Diego Fusaro
A la luz de la hegemonía de los grupos dominantes se explica la, cada vez más evidente, redefinición de la Escuela y de la Universidad como avanzadillas del pensamiento único políticamente correcto (liberal-libertario, tecno-científico y radical-progresista), dirigido a modelar a las generaciones más jóvenes según los dictados del nuevo orden mental. Se basa en lo que Joel kotkin ha denominado gentry liberalism, el hodierno «liberalismo para las clases privilegiadas», funcional al dominio del reducidísimo círculo de globócratas de nivel superior.
La ironía despiadada de la que es capaz la Historia, encuentra su locus revelationis privilegiado en la metabolización del concepto gramsciano de «hegemonía» por parte de los hierofantes del orden neoliberal. Hegemonía, en el entramado de los Cuadernos de la cárcel, remite a un poder gestionado mediante el consenso y, por tanto, a través de la metabolización del orden dominante también por parte de aquellos que, desde el polo opuesto, deberían tener todo el interés en impugnarlo operativamente.
La hegemonía (del griego ἡγεμονικός, «aquello que tiene capacidad de mandar») alude, para Gramsci, a la capacidad de una clase para saber traducir sus propias reivindicaciones económicas en sentido político y cultural por vía de la «catarsis«. Esta última coincide con el momento del delicado tránsito de lo económico a lo político, de lo objetivo a lo subjetivo o, con las palabras de los Cuadernos, «del momento meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político, esto es, la elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de los hombres”. Así entendida, la hegemonía se corresponde con una expresión de poder fundada esencialmente sobre el consenso, o sea en la capacidad de lograr -a través de la persuasión y la mediación cultural- la adhesión de un grupo a un determinado proyecto político-cultural.
El paradójico elemento gramsciano del neoliberalismo reside en las energías desplegadas en todas direcciones y en todas los ámbitos para ejercer la hegemonía, para colonizar el imaginario, para producir la conformidad universal al proyecto turbocapitalista y -con la fórmula thatcheriana– para «cambiar el alma» (change the soul) de las personas.
En suma, la estructura del orden mundial del turbocapitalismo genera a su propia imagen y semejanza la superestructura del nuevo orden mental de consumación, que los maîtres à penser del neoliberalismo se afanan con celo en implantar universalmente como mappa mundi de referencia también para las clases subalternas. Nunca antes los grupos dominados -defraudados de su visión y de su proyecto redentor- habían sido domeñados material y simbólicamente como hoy, resultando a un tiempo sumisos y subalternos. Es un teorema tan antiguo como la caverna umbría y brumosa de la que escribe Platón: el esclavo ideal es aquel que no sabe que lo es y que, además, habiendo introyectado su propio cautiverio, confundiéndolo con la única realidad posible, lucha con decisión en defensa de sus propias cadenas.
El mantra fundamental del orden hegemónico, del que descienden todos los demás, niega a priori la viabilidad o incluso la mera existencia de vías alternativas respecto a la neoliberal (there is no alternative). En este sentido, los apóstoles del evangelio competitivista liberal-financiero son adoradores y portaestandartes del «realismo capitalista» codificado por Mark Fisher. Se parecen -con la imagen de Brecht– a los pintores que cubren de naturalezas muertas las paredes de una nave que se está hundiendo; contribuyen a fortalecer y universalizar la sensación generalizada de que el capitalismo, como régimen de producción y existencia, es el único paradigma social, político y económico viable y que, en consecuencia, es imposible siquiera imaginar una alternativa coherente.
A esta función hegemonizante responden los múltiples «tanques de pensamiento» (think tanks) liberal-globalistas que, generosamente financiados por los grupos dominantes, jalonan Occidente: desde el Cato Institute hasta la Heritage Foundation en Estados Unidos; desde el Adam Smith Institute hasta el Institute of Economic Affairs en Gran Bretaña; desde la Mont Pelerin Society, fundada en Suiza en 1947, hasta las Bilderberg Conferences, iniciadas en Holanda en 1952, o la Trilateral Commission nacida en 1973; sin olvidar a los “tanks” académicos, como las universidades Bocconi y LUISS en Italia, o la London School of Economics y la London Business School en Inglaterra, o el Insead en Francia y muchos otros repartidos a lo largo y ancho del planeta. Todos ellos están especializados en propagar las mainstream economics de tipo neoliberal, la ontología de la intransformabilidad de lo real, la antropología transhumanista del liberal-progresismo y los módulos del pensamiento único políticamente correcto.
Los puntos de referencia de los citados «tanques de pensamiento» son, en el plano teórico, economistas de ortodoxa fe liberal de la escuela austriaca (como von Mises y von Hayek), de la escuela de Friburgo (como Roepke y Eucken) y, sucesivamente, de la escuela de Chicago (como Frank Knight y Milton Friedman); que han sostenido y difundido en cada etapa las tesis fundacionales de la religión económica actual, según las cuales resultan iniciativas funestas la intervención estatal en la economía, el desarrollo del Estado social y, por ende, el excesivo poder atribuido a los sindicatos.
Naturalmente, en la hegemonización neoliberal del espacio político y discursivo, no es menos relevante el papel desempeñado por los medios de comunicación (radio, televisión y periódicos), también administrados en régimen monopolístico por los grupos dominantes. Como hemos recordado en otras ocasiones, el “campo mediático” del que hablaba Bordieu, esto es, la unión de la clase dominante y los administradores de las superestructuras, da origen a lo que Michéa definió como «el Partido de los Medios y del Dinero«.
Los «think tanks«, responsables de reforzar la hegemonía neoliberal y el dominio simbólico, vehiculan los esquemas de pensamiento de la globalización neoliberal como el único modelo posible y, al mismo tiempo –a modo de colofón de una teología económica de la desigualdad sin precedentes-, expanden científicamente el sentimiento de culpa entre la población. Hacen creer a quienes sufren la crisis y la embestida neoliberal, que han contribuido a producirlas y, de hecho, que son los principales responsables de ellas. Ya advertía Dante, en el Convivio, que «el azote de la fortuna suele ser muchas veces injustamente imputado al azotado».
En este horizonte de sentido, entre los teoremas fundamentales de los maîtres à penser del neoliberalismo figura aquel que asegura que la crisis, la inestabilidad y la deuda derivan del hecho de que las clases nacional-populares han vivido injustificadamente durante demasiado tiempo «por encima de sus posibilidades». Una vez más, los efectos deleznables del orden neoliberal se atribuyen a la negligencia de quienes más los sufren, induciéndoles después a aceptar dócilmente la «terapia» de austeridad, de reducción del gasto público y de recorte salarial. El proyecto político neoliberal, de agresión desde arriba en perjuicio de los grupos dominados, se justifica ideológicamente como una inevitable respuesta económica a su conducta irresponsable. Y, a la par, la ofensiva contra los derechos se pasa de contrabando como una lucha contra los privilegios de quienes estaban acostumbrados a «vivir más allá de sus propios recursos». Por esta razón, siguiendo a Gramsci, el conflicto contra el neoliberalismo debe necesariamente configurarse también como una batalla cultural librada contra su hegemonía.
La clase turbofinanciera de los globalizadores y los banqueros, que cada vez más aparece y actúa como poseedora del monopolio planetario de la moneda, genera dinero ex nihilo y, valiéndose de él, sustrae poder adquisitivo de la sociedad sin darle nada a cambio: rectius, lo presta con intereses y luego se reembolsa con el dinero producido mediante el trabajo de la clase dominada nacional-popular.
De esta manera, la élite turbobancaria se apropia rápidamente de los activos reales de la sociedad, contraponiendo a las clases que viven de su propio trabajo, su dominio financiero basado en las nuevas figuras del capital usurario y bancocrático. Por este motivo, resultan verba ventis las esperanzas de las «almas bellas» que pretenden reformar el sistema bancario gravándolo y regulándolo: el problema nodal conduciría, de hecho, a la completa supresión del poder de la banca privada para crear dinero de la nada en cantidades (y en modalidades) ilimitadas. Para expresarlo con una imagen balística, no basta con pedir a quienes apuntan su fusil contra el precariado que limiten su uso y lo utilicen con mayor benevolencia: es preciso desarmarlos, para que ya no puedan disparar estructuralmente a los condenados de la globalización. También en esto radica la preferencia de la vía marxiana respecto a la keynesiana.
El sistema bancario impone la esclavitud utilizando el instrumento de la deuda, en formas cada vez más cercanas a la usura. Encierra a quienes piden un préstamo en un vínculo inextinguible que los expropia gradualmente de casi todo y que, actuando como un verdadero método de gobierno de las existencias, configura su subjetividad según la nueva figura del homo indebitatus. Este, como ya predijo Pound, está dominado a través de la deuda y condenado a adaptarse dócilmente a las exigencias sistémicas, aprisionado por cadenas invisibles que lo sentencian a la dependencia integral del sistema financiero.
El sistema bancario de deuda se cuenta hoy, en efecto, entre los instrumentos privilegiados con los que la nueva élite neo-feudal plutocrática impone y organiza su propio dominio.
En particular, la esclavitud (formalmente libre) que se extiende en el nuevo mundo tecno-feudal, se rige no sólo por la ficción jurídica del contrato precario, sino también por el dispositivo de la deuda y de esa usura que «ofende la divina bondad» (Inferno, XI, vv . 95-96); y que, inapelablemente condenada por algunos «espíritus magnos» de la conciencia filosófica occidental (desde Aristóteles a Santo Tomás), se hace en este momento extraordinariamente presente en el escenario global.
Como sabemos, Dante dedicó frases durísimas contra los clérigos ávidos de rentas, sosteniendo que tal avaricia desagrada a Dios aún más, si es posible, que la usura misma: «pero la usura no se alza tan grave / contra la complacencia de Dios, como aquel fruto / que hace enloquecer el corazón de los monjes” (Paradiso, XXII, 79-81). Con las palabras de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino (II, II, q. 77, a. 4), toda actividad económica que no sea funcional a la communitas, al bonum commune y al valor de uso quandam turpitudem habet (“tiene cierta vileza”). Aún más radical que el Aquinate fue San Ambrosio: captans annonam maledictus in plebe sit (“el que se aprovecha en el mercado es maldito entre el pueblo”).
Puede causar estupor que la era del turbocapitalismo, tan sensible a la violencia, a la discriminación y al terrorismo, encuentre fisiológica y normal la inaudita violencia del fanatismo financiero, que está provocando la hecatombe de trabajadores y ahorradores, de Estados y pueblos. Los heraldos del liberal-progresismo, que no se cansan de promocionar las denominadas «luchas contra toda discriminación», ni siquiera mencionan la más obscena de las discriminaciones, la de clase; y de hecho, con su modus operandi, acaban más o menos legitimándola implícitamente, dando a entender que son otras las contradicciones contra las que deberían dirigirse la crítica y la acción. No sorprende, por tanto, como ha evidenciado Carl Rhodes en Woke Capitalism, que los grandes filantrocapitalistas que se adhieren celosamente a las batallas arcoíris y verdes sean, en muchos casos, los mismos que practican las formas más abyectas de explotación y de extracción del plustrabajo.
Históricamente, en la época posterior a 1648, la economía se presentaba como el “reino de los medios”, y la política -con fórmula libremente tomada del vocabulario kantiano– como el «reino de los fines» (Reich der Zwecke). En el contexto del turbocapitalismo tecno-feudal post-1989, la relación se ha invertido: la economía financiarizada se ha convertido en el “reino de los fines”, que dispone de la política como “reino de los medios” con el objetivo de proteger los intereses materiales de la power elite competitivista. Esto, por otra parte, se produce en paralelo con la práctica, largamente utilizada, de la legislation shopping, o sea del pago en beneficio de los parlamentarios a fin de que voten las leyes favorables a las clases dominantes (así se comprende mejor el sentido de la expresión capital rules).
Lo corrobora palpablemente, entre otras cosas, la conocida carta que el BCE dirigió el 5 de agosto de 2011 –dies nigro signanda lapillo– al Gobierno italiano. Le imponía, sin perífrasis y sin negociación posible, la línea guía para las reformas bajo el signo de la reducción del gasto público, de la privatización de los bienes públicos y del resto de transformaciones de matriz liberal. Entre las prescripciones del documento -y citamos per tabulas– encontramos el «aumento de la competencia», la «competitividad», la «plena liberalización de los servicios públicos locales y de los servicios profesionales», las «privatizaciones a gran escala», y la exigencia de «reformar ulteriormente el sistema de negociación salarial colectiva» de cara a «recortar los salarios y las condiciones de trabajo conforme a las exigencias específicas de las empresas».
Los Bancos centrales se han constituido en red global, que tiene por patrón al Bank for International Settlements de Basilea, y se han vuelto independientes de las naciones. Por contra, han hecho a las naciones cada vez más dependientes del sistema bancario globalizado. Además, las han sometido exponencialmente a una deuda asesina e inmoral, porque es congénitamente inextinguible y tiende a fungir como dispositivo de captura para los individuos, para los pueblos y para las naciones. En esta tesitura, resuena de nuevo la provocativa pregunta de Brecht: «¿para qué mandar asesinos cuando podemos enviar usureros?».
Es desde esta perspectiva como se entiende la tendencia coesencial al turbocapitalismo financiero que -en la apoteosis de la impotencia del hombre y la ultrapotencia del aparato técnico- tiende a desmonetizar la economía y financiarizarla integralmente, transfiriéndola a los circuitos bancarios de la especulación. De esta forma -y es el enésimo lugar epifánico de la verdadera esencia del capitalismo absoluto– no se genera desarrollo, sino sólo lucro para las fuerzas del mercado que extraen la riqueza de manera rapaz y parasitaria de la vida y el trabajo de la «sociedad real».