David Gattegno
Según Michel Michel “el ‘mundo moderno’ no es una cultura entre otras, sino una cultura atípica, por no decir monstruosa”. Tal juicio es pronunciado siguiendo la obra de René Guénon, quien fue el primero en evocar y repetir esta idea de la monstruosidad del mundo moderno. Ahora bien, todo aquel que invoca el nombre de René Guénon quiere, ante todo, volver a darle importancia a la palabra Tradición, es decir, lo contrario, escatológicamente por decirlo de algún modo, de la vacuidad de la civilización que hoy quiere dominar el mundo. Porque, según Michel Michel, “sin el lastre de la Tradición, el cristianismo puede volverse loco”. La verdadera lucha de la Iglesia es combatir sus propias traiciones que la pervierten desde dentro. “La Tradición debe ser recibida, vivida y transmitida, en lugar de ser un objeto dogmático o, lo que es peor, convertirse en una doctrina polémica destinada a combatir otras ideas”, afirma Michel. Todo esto no le impide lanzar un alegato sobre la “extendida tendencia moderna” a “disertar sobre la Gracia y los sacramentos prescindiendo de toda práctica religiosa regular”. A lo que se podría añadir la fórmula utilizada a menudo por René Guénon según la cual “lo más no puede proceder de lo menos”, porque, en esas disertaciones interminables, sólo busca manifestarse un puro individualismo racionalista. A este individualismo – que no es sino una especie de mercantilismo psíquico – Michel pretende oponer lo que Léon Bloy llamaba “la indignación caballeresca de la conciencia cristiana”, es decir, los recursos a los que debe recurrir cualquiera que pertenezca a la casta (clase) de los guerreros, que él asocia, quizás de forma discutible, con el ejercicio de la política – aunque el rey es, en efecto, un “político”, en el fondo es antes que nada el primero de los guerreros (pero ya no tenemos reyes) –. Las repúblicas y las democracias han creado una parodia de esta figura en donde hasta el más pequeño de los verduleros puede convertirse en presidente, “jefe del ejército”, trayendo con ello consecuencias fatales y ridículas que pueden llevar a un desastre.
Leer Le Recours à la tradition de Michel Michel, con un prólogo de Fabrice Hadjadj, Collection Téôria, 288p., L'Harmattan, 2021
Entrevista a Michel Michel
DG: El subtítulo de su ensayo, Le Recours à la tradition, hace referencia a Gilbert Keith Chesterton, que declaraba que la Modernidad era “el resultado de antiguas virtudes cristianas enloquecidas”. Chesterton pasó de ser un miembro de la Iglesia de Inglaterra a abrazar un catolicismo incluso más radical y llegando a declarar que: “El mundo no morirá por falta de maravillas, sino únicamente por la falta de asombro”. Así que, al final, todo es cuestión de gustos. Usted es sociólogo y católico, así que, desde esta doble perspectiva, ¿cuál es el gusto que impulsa la interminable curiosidad humana o, como los perros devoradores de los Cantos de Maldoror, de donde viene esa “insaciable sed de infinito”, de “sentir la necesidad del infinito” (1)?
Michel Michel: A lo largo de mi carrera he conocido dos tipos de sociólogos: los que odian el tema que estudian y quieren cambiar la sociedad; y los que aman el tema que estudian y desconfían de cualquiera que quiera subvertir la Creación y la naturaleza humana a ¡a cualquier precio! Yo tengo un inmenso apetito, como usted dice, o, mejor dicho, siento un profundo amor fati (“amor al destino”). Pero estoy de acuerdo con Pascal en que “el hombre evita al hombre”. Me parece que se trata de una puerta de salvación y, al mismo tiempo, la fuente de grandes peligros. El deseo siempre apunta a ir “más allá” – es decir, aspira a la Trascendencia –, pero, si yerra su objetivo, será prisionero de toda clase de transgresiones. Tal vez sea éste el pecado original: haber sido creados “a imagen y semejanza de Dios” y pretender ser “como dioses” al margen de Dios.
DG: Lautréamont, al cual he citado antes, escribe como Maldoror rememoraba las historias de su madre; usted se remonta a su abuela, que, según dice, le leía regularmente cuentos y leyendas. Entonces esto nos lleva a considerar, como decía Ernst Cassirer, que “el hombre no vive en un mundo de cosas, sino en un mundo de signos”. “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” dice Mateo (IV, 4) (2) y también el Deuteronomio (VIII, 3) (3).
Michel Michel: El racionalismo, que es uno de los pilares de la “Modernidad”, conlleva (afortunadamente de forma parcial) a ver la creación no como un conjunto de signos, sino como un conjunto de “cosas” unidas entre sí por los mecanismos del “azar y la necesidad”. Los cuentos y leyendas que me leía mi abuela probablemente me ayudaron a resistir este “desencanto del mundo” (como dicen Max Weber y Marcel Gauchet), pero, lamentablemente, no me transformaron en un chamán o un alquimista. Como demuestra Antoine Compagnon, los “antimodernos” siguen siendo “modernos”. Me hubiera gustado vivir la Tradición sin tener que ser un reaccionario (es decir, reaccionar ante una situación anormal) … Se nos acusa tontamente de “no ser de nuestro tiempo”, pero es precisamente por ser demasiado hijos de nuestro tiempo que vivimos de este modo. Las sociedades tradicionales son “locales”: “Saber cómo plantar coles según […] las tradiciones locales”. Igualmente, la moda consuetudinaria está ligada a una determinada localidad en la que uno vive arraigado. En el mundo moderno, en cambio, la moda significa precisamente el cambiar de moda – por falta de arraigo – y este es un proceso que se acelera cada vez más y al cual estamos completamente sometidos actualmente: la ropa de verano, el largo de las faldas y cualquier otra cosa que se verá como anticuada mañana. El verdadero problema no es “ser de nuestro tiempo” (nadie puede escapar al tiempo en el que le tocó vivir) – aunque, por supuesto, es necesario adaptarse un poco a él –, el verdadero problema es saber cómo escapar (aunque sólo sea un poco) de las garras del tiempo que nos tocó vivir y que denominamos Modernidad. El conocimiento del Hombre antiguo (a través de la Historia), del Hombre de lugares lejanos (a través de la Etnología) y del Hombre que permanece (a través de la ciencia de los arquetipos y, sobre todo, a través de la Sophia perennis) nos permite maniobrar un poco en este Imperio de las “modas” efímeras creado por la Modernidad. Es cierto que este conocimiento no está exento de muchas proyecciones (interpretaciones), pero esta “cultura general” nos permite darnos cuenta que es posible pensar la realidad de otras maneras y relativizar la episteme de nuestro tiempo.
DG: Si continuamos analizando la afirmación de Chesterton no podemos sino pensar en el catolicismo moderno y preguntarle: “¿Por qué la Iglesia se ha aliado con sus peores adversarios?” Todo ello empezó con “el clero juramentado impuesto por Napoleón con el Concordato”, el cual luego se sometió a los sucesivos regímenes que van desde la Restauración a De Gaulle, pasando por Luis Felipe, el Segundo Imperio, la Tercera y la Cuarta Repúblicas, y ni hablar del presente… Bueno, eso en cuanto a la Iglesia “progresista”. Paralelamente, usted también crítica a los católicos “tradicionalista” que prefieran ignorar el pensamiento de René Guénon con el pretexto de que, como ellos mismos dicen, de que “la tradición, tal y como la define René Guénon, es incompatible con la Iglesia apostólica”. Usted pretende dirigirse tanto a sus “hermanos cristianos” como a sus “amigos guenonianos y perennialistas”. Sin embargo, dejando de lado los posibles casos individuales de ciertos “cristianos”, que sin duda no afectan a la verdadera doctrina de la Iglesia, me parece que haces una “crítica” de la obra de Guénon que a veces podría a confundirse con interpretaciones guenonlolatras o guenonófobas (cada una más inapropiada que la otra) en lugar de analizar lo que dice realmente Guénon.
Michel Michel: Por supuesto, Guénon, que murió como un musulmán sufí, no es un Doctor de la Iglesia; sin embargo, ni Platón ni Aristóteles eran cristianos, pero su pensamiento sirvió, no obstante, de base filosófica para el pensamiento cristiano. ¿Por qué no hacer lo mismo con la metafísica de René Guénon? Una militancia real (4) debe basarse en una ética y una episteme metapolíticas que sean capaces de suplantar a las herejías cristianas que dieron nacimiento a la Modernidad, es decir, la reducción del Hombre a un individuo aislado (individualismo), el desencanto y la reducción del mundo a “cosas” que debemos explotar (racionalismo) y el mesianismo del “Hombre Nuevo” esperado por el Progreso (progresismo). Es por eso que debemos inspirarnos en las corrientes de pensamiento antimodernas más coherentes y que podríamos dividir en tres vertientes:
- En primer lugar, los efectos sociales de los mitos cristianos (5) que, habiendo triunfando sobre el paganismo (integrándolo dentro de sí en lugar de desintegrarlo), dieron nacimiento a dos civilizaciones milenarias (el Imperio bizantino y la Cristiandad occidental). Fueron estos mismos mitos cristianos (aunque heréticos) los que dieron nacimiento a la Modernidad occidental (descubrimiento de “Nuevos Mundos”, expansión colonial a escala mundial, innovación tecnológica acelerada, etc.). A pesar de este cáncer social (hablo de la civilización occidental, convertida en “cultura mundial”), que pretende suplantar a todas las demás culturas a las cuales califica de “arcaicas” o “primitivas”, no hemos conseguido destruir los mitos que siguen habitando nuestras sociedades, especialmente porque esos mitos siguen siendo cristianos. Incluso aquellos que no se consideran cristianos (como Charles Maurras el siglo pasado y Michel Onfray y Éric Zemmour en la actualidad) están de acuerdo en que la defensa de la civilización europea – y particularmente la francesa – está estrechamente ligada a la columna vertebral de la misma que no es otra cosa que el cristianismo. Es por eso mismo que ellos son indiferentes a la lucha de los “tradis” por la restauración de la Iglesia. La base de esta corriente, que René Rémond llamó “la corriente legitimista”, agrupa a los contrarrevolucionarios, los “católicos franceses” comunes y los “tradis” que aún quedan, todos ellos elementos que sigue siendo posible movilizar incluso hoy en día.
- En segundo lugar, los empiristas y escépticos frente a las utopías soñadas por el “Hombre Nuevo” que acarrean toda clase de consecuencias nefastas. Tras todo fracaso revolucionario no dudan en decir: “Vanidad de vanidades […]. No hay nada nuevo bajo el sol” (con el Eclesiastés I, 2-20). Fue precisamente frente a las abominaciones y terribles consecuencias desatadas por la revolución francesa que un liberal como Edmund Burke, un moderado como Hippolyte Taine y un positivista como Auguste Comte (6) desarrollaron muchas de sus ideas. Maurras sintetizó el pensamiento de todos ellos y, de ese modo, fue capaz de sacudir la hegemonía republicana a través de una alianza entre los viejos contrarrevolucionarios y los nuevos reaccionarios partidarios del “empirismo organizador” (de los que Jacques Bainville es un ejemplo bastante representativo). Además, supo unir a esta síntesis a muchos de aquellos que (como los provincialistas, anarcosindicalistas proudhonianos, etc.) se oponían a las consecuencias de una revolución jacobina y “burguesa” que había disuelto los cuerpos intermedios y los derechos de las comunidades tradicionales mediante la ley Le Chapelier, la cual reducía al pueblo a una masa de individuos atomizados.
- En tercer lugar, el perennialismo, que se opone radicalmente a la Modernidad. Esta forma de pensamiento fue estructurada (de forma casi cartesiana) por René Guénon, pero realmente puede rastrearse hasta Platón e incluso Nietzsche. El italiano Julius Evola, el suizo Frithjof Schuon, el esrilanqués Ananda Coomaraswamy y muchos otros que han desarrollado los diferentes aspectos de la metafísica compartida por todas las sociedades tradicionales tal y como demuestran antropólogos como Georges Dumézil, Mircéa Eliade y Gilbert Durand. Para esta escuela, la Tradición es “lo que se ha creído en todas partes, siempre y por todos” como decía San Vicente de Lérins en el siglo V. Este adagio no sólo se aplica a la ortodoxia dentro de la Iglesia, sino también, aunque con menos precisión, a todas las tradiciones religiosas de la humanidad cuyos parecidos son denominados como philosophia perennis.
De hecho, si logramos distanciarnos (aunque sea solamente un poco) de la ideología dominante en el mundo moderno, nos damos cuenta que la humanidad siempre ha creído:
- Que el ser humano no es ni su propio origen ni su propio fin.
- Que existe otro “mundo” (o varios mundos) fuera del que habitamos y que existe una relación entre ellos.
- Que aquí abajo el Universo se encuentra animado por lo sagrado y que, por ejemplo, los espacios (lugares altos) y los “puntos celestiales” (10) están marcados por la presencia del Más Allá del mismo modo que el reverso de un lienzo encuentra su sentido en el diseño de su bordado.
- Se rinde tanto culto a la inmanencia (ángeles y “dioses”, espíritus y el Espíritu “que sopla donde quiere”) como a la trascendencia de Dios (personal y/o impersonal).
- Este culto puede adoptar muchas formas, pero junto con la construcción de tumbas y templos (André Malraux) y el sacrificio (“sacralización”), parece ser el más universal (Joseph de Maistre) de los ritos realizados por personas consagradas a ellos (8).
Es mediante la alianza de estas tres corrientes – la cristiana, la empirista y la perennialista (que Joseph de Maistre reunía en su persona) – como podremos superar la hegemonía subversiva de la Modernidad. Para ello, necesitamos integrar estos tres modos de pensamiento que ya están presentes en la mayoría de nuestros amigos, pero que son algo esquizoides a la hora de combinarse. Esto se aplica a demasiados católicos que se muestran reacios aceptar el exotismo de un Guénon (9) o los perennialistas que se sienten poco atraídos por una Iglesia que (en su forma actual) tiende a reducir la metafísica a una moral de la que se excluye lo trágico (“todo el mundo es bueno, todo el mundo es simpático”). Sin embargo, estas dos corrientes no se excluyen mutuamente: Guénon citaba a Melquisedec y a los Magos venidos del Oriente que llevaban sus dones al niño en el pesebre de Belén como el santo y seña de que el cristianismo es una forma de Tradición primordial, mientras que San Agustín sostenía que la Iglesia reconocía “que no cabe duda que entre los mismos paganos había profetas”. De hecho, hasta épocas muy recientes (como el Concilio de Trento en el siglo XVI) las iglesias solían equiparar los oráculos sibilinos romanos con los profetas del Antiguo Testamento. Además, el epíteto de “católico” dado a la Iglesia significa antes que nada universal y marca claramente su capacidad para abarcar todas las tradiciones como, por ejemplo, la Navidad que es la asimilación de la fiesta del Sol invinctus y de la armonía cósmica (el solsticio de invierno). Las catedrales se construyeron en los antiguos recintos de las tradiciones paganas y cuando Joseph de Maistre afirmaba que el cristianismo no se remontaba a solo dieciocho siglos atrás, sino al origen del mundo, no hacía más que hacerse eco de San Ireneo que sostenía que Adán era ciertamente católico. No era la Iglesia lo que Nietzsche, Evola o Maurras encontraban repugnante, sino sus herejías como el moralismo protestante, el olvido de la herencia romana o ver a “Cristo como el primero sans-culotte” tal y como era predicado por los demócratas cristianos de 1848.
Con esto no trato de unirlo todo con todo, ya que creo que la disputatio es una manifestación inequívoca de un pensamiento realmente vivo, pero creo que para poder “deconstruir” de forma coherente el desorden de los deconstructivistas es necesario volver nuestros ojos a los orígenes del mundo moderno. Los “tradis” han demostrado que sus posiciones son inviables y que tienen que salir de sus capillas y dejar de refugiarse en esa mentalidad encerrada sobre sí misma. Este tradicionalismo de la Reconquista debe ser lo más integrador posible. ¿No debería aliarse a toda familia espiritual que reconozca los fundamentos tradicionales (dentro de la Iglesia y posiblemente incluso fuera de ella)? Hay que saber pasar de un tradicionalismo de la resistencia (en un momento en que el progresismo parecía triunfar) a un tradicionalismo de la reconquista (en un momento en que el progresismo está en crisis).
DG: Aparte de su fe y su lectura de René Guénon, en el curso de sus estudios, investigaciones y reflexiones, ¿qué fue lo que le permitió, un día, darse cuenta de que, más allá de toda razón discursiva, el pensamiento podía desarrollarse analógicamente y, por lo tanto, por medio de símbolos en los que opera la imaginación, es decir, la “evocación de imágenes”, que incluso influyen de forma sutil el estado mental de la vigilia y la conciencia?
Michel Michel: Soy discípulo del antropólogo del imaginario Gilbert Durand e indirectamente de Henri Corbin, Jean Borella, Mircea Eliade, Carl Gustav Jung y Roger Caillois, quienes se negaban a reducir el conocimiento al “cosismo” propio de la razón. Por supuesto, no debemos confundir el uso legítimo de la razón y el razonamiento, que no es más que una de las múltiples formas de “conocimiento”, con el racionalismo, que pretende excluir del conocimiento la intuición intelectual y las analogías simbólicas, así como la dimensión mítica de la historia y los arquetipos que están en la raíz de toda actividad humana. El racionalismo observa el mundo después de haberlo cosificado, además, lo reduce a relaciones “mecánicas” de “causa y efecto” (excluyendo la causa final de Aristóteles), razón por la cual Descartes no ve en el cuerpo más que una máquina. El racionalismo nos enseña a no comprender el sentido de la Creación: después de Descartes vino la apología de la inmanencia (el desencanto del mundo evocado por Max Weber y Marcel Gauchet); después de Kant, vino la exclusión de toda forma de trascendencia, lo que nos lleva inevitablemente a concluir, con Yuri Gagarin en su viaje en el sputnik, que Dios no se encontraba en el cielo.
Si recibes una carta, puedes estudiar la textura del papel, la composición química de la tinta, la historia del alfabeto utilizado, identificar el tipo de lengua al que pertenece su gramática… Pero para comprender el significado de la carta, tienes que recurrir a otra forma de conocimiento. Edmund Husserl, el padre de la fenomenología, observó lo siguiente: “Para nuestra indigencia vital – oímos decir – esta ciencia no tiene nada que decirnos. Justamente, ella excluye por principio las preguntas que, en nuestros desdichados tiempos, son candentes para los seres humanos abandonados a perturbaciones fatales: las preguntas por el sentido o el sinsentido de toda esta existencia humana” (10). El racionalismo, en la medida en que se presenta como único modo de conocimiento, provoca un estrechamiento en nuestra comprensión del mundo e ignora otras formas de pensar que no tienen nada que ver con el mecanicismo. Al hecho de que las personas quieren conservar sus raíces opone el argumento de que los seres humanos no son plantas y, en consecuencia, no tienen raíces. La realidad ontológica, que sitúa al hombre en un lugar cultural por medio de una metáfora, es ignorada por completo y silenciada. El racionalismo no sólo ignora o devalúa los modos de conocimiento que no se basan en el razonamiento, sino que se niega a reconocer ámbitos que sus métodos no pueden explorar o más bien medir (metodología de las ciencias). En esto se parece a la historia de alguien que busca sus llaves debajo de una farola, pero se niega a buscar en otras partes “porque ‘no ve más allá’”.
No obstante, el hecho de que la Modernidad ignore las correspondencias simbólicas y el conocimiento intuitivo de los principios metafísicos, no significa que estos desaparezcan. Con tal de darle un nombre a estos objetos reprimidos que desea ignorarse, la Modernidad ha creado un concepto comodín que separa aquello que merece ser “descubierto” – lo racional – de aquello que debe permanecer “oculto” – lo irracional –. El concepto de lo irracional puede, en ocasiones, considerarse como “superstición”, “credulidad”, “metafísica” o incluso “poesía”. Este desprecio por lo que se considera irracional significa que la razón, que es limitada, ya no reconoce lo que está más allá de ella. El racionalismo es la arrogancia de la razón. En una sociedad racionalista todo lo que es considerado como “irracional” es reprimido. Pero lo reprimido no desaparece, únicamente es considerado como una parte constitutiva de las categorías sociales inferiores: el pueblo (“religión popular”), las mujeres (“intuición femenina”), los “iluminados”, los místicos, los marginados e incluso los desequilibrados (Chesterton los llamaba “lunáticos”). Esto únicamente refuerza el desprecio abiertamente profesado contra lo irracional, ya que, salvo en contadas excepciones, los profesionales, los “conocedores” o expertos intentan aproximarse a estas cuestiones por medios que van más allá del racionalismo, debido a que se han apartado de él.
Al desaparecer el sentido como sentido común, el sentido como orientación que hace que cada elemento se “conecte” con los demás elementos bajo una especie de “magnetismo” polarizado, la orientación, la cual implica que el espacio y el tiempo no son neutros, sino heterogéneos, desaparece: el Levante no es lo mismo que el Poniente; Oriente no es lo mismo que Occidente. Oriente está vinculado al nacimiento y al Origen, mientras que Occidente lo está a la muerte y a los fines últimos de la escatología (11). El espacio simbólico es una narración que tiene sentido y puede ser compartida por la gente. El racionalismo pretende reducir todo a una serie de razonamientos impuestos a todos los demás y al cual todos los demás deben ajustar sus presupuestos epistemológicos; por el contrario, la razón simbólica es universal (12) y se compagina perfectamente con el sentido común. La metáfora simbólica es la única forma en que se puede manifiesta un vínculo entre los distintos planos de la Creación, que une al Hombre con los animales, las plantas y el universo físico y metafísico. Nadie puede sustraerse al conocimiento analógico, porque “lo que es arriba es abajo” (13). Los conceptos son útiles para razonar, pero sólo pueden “distinguir”, es decir, separar. Sólo el pensamiento analógico es capaz de sintetizar, es decir, reconstituir lo “universal” (volver hacia lo uno). La propia ciencia, antaño punto de referencia supremo en un mundo secularizado, se enfrenta ahora a las preguntas de sus sumos sacerdotes acerca de cuáles son sus objetivos, sus límites y sus medios. Tras haberse lanzado a la conquista del conocimiento total en un gran movimiento prometeico que creía barrer el “oscurantismo” mítico-religioso, las ciencias se han fragmentado y especializado en tantas micro-capillas con jergas que únicamente abarcan atisbos cada vez más parciales de la realidad. De ahí la angustia de redescubrir un saber unificado, un saber que vincule la multiplicidad de saberes operativos redescubriendo su sentido perdido y restableciendo las correspondencias indispensables.
Ahora podemos ver hasta qué punto puede ser parcial y falsa una aprehensión puramente cuantitativa de la realidad. Así pues, no cabe duda de que los cimientos sobre los que se han construido el conocimiento y el sistema de representaciones del mundo contemporáneo (la episteme “clásica” definida por Michel Foucault) está en vías de resquebrajarse. El racionalismo antropocéntrico, historicista y desacralizado es como una ola que ha finalizado su recorrido y ahora retrocede con la marea. Mientras tanto, en todas las sociedades tradicionales, desde los chamanes hasta los clérigos, se dice que el orden del mundo gobierna el desorden aparente de este, a lo cual responden los intelectuales del mundo moderno que más bien el desorden está detrás del orden aparente. O, mejor dicho, es el orden de las cosas el que, sobre todo en los descubrimientos de las ciencias humanas, se presenta como el desorden de una alienación intolerable. Allí donde la Época de la Crítica cuestionaba las costumbres de un pueblo en nombre de la Razón con tal de glorificar la Tecnología como negación del Orden Mundial (Hegel), igualmente legitimaba el imperialismo en nombre de los Grandes Principios y justificaba las peores opresiones totalitarias en nombre de la Historia, la Postmodernidad se presenta como una crítica de la crítica, una negación de la negación que finalmente hace posible la emergencia de un discurso positivo. Por lo tanto, sería un error estratégico luchar, siguiendo una línea de pensamiento conservadora, contra las críticas de la Posmodernidad. La tarea de una crítica verdaderamente tradicional no es defender el desorden establecido, la negación del ayer contra la negación de la negación, la ceguera de la Época de la Crítica contra el reconocimiento de esa misma ceguera. Nuestro objetivo es liberar a la Modernidad de aquello a lo que tiende y de ese modo dejar de lado la ideología antropocéntrica que la domina. Al tradicionalismo contrarrevolucionario (la resistencia de un Maistre o de un Bonald) debe sucederle un tradicionalismo posrevolucionario en un tiempo donde la revolución se ha consumado.
Notas:
1. Comte de Lautréamont, Les Chants de Maldoror [I, 8], in Œuvres complètes, Librairie José Corti, 1958, p. 134.
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La Bible – Traduction œcuménique, Bibli’o-Société biblique française/Les Éditions du Cerf, 2010, p. 1616.
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Id., p. 224-225.
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Antes de su reciente adhesión al espíritu del mundo a finales del siglo XX, la Iglesia no estaba tan desvirtuada y se declaraba como “Iglesia militante” dispuesta a afrontar las pruebas que la transformarían en una “Iglesia triunfante”.
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Suelo definir el mito (siguiendo a Mircea Eliade) como un relato ontológicamente verdadero, pero aquí prefiero insistir (siguiendo a Georges Sorel) en la eficacia social del mito.
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Admirador de Maistre y Bonald, Auguste Comte lamentaba las ensoñaciones de la “edad teológica”, despreciaba la “edad metafísica” (las utopías revolucionarias de la Modernidad) y esperaba la llegada de un periodo que él denominó como la “edad positiva”, una edad que sería tan religiosa como científica.
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La heterogeneidad del espacio y del tiempo está en el corazón de la peregrinación. El turismo también, pero el turista es un peregrino que se ignora a sí mismo y apenas sospecha lo sagrado de la creación.
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El sacrificio consiste en dar muerte a un animal, a un ser humano o, en el caso de la misa, al Verbo de Dios encarnado. Por eso los sacerdotes son universalmente masculinos (salvo en el vudú haitiano, tan corrompido); las mujeres pueden ser profetas, chamanes o doctoras de la Iglesia, pero no sacerdotes, porque el sacerdote no es ante todo un líder o un guía del coro, sino alguien que sacrifica. Las mujeres dan la vida y les corresponde a los hombres, los guerreros o los sacerdotes, dar la muerte…
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Quienes se asusten por este “exotismo” pueden revisar las obras de tradicionalistas perfectamente católicos (si tal cosa es posible) como lo eran Jean Borella, Jean Hani o incluso Gustave Thibon…
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Edmund Husserl, La Crise des sciences européennes et la phénoménologie transcendantale, Gallimard, 1967.
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La etimología latina de la palabra “Occidente” está vinculada a la caída y la muerte; el mismo simbolismo se encuentra en la distinción entre “Machrek” y “Magreb”, ambas palabras con raíces árabes.
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Los arquetipos, desde Platón hasta Jung, han sido considerados como universales.
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Hermès Trismégiste, La Table d’Émeraude.