Alain de Benoist y Javier Ruiz Portella
En una entrevista publicada originalmente en 'La Gaceta' (sección IDEAS), nuestro director conversa largo y tendido con Alain de Benoist en los 80 años de su nacimiento y en los 50 del lanzamiento de la Nueva Derecha.
Hace cincuenta años ponías en marcha, junto con un puñado de camaradas y amigos, lo que más adelante se llamaría la Nueva Derecha. ¡Colosal tarea! Porque no se trataba tan sólo de defender u oponerse a tales o cuales ideas, reivindicaciones, conflictos... Se trataba —y se trata— de transformar toda nuestra visión del mundo; es decir, la configuración de ideas, sentimientos, anhelos... envueltos en los cuales vivimos y morimos los hombres de hoy.
Y como lo que se busca es algo nuevo, distinto, está claro que hay que buscarlo fuera de los dos grandes pilares (medio derruidos ya…) a los que llamamos «derecha» e «izquierda». Ahora bien, esos nuevos pilares destinados a sustentar lo Verdadero, lo Bello y lo Bueno (eso que hoy ya nada sustenta), ¿no crees que se hallan más cerca del espíritu de la derecha —siempre que no sea ni liberal, ni teocrática, ni plutocrática— que del de una izquierda que, en el mejor de los casos, siempre será individualista, igualitarista y materialista?
Desconfío de las palabras con mayúscula. Conozco cosas bellas y cosas feas, cosas buenas y cosas malas, pero nunca me he topado con lo Bello y lo Bueno en sí. Lo mismo ocurre con la izquierda y la derecha. «La derecha» y «la izquierda» nunca han existido. Siempre ha habido derechas e izquierdas (en plural), y la cuestión de si podemos encontrar un denominador común para todas esas derechas y todas esas izquierdas sigue siendo objeto de debate. Tú mismo lo reconoces cuando hablas de una derecha «ni liberal, ni teocrática, ni plutocrática»: es la prueba de que junto a la derecha que aprecias hay otras. Pero cuando hablas de la izquierda, ¡inmediatamente vuelves al singular! Es un error. Grandes pensadores socialistas como Georges Sorel y Pierre-Joseph Proudhon no eran ni individualistas ni igualitaristas ni materialistas. Tampoco cabe atribuir tales calificativos a George Orwell, Christopher Lasch o Jean-Claude Michéa. Tampoco hay que confundir la izquierda socialista, que ha defendido a los trabajadores, con la izquierda progresista, que defiende los derechos humanos (no es lo mismo). Lo único que podemos decir es que el igualitarismo, por poner un ejemplo, ha sido históricamente más común «en la izquierda» que «en la derecha». Pero cuando decimos eso, no hemos dicho gran cosa, aunque sólo sea porque también hay formas de desigualdad en «la derecha», sobre todo en la derecha liberal, que me parecen totalmente inaceptables. Por eso creo que debemos juzgar caso por caso, en lugar de utilizar etiquetas que siempre son equívocas. Como he dicho muchas veces, ¡las etiquetas son para los botes de mermelada! No debemos ceder al fetichismo de las palabras.
Creo que ambos apreciamos a los tipos humanos que son portadores de los valores con los que nos identificamos. Estos tipos humanos son más comunes en «la derecha» que en «la izquierda», cosa que reconozco sin vacilar. En ese sentido, me siento completamente «de derechas», pero sin hacer de ello un absoluto. Una cosa son los valores y otra las ideas. Por eso no tengo ningún problema en sentirme «de derechas» desde un punto de vista psicológico y antropológico, al tiempo que reconozco la validez de ciertas ideas que generalmente se atribuyen, con razón o sin ella, a «la izquierda».
¿Cuál es tu sentimiento al cabo de esos cincuenta años llenos hasta desbordar de reflexiones, combates, victorias… (y alguna derrota)? Supongo que tu alegría será grande al constatar que el espíritu de la Nueva Derecha, aun lejos de conformar ya «el horizonte espiritual de nuestra época» (como decía Sartre sobre el marxismo), sí ha acabado marcando el aire intelectual de Francia; sin olvidar su presencia, aunque menos vigorosa, en países como Italia, Alemania, Hungría, la misma España...
Es la eterna historia del vaso medio lleno o medio vacío. Sí, es cierto, en cincuenta años ha habido muchos éxitos. La Nueva Derecha no sólo no ha desaparecido (medio siglo de existencia para una escuela de pensamiento ya es extraordinario), sino que los temas que ha introducido en el debate se han difundido ampliamente en la mayoría de los países europeos. Así lo atestiguan los miles de artículos, libros, conferencias, coloquios, traducciones y encuentros que han jalonado los últimos cincuenta años. Dicho esto, también debemos ser realistas: los puntos que hemos señalado no han impedido el avance de las fuerzas del caos. El «horizonte espiritual de nuestro tiempo» no es espiritual en absoluto: es un horizonte de ocaso, y este ocaso se acelera cada día más. Declarar, como es deseable, que «el nihilismo no pasará por mí» no cambia nada. Como decía Jean Mabire, no hemos cambiado el mundo, pero al menos el mundo no nos ha cambiado a nosotros. Y no olvidemos que la «lucha final» aún no ha llegado.
De los diversos fenómenos que pueblan el mundo de hoy, ¿cuáles consideras más portadores de esperanza, y cuáles de desesperanza? Todo está obviamente entrelazado, pero dentro de este entrelazamiento de fenómenos sociales, culturales, políticos..., ¿cuál te parece ser nuestro principal enemigo, y cuál nuestro mayor amigo?
La segunda pregunta es obviamente más fácil de responder que la primera, porque la respuesta está justo delante de nosotros. Los tres mayores peligros que hoy nos amenazan son, en mi opinión, los siguientes. En primer lugar, los estragos de la tecnología y el condicionamiento que implica en la era de la inteligencia artificial y la omnipresencia de las pantallas, que con el tiempo conducirán a la Gran Sustitución del hombre por la máquina. Y sólo estamos en los comienzos de ello: el transhumanismo ya preconiza la fusión de lo vivo y la máquina. También está la mercantilización del mundo, que es uno de los pilares de la ideología dominante, con la adhesión de las mentes a la lógica del beneficio y a la axiomática del interés, es decir, la colonización del imaginario simbólico por el utilitarismo y la creencia de que «la economía es el destino, de acuerdo con una antropología liberal basada en el economicismo y el individualismo, que sólo ve al hombre como un ser egoísta que busca constantemente maximizar su mejor interés privado. La principal fuerza motriz de ello es, obviamente, el sistema capitalista, que pretende acabar con todo lo que pueda obstaculizar la expansión del mercado (soberanía nacional y soberanía popular, objeciones morales, identidades colectivas y particularidades culturales) y desacreditar todos los valores que no sean los del mercado. El tercer y último peligro es el reinado casi mundial de una ideología dominante basada en la ideología del progreso y la ideología de los derechos humanos, que está sembrando el caos en un mundo cada vez más abocado al nihilismo: la reducción de la política a la gestión tecnocrática, la moda de la «cancel culture», con los delirios de la ideología de género propagada por el lobby LGTBIQ+, el neofeminismo que preconiza la guerra entre los sexos, el hundimiento de la cultura general, las patologías sociales engendradas por una inmigración tan masiva como incontrolada, el declive de la escuela, la desaparición programada de la diversidad de los pueblos, lenguas y culturas... y tantas otras cosas.
Para mí, el principal enemigo sigue siendo, más que nunca, el universalismo en el plano filosófico, el liberalismo en el plano político, el capitalismo en el plano económico y el mundo anglosajón en el plano geopolítico.
¿Fenómenos «portadores de esperanza»? Sólo podemos abordar este tema con prudencia. Aparte de que la historia siempre está abierta (es por excelencia el dominio de lo imprevisto, como decía a menudo Dominique Venner), está claro que vivimos un periodo de transición y de crisis generalizada. La ideología dominante es efectivamente dominante (sobre todo porque es siempre la ideología de la clase dominante), pero se está desintegrando por doquier. La democracia liberal, parlamentaria y representativa está cada vez más desacreditada. El auge del populismo, la aparición de democracias iliberales y de los «Estados-civilización», los intentos de democracia participativa y de renovación cívica en la base, todo ello corre parejas con la brecha cada vez mayor que separa al pueblo de las élites. La clase política tradicional está desacreditada. Todas las categorías profesionales se movilizan y la cólera aumenta por doquier, lo que abre la perspectiva de revueltas sociales a gran escala (el clásico momento en que «los de arriba ya no pueden más, mientras que los de abajo ya no quieren más»). Al mismo tiempo las cosas están cambiando en el plano internacional. Las cartas se barajan de nuevo entre las potencias. Los propios Estados Unidos de América están sumidos en una profunda crisis, de forma que parece que nos encaminamos hacia el fin de un mundo unipolar o bipolar que abra las puertas a un mundo multipolar, lo cual me parece muy positivo. Está surgiendo una nueva división entre los BRICS (las potencias emergentes) y el «Occidente colectivo». En una situación así, se abren puertas para muchas oportunidades. Pero, para aprovecharlas, hay que abandonar las herramientas analíticas que se han hecho obsoletas y prestar mucha atención a lo que se avecina.
¿Qué piensas de esa bomba de relojería en la que se conjuntan dos hecatombes? Por un lado, el hecho de que los europeos parecen decididos a dejar simple y llanamente de procrear; por otro lado, una inmigración tan masiva que más parece una invasión fomentada, además…, por las «élites» de los países invadidos. ¿Se te ocurre algo que pudiera parecerse, si no a una solución, sí a alguna forma de amortiguar el devastador estallido de tal bomba?
Has declarado alguna vez que no te parece factible la rremigración forzosa que algunos proponen. Probablemente tengas razón, habida cuenta de la sensiblería buenista que lo impregna todo. Ahora bien, si la remigración no es factible, ¿qué otra alternativa nos queda?
La inmigración es un desastre porque, una vez alcanzado cierto umbral, provoca un cambio en la identidad y la composición de los pueblos. No podemos remediarlo embarcándonos en una especie de carrera por aumentar la natalidad, que está condenada al fracaso. Tampoco creo en la remigración (como tampoco en la asimilación o en el «laicismo»), porque, sencillamente, no es posible en las condiciones actuales. Se trata, al igual que la «Reconquista»,[1] de un mito de refugio. La política es ante todo el arte de lo posible. Pero, evidentemente, no se trata de rendirse. Cuando existe la voluntad política (lo que difícilmente ocurre hoy), podemos, si no detener la inmigración, sí frenarla drásticamente, aunque sólo sea suprimiendo las disposiciones sociales y societales que, actuando como «bombas de succión», la favorecen. Los remedios se conocen desde hace tiempo. Pero aunque la voluntad política es un factor decisivo, no es el único. También hace falta tener la posibilidad de ejercerla. Ahora bien, todas las medidas serias destinadas a frenar la inmigración están siendo bloqueadas en la actualidad por un gobierno de los jueces, el cual carece de legitimidad democrática, pero pretende imponerse tanto a los gobiernos de los Estados como a la voluntad de los pueblos. Digámoslo más claramente: ningún gobierno pondrá fin a la inmigración si no decide considerar nulas y sin efecto las decisiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y si no se aparta de la ideología liberal.
La inmigración es, en realidad, la puesta en práctica del principio liberal del «laissez faire, laissez passer»,[2] el cual se aplica indistintamente a personas, capitales, servicios y bienes. El liberalismo es una ideología que considera la sociedad a partir exclusivamente del individuo y no reconoce que las culturas tienen su propia personalidad. Al ver en la inmigración la llegada de un número adicional de individuos a sociedades ya compuestas de individuos, considera a los hombres intercambiables entre sí. El capitalismo, por su parte, aboga desde hace tiempo por la abolición de las fronteras. Para él, recurrir a la inmigración es un fenómeno económico natural. En todas partes, son las grandes empresas las que exigen cada vez más inmigrantes, en especial para presionar a la baja sobre los salarios de los trabajadores nativos. En este sentido, Karl Marx pudo decir con razón que los inmigrantes son «el ejército de reserva del capital», de modo que quienes critican la inmigración y veneran el capitalismo harían bien en cerrar el pico. De nada sirve condenar las consecuencias si se dejan intactas las causas.
Como tú mismo has apuntado alguna vez, la actual situación de nuestras sociedades se caracteriza por la tensión que engendra la típica dualidad prerrevolucionaria a la que tú mismo aludías en una de tus respuestas: el viejo mundo se derrumba, pero el nuevo no acaba de aparecer. Se entrevén, es cierto, abundantes rasgos de lo que podría constituir un nuevo orden del mundo. Ahí está todo el malestar, todas las movilizaciones, luchas, avances... que envuelven nuestros días, pero cuyo peso no basta para cambiar las cosas. ¿No te parece que una de las razones de esta dificultad estriba en que semejante malestar se da fundamentalmente entre las capas populares (más un núcleo de intelectuales), mientras que ningún malestar se atisba entre unas «élites» indignas de tal nombre y que van desde los pijoprogres urbanitas (en francés los llamáis «les bobos»…) hasta los amos del cotarro?
Con otras palabras, ¿crees posible cambiar el mundo contando sólo con los de abajo y sin que una parte significativa de los de arriba se sume a semejantes ansias de transformación? Semejante «pasar al otro lado» ¿no es lo que siempre ha ocurrido en todos los grandes cambios, en todas las grandes revoluciones de la historia?
Empecemos por recordar que, como demostró Pareto, la palabra «élite» es una palabra neutra: también existe una élite de traficantes y estafadores. Las «élites» de nuestras sociedades, ya sean políticas, económicas o mediáticas, están formadas por hombres (y mujeres) generalmente bien formados e inteligentes (aunque no siempre) que han acumulado, sin embargo, un historial de fracasos en todos los campos. Son gentes aisladas del pueblo, que viven fuera del suelo, en un universo mental transnacional y nómada. Están igualmente alejados de lo real. No veo ninguna utilidad en que se unan a la «gran transformación» de la que hablas, y menos aún en aceptar compromisos para intentar seducirlos. Por otra parte, está claro, sin embargo, que las clases trabajadoras, que ahora se levantan contra esas «élites», necesitan aliados. Cada vez los encontrará más a causa del empobrecimiento de las clases medias. De esta alianza entre las clases trabajadoras y los empobrecidos de las clases medias es de donde puede surgir el bloque histórico que acabe imponiéndose. Si esto ocurre, veremos entonces a oportunistas de arriba solidarizarse con los rebeldes de abajo; algo que ya se ha visto en todas las grandes revoluciones de la historia. Y como siempre, es del pueblo de donde surgirán las nuevas y auténticas élites que necesitamos.
Dado tu conocido cuestionamiento del capitalismo, algunos han pretendido a veces que la Nueva Derecha se habría convertido en una especie de Nueva Izquierda... Bromas aparte, la verdadera cuestión es: ¿qué debemos hacer con el capitalismo? Acabar con él, me dirás. Desde luego, pero ¿para colocar qué en su lugar? ¿Se trataría acaso de sustituir el capitalismo por la propiedad estatal de los medios de producción? ¿Habría que abolir el mercado y la propiedad, como los comunistas lo han hecho en todas partes? No, añadirás sin duda. Pero entonces, si se trata de abolir las flagrantes injusticias del capitalismo salvaguardando a la vez el mercado, el dinero y la propiedad —pero colocados fuera de la clave de bóveda en la que se encuentran hoy—, ¿no es esto —y me refiero al ámbito estrictamente económico— una especie de reformismo?
«Es más fácil para nuestros contemporáneos imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», decía en 2009 el teórico británico Mark Fisher. Cuando se está en esa tesitura, uno se pregunta, como lo haces tú mismo, de qué forma se podría salir del capitalismo y con qué se podría sustituir. Al hacerlo, y sin darnos cuenta, estamos naturalizando abusivamente un fenómeno histórico perfectamente localizado. La humanidad ha vivido sin capitalismo durante miles de años: ¿por qué mañana no iba a poder hacerlo otra vez? El capitalismo no es toda la economía, ni siquiera todas las formas de intercambio. El capitalismo es el reino del capital. Surge cuando el dinero se vuelve capaz de transformarse en capital que se incrementa perpetuamente por sí mismo. El capitalismo es también la transformación de las relaciones sociales en función de las exigencias del mercado, la primacía del valor de cambio sobre el valor de uso, la transformación del trabajo vivo en trabajo muerto, la desaparición del oficio en aras del empleo, etcétera. Un sistema así sólo puede funcionar si progresa constantemente (se derrumba si se detiene, como una bicicleta), lo cual significa que su principio es lo ilimitado. Su ley es la hybris, la desmesura, la huida hacia adelante en una desenfrenada carrera hacia el «cada vez más y más»: cada vez más mercados, más beneficios, más libre comercio, más crecimiento, y cada vez menos límites y fronteras. La aplicación de esta consigna ha conducido a la obsesión por el progreso técnico, a la financiarización creciente de un sistema que hace tiempo que perdió todas sus raíces nacionales, al tiempo que conduce, subsidiariamente, a la devastación de la tierra.
La oposición de principio entre lo público y lo privado es en sí misma una idea liberal. Por tanto, salir del capitalismo no significa en absoluto sustituir la iniciativa privada por la propiedad estatal de los medios de producción, que no resuelve nada (la antigua URSS era un capitalismo de Estado). Tampoco significa suprimir toda forma de mercado, sino privilegiar lo local sobre lo global, el circuito corto sobre el comercio a larga distancia. Y obviamente tampoco significa abolir la propiedad privada, la cual tampoco debe convertirse, no obstante, en un principio absoluto, como hacen los liberales. El sector terciario ya es una realidad, al igual que las cooperativas y las empresas mutualistas. Más allá de la falsa oposición entre lo privado y lo estatal, están los bienes comunes, tal y como se entendían hasta el nacimiento de la ideología liberal. Es en esta redefinición de los bienes comunes en lo que hay que incidir para poner en marcha una economía de proximidad que afecte prioritariamente a los miembros de tal o cual comunidad. Ello no tiene nada de reformista, dado que semejante cambio exige una transformación radical de las mentalidades.
El propio capitalismo está hoy en crisis. Los mercados financieros razonan y actúan en el día a día, los déficits públicos alcanzan niveles récord, el «dinero ficticio» fluye como rosquillas y todo el mundo está preocupado por un posible colapso del sistema financiero mundial. No es necesariamente una perspectiva agradable, dado que, como se sabe, tales crisis acaban por lo general en una guerra.
Permíteme volver a mi pregunta anterior. Si un revolucionario sectario y radical alegara que ese enfoque constituye un planteamiento que, en lo tocante a la economía, no deja de ser reformista, ¿no habría que replicarle que nada de reformista tiene en cualquier caso todo lo demás? Todo lo demás: toda esa visión del mundo en que el afán por el dinero constituye el centro de la vida y donde ésta —la vida pública, pero también la privada— rezuma todo el espíritu de la democracia liberal y partitocrática, individualista e igualitarista que conocemos?
¿Se trataría tal vez de reformar, de enmendar ese estado de espíritu, incluido su democratismo nihilista? ¿O se trataría de algo completamente distinto? En una palabra, ¿por qué luchamos? ¿Por reformas o por la revolución?
Desde luego, no luchamos por reformas. Lo que pretendemos es lo que Heidegger llamaba un «nuevo comienzo». Lo cual no significa repetir lo que otros han hecho antes que nosotros, sino inspirarnos en su ejemplo para innovar a nuestra vez. Sustituir la desmesura capitalista por el sentido de los límites, luchar contra el universalismo en nombre de las identidades colectivas, sustituir la moral del pecado por la ética del honor, reorganizar el mundo de forma multipolar («pluriversalismo» frente a universalismo), priorizar los valores de comunidad frente a los de sociedad, luchar contra la sustitución de lo auténtico por lo sucedáneo, y de lo real por lo virtual, redefinir el derecho como equidad en las relaciones (y no como un atributo del que todo el mundo sería propietario al nacer), restablecer la primacía de lo político (el gobierno de los hombres) sobre lo económico (la gestión de las cosas), devolver un sentido concreto a la belleza y a la dignidad, rehabilitar la autoridad y la verticalidad...: esto sí que sería una revolución. Y hasta una revolución —atrevámonos a decirlo— como nunca hemos visto.
[1] Alusión al partido Reconquête fundado y dirigido por el famoso periodista y escritor Éric Zemmour. (N. del Trad.)
[2] «Dejad hacer, dejad pasar», reivindicación que, originalmente referida a los productos que debían pagar tributo para entrar en las ciudades, acabó convertida en el lema por excelencia del liberalismo. (N. del Trad.)