Alexander Wolfheze
Érase una vez, hace mucho tiempo, aunque no lo suficiente para que la gente lo olvide, que el mundo estaba dividido en tres: existía el Primer Mundo, representado por el Occidente liberal, el Segundo Mundo, llamado el Oriente socialista, y el Tercer Mundo, que hoy es conocido como el Sur Global, el cual era tratado como un lugar de conflicto tanto por el Occidente como por el Oriente. En aquellos años el enfrentamiento nuclear de la Guerra Fría se limitaba a la competencia por las tierras y los recursos del Tercer Mundo, donde se patrocinaban revoluciones, golpes violentos de Estado, intervenciones armadas y guerras por el poder que asolaron América Latina, África, Oriente Medio y Extremo Oriente. Sin embargo, paralelamente a esta dinámica competencia en el Sur Global también se podía observar una lucha global y abstracta por los corazones y las mentes de las personas. Esta competencia oponía al Liberalismo – el cual define la “libertad” en un sentido burgués, nihilista y basado en la usura institucional – frente al Socialismo – donde la “igualdad” era definida como la nivelación general proletaria y el determinismo materialista –. Esta lucha llevó a que los Estados tomaran partido por el campo occidental-liberal o por el oriente-socialista que se asoció a una dicotomía mucho más antigua y profunda: el primero fue identificado con la religión, mientras que el segundo era asociado con el ateísmo. No obstante, la verdadera naturaleza de esta división – en contraste con su forma institucional – tenía una realidad inversa, ya que el balance material (recursos e infraestructuras) se inclinaba notablemente a favor de los primeros en contraposición a la realidad inmaterial (celo y devoción) expresado por los segundos. Cualquiera que haya vivido en los años de la Guerra Fría sabe que, a pesar de la retórica y rectitud profesada por el “mundo libre” o el asfixiante y cruel totalitarismo de los Estados socialistas, se notaba en estos últimos un idealismo desinteresado y un sacrificio heroico.
Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991, la mayoría de la gente olvidó – o ha querido olvidar – el inmenso idealismo e incontables vidas que fueron sacrificadas en nombre de una causa perdida como lo fue el Socialismo. Millones de mineros, obreros y campesinos anónimos se entregaron a la tarea de “acelerar” la industrialización de la Rusia soviética en un momento donde en Occidente la mayoría de los trabajadores tenían que luchar contra los magnates burgueses por la obtención de derechos básicos mediante huelgas, creación de sindicatos y campañas electorales. Mientras tanto, en el Tercer Mundo millones de personas murieron con tal de ponerle fin al yugo colonial, la explotación capitalista y la intervención imperialista. En el Segundo Mundo miles de millones perdieron sus vidas en varios experimentos megalómanos de ingeniería económica y social que buscaba imponer el “gran salto hacia adelante”. Nadie jamás podrá calcular la cantidad exacta de vidas sacrificadas en nombre de las promesas quiméricas anunciadas por el socialismo, incluidas aquellas que eran impulsadas por un idealismo totalmente desinteresado y una dedicación heroica a una causa. Dejando de lado los casos de Corea del Norte y Cuba – además de los recuerdos de ancianos que cada vez son menos – todo lo que queda hoy en día de ese mundo socialista son unas cuantas piedras tragadas por la maleza, unos cuantos libros polvorientes y algunas pocas obras de arte cinematográfico rara vez proyectadas en los cines. Es difícil hacer comprender a los jóvenes de hoy lo que movió a muchos a morir por la revolución nicaragüense (La canción de Carla, Ken Loach, 1996), lo que inspiró a un campesino italiano a hacer una huelga y sufrir por esta idea (Novecento, Bernardo Bertolucci, 1976), lo que llevó a un poeta chileno a exiliarse y vagar por el mundo (Il Postino, Michael Radford, 1994) o lo que movió a un obrero holandés jubilado a oler todos los días el periódico de Moscú con tal de saber a qué olía la dignidad.
Érase una vez una época donde Moscú era, para millones de personas en todo el mundo, el centro del universo: un lugar donde se estaba planeando – y construyendo – un mundo mejor. Claro, muchos de estos proyectos fueron hechos de forma precipitada, torpe y desigual, y aunque estos constructores humanos tuvieron profundos defectos, al menos el socialismo profesaba una dimensión ética con la cual la mayor parte de los seres humanos en toda la Tierra podían identificarse, a saber, la elevación material del nivel de vida de las masas empobrecidas, la justicia social de las clases oprimidas y la coexistencia pacífica entre las naciones. Moscú era el centro neurálgico de ese mundo socialista que hoy yace muerto y enterrado: era en Moscú donde estudiantes e investigadores de todas partes se reunían para aprender; donde los académicos y periodistas se reunían para informarse; donde los economistas e ingenieros se reunían para planificar; donde los ideólogos y políticos se reunían para decidir. Lo mismo se aplicaba a otras capitales del mundo socialista (como sucedía con Belgrado que era conocida como la capital del mundo “no alineado”) donde los intercambios, las instituciones de investigación y las conferencias crearon una red de intercambios humanos que, a lo largo de muchas décadas, consiguieron mantener unido el proyecto socialista mundial.
Tras la caída de la Unión Soviética y la desaparición del proyecto socialista mundial, tras la conquista del Segundo Mundo por el Primer Mundo y tres décadas que ha durado el momento “unipolar” que impuso la hegemonía neoliberal, Moscú quedó reducida a un simple destino donde los representantes del globalismo hacían negocios: banqueros del FMI que despreciaban la autosuficiencia económica de Rusia, ideólogos de ONG que deseaban destruir la vida familiar rusa, representantes de los “derechos humanos” que querían acabar con el Estado de derecho ruso y magnates de los medios de comunicación que querían eliminar la prensa independiente rusa. A esto sin duda se sumaban otros agentes del globalismo mucho menos importantes que siempre intentaban aprovecharse hasta de la más mínima grieta que apareciera en la fortaleza estatal soberana de Rusia: “banqueros de inversión” que buscaban apropiarse de los recursos naturales rusos, “agentes de inteligencia” que querían intervenir en los asuntos militares de Rusia y “agentes de modelaje” que deseaban hacerse con las mujeres rusas. Rusia ha tardado tres décadas en deshacerse y suturar las heridas causadas por estos agentes del globalismo durante esa época. Y ni hablar de la eliminación de los infiltrados, además de la identificación y destrucción de los saboteadores que han operado en su vida pública de este país. Sin duda Rusia se ha embarcado en una guerra contra el nihilismo globalista desde el 22-02-2022. Poco a poco la marea oscura que cubría Rusia se ha ido retirando, dejando una montaña de cadáveres y equipos destrozados que hoy podemos observar esparcidos por toda la pequeña Rusia.
En la primavera de este 2023, por primera vez en tres décadas, Moscú volvió a reencontrarse consigo misma, convirtiéndose una vez más en el centro de una idea que cambiará el mundo. El 29 de abril del 2023 Moscú fue el centro de una gran Conferencia Global virtual sobre la Multipolaridad la cual contó con el apoyo del movimiento neo-eurasiático liderado por el profesor Alexander Dugin y al cual asistieron docenas de pensadores tradicionalistas, publicistas y disidentes destacados de todo el mundo, siendo esta conferencia inaugurada por el Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov. Multipolaridad, eurasianismo, tradicionalismo… son sólo algunas de las palabras que, por ahora, pueden utilizarse para describir este movimiento que es, debería ser y quiere ser una realidad impregnada de un espíritu idealista y de autosacrificio similar al que impulsó anteriormente al socialismo, pero que se eleva por encima de las ideologías y los “ismos” que asolaron a la humanidad durante los últimos dos siglos de materialismo-determinista “planificado”. El movimiento propuesto por esta Conferencia Mundial Multipolar es sin duda mucho más progresista que cualquier cosa reivindicada por el liberalismo. El objetivo de tal movimiento es liberar a todos los pueblos del mundo del yugo globalista-nihilista de la usura internacional controlado por las “altas finanzas” (el cártel bancario globalista), el “orden transnacional basado en reglas” (cuyas instituciones de referencia son el FMI-FEM-UE-OTAN) y el totalitarismo liberal-normativo (representado por la agenda LGBT-Woke). Pero este nuevo movimiento mundial que aboga por el cambio se asienta sobre bases sólidas que crecen orgánicamente de las identidades nativas y los sistemas de valores tradicionales junto con las filosofías clásicas y un profundo conocimiento de la historia. Estamos ante una verdadera idea de cambio global que esta siendo encarnada por Rusia y que no es ajena a la misma: este movimiento parte de la Multipolaridad que busca establecer una soberanía estatal alineada con el deseo de Rusia de conservar su soberanía estatal, identidad nacional, patrimonio cultural y esencia espiritual. Sin embargo, su verdadera fuerza radica en que es compatible con todas las formas de soberanía autentica, identidad, culturas y tradiciones alrededor del mundo. Rusia, de acuerdo con su destino histórico y geográfico como la Tercera Roma y el Corazón de la Isla Mundial es nuevamente el centro del movimiento multipolar.
Érase una vez, hace mucho tiempo, aunque todavía lo suficientemente reciente para recordarlo, cuando Moscú fue la sede un momento socialista mundial que cambió al mundo: la Comintern (o Tercera Internacional Comunista, 1919-43) embrujó al mundo con el espectro de la revolución mundial. Hoy, la Conferencia Mundial Multipolar nuevamente pone a Moscú como sede de un movimiento de cambio mundial diferente que busca lo mismo o, mejor dicho, crear un movimiento revolucionario mundial verdadero. Sus enemigos pueden ignorarlo, desestimarlo y hasta difamarlo, pero este movimiento cambiará – ya lo está haciendo – al mundo. Al final, ninguna censura, represión o violencia podrá detener la marcha de la historia. Las mareas de la historia están cambiando indiscutiblemente: el momento unipolar ha terminado y el liberalismo globalista está destinado a ser parte del basurero de la historia. La Internacional-Z saluda a su Némesis.