Gennaro Malgieri
El vacío que caracteriza la discusión sobre el destino de Europa nos invita a volver a tomar en nuestras manos libros "intemporales", afortunadamente reeditados por editoriales tan sagaces como refinadas. Nada mejor en estos días de asfixia política más que climática que una "zambullida" en las páginas de La génesis de Europa de Christopher Dawson, uno de los más grandes historiadores ingleses del siglo XX, meritoriamente reeditado por Lindau (pp.409, 34,00 euros), en el que la introducción a la historia de la unidad europea desde el siglo IV al XI -verdaderamente crucial en la construcción de la identidad continental- se considera acertadamente como una época de renacimiento, ya que la compleja integración entre el Imperio romano y la Iglesia católica, la tradición clásica y las sociedades esencialmente "bárbaras" pero subyugadas por la romanidad favoreció el nacimiento de una civilización vital, como describió magistralmente Gioacchino Volpe en sus estudios sobre la Edad Media y los inicios de la nación italiana, parte de una nación europea que existió a pesar de todo como espíritu de empresa en la construcción de un edificio sobre unas ruinas que no se removieron, sino que se revitalizaron gracias también al monacato como generador de fe y cultura.
Se puede discutir sobre la política de Dawson, suscitada por contingencias que habría que historiar, pero no se puede dejar de discernir en su análisis la búsqueda de los fundamentos unitarios de las propias naciones en el marco de una Europa que vivía dentro de un "imperio interior" que aún espera ser resucitado. Ese mismo "imperio" que sugirió a Paul Valéry las densas y atrayentes páginas sobre Europa dispersas en los numerosos libros dedicados al tema de la decadencia de nuestra civilización. El desconcierto es tal que una inmersión en la sabiduría del gran poeta y filósofo francés resulta casi terapéutica: "Nuestras civilizaciones saben ahora que son mortales", leí hace unos días en su célebre Cahiers. Desgraciadamente, los que tienen la capacidad de ver venir la tormenta confían en los zahoríes políticos que, con varas improbables, señalan aterrizajes que deberían ser seguros. Pero, ¿qué es seguro cuando el "trabajo del espíritu", utilizando de nuevo las palabras de Valéry, ya no produce nada para dar forma a una civilización que se desintegra?
Ante el Cahiers cerrado abro otra recopilación de información valiosa sobre nuestro futuro, formulada en vísperas de la primera gran guerra civil europea por un joven Valéry cuya intensa vida (1871-1945) le permitió recoger los frutos de sus diagnósticos para concluir que había razonado sobre el espíritu europeo formulando pronósticos que nadie parece querer tener muy en cuenta hoy en día. He aquí, pues, In morte di una civiltà (Aragno editore) que incluye el centelleante ensayo en dos partes -originado a partir de dos cartas publicadas en la revista londinense Athenaeum en 1919- La crisi dello spirito y otros escritos "cuasi políticos" de los que se extraen meditaciones no superficiales sobre la identidad de ser europeo y de lo que se deriva esa actitud de "conquistarse" a sí mismo, en primer lugar, y luego proyectar 'prometeicamente' los resultados de una educación -no sé si 'humana, demasiado humana' o incluso 'divina'- que diera sentido al mundo, sin jatías ni exageraciones retóricas.
Y "la crisis de civilización" nos introduce en una consideración del Viejo Continente que ciertamente hoy no puede ser optimista, como nos hace comprender Massimo Carloni, editor del volumen, al reflexionar sobre el "drama del espíritu" en la conclusión del ensayo compuesto de Valéry. Escribe: "La Europa nacida abortada de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, en sus diversas metamorfosis como la Europa del Carbón y del Acero, de la Energía Atómica, de la Comunidad Económica, y luego del Banco Central y de las finanzas, es una parodia descorazonadora, un simulacro burocrático del sueño de Valéry. El homo europaeus, síntesis de libertad y rigor, imaginación e inteligencia, del que Grecia proporcionó el modelo perfecto y Leonardo la famosa representación, se ve hoy miserablemente reducido a la efigie de una moneda. Mientras que el Mediterráneo, de crisol de culturas y encrucijada de civilizaciones, se ha convertido en un lúgubre cementerio marino donde marchan las tumbas... Estos signos descorazonadores bastan para medir la distancia abismal que nos separa de los orígenes del espíritu europeo que hemos traicionado miserablemente.
¿Previó esto Valéry? Yo creo que sí. Para concluir que "una economía no es una sociedad", él presuponía que debía tener, para evitar el riesgo de perecer rápidamente, una cultura, la conciencia de una historia, una visión del mundo y de la vida. Y en el fondo esperaba que Europa volviera a ser lo que había sido por su espíritu. "Todos los pueblos que desembarcaron en sus costas la hicieron suya; intercambiaron mercancías y golpes; fundaron puertos y colonias donde, no sólo los objetos del comercio, sino las creencias, las lenguas, las costumbres, las adquisiciones técnicas, eran elementos del comercio. Incluso antes de que la Europa actual hubiera tomado la forma que conocemos, el Mediterráneo, en su cuenca oriental, había visto surgir una especie de "proto-Europa". ¿Y es ahí donde termina la Europa actual? ¿Dónde surgió del mito y del mar y del amor de un dios y de las similitudes de pueblos que se reconocían originarios de un mundo ancestral que habríamos llamado indoeuropeo? No podemos renunciar a ello. No es tiempo de funerales, sino de renacimientos. Creyendo en ello, por supuesto.
Valéry escribe: "Nuestra Europa, que empezó siendo un mercado mediterráneo, se convierte así en una inmensa fábrica; fábrica en sentido propio, máquina de transformaciones, pero también fábrica intelectual sin igual. Esta fábrica intelectual recibe todas las cosas espirituales de todas partes; las distribuye a sus innumerables órganos. Los unos captan las novedades con esperanza, con avidez, exagerando su valor; los otros se resisten, oponiendo a la invasión de las novedades el esplendor y la solidez de las riquezas ya establecidas. Entre la adquisición y la conservación, debe restablecerse continuamente un equilibrio cambiante, pero el sentido crítico ataca una u otra tendencia, se desentiende de las ideas poseídas y valoradas; pone a prueba y discute sin piedad las tendencias de este "ajuste siempre logrado". ¿Puede ser éste el destino de Europa, ajena al equilibrio razonable que la llevó a ser la sal de la tierra?
En resumen, Europa se está autodestruyendo. Del pasado no se sabe qué hacer con él. Del futuro no se tiene la menor percepción. Es como si los europeos se hubieran construido una prisión que les mantiene de algún modo obligados a observar a través de los barrotes lo que ocurre a su alrededor, diluyéndose el tiempo y el espacio. Se vuelven irrelevantes, mientras que el mundo que habían construido los que les precedieron se vuelve babélico, presa de intereses voraces, objeto de los apetitos de nuevos colonizadores pertenecientes a otros universos culturales y antropológicos. Como en el pasado, también la civilización europea está destinada a desaparecer de la manera más lenta y sangrienta: renunciando a su existencia, a su capacidad de reproducirse mediante nacimientos, abdicando del papel que humanamente debería conservar. En los años veinte, un libro de un estudioso de las civilizaciones y la decadencia, Richard Korherr: Regresión de los nacimientos, muerte de los pueblos, causó sensación en Alemania e Italia. En él, aplicando el método comparativo, Korherr mostraba cómo y hasta qué punto la infertilidad intencionada y programada, motivada por el egoísmo y por el hábito de satisfacer necesidades inmediatas ficticias, hizo caer en el abismo a culturas que habían dominado vastas zonas del planeta y contribuido a la formación de la civilización euromediterránea.
Hoy, en medio de la indiferencia de los pueblos y de sus clases dirigentes, ocurre lo mismo, por lo que no es impropio ni alarmista afirmar que la desintegración de Europa está vinculada a dos factores primordiales: la natalidad y la crisis de identidad. Tanto la primera como la segunda están estrechamente relacionadas y dan una idea del declive en el que se encuentran los analistas capaces de discernir entre los pliegues del malestar europeo cuál será el futuro de un Continente que año tras año parece adquirir las connotaciones de un páramo desolado en el que pocos investigadores intentan aferrarse a una cierta idea de Europa que atraiga, con poca esperanza, hay que decirlo, sobre todo a las generaciones más jóvenes cuyo evidente desinterés por lo que será su futuro en un contexto geopolítico y cultural en rápida evolución es el síntoma más doloroso de una decadencia inevitable.
Entre los observadores más atentos de la mutación europea desde hace algún tiempo se encuentra Giulio Meotti, cuyo libro con el evocador título Notre-Dame arde. L'autodistruzione dell'Europa (Giubilei Regnani editori, prefacio de Richard Millet), se centra en las razones de una catástrofe anunciada desde hace tiempo y ante la que la cultura europea, la política estatal y la parodia de la Unión han mantenido los ojos cerrados.
El incendio que destruyó gran parte de la catedral francesa es una metáfora, para Meotti, del fin de Europa. Uno tiene la impresión de que Notre-Dame está ardiendo de verdad. "El problema", observa Meotti, "no será ahora reconstruir Notre-Dame, sino la identidad que esa iglesia representaba". Frente a la catedral en llamas, lloramos la imagen de una civilización destrozada. La delicuescencia de Europa". Es la conciencia de Europa -y, si se quiere, de la Europa cristiana- la que ardió en París. Y aún arde, para aquellos que son capaces de ver la tragedia que puso emblemáticamente de relieve al hablarnos de un mundo que ya no tiene razón de ser, dominado por disvalores que la tecnología exalta sin poner frenos. Y, sobre todo, demuele los cimientos de una civilización. En una palabra: Europa está enferma de relativismo cultural. Cuyo precio, escribe Meotti, "se ha vuelto dolorosamente cuantificable, hasta el punto de que la descomposición progresiva de los Estados-nación occidentales es ya una posibilidad". El multiculturalismo -construido sobre un telón de fondo de decadencia demográfica, descristianización masiva y repudio cultural- no es más que una fase de transición que corre el riesgo de conducir a la fragmentación de Occidente. Con el hundimiento de la Iglesia católica y el abandono de las ovejas por parte de sus pastores, la "traición de los clérigos", la destrucción de la familia natural, el fin de las ideologías y una corrección política que está haciendo tabula rasa de cualquier referencia cultural restante, la ola de populismo en Occidente no ha sido más que una reacción a este "choque civilizatorio".
¿En qué medida afectará el populismo a la esperanza de un cambio de rumbo? Yo creo que nada. Al contrario, por lo que sabemos, parece empeñado en agravar el problema. No tiene recetas para oponerse a la crisis, ni horizontes a los que apuntar, ni visiones que proponer. Es un grito. Por lo tanto, no es suficiente.