, que se clausuró con una solemne y ambiciosa “Declaración sobre el uso humano del territorio y el medio ambiente”. Y en 1972 tuvo lugar, en Estocolmo, la primera Conferencia de la ONU sobre el medio ambiente humano, cuyo capítulo central versó sobre el vínculo entre medio ambiente y desarrollo con una disputa no resuelta entre el Primer y el Tercer Mundo, pero también con la puesta en cuestión de los límites reales al desarrollo ut sic.
La pregunta que surge espontáneamente es ¿cómo ha podido suceder que ideas asumidas como claras y distintas en los años Setenta (en primer lugar la inconciliabilidad entre medio ambiente y progreso tecnocapitalista) hayan quedado escotomizadas con el advenimiento de la green economy y del nuevo capitalismo verde?. Dicho de otro modo, resulta obligado explicar cómo ha podido ocurrir que, con el nuevo Milenio y con el desastroso cuadro ecológico que ofrece al espectador, quedara virtualmente oscurecida una visión que, en los años Setenta, empezaba a formarse y a determinarse en proyectos políticos y en soluciones prácticas, aunque en formas no exentas de contradicciones y de límites evidentes: entre estos, el primero y mayor debe ser identificado en el “encuentro fallido” entre las canónicas luchas rojas por el trabajo y las verdes por el medio ambiente.
En esto reside, por demás, la vulnus –herida- del ambientalismo de los años Setenta, no sólo incapaz de injertarse entre las luchas rojas (que, a su vez, no supieron hacer suyas las reivindicaciones ecológicas, en ocasiones rechazándolas como «distractivas» respecto al conflicto social), sino también culpable de disociar la lucha por el medio ambiente de todas las demás reivindicaciones sociales y de dirigirse preferencialmente a la clase media burguesa y no a las clases trabajadoras, que eo ipso –por ello mismo- entendían la cuestión medioambiental como contraria a sus batallas.
La respuesta al dilema que hemos suscitado se infiere de los años Ochenta, cuando el capital optimiza la intuición –genial y necesaria– de subsumir la cuestión ambiental. Y, a lo largo de aquella trayectoria, arranca el proceso de metabolización de las demandas ecológicas, según una directriz que serpentea desde la acuñación del concepto oximorónico de “desarrollo sostenible” hasta su aceleración última e hiperbólica que es la green economy del nuevo Milenio.
Ha sido la articulación conjunta de estas metamorfosis históricas, síntesis de conciencia ecológica y de la ahora incontrovertible emergencia de un problema hasta entonces no abordado, lo que va a originar las condiciones para que un vasto número de responsables políticos y de capitanes de la industria –aunque sin alcanzar nunca la unanimidad de la clase dominante- consideraran razonable, cuando no inevitable, el viraje primero (años Ochenta) hacia el «desarrollo sostenible» y después (con el nuevo Milenio) hacia la green economy en cuanto peculiar redefinición del nexo entre naturaleza y valor manteniéndolo en el marco del modo de producción capitalista.
Es, en efecto, desde los años Ochenta cuando las grandes multinacionales, las big companies y las asociaciones empresariales han logrado imponer con éxito un golpe de timón neoliberal en el debate y en la política, destinado a combinar contradictoriamente la protección del medio ambiente y el crecimiento infinito. En la fórmula del “desarrollo sostenible”, pergeñada en aquella fase (especialmente en 1984, en París), se cristaliza plásticamente el sentido de aquél viraje contradictorio. La “primavera ecológica” de los años Setenta ha terminado y la cuestión ambiental está monopolizada por el discurso neoliberal.
En los años Setenta las relaciones entre las multinacionales y los representantes de la clase dominante, por un lado, y los movimientos verdes y la ONU, por el otro, habían sido en gran medida conflictivas: a las reivindicaciones ecologistas respondían los grupos dirigentes, las más de las veces, con la cruda alternativa –a menudo en forma de chantaje– entre “desempleo o contaminación”, según una lógica cuyas secuelas se dejarían sentir por largo tiempo. Desde los años Ochenta, sin embargo, las partes hasta ese momento en conflicto alcanzaron la pacificación, a medida que fue el propio capital el que encabezó la cuestión ambiental. Ofrece una prueba tangible el Programa Ambiental (United Nations Environment Programme, UNEP) y, principalmente, la primera Conferencia Mundial de la Industria por la Gestión Ambiental (World Industry Conference of Environmental Management, WICEM), organizada conjuntamente, en 1984, por el UNEP y por la Cámara de Comercio Internacional (CCI), o sea por la más grande y representativa organización comercial internacional. Una pléyade de gerifaltes de las multinacionales (desde Exxon a Gulf Oil, desde US Steel a Ford, desde Nestlé a Unilever, desde Shell a Henkel) financiaron y participaron en la conferencia, fijando las líneas-guía del “desarrollo sostenible ” como nuevo Grundbegriff –concepto básico-, centrado sobre la convicción de que este debe y puede ser mantenido indefinidamente sin dañar el medio ambiente ni amenazar el desarrollo mismo.
Se había creado la plataforma teórica y práctica general para el nuevo capitalismo verde, que se profundizaría y consolidaría en las décadas siguientes. Y es sobre esta base que, incluso antes de la contemporánea green economy, debe interpretarse la segunda Conferencia sobre el Medio Ambiente de la ONU, celebrada en Río en 1992, cuyos contenidos fundamentales fueron elaborados y puestos a punto sobre todo por algunos de los protagonistas del orden turbocapitalista internacional. Dos nombres en particular merecen ser recordados: el de Pete Bright, responsable de problemas medioambientales de la Shell, conocida multinacional del petróleo; y el de Stephan Schmidheiny, magnate suizo de Eternit, que en ese mismo 1992 había publicado un texto con el emblemático título “Cambio de rumbo. La perspectiva global de negocio en el desarrollo y en el medio ambiente”. El propio Schmidheiny creó en 1995 el World Business Council for Sustainable Development, vale decir la fundación destinada a dirigir a los empresarios involucrados en este proyecto aparentemente virtuoso de mercadización del ambientalismo.
Desde la Conferencia de Río (1992) no ha habido ninguna empresa industrial o multinacional, especialmente si genera un alto impacto medioambiental, que no haya acompañado su balance anual de un informe de sostenibilidad. Y análogamente, no existe ninguna nueva mercancía introducida en la esfera de la circulación que no se presente a los consumidores como verde, eco-friendly y “de Cero emisiones”. Así que el tránsito desde el grey capitalism al green que, tras la fase del “desarrollo sostenible” de los años Ochenta y Noventa, se manifiesta especialmente a partir del nuevo Milenio, puede concebirse con certeza no como una sustitución del modelo capitalista, sino más bien como la emersión de una nueva y compleja esfera dentro de un proceso de valorización del valor que, de manera proteiforme, logra diferenciar cada vez más su propia lógica y fortalecer el consenso general sobre su propio proyecto.
A propósito, la residual variante “gris” o industrialista del capital aparece hoy como la más ingenua y se halla todavía ligada, al menos en parte, a las viejas figuras del capitalismo industrial; para justificar el cual debe, de hecho, recorrer el heteróclito y autocontradictorio camino de la negación frontal del problema ambiental y climático. En realidad, únicamente negando la existencia misma de la devastación ambiental y del cambio climático resulta posible legitimar el capitalismo en su precedente imagen “gris”. Es la versión “à la Trump”.
Pero como el capitalismo, al amparo de su carácter heracliteano, hace tiempo que ha ido evolucionando hacia su nueva figura verde, el orden discursivo dominante apoya plenamente las razones del ecologismo neoliberal, desacreditando y combatiendo la «variante gris«: que así puede, de manera completamente indebida, presentarse como si fuera la verdadera alternativa al sistema green hegemónico, cuando en realidad -como hemos visto- sólo representa otro modo de existencia del propio capitalismo (del que es, por así decirlo, la versión anterior con respecto a la última upgrade). En resumen, el choque entre el neoliberalismo ambiental y el no ambiental no es otra cosa que el conflicto, enteramente librado en el interior del campo de los grupos dirigentes, entre el nuevo capitalismo verde y el viejo capitalismo gris.
Si se prefiere, es la lucha, dentro de los perímetros del propio capitalismo, entre su condición presente, ahora hegemónica, y los vestigios de su situación pasada, hoy en proceso de archivo; por lo tanto, entre aquellos que pretenden seguir orientándose por la vía fordista de la depredación del planeta y aquellos que, en cambio, reconocen en la restauración parcial de las condiciones de reproducibilidad de los recursos ambientales un nuevo marco para la acumulación. Por un lado, aquellos a quienes la neolengua liberal tilda con la infame categoría de “negacionistas” de la crisis ecológica y, por otro, los abanderados del capitalismo eco-friendly y de las nuevas estrategias verdes de la valorización de lo que se ha bautizado con el nombre de “servicios ecosistémicos”.
De esta manera –quod erat demostrandum– el orden dominante tiene buen cuidado en presentar el conflicto entre el capitalismo verde y el capitalismo gris como si agotara el espacio de las alternativas posibles: el ambientalismo anticapitalista –o sea la única solución real– ni siquiera es mencionado en el orden del discurso.
Y es sobre estas mismas bases que podemos finalmente comprender con plenitud la ratio de la proliferación discursiva neoliberal –y su clímax desde los años Ochenta hasta el nuevo Milenio– en torno al tema de las políticas climáticas y la emergencia ambiental. Con las gramáticas de Foucault, subyacente al ascenso y a la proliferación de ese régimen discursivo surge el nuevo poder del green capitalism, su gubernamentalidad y los propios procesos de neoliberalización integral del mundo de la vida y de la naturaleza. La creencia en la que se centra dicho orden discursivo puede condensarse así: la subsunción de los llamados «recursos naturales» y de las actividades reproductivas de la biosfera dentro de la economía capitalista, mediante la asignación de un precio justo a tales recursos, los protegería de aquella explotación excesiva a la que eran sometidos en el marco del grey capitalism, cuando eran concebidos y tratados como un recurso no contabilizado («infinito y gratuito», para decirlo con David Ricardo).
La esfera de la naturaleza deja entonces de ser percibida como un recurso sin costos y sin límites, y comienza a ser evaluada como ente a contemplar en el Budget –presupuesto-, abriéndose a los procesos tecnocientíficos que le dan forma y la mercadizan. Se inauguran nuevas e inconfesables fronteras de subsunción de la biosfera al capital utilizando el discurso de la emergencia ecológica –relatos del antropoceno, del calentamiento global, del cambio climático y del drama ambiental– como “validador” y, al mismo tiempo, como “intensificador” de los procesos de valorización verde y de gouvernance neoliberal.
Actualizando libremente la sintaxis de Marx, el capitalismo gris corresponde a la fase de “subsunción formal” de la naturaleza bajo el capital a través de la adquisición gratuita y sin límites de las materias primas, mientras que el turbocapitalismo verde coincide con la fase de “subsunción real” y con la reconfiguración del medio ambiente sobre la base de la valorización del valor en clave green y eco-friendly.