José Javier Esparza
Hace unas semanas traíamos aquí aquella frase tan rotunda de Ortega en el año 30, cuando llamaba a los españoles a una insurrección contra la monarquía agonizante: «Españoles, vuestro Estado no existe. ¡Reconstruidlo!». Mal podía imaginar nadie ahora que la resurrección de aquella frase iba a tener un escenario tan trágicamente material: ya no es sólo la reconstrucción de un Estado convertido en predio económico y político de los enemigos de la nación, sino que en esta hora la reconstrucción atañe al conjunto del Estado, a todas sus instituciones, a sus resortes fundamentales, que han fracasado globalmente frente a una de las peores catástrofes naturales que los españoles recordamos. Aún peor: ya nadie puede poner en duda que la incompetencia del poder, en todas sus escalas, ha contribuido a hacer la tragedia aún más grave. De modo que a la reconstrucción urgente de los campos y ciudades devastados hay que sumar, y es inexcusable hacerlo, la reconstrucción de un Estado que un día, hace tiempo, funcionó, pero que hoy se ha convertido en un peligro para la supervivencia física de los españoles.
Todo ha fallado a la vez
Uno repasa la lista de todo lo que ha fallado, de todo lo que se ha hecho mal por incompetencia, por negligencia o, aún peor, por cálculo político, y es para no dar crédito. Alertas hidrográficas que nadie escucha. Políticas ambientales decididas por una burocracia extranjera y ajena a nuestro entorno natural real. Agencias meteorológicas que nos vaticinan todos los días el inminente calentamiento global para dentro de cinco, diez o cincuenta años, pero que naufragan cuando se trata de hacer una predicción de 12 horas. Mecanismos supuestamente reglamentados conforme a protocolos técnicos que, a la hora de la verdad, fallan por problemas elementales de organización y mando. Cargos públicos elegidos para sus puestos no por su competencia profesional, sino por su pertenencia al partido de turno. Un Gobierno nacional que, en el peor momento de la tragedia, sólo estaba preocupado por asaltar el consejo de RTVE, repartir sus suculentas prebendas y subirnos aun más los impuestos. Un gobierno autonómico (el valenciano) entre frívolo y timorato, rápidamente superado por la magnitud de la tragedia e incapaz de reacción. Unas Fuerzas Armadas paralizadas, atadas por protocolos ajenos al interés nacional y, al final, más prestas a acudir a Letonia que a Valencia. Unas fuerzas policiales que el poder sólo usa con generosidad cuando se trata de reprimir a los ciudadanos cabreados, ya sea en la sede socialista de Ferraz o en los premios de la casta del cine. Unos servicios de emergencia dependientes de políticos menos interesados en la eficiencia que en el marketing. ¿Hay que seguir?
Rodeando todo eso, una jauría de voceros de partido dispuesta a justificar lo injustificable y a sacar inmediata tajada de la catástrofe propagando bulos contra el enemigo (hay que ver, por ejemplo, lo rápido que ha entrado en acción la brigada mediática del separatismo catalán, cuyas ambiciones sobre la región valenciana son bien conocidas). Y en la cumbre, por supuesto, el jefe de Gobierno más despreciable que ha tenido este sufrido país, un tipo para el que la política no es otra cosa que una estrategia de poder personal, un individuo cuyas decisiones son tan claramente lesivas para el interés nacional que sólo cabe pensar que está al servicio de otros intereses. Un siniestro comediante que en la hora de la peor tragedia vivida en decenios se toma cuatro días antes de anunciar medidas, se permite descargar la responsabilidad en un gobierno local (que pidan, que pidan), difiere otros tres días la convocatoria de un consejo de ministros y, en el colmo de la indecencia, nos advierte sobre las consecuencias del cambio climático. Se entiende que Sánchez haya restringido tanto sus apariciones en público: para cada vez más españoles, su mera presencia es una provocación insoportable. Lo fue, desde luego, en Paiporta, donde el indecente postureo del Uno terminó haciendo estallar la cólera popular. Pero yendo incluso más allá de Sánchez: si algo ha quedado trágicamente claro en esta crisis, es que nuestra clase dirigente es de una grave incompetencia, el Estado de las Autonomías es una especie de monstruo sin cabeza y la columna vertebral del Estado, que son las fuerzas policiales y militares, bien a despecho de sus integrantes, no están al servicio de la nación, sino de la casta gobernante. La España del 78 se ha ahogado en Valencia.
Un Gobierno contra la nación
Conviene subrayar esto para que todo se entienda bien: la casta que nos gobierna no tiene interés alguno en la continuidad histórica de España como nación. Ha dado sobradas pruebas de ello y quien no lo vea, es porque desea engañarse. Los separatismos catalán y vasco aspiran abiertamente a que España deje de existir. Las diversas familias neocomunistas no pierden oportunidad de subrayar su hispanofobia, y no es casual que se les haya entregado el ministerio de Cultura. Y el partido mayoritario, el PSOE de Sánchez, ha secundado el juego de todos ellos y parece alentar el proyecto de una especie de Estado confederal donde las nuevas identidades regionales, bien engordadas por sus respectivas oligarquías autonómicas, suplanten a la vieja identidad colectiva española. En la práctica, eso significa que el Estado deja de responsabilizarse de la suerte de los ciudadanos, entregados ahora al mejor o peor acierto de las autoridades locales. Y como éstas, por otro lado, carecen de los medios necesarios para hacer frente a retos de cierta magnitud, al final todas quedan sometidas a la voluntad de un poder central que manda, pero no se responsabiliza; un poder que utiliza sus resortes para exigir obediencia a unos súbditos reducidos a la triste condición de siervos fiscales. En esa lógica, la actitud del Gobierno Sánchez hacia la tragedia de Valencia es enteramente transparente: «Si necesitan algo, que lo pidan». El Gobierno ya no es responsable de nada. Su actitud hacia cualquier región española (cualquiera menos los espacios separatistas que lo sostienen) es la misma que tendría hacia un país extranjero. Es la liquidación del Estado nacional.
En el otro lado, naturalmente, ha estado el pueblo, la gente de a pie, como suele ocurrir en la Historia de España. Cientos de miles de españoles que se han movilizado para paliar el naufragio del poder, algunos (muchos) acudiendo pala en mano al escenario de la catástrofe, otros contribuyendo con dinero o con material para echar una mano al compatriota que sufre. Donde un Estado eficiente habría tenido bomberos, policías, soldados y médicos, España ha tenido gente de a pie sumergida en barro hasta la cintura para abrir caminos, rescatar muertos o llevar un poco de comida. Los bomberos, policías, soldados y médicos estaban en sus cuarteles o sus hospitales, mano sobre mano, pidiendo a sus jefes en las redes sociales que los movilizaran ya, pero sin obtener respuesta. Porque sus jefes, a su vez, dependen (sumisamente) de políticos cuya prioridad no era cumplir con su deber, sino obtener la mayor ventaja política del lance. Y mientras los políticos estaban a lo suyo y los servicios del Estado estaban a lo de nadie, ahí abajo, en el barro, había miles de españoles tratando de sobrevivir a ese Estado que financian con sus impuestos y que en realidad les desprecia, porque sólo son «el pueblo». Al final, toda la tragedia de la España de hoy se resume en ese vídeo estremecedor de unas docenas de valencianos enfangados, exhaustos en una calle destruida, armados con palas, que se detienen para cantar el himno regional: «Para ofrendar nuevas glorias a España».
«Españoles: vuestro Estado no existe, ¡reconstruidlo!». Reconstruidlo porque, de lo contrario, dejaremos de existir. Hasta hace unos pocos días, la amenaza podía referirse a la existencia histórica de la nación. Hoy, amargamente, hemos aprendido que se extiende también a la misma existencia física de los españoles.