Diego Fusaro
El libro de Carlos Blanco es una inteligente crítica a la actual izquierda neoliberal, hoy hegemónica en Occidente. No es un libro escrito por un intelectual de derechas o, simplemente, por un liberal clásico. Por el contrario, es un texto de un académico que no critica a la izquierda como tal, sino su deriva contemporánea, liberalista y atlantista, contraponiéndola a su propio pasado socialista y antiimperialista.
Olvidada de sí misma y de su pasado, la neoizquierda poscomunista y vanguardista ha interiorizado plenamente, sobre todo después de 1989, la mirada y el horizonte de los vencedores, por tanto, de sus propios enemigos tradicionales. Y lo ha hecho, muy a menudo, con una complicidad obscenamente reivindicada con el orgullo de quienes han elegido estar en el "lado correcto de la historia", es decir, en el lado -al menos por ahora- vencedor.
La nueva izquierda se ha convertido, en última instancia, a las razones del enemigo impugnador que había labrado su propia historia e identidad. En otras palabras, se ha convertido en aquello contra lo que había luchado. En su forma acabada desde los años 90, la izquierda, en casi todo el cuadrante occidental del planeta, aparece como completamente desproletarizada y desprovista de referencias al mundo del trabajo, mera representante del individualismo competitivo liberal-libertario titular de mercancías y derechos civiles, es decir, de los derechos del consumidor individualizado y cosmopolita. Ya no lucha contra la abstracción tan concreta que es el capitalismo, sino para que éste se afirme también en los ámbitos reales y simbólicos que aún no ha conseguido colonizar. Ya no lucha por la superación del mundo de la mercancía, sino por su defensa contra todo lo que pueda poner en peligro su dominio.
Como Mattia Pascal, el protagonista de la obra maestra de Luigi Pirandello de 1904, la izquierda también consideró posible cambiar de identidad. Y optó por vivir una "nueva vida", rompiendo cualquier relación residual con la anterior. Puesto que la izquierda roja y socialista había sido, en lo moderno, la verdadera fuerza que había prometido una emancipación coral y un curso compartido de salvación superior a la mera aceptación de lo existente, mostrar cómo se ha convertido ahora -en su tránsito del rojo al fucsia y al arco iris, del anticapitalismo al ultracapitalismo- aquello contra lo que luchaba representa un primer paso necesario para actualizar los mapas y darse cuenta de que la brújula está averiada. Y que, como he demostrado ampliamente en Demofobia siguiendo los pasos de mi mentor Costanzo Preve, es necesario abandonar a la izquierda -junto con la derecha- a su deshonroso destino, para fundar sobre nuevas bases una filosofía política de comunitarismo socialista y democrático, internacionalista y populista, que aspire a la redención de los últimos y, con ellos, de la sociedad en su conjunto.
Antropológicamente, la neoizquierda poscomunista del arco iris ha producido a su imagen y semejanza un deplorable belén -o, si se prefiere, un infierno dantesco-, poblado por atribulados radicales chic y megalómanos del caudillismo, por celosos neófitos y arrogantes conversos camino de Damasco, por arrepentidos por puro oportunismo, por "servidores voluntarios", por guardianes profesionales y por Mattia Pascal, cuya irresponsabilidad sólo es igualada por su cinismo: una tribu muy diferenciada internamente, pero cuyos habitantes están unidos por el tránsito, convencido o resignado, a la defensa del bando que una vez combatieron y, sinérgicamente, por el abandono, por olvido inconsciente o voluntad reivindicada, de una historia y una tradición que habían dado voz y organización a los últimos y a sus deseos de mejores libertades.
La consecuencia, trágica y al mismo tiempo irresistiblemente cómica, debería ser bien conocida. En el marco cosificado de la sociedad de mercado global del capitalismo absoluto, en el que el culto al valor de cambio y la Nueva Izquierda se convierten dialécticamente el uno en el otro, être de gauche significa ser dócilmente servil a los dictados de los mercados financieros y las traqueteantes bolsas, pero también a las invasiones humanitarias de países soberanos decididas por Washington. De nuevo, significa tomar las calificaciones de las agencias de calificación como referencia y la austeridad depresiva como horizonte político. Y, por tanto, encontrarse hablando la misma neolengua gris que los funcionarios del FMI, los tecnócratas del BCE y los "especialistas sin inteligencia" -según la fórmula de Weber- del sistema bancario sin fronteras. Significa, además, luchar contra todo lo que pueda interferir de algún modo con el orden de los mercados -identificado sin reservas con el Progreso- y, por tanto, dejar a los derechistas la tarea de impugnar, al menos en parte -y en todo caso sólo verbalmente y para ganar consenso, ça va sans dire- ese léxico y esa mentalidad. En una palabra, se trata de celebrar el mundo tal como es, impugnando toda posible rectificación operativa del mismo, asimilándolo ideológicamente a priori al retorno del fascismo y del totalitarismo. A través de una catábasis a veces dolorosa en el submundo de la hipocresía y la subalternidad, pero también de la incapacidad epocal para descifrar la realidad y su ritmo de desarrollo, ésta es, en definitiva, la silueta obscena de la neoizquierda que encontramos hoy en Occidente: una nueva izquierda que, asimilando la perspectiva de los grupos dominantes en la escena mundial y des-historizando totalmente su mirada, se ha adherido sin reservas al proyecto, al léxico y a las categorías de los grupos dominantes a los que tradicionalmente había combatido. Es la "izquierda de los jefes ejecutivos" (Federico Rampini), que combina la indiferencia y la idiosincrasia respecto a las clases trabajadoras y los obreros con la celebración indolente -en el vértice de la subalternidad- del mito de Steve Jobs (patrón de Apple) y Sergio Marchionne (CEO de FIAT con un salario miles de veces superior al de sus empleados): en otras palabras, dos figuras que la izquierda "roja" y anticapitalista habría considerado antaño modelos negativos, cuando no enemigos de clase declarados.
Frente al nuevo escenario de conflicto de clases, la neoizquierda descafeinada no tiene nada que objetar. Y, en la mayor parte de su articulación, está -directa o indirectamente- del lado del bloque oligárquico neoliberal, apoyando su programa de clase oculto tras la persuasiva categoría de "progreso". La disolución de la explosiva unión entre la izquierda y el pueblo ha tenido como consecuencia, por tanto, la caída en picado del pueblo en el abismo de la desigualdad, la irrelevancia y la mortificación más indecente y, al mismo tiempo, el ascenso de la izquierda a la cúspide de los grupos dominantes, la defensa de su cosmovisión y de sus intereses materiales.
Subsumida -al menos tanto como la derecha- bajo el capital, la nueva izquierda del arco iris ya no aspira a la trascendencia del cosmos de la morfología capitalista; una trascendencia que, por el contrario, se esfuerza afanosamente en hacer impensable además de impracticable. Su imaginario de mercantilización plena coincide con el de los vencedores del globalismo, según el cual la libertad no es más que la posibilidad de autoafirmación y automodelado del átomo startup en el espacio del mercado reducido a un plano liso de competencia planetaria y al libre flujo omnidireccional de mercancías y personas mercantilizadas.
Los propios derechos por los que lucha la izquierda arcoiris posmoderna ya no son los del trabajo y la dignidad social: en su lugar, coinciden con los caprichosos deseos individualistas y consumistas de las clases adineradas (desde los "úteros de alquiler" hasta la "transición de género"), que quieren tanta libertad como puedan comprar. La idea de una humanidad socializada, habitada por individuos libres e iguales, en la que ya nadie es explotado ni explotador, ha sido desbancada por la pesadilla de un bazar planetario, en el que todo el mundo tiene derecho a ver satisfechos sus deseos estrictamente en forma de mercancía.
Las relaciones sociopolíticas y su dialéctica conflictiva permanecen fuera del radar de la izquierda neoliberal: la imagen hegemónica del mundo, a la que se adhiere y que muy a menudo se convierte en su vector privilegiado de difusión, recita que, au fond, todos estamos en el mismo barco, movilizados en una excepcional empresa común, la de nuestro propio éxito empresarial como competidores en el espacio abierto del mercado global. Y que la lucha por la libertad corresponde a la celosa empresa de demoler todo lo que aún pueda obstaculizar de diversas maneras la realización de la mencionada imagen del mundo como espacio desregulado para la competencia ilimitada. Para la izquierda descafeinada con los matices del arco iris, es necesario derribar no el capitalismo, sino todos los límites que, tanto simbólica como realmente, aún pueden frenar su ritmo omnímodo (desde las fronteras nacionales hasta las identidades sólidas, desde los derechos laborales hasta las luchas de liberación antiimperialistas, desde las tradiciones hasta las formas comunitarias).
Marcando el triunfo de la "cultura del narcisismo" (Christopher Lasch), la automodelación narcisista del nuevo sujeto posburgués, posproletario y ultracapitalista -económicamente de derechas y culturalmente de izquierdas- tiene lugar paralelamente en la esfera de la economía desregulada y en la esfera sociocultural. En la mayoría de sus actuaciones, la glamurosa neoizquierda de las clases acomodadas no impugna el neoliberalismo, sino el hecho de que éste aún no haya colonizado la esfera de los valores y las costumbres: es decir, el hecho de que la desregulación económica aún no se haya consumado en desregulación antropológica frente a los viejos códigos y las caducas formas tradicionales de vida en comunidad. La desregulación económica preconizada por los apóstoles del fanatismo librecambista encuentra así su necesaria culminación ideal en la desregulación antropológica defendida denodadamente por las guerrillas liberal-progresistas de la neoizquierda posmoderna, que se redefine así como la gauche du capital (Charles Robin).
Incapaz de entender y hablar el léxico de las clases populares, a la neoizquierda glamurosa posterior a 1989 no le queda nada que oponer al orden asimétrico de la globalización neoliberal y a su axioma fundamental de que el mercado es la única fuente de sentido, al que todo y todos deben someterse. Por ello, como bien señala Carlos Blanco, la nueva izquierda arco iris se convierte en su vector de desarrollo, asumiendo el papel de propagadora del progresismo neoliberal en el ámbito de las costumbres. En el vítreo teatro de la política única del turbocapitalismo, la prodigiosa contraposición entre la neoliberal Derecha azul del Dinero y la fucsia Izquierda del Traje genera una alternancia complementaria que garantiza no la alternativa, sino su neutralización preordenada. Más que de oposición, habría que hablar, en rigor, de división del trabajo: en términos gramscianos, la Derecha financiera administra la estructura económica, mientras que la Izquierda liberal-progresista administra la superestructura de la cultura y las costumbres.
Más concretamente, la derecha azul del dinero administra el plan económico de privatizaciones y reaganomics deseado por los mercados. Y la Izquierda fucsia del Traje administra la esfera simbólico-cultural bajo la bandera de ese progresismo y liberalización del mundo de la vida que, rompiendo toda frontera tradicional e identitaria residual, no se opone al fanatismo económico de la Derecha, sino que favorece su pleno desarrollo bajo la égida de la omnimercantilización. Ahí radica la esencia del partido único articulado del turbocapitalismo, un águila neoliberal que, compuesta por las dos alas de la Derecha del Dinero y la Izquierda del Traje, se abalanza rapaz desde lo alto sobre los pueblos y los trabajadores, las naciones y las clases medias proletarizadas. El "pueblo del abismo", por su parte, permanece sin representación, afótico, condenado a la explotación y a la pauperización que la Derecha del Dinero produce realmente y la Izquierda de la Costumbre glorifica idealmente.
Esto nos permite afirmar que la nueva izquierda no es, genéricamente, indiferente al nuevo espíritu del capitalismo: al contrario, se ha convertido en parte integrante de su proyecto, para el que no es menos indispensable que la derecha. Dicho de otro modo, no ha dejado genéricamente de luchar contra el capital: lucha celosamente a su favor. Es lo que proponemos, entonces, etiquetar con la figura inédita de la "izquierda maestra": con esta expresión aludimos al hecho de que la izquierda no sólo ha dejado de constituir, con su propio pensamiento y acción, la oposición al tableau de bord de las clases dominantes, sino que se ha vuelto plenamente orgánica y funcional a ese proyecto. Esto se debe también al hecho de que el neocapitalismo, aunque sigue siendo económicamente de derechas, se ha convertido ahora en cultural y simbólicamente de izquierdas. La cultura gauchista del "prohibido prohibir" y del "no hay autoridad", de la lucha progresista contra la tradición y la identidad, es la que mejor representa las exigencias del turbo-capitalismo desregulado para los consumidores desinhibidos y transgresores: en una palabra, para la nueva subjetividad gauchista, económicamente liberal y culturalmente progresista.
Como señalaremos, el giro de 1968 marca, en este sentido, una transición epocal no sólo en el imaginario de la izquierda, sino también en la configuración real del modo de producción. El paso convergente de la izquierda del comunismo marxista al individualismo libertario -de la hoz y el martillo de Marx a la hoz sin martillo de Nietzsche- y del capitalismo de la fase burguesa-disciplinaria (dialéctica) a la fase posburguesa y consumista produce la figura inédita del neoliberalismo progresista, id est del nuevo capitalismo gauchiste. Comparado con este último, del que me he ocupado en Minima mercatalia, la nueva izquierda se encuentra inconfundiblemente orgánica en todos los sentidos. Con la heteróclita consecuencia de que la lucha contra el capitalismo propia de la vieja izquierda roja de Gramsci es desbancada por la nueva lucha por el capitalismo de la neoizquierda glamurosa y neoliberal: que, no diciendo ni haciendo nada más contra el nexo de fuerza capitalista, asumido como el mejor de los mundos posibles (o en todo caso como el único posible), se opone a todo lo que aún pudiera oponérsele, identificándolo casi siempre toto genere con el "fascismo", el "populismo" y la insaciable "pasión totalitaria". La adhesión de la izquierda al cosmopolitismo progresista coincide con su conversión a las razones del capitalismo global y, por tanto, con el abandono de su propia razón de ser. Una izquierda que descarta el anticapitalismo y, por tanto, la defensa de los "pueblos del abismo" (trabajadores contra el capital y pueblos oprimidos contra el imperialismo), pierde su propia ratio essendi. Y acaba reconciliándose plenamente con el progreso capitalista, precipitándose en el abismo del nihilismo. Como sugiere Preve, la imagen que mejor restituye el sentido de esta caída vertical es la del personaje de dibujos animados Wile E. Coyote: camina en el vacío, pero sólo empieza a caer cuando toma conciencia de ello. Sin más fundamento, y a merced del nihilismo, la nueva izquierda arco iris tiene que inventarse de vez en cuando el "enemigo absoluto", desmitificar su mirada respecto a las contradicciones reales y al conflicto entre capital y trabajo, apelar al antifascismo permanente e intentar por todos los medios darse una identidad para caer al abismo como Wile E. Coyote.
Lejos de ser entendida como superación del modo de producción capitalista, la emancipación es concebida por la nueva izquierda fucsia - firmemente asentada sobre el turbo-capital como modo de producción y existencia - bajo la forma de una desregulación antropológica individualista, con el consiguiente reconocimiento de cualquier deseo de consumo como un derecho inalienable: todo ello, por supuesto, sin cuestionar ni remotamente la jaula de acero de ese "desperdicio de vida humana" - por citar a Marx - que es el capitalismo global. Este último es concebido y vivido como una necesidad destinal, en cuyos espacios cosificados todo es posible para los individuos a voluntad de un poder consumista ilimitado.
El abandono de las clases obreras y populares como subjetividades de referencia va acompañado, pues, en el cuadrante izquierdo, de una idiosincrasia sin precedentes hacia estos grupos, que pueden ser entendidos, con razón, como los condenados de la globalización neoliberal y como los indeseables del nuevo orden global-capitalista; grupos a los que la nueva izquierda se opone, no menos que la derecha, por su refractariedad a adherirse al proyecto liberal-progresista y a asumir la correcta postura globalista de adhesión entusiasta a las razones de los mercados, al imperialismo de las guerras humanitarias, al desarraigo post-identitario y a la individualización consumista de masas.
Estos últimos ya no son, para la nueva izquierda liberalista, el material explosivo destinado a hacer estallar las contradicciones del reino de la alienación y la explotación, el algoritmo capaz de traducir la lucha por su propia emancipación en una lucha por la liberación de la humanidad en su conjunto: son simplemente un rebaño amorfo al que hay que manejar cuidadosamente, para que acepte su cautiverio con euforia, o al que hay que despreciar sin freno, si se muestra recalcitrante a soportar el peso de la condición neoliberal.
Además, a esta idiosincrasia para las masas populares y los trabajadores le sigue la "invención" de nuevas subjetividades de referencia que la izquierda fucsia genera pro domo sua, desde los migrantes a las comunidades LGTB propias del nuevo orden erótico, desde los veganos a los ecologistas de la economía verde. Todas subjetividades que, por un lado, permiten a la nueva izquierda pretender estar del lado de los débiles, abandonando a su suerte a los trabajadores y a las clases nacional-populares; y que, por otro, aparecen íntimamente conectadas con el nuevo espíritu del capitalismo: el emigrante representa el nuevo perfil del homo cosmopoliticus errante y desarraigado; el individuo LGTB es el icono de la superación de la vieja y tradicional figura de la familia burguesa y proletaria y de la propia identidad sexual; el vegano es el símbolo del nuevo plato único gastronómicamente correcto y, más en general, de la aniquilación capitalista de toda identidad; el ecologista de la economía verde es el héroe epónimo del nuevo "capitalismo verde", de su búsqueda incesante de "recursos renovables" de beneficio y de su ars regendi mediante el uso gubernamental de la emergencia medioambiental.
En el cuadrante de la izquierda posmoderna, la hoz y el martillo de la liberación socialista del trabajo son desplazados icónicamente por el arco iris de los caprichos individuales de consumo para unos pocos felices. La lucha por la sociedad justa se abandona en favor de las batallas por el individuo-consumidor satisfecho e "incluido" en el sistema cosificado de intercambio y alienación. Y, al mismo tiempo, el mito de la liberación coral de la clase esclavizada - "los esclavos te liberarán. / Nadie o todos - es todo o nada. / No puedes salvarte a ti mismo"- es sustituido por la epopeya del autoempresario, del startup sin ataduras y siempre en movimiento. Emanciparse ha dejado de significar liberarse juntos del capitalismo para pasar a significar establecerse como individuo competitivo en sus espacios desregulados.
Es el corolario consecuente de una sociedad entendida como un plano de competencia universal, donde las contradicciones sociales desaparecen del orden del discurso: y los éxitos y las tragedias dependen sólo de la propia capacidad autoimpuesta de imponerse a los demás (mors tua, vita mea).Ya no hay contradicciones objetivas, que deben ser pensadas críticamente y eliminadas en la práctica, sino sólo malestares subjetivos de individuos que aún no han encontrado el camino, en un espíritu de resiliencia, de adaptación eufórica al orden de las cosas.
La lucha por la igualdad se ve desbancada por la adhesión de la glamurosa neoizquierda a la narrativa neoliberal de que la desigualdad engendra creatividad y fomenta la motivación para "cambiar la propia situación". Y se erige, de hecho, como el frente avanzado del individualismo progresista y su teorema relacionado, que dice así: los individuos tienen tanta libertad y tantos derechos como puedan desear abstractamente y adquirir concretamente. La reconciliación integral de la izquierda con el orden desordenado del clasismo planetario se da bajo el prodigioso disfraz de un nuevo compromiso con la "lucha cívica" permanente contra todas las ideas reaccionarias y no progresistas: esta batalla no sólo ya no es la que se libra contra el capitalismo, sino que, si se lee con transparencia, se revela coincidente con la batalla misma del y por el capitalismo, que aspira a borrar todos los lazos de solidaridad y las filiaciones tradicionales para que el mundo entero se redefina como un plano liso de la lucha competitiva de todos contra todos. Este proceso metamórfico es trágico sin ser grave. Titulé uno de mis libros Sinistrash para dar cuenta de en qué se ha convertido la izquierda al olvidar lo que fue y hacerse finalmente indistinguible de aquello contra lo que una vez luchó. Ha llegado así a un perfil identitario cuyo quid proprium no puede sino verse en la prevalencia del elemento basura: (de ahí, en italiano, el neologismo "sinistrash”) Esto puede inferirse de una multiplicidad caleidoscópica de manifestaciones de la subalternidad gauchista ordinaria, que van desde el celo tragicómico con que la nueva izquierda promueve las razones del capital hasta los desfiles arco iris en perfecto estilo posmoderno de pelucas fucsias y libertinos sobre zancos que dicen promover -cuando en realidad ridiculizan- las razones de las minorías. El Che Guevara representado con carmín en los labios representa la esencia misma de la izquierda de pacotilla actual: que parece tanto más despreciable cuando se compara con el nobilísimo paradigma de la izquierda roja, gramsciana y leninista, de redención de los últimos y superación revolucionaria del modo de producción capitalista.
El paradigma clásico de la izquierda, que hizo criticable el capitalismo de la fase dialéctica anterior del capitalismo (burguesa y proletaria), no permite criticar el orden neoliberal de la nueva fase absolutista-totalitaria (posburguesa y posproletaria), sino que acaba planteándose como su momento apologético; y esto se debe también a que el propio orden neoliberal ha metabolizado las instancias de la izquierda clásica funcionales a su propio proyecto (o al menos no opuestas a él), neutralizando aquellas que en cambio aún podrían producirle una crítica radical preparatoria de su transformación revolucionaria. Descartó a Marx y al socialismo, y mantuvo la fe ingenua en el progreso y en la modernización forzada. También por esta razón, la solución tendrá que consistir en la recuperación de Marx y de la idea del socialismo y, al mismo tiempo, en la desestimación de todas las ideas izquierdistas. Como demostré en Sinistrash, y como también señala perfectamente Carlos Blanco, desde los años 60 el capitalismo funciona mejor con un software de izquierdas, liberal-progresista, neohedonista y desregulado. Pasolini en Italia y Clouscard en Francia lo entendieron mejor y antes que nadie.
De acuerdo con un doble movimiento -que he propuesto denominar "doble integración"-, el capitalismo se ha vuelto gradualmente de izquierdas, haciéndose laxo, permisivo y abiertamente posburgués, metabolizando así la crítica antiburguesa de la "crítica artística" tradicionalmente de izquierdas (tomando prestada la frase del Nouvel esprit du capitalisme de Boltanski y Chiapello); del mismo modo que la izquierda se hizo capitalista, abandonando la "crítica social" -la crítica más propiamente marxista y leninista, dirigida a los eslabones de la producción y la explotación, de la fábrica a la sociedad pasando por la relación imperialista entre naciones- para aplanarse sobre esa "crítica artística" que, desde los años 60, formaba parte integrante del proyecto neocapitalista de remodelación de la sociedad como mercado de consumo desregulado sin límites burgueses y vero-proletarios residuales.
A partir de entonces, según lo que denomina "doble integración", la liberalización del consumo por parte del capital y la liberalización de las costumbres por parte de la izquierda van a la par: de este modo, el propio turbocapitalismo es a la vez de derechas (en la estructura de la economía) y de izquierdas (en la superestructura de la cultura). Y es precisamente bajo esta luz que la propia dicotomía de derecha e izquierda, ahora destinada a aparecer simplemente como las dos alas del águila capitalista, se desmorona. Ésta -no nos cansaremos de repetirlo- surca los cielos de la globalización y avanza rapazmente con una estructura de derechas (privatización, explotación, individualización, competitividad, imperialismo, etc.) y una superestructura de izquierdas (demonización del control estatal ut sic, celebración del narcisismo individualista y del progresismo posburgués y antitradicionalista, glorificación de la "libre circulación" y de la "prohibición de prohibir", etc.).
El resultado es esa sacrée unión no confesada entre la neoizquierda radical y los almirantes del turbocapitalismo que recibe el nombre de "neoliberalismo progresista" (Nancy Fraser) y que alude a la síntesis entre los elementos de la economía global-capitalista y la cultura progresista de orientación izquierdista. Se trata, en esencia, del desplazamiento sinérgico del capitalismo hacia la izquierda y de la izquierda hacia el capitalismo: un desplazamiento que comenzó en la década de 1960 y se completó en el marco posterior a 1989.
Los abanderados del neoliberalismo progresista son, de facto, el precipitado último de la cultura sesentayochista antiburguesa, antiproletaria y ultracapitalista: Liberada de cualquier conexión con la idea del socialismo, la nueva izquierda radical, que lucha por el anarquismo desregulador y contra todo lo que -desechado sic et simpliciter como "fascismo" y como "totalitarismo"- pueda oponerse al progresismo globalizador de la competitividad, la apertura y la libre circulación, está casada con el proyecto capitalista de reducir el mundo a un plano liso para el flujo de mercancías y personas mercantilizadas, sin más altos ni bajos, Dios y lo sagrado, ética y política soberana, valores y normas.
En ello radica la secreta "solidaridad antitético-polar", que habría dicho Lukács, entre los guerrilleros del arco iris, los centristas sociales y los "militones" de la izquierda fucsia, por un lado, y los startuppers cosmopolitas, los cínicos almirantes de las finanzas, los oligarcas apátridas del capital multinacional de la gran tecnología y el comercio electrónico, por otro: figuras aparentemente opuestas y, en verdad, secretamente complementarias bajo el signo del neoliberalismo progresista como fundamento del nuevo imaginario posburgués, posproletario y ultracapitalista de la sociedad abierta financiera sin fronteras.
Marx y Hegel, en comparación con el capitalismo absoluto-totalitario actual, se presentan como sujetos burgueses y no capitalistas, es más, abiertamente anticapitalistas (Hegel no menos que Marx, dada su oposición integral al individuo competitivo sin comunidad y a la idea de un "sistema de necesidades" des-ético, en expresión hegeliana).Observando nuestro desolador presente, Jeff Bezos, fundador de Amazon, Mark Zuckerberg, creador de Facebook, por un lado, y los políticos e intelectuales de la nueva izquierda (de Joe Biden a Elly Schlein, de Jacques Attali a Roberto Saviano), por otro, aparecen como sujetos antiburgueses y ultracapitalistas, enmarcados en el mismo imaginario dominado por el neoliberalismo progresista.
En la medida en que lucha contra el definitivamente extinto vetero-fascismo y no dice nada contra el neo-fascismo del totalitarismo neoliberal, que por el contrario lo celebra identificándolo toto genere con la sociedad emancipada, la izquierda favorable al mercado acaba convirtiéndose, mediante una innombrable heterogénesis de fines, en el baluarte fundamental de la reproducción simbólica y política del turbo-capitalismo, que entretanto ha transitado él mismo de las instancias disciplinarias represivas de la derecha a las liberal-progresistas de la izquierda.
Así se estrecha el pactum unionis entre la neoizquierda posmarxista y neoliberal, por un lado, y el neocapitalismo consumista y gauchista, por otro.
A lo sumo, el antifascismo podría tener sentido, en el marco del nuevo esprit du capitalisme, si identificara el fascismo con la sociedad neoliberal como tal, y así hiciera coincidir genéricamente la lucha contra el fascismo con la lucha contra el turbocapitalismo: en cambio, como sabemos, el antifascismo en ausencia de fascismo de izquierda arco iris identifica el fascismo con todo lo que pueda oponerse a la sociedad neoliberal, aunque sea el programa anticapitalista de Marx y Lenin. Acaba siendo, por lo tanto, un valioso recurso simbólico y político de consenso para la civilización alienada, elevada ideológicamente a "sociedad justa" que exige ser defendida contra todo lo que, por oponerse a ella, se identifica indiscriminadamente con el retorno de la violencia negra. Dicho de otro modo, el antifascismo tendría sentido hoy si coincidiera con el anticapitalismo: pero se emplea arteramente justo en el sentido contrario, es decir, como recurso de adaptación a la sociedad capitalista, entendida como regnum libertatis que debe ser defendido contra cualquier intento de transformación, identificado automáticamente con el fascismo. Con tal determinación, la neoizquierda logra el non plus ultra de su propia subsunción bajo el capital: no sólo ya no lucha contra la contradicción capitalista, sino que la defiende denodadamente contra cualquier posible transformación. Se convierte así en la guardia fucsia del bloque oligárquico neoliberal, que no es fascista sino liberal-progresista y que utiliza el fantasma del fascismo como arma de distracción de masas y como cemento para consolidar el consenso general en torno a su propio programa.
Desde el Sesenta y ocho y, más aún, después del Ochenta y nueve, el antifascismo se ha convertido en un infernal artilugio ideológico en beneficio del régimen liberal, que lo emplea para protegerse de las críticas elaboradas por los opositores al globalismo de la democracia de libre mercado y del posible peligro de un ejercicio democrático real llevado a cabo por el cuerpo social y electoral con vistas a recuperar sus derechos de soberanía en todos los ámbitos.
Un último punto sobre el que quiero insistir, y al que Carlos Blanco dedica acertadamente mucho espacio, se refiere a la metamorfosis proimperialista de la izquierda arco iris. A este respecto, Domenico Losurdo ha hablado de la "izquierda imperial". Como sabemos, la lucha por la emancipación del trabajo y la lucha por la liberación nacional del imperialismo han representado, en el plano político stricto sensu, las dos piedras angulares del pensamiento y de la acción de la izquierda vero-roja y, en este caso, de esa unión fundamental de crítica glacial de la cosificación clasista y de sueño despierto de una felicidad superior a la disponible que fue el marxismo. En la fase del capitalismo dialéctico, être de gauche significaba, ante todo, a) aspirar a una transformación (revolucionaria o reformista) del sistema socioeconómico, para que las asimetrías desaparecieran o al menos se mitigaran, y b) impugnar la violencia colonialista e imperialista del capital, defendiendo el caso de los pueblos oprimidos con vistas a su liberación nacional (este segundo punto, en efecto, se aplica sobre todo a la izquierda comunista).
La derecha, como sabemos, ha sido el locus fundamental de propulsión y legitimación del imperialismo. La novitas notable parece ser la reciente reconversión de la propia Nueva Izquierda fucsia a las "razones" de los bombardeos éticos, el intervencionismo humanitario, los embargos terapéuticos: en una palabra, a las razones del "mal universalismo" del imperialismo norteamericano, que coincide de facto con el "brazo armado" de la globalización mercantilista. Y que, en rigor, lejos de enmarcarse como figura del universalismo, se erige como expresión de un etnocentrismo exaltado, que simplemente pretende extender sin límites su propio modelo y dominio, ideológicamente contrabandeado como válido en universal.
Si, como se ha señalado ad abundantiam, el rasgo fundamental de la veteroizquierda era el universalismo, hay que reconocer que la nueva izquierda lo ha abandonado por la defensa del imperialismo americano-céntrico no menos que por su apoyo a las razones de la sociedad competitiva de libre mercado, en cuyos espacios cosificados se levanta el paraíso de los pocos frente al infierno de los muchos El imperialismo, en efecto, no es otra cosa que la violencia de lo particular que se introduce de contrabando como universal. La sociedad competitiva del capital es, a su vez, el triunfo de una clase sobre las demás o, si se prefiere, el nexo de señorío y servidumbre que hace posible el éxito de un grupo mediante la dominación de otros. Así pues, el verdadero universalismo consistiría en luchar contra el imperialismo y la sociedad de mercado, cosa que la nueva izquierda hace tiempo que dejó de hacer, convirtiéndose en neoizquierda global-imperialista y liberal-nihilista.
La estructura económica de derechas (imposición del mercado y de los intereses de los grupos dominantes) vuelve a encontrar su contrapartida en la superestructura cultural de izquierdas (ideología intervencionista de los derechos humanos). De hecho, el imperialismo del Leviatán de las barras y estrellas siempre procede, en sus justificaciones, con un doble registro: el de la derecha cínica y el del "alma bella" de la izquierda. El de la derecha cínica aboga abiertamente por la invasión imperialista sin fingimiento, en nombre del "beneficio del más fuerte" -según el teorema de Trasímaco- y del desnudo interés económico y geopolítico de la fuerza dominada. La bella alma izquierdista, por el contrario, trata de justificar la invasión imperialista con la ampulosa retórica de los derechos humanos o incluso pretendiendo adoptar el punto de vista de los más débiles, a quienes la propia operación imperialista defendería.
Consideremos, a modo de ejemplo, cómo en 1999, con la guerra imperialista en Serbia, los cínicos celebraron el "esfuerzo bélico" en nombre del interés abierto de Washington en el marco de las relaciones de fuerza cambiadas por el giro de 1989, mientras que las "almas bellas" de la izquierda liberal, como -entre muchos otros- Norberto Bobbio y Jürgen Habermas, justificaron el imperialismo norteamericano en nombre de los derechos humanos y la defensa de los serbios sojuzgados por el dictador neo-hitleriano de turno. Hay muchos otros temas en los que Carlos Blanco insiste en su excelente estudio, y el lector los encontrará, como suele decir, "a lo largo del camino". Es un libro que merece ser leído, pues ayuda a comprender la necesidad de abandonar la izquierda sin girar a la derecha: en cambio, es necesario, para mí como para Carlos Blanco, ir más allá de la derecha y de la izquierda, contrarrestar la globalización turbo-capitalista y retomar el camino de la búsqueda operativa de los deseos de mejores libertades y mayor felicidad que la disponible en forma de mercancía.
Prólogo de Carlos X. Blanco: La Izquierda contra el pueblo. Desmontando a la izquierda sistémica. Editorial Hipérbola Janus, 2024.
Preve: más allá del trastorno bipolar.
Carlos X. Blanco
La figura de Costanzo Preve (1943-2013) irá agigantándose con el tiempo. Miembro destacado de la izquierda italiana, acabará apartándose y siendo apartado de la visión esclerótica y conservadora del PCI. Después, hará militancia en otras formaciones marxistas minoritarias. Finalmente le crucificarán los fariseos rojos por sus actitudes geopolíticas, contrarias al bombardeo criminal de la OTAN a Serbia (1999) o por sus colaboraciones con de Benoist o Dugin.
Hombre erudito, filósofo y helenista, que nunca rechaza el debate, Preve publicará muchísimas obras en las que hará gala de un conocimiento vasto del corpus Hegel-Marx. Precisamente su vasta erudición le permite conectar estrechamente la filosofía helénica con un vástago intelectual suyo cual es el Idealismo Alemán, al que Marx pertenece de pleno derecho.
Preve entiende a Marx como un aristotélico. Es mucho más habitual, sobre todo en el liberalismo sistémico que hoy pretende erigirse en “pensamiento único”, tomar a Marx como un filósofo totalitario, al igual que su maestro Hegel: la derecha perezosa siempre ve a Hegel y Marx como herederos de la utopía dictatorial de Platón. Va a costar siglos borrar de las conciencias estas tonterías popperianas sobre la “sociedad abierta” y la “cerrada”, necedades tendentes, en su mayor parte, a mandar a la hoguera a la mayoría de los filósofos clásicos por aquello de no ser “suficientemente demócratas ni liberales”.
Ciertamente, Marx en platónico en parte por ser dialéctico: la dialéctica hegelo-marxista hunde sus raíces en Platón, e implica lucha. El gran filósofo ateniense consideró que el entramado de las ideas es exactamente el entramado de la realidad. Las ideas y la realidad comparten una misma sintaxis, formalmente son una y la misma malla en la cual “no todo tiene que ver con todo”, y en donde además de armonía y complementariedad se da también agonía (en el sentido de lucha y sufrimiento consiguiente a la lucha) y oposición. Platón fue ya un gran dialéctico al hablarnos de esa sintaxis o symploké. La modificación de un estado de cosas (corrupto, enfermo, erróneo) sólo puede ser revolucionaria, por cuanto la propia malla de las cosas se nos presenta de antemano como enredada y enmascarada, y el político-sabio debe “cortar” por lo que aparenta sano, cual es una juntura natural. Extirpar y cortar por lo sano para rehacer una estructura político-social-ontológica, es labor revolucionaria tanto como filosófica.
Pero Marx, el Marx del gran Preve, es también un aristotélico. El hombre es un “ser social”, o cívico, y en este sentido posee una esencia la cual ha de ser conquistada en cada generación. Hay naturaleza humana, y Marx lo dice en contra de todo relativismo. Marx está muy lejos del relativismo “woke” de nuestros supuestos izquierdistas de hoy. Las relaciones sociales en cuya madeja y retejido nos vemos envueltos desde el nacimiento (si no antes) se establecen siempre de forma orgánica o comunitaria. Lo más parecido a la “naturaleza humana” es, en Marx, la misma Historia de la Humanidad entendida como una historia de las relaciones sociales (que incluyen la guerra de clases) en la cual se dan trágicamente fuertes impulsos suprapersonales tendentes a la eliminación del individuo y de su correlativa eliminación de la comunidad. El capitalismo es la gran tendencia mortífera, que pone en peligro la existencia conjunta (como “conceptos conjugados”, que diría Gustavo Bueno) del individuo/persona y de la comunidad.
El error de Marx fue creer que el capitalismo contaría para siempre con una personificación sociológica, la clase burguesa, y que los oprimidos también, la clase proletaria (fabril o industrial). El Capital sabe arreglárselas él solo incluso en ausencia de burguesía y de proletariado. Es un Capital anónimo, opaco, ciego, cada vez más desligado del entramado clasista de las sociedades. Por su parte, el proletariado no fue la clase llamada a derrocar este sistema de producción tan alienante. Quizás sea el Pueblo, con mayúscula, el Volk, como bloque histórico interclasista, el que está llamado al derrocamiento del régimen de producción capitalista.
Un Marx “populista”, comunitario más que comunista, muy alejado del no-pensamiento perezoso de la izquierda. Un Marx que le debe mucho a Aristóteles o a Fichte, no sólo a Hegel. Cualquier lector sin prejuicios, cualquier pensador harto de los clichés atascados en un trastorno bipolar, “izquierda” y “derecha”, debe leer a Preve, y a su gran discípulo, Diego Fusaro.
Prólogo del libro: Costanzo Preve: La refundación del marxismo de Diego Fusaro