Markku Siira
"Guerra, cambio climático, estancamiento económico, polarización política... parece que hoy en día no escasean las crisis", escribe Thomas Fazi.
El año pasado, permacrisis, "permacrisis" -que significa "periodo prolongado de inestabilidad e inseguridad resultante de una serie de desastres"- fue declarada "palabra del año" por el diccionario de inglés Collins.
Si miramos atrás en el tiempo, la actual conciencia de crisis fue provocada por la pandemia mundial de los tipos de interés, precedida por "crisis más locales" como el Brexit y la crisis europea de los refugiados, y por la crisis financiera posterior a 2008.
Como ha señalado Fazi, echando la vista atrás a las dos últimas décadas, se podría concluir fácilmente que "el mundo está atrapado en un estado de crisis casi permanente". Desafíos como la guerra, la inflación y el cambio climático no muestran signos de remitir; al contrario, parecen acelerarse.
A primera vista, este análisis puede parecer sensato, pero Fazi se pregunta con razón si este uso obsesivo de la palabra "crisis" es simplemente el reconocimiento de una mala situación, o si se trata de algo más.
Incluso antes de la era de la corona, varios estudiosos críticos habían sugerido que, en las últimas décadas, la crisis se había convertido en un "método de gobernanza" en el que "los gobiernos explotan sistemáticamente cada desastre natural, cada crisis económica, cada conflicto militar y ataque terrorista para radicalizar y acelerar la transformación de las economías, los sistemas sociales y los aparatos estatales".
La narrativa actual ya no se limita a la explotación de las crisis, sino que parece basarse en la creación de más y más crisis. En un sistema así, la "crisis" ya no es la excepción, sino que se ha convertido en la norma, en la premisa básica de toda política y acción social.
La élite transnacional necesita esta normalización de las crisis. Se ven obligadas a recurrir a medidas cada vez más represivas y militaristas -tanto en casa como en el extranjero- para mantenerse en el poder y sofocar cualquier desafío a su autoridad.
"De ahí la necesidad de un estado de crisis más o menos permanente capaz de justificar tales medidas", argumenta Fazi.
La "nueva normalidad" de una crisis permanente requiere una aceptación general de la idea de que las sociedades ya no pueden permitirse organizarse en torno a reglas, normas y leyes estables. El flujo constante de nuevas amenazas - terrorismo, enfermedades, guerras, catástrofes naturales - significa que debemos estar preparados para adaptarnos a las situaciones cambiantes y a los estados de inestabilidad.
"Esto, a su vez, también significa que ya no podemos permitirnos los debates públicos matizados y la compleja política parlamentaria que suelen asociarse a las democracias liberales occidentales. Los gobiernos tienen que ser capaces de aplicar las decisiones con rapidez y eficacia", afirmó Fazi con sarcasmo.
Así, los líderes occidentales asocian hoy nuestra época de crisis con la necesidad de limitar la libertad de expresión en línea en la lucha contra la "desinformación", que a menudo resulta ser cualquier cosa que contradiga la narrativa oficial.
La "perma-crisis" también da a los gobernantes una excusa para no mejorar el estado de la sociedad, ya que todos los recursos movilizados deben centrarse en la lucha contra el "enemigo" del momento, ya sea un virus, Rusia, la crisis climática o lo que sea. "Una crisis interminable significa estar atrapado en el eterno presente".
Como valora Fazi, esto representa "un cambio radical en la forma en que se ha definido hasta ahora el concepto de crisis". Históricamente, la "crisis" se ha asociado a menudo con la idea de "oportunidad" e incluso de "progreso".
En cambio, la noción actual de "permacrisis" implica "una situación permanentemente difícil o que empeora, que nunca puede resolverse, sólo gestionarse".
Aunque esta narrativa parece fundamentalmente orientada a las soluciones y al futuro, en realidad es "implícitamente nihilista y apolítica, porque sugiere que el mundo está condenado, hagamos lo que hagamos".
Este conjunto de amenazas casi apocalípticas se manifiesta en el discurso sobre el cambio climático o la crisis ecológica más amplia, para los que la narrativa dominante implica que todo tipo de intervenciones autoritarias y restricciones en la vida cotidiana de las personas están justificadas para "salvar el planeta".
No es casualidad que los defensores de una crisis permanente argumenten que la naturaleza global de muchas crisis significa que sólo pueden resolverse a nivel global, es decir, devolviendo cada vez más poder de decisión a los "expertos" y a las instituciones supranacionales.
La "gobernanza" de la permacrisis demuestra en realidad que el marco creado por el capital y los políticos occidentales, el "orden internacional basado en normas", está en crisis (¿autoinducida?). Habría que encontrar alguna salida, pero ¿quién solucionaría el problema actual?
Incluso los competidores de Occidente hablan de "cambios sin precedentes" y de un "nuevo orden mundial". Afirman que "el proyecto de americanizar el mundo ha fracasado". La política de poder occidental "ya no es la respuesta para el mundo" y el viejo orden liberal, "que servía a la élite dominante y a los capitalistas", será abandonado.
Sin embargo, siguiendo el curso de los acontecimientos actuales, surge la duda de si, aunque la "gobernanza mundial" se actualice con el pretexto de las crisis, el nuevo orden mundial (que a todas luces es eco-tecno-fascista) estará gobernado más o menos por el mismo pequeño círculo de cosmopolitas ricos que hasta ahora han sido la fuerza motriz de los Estados.