Diego Fusaro
El capitalismo supera dialécticamente las reivindicaciones antagonistas del proletariado (lucha de clases, espíritu de escisión, organizaciones partidistas, pasión revolucionaria); y lo hace anestesiando su conciencia en un sentido consumista, pero también «economicizando» el conflicto (desde los años setenta, el proletariado lucha por conseguir salarios más altos y no por superar el modo de producción, metabolizando así la ideología del capital como horizonte ineluctable). Simultáneamente, el capitalismo supera la “conciencia infeliz” burguesa. De hecho, ésta también representa, no menos que el antagonismo reivindicativo y potencialmente revolucionario del proletariado, una contradicción en el seno del capitalismo; y esto sobre todo si se considera que la burguesía: a) presenta su propia vocación universalista que puede llevarla -como en el caso de Marx- a contestar el mundo histórico capitalista en el que aún es clase dominante; y b) dispone de una esfera valorial y ética no mercadizable y, por tanto, en última instancia incompatible con los procesos de omnimercadización propios del capitalismo absoluto.
La burguesía es, en consecuencia, incompatible con el capitalismo absoluto, así como este último es, por su esencia, irreconciliable con la clase burguesa tanto en el plano inmaterial (conciencia infeliz) como en el plano material (propiedades de las clases medias). En realidad, el turbocapital presupone la inconsciencia feliz de los consumidores resilientes, posburgueses y posproletarios, y la destrucción de las bases materiales de la existencia misma de la clase media burguesa por obra del auri sacra fames de la finanza cosmopolita y sus cínicos gerifaltes. La burguesía y el proletariado, en su conflictualidad dialéctica, se habían desarrollado en el marco de la eticidad en sentido hegeliano, vale decir en el espacio real y simbólico de las «raíces» sólidas y solidarias de la vida comunitaria, ligadas a la familia y la escuela, al sindicato y al Estado nacional soberano.
Al precarizar, movilizar, desarraigar y comercializar completamente el mundo de la vida, el capitalismo absoluto-totalitario provoca la «deseticización«, la aniquilación del elemento sittlich. Deconstruye toda comunidad residual que no sea la intrínsecamente anticomunitaria del efímero do ut des del mercado. Neutraliza la familia y los sindicatos, la escuela y el Estado nacional soberano. Y produce el open space del mundo reducido a mercado y habitado únicamente por consumidores desarraigados y homologados, sin conciencia antagonista proletaria y sin conciencia infeliz burguesa.
La post-traditional society, según la expresión de Giddens, se convierte en un mercado desregulado, en cuyos espacios sin fronteras las clases sociales se disuelven en el falso interclasismo de los “consumidores homologados”, que tienen tantos derechos como puedan comprar. La ideología sesentayochista -confundiendo la lucha contra la burguesía con la lucha contra el capitalismo- actúa como un orden de referencia simbólico para el nuevo capitalismo absoluto-totalitario, él mismo sesentayochesco en su lucha contra todo legado de la vida ética burguesa y en su esencia anarco-desregulante. . Por esta razón, como sugiere Michéa, desde 1968 la izquierda se ha transformado en «una simple máquina política destinada a legitimar culturalmente, en nombre del progreso y de la modernización, todas la huidas hacia adelante de la civilización liberal».
Con el Sesentayocho llega el divorcio entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo. Este último, de ascético y disciplinario (o sea, burgués), se vuelve permisivo y transgresor (esto es, posburgués), a lo largo del plano inclinado que conduce desde el rebelde al narcisista y desde la revolución a la new age. Se verifica la subsunción formal de la pareja adversaria bajo el capital: derecha e izquierda avanzan cada vez más hacia el horizonte del capital mutuamente aceptado como destino natural-eterno. Deseticizada y precarizada, la sociedad se convierte en una simple sociedad de consumo, un planetario «sistema de las necesidades» (Hegel) y una ilimitada “commercial society” (Adam Smith), un mercado cosmopolita poblado no ya por ciudadanos de Estados nacionales y por padres y madres, sino solamente por competitors; unos competidores que, en ausencia de cualquier espíritu comunitario, se relacionan sólo sobre la base de los principios teorizados por Adam Smith en La riqueza de las naciones -la dependencia omnilateral de la necesidad y el egoísmo adquisitivo- en relación al cervecero, al carnicero y al panadero. Siguiendo al Hegel de Elementos de la Filosofía del Derecho, una sociedad despojada de los elementos de la «eticidad» (Sittlichkeit) decae en un mero y competitivo «sistema de las necesidades» (System der Bedürfnisse): es decir, un simple lugar de intercambio mercantil, regido por la «insociable sociabilidad» de átomos conflictuales que se relacionan únicamente para competir e intercambiar mercancías, según aquello que Alain Caillé ha llamado la axiomatique de l´intérêt.
Por el lado de la producción intelectual, la «conciencia infeliz» se ha disuelto. Y, en lugar de la clase dialéctica de la burguesía, ha tomado el control una global class que ya no es burguesa sino ultracapitalista, inclinada a aceptar frívolamente el «politeísmo de los valores» y los estilos de vida consumistas en el interior de la «jaula de hierro” del monoteísmo idólatra del mercado. Es lo que en Historia y conciencia del precariado (Ed. esp. 2021) hemos llamado la nueva «aristocracia financiera» posburguesa, posproletaria y ultracapitalista; se trata, en síntesis, de una clase que, portadora de la inconsciencia feliz posmoderna, vive de manera parasitaria. y usurocrática, explotando el trabajo esclavo de la clase dominada.
Por su parte, la clase dominada (hasta ahora no “per se”) coincide con el ya mencionado precariado, fusión dinámica de la vieja clase media burguesa y la antigua clase obrera proletaria. La disolución de la alianza entre la conciencia infeliz burguesa y las luchas por el reconocimiento del trabajo servil, se invierte dialécticamente en la pasiva aceptación del marco del mundo capitalista como horizonte irreversible, haciendo suya la “pasión triste” de la resiliencia. La sociedad mercadoforme planetarizada del capitalismo absolutus ya no conoce ninguna resistencia social (carece de una clase que contradiga su proyecto), ni oposición política (derecha, izquierda y centro comparten la misma visión ultracapitalista del mundo), ni deslegitimación filosófica (salvo raras excepciones, los intelectuales, desprovistos de «conciencia infeliz«, son hoy «orgánicos» –en sentido gramsciano– al sistema vigente, a su nihilismo relativista y a su individualismo competitivo).
El proletariado estaba dominado pero no sometido. De hecho, disponía de sus propios mapas conceptuales, en gran medida coincidentes con los de la izquierda en sus diveras figuras históricas, capaces de desenmascarar el dominio de clase y proponer caminos de emancipación que condujeran a lograr hacer que el cosmos trascendiera la morfología capitalista. Por el contrario, el precariado (Siervo nacional-popular) es a la vez dominado y sometido. Y lo es en la medida en que, además de sufrir el dominio material (id est la explotación y su organización económico-política), soporta también el inmaterial e ideológico, guiándose con los mismos mapas proporcionados por los grupos plutocráticos dominantes. En ellos, la figura del conflicto -ahora sólo aparente- entre derecha e izquierda juega un papel de primordial importancia. En síntesis, si en el capitalismo dialéctico la derecha era teóricamente la parte del Señor y la izquierda era principalmente la del Siervo, en el turbocapitalismo derecha e izquierda son igualmente las partes mediante las cuales se legitima el dominio del Señor. El Siervo ahora no está representado ni política ni culturalmente, es decir, está dominado tanto en la política y la cultura como en la economía.
Con arreglo a los mapas de dominación antes reseñados, «progreso» es el nombre que los pedagogos del nuevo orden mental de culminación de las relaciones de poder asignan a todo aquello que favorezca al polo dominante. Por el contrario, «regreso» (o “regresión”) es la infamante calificación con la que el orden del discurso dominante deslegitima toda figura del límite o, incluso simplemente, del no alineamiento respecto al avance omnienvolvente de la forma mercancía y de la cosificación del mundo de la vida.
Según cuanto hemos explicado en Minima mercatalia (Ed. ita. 2012) y en Glebalizzazione (Ed. ita. 2019), el Sesentayocho y 1989 marcan, sucesivamente, dos etapas nodales de la dialéctica evolutiva del capitalismo en su tránsito desde la fase dialéctica a la absoluta. Es a partir del Sesentayocho cuando asistimos a la mise en forme de los procesos diversos, pero igualmente expresivos, del Zeitgeist del nuevo espíritu del capitalismo: a) del eclipse de la conciencia infeliz burguesa; b) de la neutralización de la utopía anticapitalista del proletariado, ahora «economicizado«; y c ) de la nueva fisonomía antiburguesa y ultracapitalista de una new left que, abandonando a Marx y Lenin, se ha ido convirtiendo gradualmente en un «partido radical de masas» y aceptando las razones del nuevo orden de las relaciones de poder, que finalmente ha acabado por reabsorberla. La hodierna fase especulativa es ultracapitalista precisamente porque es antiburguesa primero (1968) y posburguesa después (1989).
Más allá de la irreductible heterogeneidad prismática de los acontecimientos que han caracterizado el Sesentayocho a escala planetaria, creemos –siguiendo la estela de Preve y de cuanto hemos examinado más pormenorizadamente en Minima mercatalia (Op. cit.) y en Il futuro è nostro (Ed. ita. 2014)- que es posible identificar una común función expresiva. Ilusoriamente aclamado como un proceso revolucionario de oposición a la estructura capitalista, el Sesentayocho pide ser interpretado, de manera diametralmente opuesta, como el mito fundacional del capitalismo absoluto-totalitario posburgués y posproletario; y más precisamente como el punto de tránsito decisivo desde la fase dialéctica a la especulativa. Ésta última se caracteriza por el eclipse de las dos instancias (así como de su alianza) de la lucha anticapitalista del Siervo y de la conciencia infeliz de la burguesía y, en conjunto, por la sustitución del patriarcal y autoritario capitalismo dialéctico para ciudadanos-súbditos, por el actual turbocapitalismo del nuevo poder liberal-libertario para consumidores con desregulación total (el capitalismo gauchiste del “prohibido prohibir” y del plus ultra). Exemplum sui generis de la «revolución de colores», el Sesentayocho fue un momento decisivo de emancipación no del capitalismo, sino para el capitalismo. Éste se encaminaba a superar la dicotomía opositiva entre burguesía y proletariado, y ciertamente no en dirección al «sol del futuro» de una sociedad poscapitalista regida por relaciones entre individuos igualmente libres, sino en el sentido de una liberalización individualista de consumo y de costumbres; y ello en el marco de un nuevo capitalismo ya no habitado por burgueses y proletarios, con su «eticidad«, con sus valores no mercadizables y con su posible anticapitalismo emancipador, sino sólo por consumidores posidentitarios y robinsonianos, colonizados por una forma mercancía ahora devenida nueva raison du monde.
Desde el Sesentayocho la izquierda luchaba contra los cimientos de la moderna civilización burguesa, sin darse cuenta de que esta batalla era la misma emprendida por el nuevo capitalismo y por su aspiración a la creación de un espacio posburgués para la libre circulación ilimitada de las mercancías, de las personas mercadizadas y de los flujos desregulados de capital líquido-financiero: la lucha contra el mundo burgués no sólo no coincidió con la lucha contra el capitalismo, sino que finalmente acabó identificándose con la lucha por el capitalismo mismo o, rectius, por su potenciación definitiva mediante la superación de las contradicciones inherentes a la fase dialéctica y, por tanto, por la transición al nuevo turbocapitalismo posburgués y posproletario, más allá de la derecha y de la izquierda.
Con el 1989, el movimiento de «naturalización» del capital pudo darse por completado (capitalismus sive natura): el capitalismo se vuelve «especulativo«, en tanto la humanidad se ve reflejada en el speculum del mundo totalitario de las mercancías. Y así es, cada vez más, inducida a concebirlo como el único mundo posible, en una desertificación total del imaginario. El capitalismo llega entonces a corresponder a su propio «concepto» (Begriff) después de haber atravesado y superado su propio ser-otro-de-sí con la fase antitético-dialéctica.
Como intentamos mostrar detalladamente en Glebalizzazione (Op. cit.), el annus horribilis de 1989 coincide con la fecha epocal de la imposición del capitalismus sive natura, o sea, del fanatismo económico y del clasismo planetario hipostasiado ideológicamente en destino ineludible o en naturaleza ya para siempre dada, ni criticable ni transformable: there is no alternative. Es el momento de la disolución definitiva de las dicotomías burguesía-proletariado y derecha-izquierda, según la dinámica iniciada en 1968 y culminada en 1989. La subsunción de la izquierda bajo el capital, que con el Sesentayocho era formal y coexistía con fragmentos de una izquierda aún no integrada, se transforma en una subsunción real a partir de 1989, cuando la izquierda queda completamente reabsorbida dentro del horizonte de sentido del capitalismo y de su neoliberalismo progresista. Lo vive como horizonte natural y eterno, produciendo una serie interminable de perfiles antropológicos dignos del «último hombre» descrito por Nietzsche y clasificables bajo los epígrafes del «desencanto», del «arrepentimiento» y de la «conversión».
Al par que la cultura burguesa, la muy contradictoria presencia de la Unión Soviética marcaba un límite para el capital. Y, como tal, debía ser superada. La Unión Soviética y el Weltdualismus que ella hizo posible (cuius regio, eius oeconomia) constituyeron, de hecho, una frontera real y simbólica para la economía de mercado: señalaban que ese no era el único mundo posible, ni el único realmente existente. Por otro lado, los famosos «treinta años gloriosos» de Occidente, comprendidos en el arco temporal que abarca de 1945 a 1975, con casi pleno empleo y un relativo bienestar, del que incluso las clases menos acomodadas se beneficiaron en parte, no fueron el regalo de un capitalismo todavía munificente y con rostro humano. Fueron, más bien, el efecto necesario de la presión ejercida por la realidad situada más allá del Muro de Berlín, un modelo alternativo de justicia social y de existencia. El comunismo implantado tras el «Telón» era la imagen misma de una alternativa posible, o también de la existencia real de la izquierda -aunque en otro lugar distinto a Occidente- y la posibilidad de pensar y ser de otra manera. Con 1989, se consuma la subsunción total de la derecha y la izquierda bajo el capital: ambas, a partir de ese momento, han metabolizado integralmente el capitalismo como destino ineluctable y la “lucha” entre las dos partes se va a librar, desde entonces, en forma de competitividad para conseguir hacerse merecedoras de implementar la mera gestión -ora a derecha, ora a izquierda- de las reformas decididas por la global class y por el orden mercadista.
Fuente: Posmodernia