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Editorial > Editoriales Antiguos

Por Victoria
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Previsiblemente, faltan sólo dos semanas para que el próximo 3 de mayo se disuelvan las Cortes y se convoquen nuevas elecciones generales a celebrar el 26 de junio. Gracias, en esencia, a la incapacidad de Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera para negociar entre ellos acuerdos de gobernabilidad.

De llegarse a ese extremo, el día precedente (2 de mayo) volveríamos a conmemorar el heroico levantamiento de los madrileños contra el invasor napoleónico, pudiéndose iniciar también acto seguido el de los electores contra los partidos culpables de nuestras peores vergüenzas políticas. Una batalla que culminaría 54 días después con el recuento de los votos en la tarde-noche de marras.

Ese sería el momento para confrontar el miedo de unos -los políticos- por los pecados cometidos en su función de representación y confianza social, con la respuesta de otros -los votantes- ante su falta de coherencia y altura de miras. Sería la hora de volver al manido juego de la ruleta electoral y del ajuste de cuentas democrático, ahora enervado por la decepcionante actitud previa de todos los candidatos en competencia.

Deberíamos estar, pues, ante una respuesta de represalia ciudadana contra quienes han venido fomentando más traiciones que lealtades hacia sus electores, tanto por haber intentado forzar pactos para ellos indeseados como por imposibilitar los deseados. Aunque quizás la cosa vaya más lejos.

Ya sabemos que las encuestas políticas están manipuladas por quienes las hacen y las publican, en función de quienes las financian y de su proximidad al interés de cada fuerza política. Y en esta suerte de travestismo mediático, movido por un pragmatismo excesivamente grosero, los principios de la democracia y la propia ética profesional desaparecen como por ensalmo, al tiempo que las ideologías y los programas electorales se transforman en simples etiquetas y tracamandangas para seducir a los votantes incautos.

Así, los últimos sondeos sobre opiniones y actitudes electorales siguen en eso de defender cada una lo suyo sin rubor alguno. Como si no pasara nada y los partidos y sus líderes se comportaran siempre según aconseja la ética política y les exigen los votantes. Piensan sus responsables que la ruleta de las urnas seguirá dando las mismas vueltas de siempre, entreteniendo a los mismos ingenuos jugadores -la ciudadanía- y en la misma suerte de enredos y perseverantes falsas promesas.

El tema no es nuevo. Se justifica en la debilidad humana y en su codicia de poder, de dinero o de figuración, por muy humildes y limpios que parezcan quienes la buscan (ya se engreirán y corromperán al pisar las moquetas del poder). Los ejemplos son continuos y sintomáticos, y algunos ciertamente memorables en nuestra historia política más reciente, como las habituales promesas de crear millones de puestos de trabajo, que nunca se cumplen, o las de acabar con la delincuencia política, que sigue campando a sus anchas de norte a sur y de este a oeste del país.

Por eso, lo que asombra y enerva profundamente en estos momentos, no es tanto esa indecencia en sí misma -que también-, sino la frecuencia y el desenfado con que aparece y reaparece de forma machacona, como los números y colores en el juego de la ruleta. Y el caso es tal, que ya reclama piedad con quienes se ven obligados a padecer de nuevo el mismo dolor por las mismas torturas. Opuesto al de quienes humillan su moral, si es que alguna vez la tuvieron, para no perder su posición política y las prebendas públicas disfrutadas sin merecimientos objetivos. Dos cosas muy distintas.

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Pero aún duele más tener que soportar como candidatos del PP y del PSOE a los mismos personajes que ya fracasaron con estrepito en las elecciones del 20-D, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, y tras haberse constatado el colmo de su incapacidad política para pactar siquiera con sus más afines. Dos personajes (nefastos donde los haya) que siguen postulándose como nuevos perdedores y dando la matraca para no retirarse de la partida, sin crédito alguno y a costa de bloquear la movilidad interna y regeneradora de sus propios partidos. Son un remedo, pero sin pizca de gracia, del Felipito Takatún televisivo popularizado por Joe Rígoli en los años de la Transición.

Es una pena que en esta nueva jugada electoral, devaluada de antemano incluso en razón de los candidatos, tampoco se pueda recuperar la dignidad del sistema. Nada indica que las elecciones del 26 de mayo vayan a propiciar una mayor confianza social en los partidos, aunque sí que podría verse todavía más mermada al traer consecuencia de una actitud política previa soberbia e intransigente, en un insoportable ‘más de lo mismo’.

Ahora, la torpeza de los medios informativos, igual de comprensible que indigna en el actual sistema de dependencias políticas, se centra sólo en publicitar qué candidatos y qué partidos se pueden ver más beneficiados o perjudicados en el lamentable drama electoral del momento. Sin denunciar su comprobada y redundante incompetencia, sin poner verdes a quienes se lo merezcan y sin facilitar la información y los análisis para que los electores puedan votar con más conocimiento de causa y mayor libertad.

Aún así, tendríamos que tratar de apostar o dejar de hacerlo por quienes de verdad se lo merezcan, abstrayéndonos de las falsas ideologías y siglas vacuas que les amparan; o votar en blanco (o simplemente no votar) si ninguno de los candidatos mereciese nuestra confianza. Eso sería actuar como seres racionales o inteligentes y no como simples muñecos de cuerda activados por la manipulación política (o la informativa).

Lo prioritario es ser honesto con uno mismo, reconocer la responsabilidad individual que tenemos por consentir y realimentar el sistema que nos ahoga y luchar por erradicarlo, dejando de votar a quienes en el fondo repudiamos, aunque se mantenga algún afecto o respeto histórico por su partido. Hoy, eso es lo esencial. ¿O es que acaso queremos ser sus víctimas perennes o las del modelo político que nos imponen…?

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Todo el mundo conoce el dicho de que ‘a cada cerdo le llega su San Martín’. Se trata de una festividad que se celebra el 11 de noviembre en honor de Martín de Tours, que primero fue soldado, después obispo y finalmente uno de los santos más populares del cristianismo, venerado tanto por la Iglesia católica como por la ortodoxa. Ese día es el señalado en muchos pueblos de España justo para consumar la tradicional matanza del cerdo.

La expresión se ha universalizado con aplicación a otros casos y situaciones variopintas. En esencia, con ella se quiere decir que si alguien actúa de forma incorrecta, tarde o temprano le llegará el momento de pagar su culpa, recibiendo el castigo merecido por los malos actos cometidos.

En la vida política, tiene clara relación con los excesos de quienes ostentan un mandato de representación electoral, bien en materia de corrupción, en abusos del poder delegado por sus representados o incluso por la pasividad o el error sistemático en su ejercicio. Así, en España se podría aplicar a casos bien notorios en el ámbito de la delincuencia política y a personas y partidos que finalmente han sido defenestrados en las urnas -o lo serán-, y por supuesto a un sinfín de gobernantes sátrapas del mundo entero…

Por eso, podríamos decir que a la clase política que ahora actúa de forma tan cuestionada socialmente -unos más que otros-, está a punto de llegarle, como a los cerdos en el momento de la matanza, su particular San Martín electoral, dicho sea sin ánimo de ofensa personal.

Ahora, el proceso de entendimiento político para conformar un gobierno no monocolor o con apoyos externos de legislatura, según han dictado las urnas, se mantiene en la vía del fracaso. Y ello al margen del patético espectáculo de corrupción, incoherencia y batallas internas que siguen dando el conjunto de los partidos implicados.

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Vamos camino de agotar los plazos establecidos legalmente para formar Gobierno tras el proceso electoral concluido el pasado 20 de diciembre, a nuestro entender excesivos en un sistema democrático moderno. Y con un reparto de culpas que alcanza prácticamente a todas las fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados, algunas de ellas sin duda enrocadas en contra de los intereses generales del país.

Sin ir más lejos, Mariano Rajoy ha sostenido mil veces su personal “no me voy a rendir nunca”, denostando el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos  y el intento frustrado de investidura de Pedro Sánchez. Mientras éste exige a Podemos su apoyo incondicional a un pacto en el que no ha participado y que va directamente en contra de sus planteamientos políticos, o mientras los líderes de las fuerzas emergentes (Albert Rivera y Pablo Iglesias) se vetan entre sí para suscribir cualquier acuerdo político…

Ya estamos a tres semanas de que el próximo 3 de mayo se tengan que convocar forzadamente nuevas elecciones generales para el inmediato 26 de junio, disolviendo las Cortes y volviendo a otra campaña electoral, que con toda seguridad se convertiría en el particular San Martín de quienes sean vistos por los votantes como culpables de tal situación. Y provocando quizás un hartazgo social capaz de elevar la abstención electoral hasta cotas que lleven el sistema a su límite de resistencia, sin olvidar que acto seguido se tendrían que celebrar otras elecciones pendientes para este mismo año en el País Vasco y Galicia, no menos engorrosas.

Y lo peor del caso es que el miedo a ese San Martín electoral, que es un puro ejercicio democrático, puede precipitar la peor solución alternativa. Por ejemplo, un Gobierno frágil de conveniencia táctica o una solución de tipo  frentista que, por la torpeza y el egoísmo de los partidos en liza, convierta el remedio del momento en algo peor que la propia enfermedad.

Si el proceso de investidura presidencial fracasa definitivamente, es obvio que la debilidad del sistema quedará patente. De ahí al desastre político generalizado, incluidos los conflictos de competencias -ya hemos visto el reciente enfrentamiento institucional a propósito del control parlamentario sobre el Gobierno en funciones- y hasta la inoperancia constitucional de la Jefatura del Estado, quedaría muy poco trecho.

Partiendo del porcentaje de participación que se registró en las pasadas elecciones generales de diciembre de 2015, aproximadamente un 69% (el record se alcanzó en octubre de 1982 con un 79,57% que propició la gran mayoría absoluta del PSOE y el hundimiento de la UCD), las primeras encuestas realizadas tras el fracaso de la investidura de Pedro Sánchez comenzaron a registrar un descenso significativo en el nivel participativo, situándose en un 65%.

Ahora, en caso de consumarse el fracaso político de no formar Gobierno y tenerse que celebrar nuevas elecciones de forma inédita, la afluencia a las urnas podría bajar más, quedando ya muy lejos del mínimo histórico que supuso el 68,71% alcanzado en las elecciones de marzo de 1979. Es decir, se superaría con mucho el desinterés público que se mostró para conformar aquella I Legislatura constitucional.

Está claro que ese retroceso en la participación electoral significaría el desentendimiento de toda una historia de difíciles logros democráticos, a cuenta básicamente de la poca categoría de los actuales partidos políticos y sus dirigentes. Una responsabilidad extensible a las máximas instituciones del Estado, incapaces de detectar o admitir los defectos del sistema político y de aportar nada verdaderamente útil para mejorarlo o evitar su deterioro.

El San Martín electoral o, dicho de otra forma, el momento en el que a cada político y a cada partido le puede llegar su particular descalabro, se está asomando por la puerta de la historia. Esperemos que ‘la matanza del cerdo de la política’ -valga la comparación- no se convierta en una ‘noche de los cuchillos largos’ y se lleve por delante algo más.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Está claro que a pesar del aviso emitido por los ciudadano en las últimas elecciones generales, nuestra clase política (‘casta’ pese a quien pese y pase quien pase por ella) sigue en la senda de la ineficacia, sin mostrar capacidad para garantizar la gobernabilidad del país ni para afrontar de común acuerdo las urgentes reformas de todo tipo que necesita (sociales, económicas, legislativas…).

A esas formaciones políticas, unas más torpes que otras pero todas con su punto de mezquindad a cuestas, se les ha dicho con suma claridad en las urnas que los españoles no quieren más mayorías absolutas -abusivas- ni más imposiciones ideológicas de unos sobre otros, sino una política de entendimiento más pragmática para reconocer y resolver entre todas ellas (o entre las más sensatas) los problemas que están arruinando los grandes logros de nuestro agitado sistema de convivencia. Después ya vendrán los días del matiz y las preferencias netas, el momento para que la sociedad se pronuncie de forma más o menos acusada sobre una tendencia política concreta, justo porque la democracia no debe ser otra cosa que el gobierno de la mayoría, que ahora reclama ese consenso de esfuerzos compartidos.

Y la situación es tan bochornosa que, paradójicamente, los propias fuerzas parlamentarias son las más interesadas en no volver de inmediato a las urnas, aunque sean las culpables de no evitarlo. Todas ellas tienen pánico, más o menos confeso, a la debacle electoral y a perder posiciones actuales, porque todas intuyen la frustración que, cada una por motivos diferentes, están provocado en los votantes, cosa triste y temeraria.

Tal es el descalabro político y el malestar del electorado que, digan lo que digan las encuestas, ningún partido tiene la certeza de poder mantenerse en la lid política (recuérdese la desaparición de UPyD). Ni de que la sociedad en su conjunto no castigue a todos con una renuncia masiva a ejercer el derecho de sufragio o votando en blanco, poniendo entonces el modelo de convivencia en peor situación y a las puertas de la regresión democrática.

Quienes esencialmente asqueados del bipartidismo PP-PSOE y del amparo que han prestado a la corrupción pública (una lacra que siguen sin querer atajar) optaron por votar a las dos fuerzas políticas emergentes (Podemos y Ciudadanos), que han sido casi nueve millones de españoles, ya tienen evidencias de que, en el fondo, ambas sólo aportan más de lo mismo, cada una con su propio estilo. Y de que sus líderes, Pablo Iglesias y Albert Rivera, son tan inmaduros como lo fue Rodríguez Zapatero y tan prepotentes como los son ahora Mariano Rajoy y Pedro Sánchez: a la postre poca enjundia y menos fuelle para proclamarse ‘políticos del cambio’, pretendiendo liderar la regeneración política que necesita el país, cuando todavía parecen no saber siquiera qué quieren ser de mayores.

Una lástima sobreañadida a la patente frustración política de la mayoría social. Después del ‘zapaterismo’ y del ‘marianismo’, las expectativas de un nuevo gobierno entreverado del PP-PSOE o aliñado con ‘riveristas’ y/o ‘podemitas’, produce auténtico escalofrío y nos avoca a la misma y profunda melancolía que estigmatizó a los ilustres pensadores del 98 y que llevó a España al desastre histórico que la llevó.


Fracasado el entendimiento post-electoral de los grupos parlamentarios surgidos del 20-D (cualquier gobierno que se pudiera formar sin nuevas elecciones parece avocado al fracaso), quizás convenga reflexionar sobre la conveniencia de establecer alguna gran coalición pre-electoral que embride o sirva de autocontrol a quienes la formen, mantenga despierta su memoria y garantice unos acuerdos de legislatura y gobernabilidad mínimos. Dejando ahora las cosas claras antes de meter las papeletas en las urnas.

Con este planteamiento de acuerdos previos, plasmados en el programa electoral correspondiente, incluso con un apunte del subsiguiente reparto de responsabilidades ministeriales, está claro que los coaligados se verían limitados para enredar a la hora de formar gobierno y mucho más cerca de alcanzarlo. Por sí mismos o mediante pactos post-electorales con otros grupos parlamentarios que, partiendo de una mejor agrupación ideológica, también se podrían consumar con más facilidad.

Así, habría menos posibilidades, por ejemplo, de que los votantes socialistas vieran malversada su voluntad en contra de las políticas neoliberales, o que los conservadores tuvieran que olvidar su ideario genuino con unas cesiones posteriores que repudian con claridad. Cada oveja vaya con su pareja y con la dote, el ajuar y las cosas de cada cual precisadas en ese matrimonio de coyuntura, liquidable al final de la legislatura.

Esto es lo que deberían plantearse seriamente PP y Ciudadanos si fueran conscientes de la gravedad de la situación política y responsables ante su propio futuro. Lo mismo que se podría decir sobre un acuerdo previo entre Ciudadanos y PSOE, entre PSOE y Podemos o entre Podemos e IU… Hoy por hoy, cualquiera de esos pactos pre-electorales sería más apropiado que usurpar a toro pasado el mandato de los votantes con acuerdos distintos, y hasta contradictorios, con cada una de sus expectativas previas.

Si por el escaso peso de sus votos PSOE y Ciudadanos quieren apoyarse mutuamente o tratar de gobernar juntos, que lo aclaren previamente de forma pública, antes de pasar por el fielato de las urnas. Y si Ciudadanos opta por aliarse con el PP, que lo haga también de antemano sin traicionar o estafar a sus electores y con un mínimo de la misma honradez política que exige a los demás. Eso de terminar de forma indistinta al lado de unos o de otros a mejor conveniencia (más oportunismo de bisagra política), poco tiene que ver con el regeneracionismo de la vida pública que preconiza.

De no ser así, poco extrañaría que los electores renuncien a participar activamente en unas nuevas elecciones generales. Pero no cabe otra cosa que convocarlas, y ya veremos, entonces, cómo se vota o no se vota.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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La autoridad eclesial define la Cuaresma como el tiempo litúrgico de conversión, preparatorio para vivir en plenitud la gran fiesta de la Pascua de Resurrección, también denominada ‘Domingo de Gloria’. Es el momento  apropiado para que fluya el arrepentimiento de los pecados y cambiar de comportamientos, tratando de ser mejores y de vivir más cerca la palabra de Dios con la esperanza de poder compartir con él la vida eterna.

La Cuaresma, transcurrida este año entre el 10 de febrero y el 20 de marzo (casi en paralelo con el encargo del Jefe del Estado para que Pedro Sánchez intentara su investidura presidencial), es tiempo de reflexión, de penitencia y de conversión espiritual. Es una llamada al cambio de vida y a desarrollar una actitud cristiana en busca del perdón y la reconciliación fraterna, que se debe traducir en soportar con alegría nuestras penurias y en fomentar el entendimiento, la paz terrenal y la tranquilidad de espíritu…

Traducido al actual y delicado mundo de la política, tras la Cuaresma y la Semana Santa deberían haber concluido la autocrítica y el reajuste en el pensamiento y la acción de los partidos, el análisis y valoración del ‘debe’ y el ‘haber’ de cada uno de ellos, reflejando el saldo deudor o acreedor resultante. Tratando de ofrecer así un balance que les abra las puertas del poder, que es la garantía de la gloria terrenal.

Hablando en términos generales, si el importe del debe es mayor que el del haber, habrá saldo deudor y catástrofe política asegurada. Si el importe del haber es mayor que el del debe, el saldo será acreedor, pudiendo seguir entonces a flote la nave del sistema de la mano de las fuerzas que se hayan podido salvar de la debacle.

Y en esas estamos justamente en estos momentos, que son antesala de unas posibles nuevas elecciones generales (del 26 de junio). Pero con un balance bastante negativo para el conjunto de las fuerzas políticas, algunas de las cuales ya lo venían arrastrando penosamente a lo largo de la última legislatura, en su particular calvario electoral.

Que en los últimos comicios (europeos, locales, autonómicos y generales) el descalabro del PP y del PSOE ha sido colosal, y que su insistencia en el despropósito político sigue marcando la misma tendencia irreversible en el futuro inmediato, no lo puede discutir ningún analista sensato (los palmeros del poder son otra cosa). Lo que pasa es que Ciudadanos y Podemos como fuerzas emergentes frente a aquellas dos gastadas opciones ideológicas, parecen contagiados de su misma mala praxis partidista.

Justo en ese bochorno quedaron ya las declaraciones del ministro García-Margallo al reconocer que los resultados del PP en las elecciones andaluzas del 22-M habían sido “mucho peor, infinitamente peor del que se podía esperar”, concluyendo: “No hay motivo para la alegría”. Un recelo al que habría que añadir el de las baronías populares, que desde hacía tiempo también se han venido oliendo el desastre que iban a cosechar el 20-D, exigiendo actuaciones que nunca llegaron para relanzar la imagen pública del partido: en eso estuvieron Esperanza Aguirre, Alberto Fabra, José Antonio Monago, Alicia Sánchez-Camacho, Alberto Núñez Feijóo…

Mientras tanto, el PSOE no ha querido enterarse de la continuidad de su fracaso, que en los últimos comicios legislativos le llevó a perder otros 20 escaños más sobre los ya escasos 110 escaños conseguidos por Rubalcaba en 2011 (en 1982 González obtuvo 202). Y parece que sigue en ello.

Ambos partidos pueden continuar hundiéndose hasta cotas situadas muy por debajo de sus peores previsiones (sobre todo en pérdida numérica de votos), empujados a esa fosa por Ciudadanos y Podemos, aunque a muchos de sus dirigentes les cueste creerlo. Y lo que más duele al antiguo bipartidismo es que ese robo de la posición política ha llegado en un santiamén; con visos de acrecentarse por poco que los partidos alternativos recapaciten para abandonar los indeseables tics del sistema que han asumido con gran rapidez y torpeza, eliminando así la desconfiada que, con esa tara, comienzan a despertar en el electorado.

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Ahora para capitalizar los errores del PP (algunos sin posible rectificación) se acaba de consolidar un partido de relevo, tranquilo y con planteamientos sensatos -de momento algo ingenuos- para arrebatarle el espacio centrista sin agitar el gallinero: Ciudadanos. Y para hacer lo propio con el PSOE ha surgido Podemos, que le achica por su margen izquierda el espacio de las bases sociales, claro está que de forma más tronante.

El presidente del Banco de Sabadell (entidad que no forma parte de la ‘gran banca’), Josep Oliu, persona que no parece compartir algunas actitudes de la actual clase dirigente, vio venir el fenómeno cuando en junio de 2014 reclamó “una especie de Podemos de derechas”: pues ahí están ya las dos fuerzas adversarias del PP y del PSOE a punto de desbancarles del gobierno y de la oposición. Sólo les falta auto analizarse, auto criticarse y evitar el contagio de los defectos partidistas que han venido a combatir; es decir rectificar con rapidez los errores de principiantes que han cometido desde que el pasado 20-D obtuvieron la confianza de 8.727.239 votantes.

La Semana Santa ha podido ser el momento de reflexión ideal para ello. De haberse producido tal depuración, por no decir expiación, la política más inmediata -con nuevas elecciones o sin ellas- podrá alumbrar el horizonte de esperanza que necesita el país, al igual que se oscurecerá todavía más si los miasmas estertóreos del PP y del PSOE siguen envenenando el aire fresco que parecían habernos traído Ciudadanos y Podemos.

Lo que está claro es que Mariano Rajoy y Pedro Sánchez seguirán en lo suyo después del Domingo de Gloria, tratando de recrearse en un imposible Lázaro resucitado para gozar de la vida eterna. Mucho nos tememos que para ellos -y quizás también para Albert Rivera y Pablo Iglesias- ésta haya sido una Semana Santa de pocos arrepentimientos.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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España entera ha sido testigo de cómo el acuerdo PSOE-Ciudadanos para la investidura presidencial de Pedro Sánchez fue derrotado en el Congreso de los Diputados por artificioso y de forma estrepitosa: nada menos que con 219 votos del ‘no’ frente a 131 del ‘sí’.

La aritmética parlamentaria (regla de oro de nuestro sistema constitucional) se impuso sobre la inconsistente actitud de dos políticos todavía verdes y con poco sentido de la realidad que, aún propugnando una idea de cambio y reformismo, verdaderamente solo están poniendo encima de la mesa ‘más de lo mismo’, e incluso peor (con pataleta incluida).

Ahora, los líderes de ambos partidos proclaman una nueva política, no por convicción personal (cosa evidente) sino porque esa es la exigencia social para depurar la vida pública española, arruinada a partir de la corrupción desbocada con la Gürtel y los falsos ERE de Andalucía y con el ‘quítate tú para ponerme yo’ como síntesis del bipartidismo PP-PSOE, pura herencia del mal decimonónico que la ha marcado a sangre y fuego a partir de las Cortes de Cádiz. Una mangancia que nos está haciendo regresar a las épocas más oscuras de nuestra historia, al derrumbe del sistema económico y del estado del bienestar -afianzado por las generaciones precedentes-, al dolor de volver a la emigración masiva generalizada (razón esencial del tan aireado y falso descenso del desempleo), a la expansión y consolidación de la pobreza, al populismo y al caciquismo de altura…

Pero esta regresión, mucho más profunda de lo que parece a simple vista, no nos la trae ningún rey absolutista, ni tampoco un arriesgado dictador de nuevo cuño: viene de la mano de los emergentes sabelotodo de la política que, como dirían los castizos, jamás se han comido una rosca… Aunque lo lamentable del caso es que sean fruto de la degeneración política precedente, fomentada por un PP-PSOE encastillado en sus errores y en una corrupción sistémica que no se quiere reconocer ni rectificar: esa es la evidencia que se nos sigue mostrando día a día y pase lo que pase.

Y con el agravante de ridiculez que supone ver a esta nueva generación de ‘políticos del cambio’ creyéndose -salvo contadas excepciones- más lista, preparada y honrada que la de la Transición y que quienes, quiérase o no, escribieron unas de las mejores páginas de nuestra historia democrática.

Sánchez y Rivera pueden verse a sí mismos como un revival de Felipe González y de Adolfo Suárez, pero no les llegan -ni parece que lo vayan a hacer nunca- a la altura de sus zapatos. Como Rajoy tampoco tiene nada que ver con el Fraga de antaño, ni Pablo Iglesias sirve para liderar a las clases trabajadoras (siquiera como lo hicieron no ya Santiago Carrillo, sino Gerardo Iglesias o Julio Anguita), que hoy se encuentran desamparadas o en manos de unos sindicalistas ineptos y trincones, sin sentido de la eficacia política y sobrados de demagogias y populismos baratos… Al igual que el Rey de ahora tampoco es el de entonces, dicho sea con todo respeto, que es lo mismo que sucede con los empresarios, los intelectuales, los periodistas o el profesorado, por poner algunos otros ejemplos.

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Hoy sigue faltando en España formación y esfuerzos personales, sentido de la responsabilidad política, conciencia y vitalidad ciudadana, liderazgos sólidos, patriotismo, solidaridad social… Y, en fin, todos los valores que enaltecen a los pueblos civilizados y que son imprescindibles para superar las crisis que puedan acecharles.

Por eso, cualquier intento de auto proclamarse herederos de quienes hicieron posible la Transición -en eso están-, o la pretensión de  asimilar el actual panorama político con el constituyente de 1978, no dejan de ser una broma de mal gusto. Protagonizada por todos y cada uno de los políticos que con su pobre bagaje personal, hablan de cambios y reformas que, por su propia incapacidad, jamás acometerán, y que en el fondo les traen sin cuidado: lo que persiste sigue siendo el ‘deja de llevártelo tú que me lo quiero llevar yo’. De entrada, baste ver cómo al tomar el poder institucional los nuevos partidos muestran actitudes y comportamientos internos más o menos similares a los de la precedente ‘casta política’.

Frente al consenso que permitió transformar la dictadura franquista en una democracia moderna, con todos sus más y sus menos, hoy vemos cómo la política nacional se desenvuelve en un teatro de despropósitos muy parecido al esperpéntico camarote de los hermanos Marx. Y encima con el rechazo despreciativo de cualquier consejo o reflexión que se intente aportar extra muros de la política, cada vez más podrida y tercermundista.

Por mucho que se hable de cambios y reformas, lo que vemos es que con las nuevas generaciones llegadas a la política (quizás su peor lastre) todo sigue igual, si es que no va a peor, y que siguen siendo la misma gente que hasta ahora alimentaba el bipartidismo PP-PSOE, pero con otras caras y siglas. Cualquier consejo sensato que se les lance, sea desde donde sea, es desoído incluso con insolencia: ‘yo a lo mío y ahí me las den todas’.

Todos rechazan las exclusiones y las líneas rojas de los demás, mientras mantiene las suyas a ultranza. Todos se creen con derecho a gobernar con el apoyo de los otros, cuando ninguno ha obtenido para ello la confianza cierta del electorado. Todos critican las poltronas que exigen sus contrarios, pero sin renunciar a las suyas. Los españolistas critican en público a los soberanistas, mientras pactan sus exigencias de forma soterrada.

Quien ha ganado las elecciones carece del coraje necesario para negociar su investidura, exigiendo recibirla poco menos que aclamado bajo palio y con otro ‘cheque en blanco’ para seguir haciendo -o no haciendo- lo que le venga en gana. Y quienes las han perdido se arrogan una legitimación para la gobernación del Estado de la que evidentemente carecen…

Parece que el 20-D no ha arreglado nada, porque ha alumbrado una nueva edición de la casta política corregida y aumentada. Eso es lo que hay.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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Puede que durante el reciente y fallido proceso de investidura presidencial Pedro Sánchez y Albert Rivera (PSOE y Podemos) hayan transmitido una imagen de entendimiento y buen hacer personal en aras de la llamada ‘gobernabilidad’. Y que Mariano Rajoy y Pablo Iglesias hayan sido vistos como intransigentes y hasta como demagogos,cada uno a su estilo.

Sin embargo, y esto sí que es paradójico, lo cierto es que los tenidos por moderados y defensores de la centralidad política, han sido quienes en ese trámite parlamentario más han traicionado sus manifestaciones previas. Eso sí, justificándose por tener que ceder en las negociaciones -dijeron- para alcanzar el gobierno estable que necesita el país, obviamente bajo su dirección y renunciando a lo que antes habían prometido de forma solemne a los electores que les votaron: nada hay nuevo, pues, bajo el sol de la política. Y ya hubiéramos visto después, en su caso, qué parte de lo prometido para instalarse en La Moncloa se habría cumplido o incumplido…

Por el contrario, quienes en el mismo proceso han podido mostrarse como los malos de la película, los intransigentes a ultranza, son los únicos que no rectificaron sus posiciones programáticas y de partida electoral: PP y Podemos. Lo que tampoco significa que no lo hicieran después desde sus eventuales poltronas gubernamentales (el caso de Rajoy en la legislatura concluida fue paradigmático al respecto).

Aunque la vida y la política dan muchas vueltas, ahora parece que ya nadie confía en un posible acuerdo de investidura, actuando por tanto los partidos en clave propagandista de cara a los posibles comicios del 26 de junio y volviendo de nuevo a las promesas políticas gratuitas o premeditadamente falsas. Y, sobre todo, al juego de manipular las encuestas electorales (cada una con su correspondiente apoyo mediático) para condicionar el voto ciudadano:a fin de cuentas más corrupción o guerra sucia partidista.

En eso siguen unos y otros. Y ya hemos visto sondeos de opinión tempranos que lo corroboran (y más que veremos en los próximos días), con datos tan dispares como elocuentes.

Para empezar, El País (06-03-2016) ha sido el primero en endilgarnos una encuesta de Metroscopia resaltando que la mitad de los votantes de Podemos desaprobaron su falta de apoyo a la investidura de Pedro Sánchez, que el 48% de los españoles consideraba este fracaso como una mala noticia y que el 36% la daba por buena (con una muestra nacional de sólo 730 entrevistas). O sea, que las encuestas de Metroscopia -curiosamente financiadas por Telefónica- siguen coincidiendo con la línea editorial del medio que las publica (cosas de la vida), a pesar de que el sentimiento de los ‘podemitas’ y el sentido común de los analistas independientes apunten en otra dirección. Además, se insistía en que para el 80% de los españoles, nada más y nada menos, el tiempo político de Rajoy ya había pasado.

Lo que no explicaba la encuesta de Metroscopia (y tampoco El País) es por qué extraña razón los 130 escaños que suman Ciudadanos y PSOE son más o mejores que los 159 conseguidos de forma conjunta por PSOE y Podemos, o que los 163 logrados el 11-M por PP y Ciudadanos.


Por su parte, NC Report publicaba acto seguido otra encuesta en La Razón (07-03-2016) tratando también de reorientar la opinión pública, pero en sentido muy distinto: destacando el inmediato crecimiento electoral del PP y de Ciudadanos (cosa discutible) y la posibilidad de lograr una gran coalición liderada, erre que erre, por Rajoy. Así, este trabajo demoscópico aseguraba que en unas elecciones nuevas el PP subiría medio punto en su porcentaje de votos (obteniendo entre dos y cinco escaños más de los conseguidos el 20-D) y que, además, Ciudadanos crecería un punto y medio (logrando entre dos y seis escaños más). Es decir, que de sus actuales 163 escaños conjuntos pasarían a tener entre 167 y 174, pudiendo quedar por tanto a sólo dos de la mayoría absoluta…

Y todo ello a pesar de que la participación electoral se reduciría en un 4,4%, pasando del 69,4% que se logró en el 20-D a un 65% en el próximo mes de junio (y quizás a menos). Total: según NC Report y La Razón, la derecha volvería por sus fueros de gobierno con Rajoy a la cabeza, mientras que la izquierda perdería fuelle, no se sabe bien por qué extraña razón.

Una idea que GESOP (El Periódico 11-03-2018) balancea aún más a favor de la formación naranja: Ciudadanos alcanzaría hasta 59-62 escaños y el PP bajaría a los 107-110. Podemos también perdería votos en favor de IU.

Claro está que ninguno de los estudios citados (ni sus medios informativos de apoyo) se han interesado lo más mínimo por algo sin duda trascendente: el efecto que tendría en las bases electorales populares un acuerdo entre Podemos e IU, bien por una decisión orgánica de ambas organizaciones o bien por la personal de Garzón para unirse a Podemos con sus seguidores, caso de que las momias de su actual partido le forzaran a tomar esa vía en su congreso de mayo.

Al decir de los castizos, con un acuerdo nacional entre IU y Podemos (y con sus mareas orientadas hacia un gobierno neto de izquierdas), el PSOE amancebado con Ciudadanos (un idilio absurdo y contra natura) se iba a enterar de lo que vale un peine. Entonces, de no rectificar, los socialistas pasaría de forma inexorable a la ultratumba política, con Susana Díaz, su adalid de nuevo cuño, tan arruinada políticamente como Pedro Sánchez.

Como todo parece seguir igual que antes, incluidas la tozudez de los líderes políticos para no apearse de sus posiciones más bizantinas y la continuidad de las malas prácticas de su oficio, el presagio de ver a los votantes de izquierda reagrupados en un frente electoralmente más útil, no parece inverosímil. Así se sabría quién lidera de verdad las bases de la izquierda y si el PSOE sigue o no sigue en no se sabe qué ni dónde. Ciudadanos tendría un problema parecido en el hemisferio político de la derecha.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Concluida las sesiones parlamentarias en las que Pedro Sánchez se sometió de forma infructuosa a la investidura presidencial (algunos la han calificado de ‘posturismo’ y pantomima política), la percepción del futuro político inmediato permite plantear a bote pronto dos reflexiones conexas.

La primera de ellas es que de momento, y a pesar del fracaso cosechado, el aparente esfuerzo negociador y de entendimiento político realizado por el secretario general del PSOE, va a permitirle lo que hasta hace poco parecía imposible: mantenerse momentáneamente a flote fuera y dentro de su partido. La ‘fumata negra’ del Congreso, no impedirá que en última instancia Sánchez vuelva a encabezar las candidaturas socialistas en unas eventuales nuevas elecciones generales, con la esperanza de que la intransigencia de Podemos para facilitar su investidura le permita -ya se verá- un repunte en la consecución de escaños, y no al revés como piensan los dirigentes ‘podemitas’.

La segunda reflexión es que, en ese mismo proceso, Mariano Rajoy, todavía presidente en funciones, ha terminado de arruinar su imagen electoral, gracias sobre todo a su manifiesta renuencia para enfrentarse al devorador fenómeno de la corrupción política. Sin olvidar el coste de la crisis que cargó sobre las clases sociales más débiles, su renuncia a la responsabilidad de intentar la investidura presidencial como candidato del partido más votado (esperando que se la dieran hecha) y su desidia para acometer las reformas institucionales que desde hace tiempo se venían mostrando necesarias como salvaguarda de nuestro modelo de convivencia nacional, teniendo como ha tenido una mayoría parlamentaria absoluta.

Estas circunstancias incidieron en sus sucesivas pérdidas de apoyo electoral. Y ahora, además de haberle impedido lograr el respaldo parlamentario requerido para formar gobierno, amenaza también su papel alternativo de jefe de la oposición; responsabilidad en la que podría verse desplazado por el líder de Ciudadanos, que no ha dejado de transmitir al electorado una imagen de entendimiento político muy apreciada en estos momentos, por ingenuo o artificial que fuera.

Cierto es que para Sánchez no ha habido ‘fumata blanca’ presidencial. Pero no lo es menos que ese frustrante proceso de investidura ha terminado de defenestrar por pasiva a Mariano Rajoy, tanto como aspirante a permanecer en La Moncloa como en su eventual función sustitutoria al frente de la oposición. Ya perdió en dos ocasiones las elecciones generales frente a un candidato socialista de poco peso específico (Rodríguez Zapatero), viéndose ahora desalojado  de La Moncloa prácticamente sin posibilidad alguna de volver a presidir un Consejo de Ministros, a pesar de auto considerarse como un ‘activo’ de su partido y no como el lastre que realmente es.

Bien que mal, hoy por hoy el desacuerdo parlamentario nos ha negado un presidente del Gobierno. Pero al mismo tiempo ha terminado de arruinar las expectativas de supervivencia del PP, perjudicando su tradicional posición de dominio en la derecha nacional, ahora compartida directamente con un partido como Ciudadanos, que está aprendiendo a hacer política y a comerle ese terreno de forma acelerada.


Puede que estemos cabalgando (o no) hacia un 26 de junio electoral según el timing institucional, debido a las posiciones tomadas por el PP y Podemos y porque Ciudadanos y el PSOE han preferido aliarse entre sí y no con sus partidos ideológicamente más afines (la moderación y el entendimiento poco tienen que ver con esa renuncia). Una situación en la que sería absurdo volver a nominar a un candidato popular que día a día se ha venido ganando a pulso su actual condición de muerto político viviente.

Lo que quedaría en ese caso es afrontar ya el nuevo tiempo de campaña electoral, en el que más o menos se han venido moviendo todos los partidos desde que la aritmética parlamentaria salida del 11-M advirtiera la dificultad para conformar una suma de apoyos políticos capaz de garantizar un gobierno mínimamente coherente y estable. Un objetivo que se ha visto perjudicado de forma inapelable por el rechazo generalizado que concita la persona de Mariano Rajoy, incluso entre las bases de su partido (el PP está pagando caro el error de no haber cambiado de candidato a tiempo).

Parece que en esa nueva lid volverán competir los mismos protagonistas que lo hicieron en los comicios del 11-M, incluido el muerto-vivo llamado Rajoy, pero partiendo ahora todos ellos de una base de salida electoral y de escaños distinta a la que tuvieron entonces. Y con un bagaje de actitudes, propuestas políticas y percepciones públicas traducibles en votos, también diferentes: para unos candidatos será mejor y para otros peor.

Por eso hay que ver a quien le interesa más o menos el escenario de unas nuevas elecciones. Teóricamente podrían mejorar posiciones los candidatos que en el marco de las negociaciones por la gobernabilidad se han movido ante el electorado de forma más constructiva, aunque se les achaque haber jugado con fuegos de artificio (Rivera, Sánchez y hasta Garzón). Y podrían empeorarla aquellos otros que han sido vistos como intransigentes, poco realistas, autoritarios o simplemente demagogos (Rajoy e Iglesias).

Aun así, las diferencias resultantes en la aritmética parlamentaria tras unas nuevas elecciones generales, podrían ser escasas aunque más operativas. Y eso impone también la conveniencia de planteamientos estratégicos nuevo.

Entonces, el conglomerado de Podemos (los reinos de taifas) y la nueva Unidad Popular deberían realinear sus coincidencias programáticas y su marketing electoral en una acción conjunta si quieren conformar una izquierda hegemónica, obligando al PSOE a reafirmar sus políticas sociales (poco creíbles), a revisar su visión vertebral de España y a respaldar sin fisuras al candidato. El PP no podría hacer nada más que autocrítica real y cambiar de líder, pero no parece que ese vaya a ser el caso.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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vicky_8598hotmailcom/10/10/18

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La crónica aludida en nuestro titular, no se enmarca en las latitudes tropicales del Macondo imaginario que inspiró a García Márquez sus Cien años de soledad. Y tampoco responde a un remedo de la magistral narrativa que en 1982 le llevó a la gloria del Premio Nobel.

Estamos a mucha distancia, histórica y vital, del realismo fantástico que caracteriza la genial obra de ‘Gabo’. Pero en nuestro tiempo y espacio sí que tenemosuna reproducción muy semejante del ineludible destino que acompaña la suerte de los perdedores, recogido con tanta sobriedad como precisión en otra de sus originales obras:Crónica de una muerte anunciada.

Porque aquí y ahora, y enmarcada en el ajetreo político de esa vertiente un tanto ‘macondiana’ que también pervive en España, la fatalidad aparece de nuevo como hecho inexcusable, como la metáfora suprema del infortunio en el que a menudo quedan atrapados nuestros políticos más conspicuos.

En la crónica literaria genuina, el narrador advierte que los asesinos de marras, los hermanos Pedro y Pablo Vicario, “de catadura espesa pero de buena índole”, no quieren matar a Santiago Nasar, aunque deban hacerlo. Y también que todos sus convecinos, aún deseando impedir el crimen, no lo hacen. O, aún peor, que sólo la víctima propiciatoria desconocía el porvenir inmediato que le aguardaba.

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Pues bien, como expresión del juego político más inimaginable pero cierto, en estos momentos estamos viendo como Rajoy -presidente en funciones- se consume en su particular ‘muerte anunciada’, sin percibir que ya es un cadáver amortajado entre otras cosas por no atajar la corrupción interna del partido y por su desidia para afrontar la regeneración política, al igual que el Nasar descrito por García Márquez ignoraba su insoslayable destino.

Todo un esperpento político nacional, marcado en efecto por el desmedido afán personal de aferrarse al poder, acompañado además por el desprecio del daño que tal actitud produce al PP y al sector conservador de la sociedad española que representa. Algo más enraizado con el peor hacer caribeño que con las prácticas democráticas consolidadas en Europa.

El desgaste y la mala imagen social de Mariano Rajoy y de su Gobierno, poco tienen que ver con el respeto ciudadano hacia el PP como fuerza política consolidada en el juego de la política nacional (aunque sin duda necesitada de una revisión profunda). Pero su esfuerzo por seguir titulando de forma contumaz un liderazgo de partido que en realidad nunca se ha visto claro, perjudica al conjunto del país tanto o más de lo que podrían hacerlo esos eventuales gobiernos llamados ‘de perdedores’ que en su opinión quieren arruinarlo; derivado en todo caso del mal balance político de la X Legislatura y que le rebasaría ampliamente en votos obtenidos: el PP sólo obtuvo un 28,72% frente al 71,28% restante…

Aunque, a mayor abundamiento, y en la misma línea equívoca del análisis realizado por los dirigentes del PP,no dejan de sorprender sus continuas referencias a la izquierda  ‘perdedora’ de las elecciones del 20-D, cuando el mayor fracaso ha sido el del partido en el Gobierno. De hecho, lo que Rajoy presenta como una victoria indiscutible, es una derrota electoral sin parangón en la historia de su partido: ha perdido la mayoría absoluta de 186 escaños y nada menos que 63 (un tercio sobre la marca anterior), frente a los 20 perdidos por el PSOE también sobre los preexistentes.

Pero ¿cómo puede hablar entonces Rajoy de un Podemos ‘perdedor’, si es un partido que ha pasado de cero diputados a 69…? ¿Y es que, siendo ésta una formación de izquierda que compite con el PSOE, no suma con él ya 159 escaños, que son 36 más que los del PP…? Lo que haga o deje de hacer Ciudadanos, que en principio sólo podría pactar con el PP una minoría de 163 escaños y con el PSOE otra aún más exigua de 130 (la abstención es otra cosa), poco tiene que ver con la aspiración marianista de conjurar su merecida soledad política.

En el caso que nos ocupa, la elucubración de Rajoy, sobre-actuada al estilo macondiano, también le conduce a una irremisible defenestración, aunque quizás él tenga más asumido su futuro que el Nasar descrito en la trágica narración de García Márquez. Desde que se auto impuso como candidato presidencial del 20-D, sin abrir su razonable sucesión, el cadáver viviente de Rajoy ya no ha tenido quien le escriba ni quiera contaminarse apoyando su investidura; hasta el punto de verse obligado a declinar el ofrecimiento del Jefe del Estado para intentar formar el nuevo Gobierno que tanto ansía.

Pero, aunque él no lo quiera ver, han sido los propios votantes quienes han impedido ese aferramiento al poder de estilo tercermundista. Porque, frente a sus críticas a un Gobierno progresista y reformista (bien de coalición o sólo con apoyos de investidura o de legislatura, como los que tuvo Aznar en 1996 cuando pactó con los nacionalistas catalanes, vascos y canarios), lo cierto es que quienes le han apeado del poder han sido un tercio de sus votantes previos, que se han sentido traicionados por su gestión política.

De esta última, de la traición sin paliativos, Friedrich von Schiller, literato, filósofo e historiador alemán poco sospechoso de veleidades indignas o inmorales, decía que “disuelve todos los vínculos”. Y, en corte más popular pero no menos sabio, el refranero español, recuerda que “no puede uno servir bien a dos amos, y contentarlos a entrambos” (las bases electorales y la elite del establishment), que es lo pretendido por Mariano Rajoy.

Finalmente, subrayamoseste aviso a navegantes: si cuando se sufre la primera traición la culpa siempre es del traidor, de la segunda es más responsable el traicionado. Y, cuando la traición (la corrupción política es una de sus expresiones) se asienta como impronta de un partido o como imperativo habitual de un estilo de gobierno, denigrando ostensiblemente la vida pública, la última culpa recae en el electorado que la respalda, que es el que ha sancionado el fracaso electoral de Mariano Rajoy.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Aquel aciago 23 de febrero de 1981, en el que la incipiente democracia española fue amenazada por un golpe militar, en el fondo de opereta, ya queda muy lejos. Sus protagonistas purgaron hace tiempo las sentencias definitivas falladas en casación por el Tribunal Supremo, aunque quienes alentaron aquel intento desestabilizador desde la llamada ‘trama civil’ y sus aledaños políticos, todavía sigan ocultos en un entresijo de sombras, intuido por el analista perspicaz pero sólidamente resguardado por el conformismo y la hipocresía que caracterizan a la sociedad española.

En paralelo, también han transcurrido treinta y cinco años de convivencia nacional que, con sus más y sus menos, no han dejado de asentar el Estado social y democrático de Derecho consagrado en la Constitución de 1978. A estas alturas de la historia, no parece, pues, que merezca la pena seguir enfangados en la estéril tarea de desvelar o perseguir culpas inconfesas de un suceso ciertamente lamentable y rocambolesco, perdido, como otros todavía más repudiables, en la frágil memoria ciudadana.

Quizás la opinión más concluyente publicada sobre el 23-F, sea la de Sabino Fernández Campo, quien a la sazón era secretario general de la Casa de Su Majestad y por tanto persona excepcionalmente informada sobre aquel dramático suceso. Justo con ocasión del XXV Aniversario del reinado de Juan Carlos I escribió con tanta prudencia como sabiduría: "Por mi parte, renuncio a intentar descubrir las piezas que me faltan del rompecabezas. Dejémoslo como está, sin agitar la historia ya calmada (...). En ocasiones, el que busca afanosamente la verdad, corre el riesgo de encontrarla".

La autorizada propuesta de Fernández Campo, aconsejaba desistir de buscar la revelación absoluta y olvidarse del muro insalvable contra el que desde hace siete lustros se estrellan todos los que intentan encontrar las piezas que faltan del rompecabezas golpista, incluidos los gratuitos exegetas de los Servicios de Inteligencia de la época y de la propia Corona, sin más resultado que abundar en la confusión generalizada de los hechos. Un remanso en la interpretación del suceso todavía más justificado cuando la figura protagonista de Juan Carlos I ya ha cumplido su misión histórica y goza de un meritorio descanso.

A esta distancia del 23-F, parece obvio que remover su trasfondo es una labor sin sentido, como tampoco lo tiene el reiterar de forma machacona todo tipo de exoneraciones, propias o delegadas y, a menudo, falsas. Los hechos ya están vividos e intentar rescribirlos, sea con renglones derechos o torcidos, cada vez importa menos. Esa es la realidad.

Las sombras de las sospechas están donde están, ocultas en los ‘silencios del 23-F’, incluido el de los protagonistas, arrepentidos y no arrepentidos, y por supuesto el de quienes quedaron más allá de la verdad juzgada. Y, en algunos casos, con nombres propios de relevantes trayectorias, fruto quizás del agradecimiento por los servicios prestados y la desmemoria mantenida de forma disciplinada o tan sólo interesada.


Pero, si eso es así -o si conviene que así sea-, ¿por qué extraña razón se sigue estigmatizando desde los partidos políticos al estamento militar en razón de aquella, cuando menos, confusa causa…? A nadie se le oculta que esas mismas sombras de temores golpistas, infundados pero aún latentes, como el rescoldo de una brasa lista para ser avivada a golpe de interés partidista, fueron las que hace diez años, en enero de 2006, propiciaron el cese fulminante del teniente general Mena por orden del gobierno socialista, sólo por alinearse con la España constitucional en un discurso castrense.

¿Y qué se puede decir del arresto y destitución en febrero de 2008 del coronel Fernández Navarro de los Paños, justo en las vísperas del 23-F (y en la antesala de una reñida campaña electoral), acompañado, como se acompañó, de tanta orquestación mediática…? ¿Y cómo interpretar también el expediente abierto en el mismo momento al general de brigada Blas Piñar y con la misma intencionalidad política subrepticia…?

Luego se sucedieron los casos del general Pontijas, del general Chicharro…, todos ellos más o menos perseguidos tanto por el PP como por el PSOE sólo por significarse en defensa de los mismos principios e intereses nacionales que, apurados por la amenaza del secesionismo y la desvertebración del Estado, ahora asumen los líderes de ambos partidos con aires de soflama, envueltos en un patriotismo de ocasión antes oculto.

La sospecha es libre, pero también justa sólo cuando está documentada. Y lo que parece quedar del 23-F es el estigma que aún mantiene a las Fuerzas Armadas extramuros del sistema democrático, evidencia bien palpable en el tratamiento legislativo y presupuestario que reciben día a día. Y peor, si cabe, sometidas a la observación inquisitorial de los mismos políticos que no supieron estar a la altura de las circunstancias antes, durante y después de aquella intentona golpista, abortada en primera instancia por la propia lealtad constitucional del conjunto de la institución militar.

Para superar esta injusta situación, cierta aunque poco visible fuera del entorno castrense, y no tropezar otra vez en la misma piedra, lo que el futuro nos exige en estos momentos de debate sobre regeneracionismo y reformas políticas, es seguir promoviendo al militar como un ‘ciudadano de uniforme’. Y también asegurar la plena democratización de los Servicios de Inteligencia, única institución del Estado democrático que quedó al margen de los consensos generalizados en la Transición.

Parodiando una sentencia atribuida a Winston Churchill, nuestras Fuerzas Armadas parece que tienen tres clases de enemigos: enemigos sin ton ni son, enemigos a muerte y políticos necios. A estos últimos, anclados en el anatema del 23-F, hay que recordarles, por si llegaran a entenderla, una atinada apreciación de Ortega y Gasset: “Lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de un ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad nacionales”.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

En el debate político actual se observan continuas alusiones al ‘interés general de España’ absolutamente gratuitas, cuando no falaces, y casi siempre con visos de apropiación exclusivista por parte de quienes las hacen y acusatorios o de estigmatización pública contra los demás. Es decir, yo y mi partido nos erigimos en defensores de ese interés general, de forma que los contrarios ya no puedan hacerlo, debiendo limitarse entonces a abanderar otros temas de menos altura moral o patriótica.

Ahora, en el impasse de la investidura presidencial, estamos viendo cómo Rajoy justifica su aferramiento al poder precisamente por considerarse el principal defensor del “interés general de España”, si no el único, pidiendo para ello el apoyo más o menos incondicional del PSOE y de Ciudadanos, jaleado de forma entusiasta por los medios informativos que le son afines. Así, las demás fuerzas políticas tendrían que ser gregarias de su hallazgo dialéctico, porque ellas -piensan los populares- no están a la altura de esa meritoria labor, o porque, aun estándolo, deberían subordinarse a lo votado por el 28,7% del electorado (el PP) frente al 71,3% restante.

Y no digamos nada de las formaciones de izquierda más cercanas a la base social, como Podemos o Unidad Popular; a las que, de entrada, la derecha niega cualquier capacidad para conocer cuáles son los intereses nacionales, quizás porque las considera un grupo de zotes y pobres ignorantes o gente extranjera. Es decir, que a estas alturas de la historia Rajoy se erige nada menos que en el genuino defensor caudillista de las esencias nacionales (idea en la que parecen seguirle algunos líderes socialistas trasnochados): “Yo o el caos”, que es el mantra de los déspotas apegados al poder.

Además, esa argumentación engañosa llega al extremo de señalar como ‘extrema izquierda’ a todo lo que se mueva más allá de la socialdemocracia, es decir a la izquierda del PSOE, que en realidad es un partido de centro europeo, y sin duda también con ánimo descalificador. Enmarcando de paso a este tipo de formaciones dentro de una especie de anti-España empeñada en romper su unidad político-territorial, aunque fueran los ‘españolistas’ quienes comenzaron a resquebrajarla con el Estado de las Autonomías.

Pero el caso es que, mientras la izquierda y la derecha son perfectamente identificables, además de respetables, la extrema izquierda parece no serlo tanto. Y así, cuando se acusa a alguien de este tipo de extremismo, caben muchas dudas sobre si se hace o no de forma razonada y razonable.

Porque, ¿cuál es o dónde se afinca la extrema izquierda española…? ¿En UP, en Podemos, en los partidos soberanistas catalanes, vascos o navarros…? ¿Alguien puede señalar con rigor intelectual en qué partido anida hoy por hoy esa deriva ‘extrema’ de la izquierda al parecer tan terrible…? ¿Es que aquí tenemos -o podemos tener- algún partido verdaderamente comunista y revolucionario, de corte soviético, castrista o chavista…?

Claro está que lo más grave es no saber dónde anida la ‘extrema derecha’ del país, mucho más peligrosa, ni que nadie la denuncie con la misma aplicación. ¿O es que acaso no existe…?


Otro invento político no menos oportunista es el de distinguir entre los partidos ‘constitucionalistas’ y los que al parecer no lo son, puesto de moda también por el PP en la pasada legislatura. El caso tiene su miga y hasta presenta tintes -ahí es nada- de prevaricación institucional.

Porque aquellos partidos que se definen como ‘constitucionalistas’ están afirmando de forma implícita la existencia en paralelo de otros que no lo son. Y dando a entender que la Administración Central del Estado ampara a formaciones políticas inconstitucionales o que han falseado los estatutos que dieron lugar a su registro oficial.

Entonces, ¿es posible que en un sistema constitucional como el nuestro haya partidos ‘no constitucionales’…? Parece que no; pero si no los hay, dado que el Estado es en sí mismo constitucional, ¿por qué algunos partidos o bloques políticos se arrogan frente a otros su condición ‘constitucional’…? Cosa distinta es que algunas formaciones políticas y multitud de españoles aspiren con toda legitimidad a modificar el texto constitucional en el sentido que estimen más conveniente.

¿A santo de qué viene, pues, distinguir la existencia de un ‘bloque’ de partidos constitucionalistas y de otro con falsos tintes de no serlo…? ¿Dónde están las denuncias formales de que tales partidos ‘inconstitucionales’ conculcan en sus estatutos y quehacer cotidiano los principios democráticos establecidos en la Carta Magna…? ¿Y para cuándo esperan los poderes del Estado investigar, y en su caso sancionar, la eventual prevaricación de los funcionarios que habrían amparado tal situación…?

Si alguien puede reputar seriamente a algún partido político, soberanista o no, de actividades ‘inconstitucionales’ o de actuar al margen del Estado de Derecho (que es lo mismo), el Gobierno y la Fiscalía bajo su dependencia deben instar de forma inmediata a revocar su autorización en el Registro del Ministerio del Interior y clausurarlo como tal. Lo intolerable y políticamente indigno es hacer o permitir ese tipo de descalificaciones insidiosas.

En nuestro marco de convivencia democrática, a menudo reverdecen tics y propuestas de revisionismo con añoranzas reflejas de tiempos dictatoriales. Y lo curioso es que sus protagonistas son los que menos suelen respetar la Carta Magna como norma del mayor valor jurídico, y también los que hoy por hoy más se ufanan de pertenecer al llamado ‘bloque constitucionalista’, situando a los demás enfrente.

Predicar el constitucionalismo de ocasión es una cosa, pero dar ejemplo sobre lo predicado es harina de otro costal. Y la cuestión esencial es saber qué costal acarrea cada uno y con qué bagaje de credibilidad para repartir títulos de patriotismo o querer representar el ‘interés general de España’.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Hoy por hoy, el fracaso del Estado de las Autonomía se ha convertido en un tabú político, de forma que, aun siendo tan evidente, nadie se atreve a debatirlo o siquiera a reconocer su importancia en el marco de la vida pública. Ese es el nudo gordiano que sostiene la dura realidad vertebral o político-organizativa de España, sin que ningún partido quiera reconocerlo ni tratar de desatarlo, justo cuando tanto se habla de ‘gobernabilidad’.

Sucede en este caso más o menos lo mismo que con los pecados capitales, señalados como principales vicios en contra de la moral cristiana no por su magnitud, según Santo Tomás de Aquino, sino porque son la cabeza (caput-capitis) o raíz de otros muchos. Ahí están, bien presentes en el quehacer cotidiano como causa esencial de su pudrimiento, pero alejados del debate social, sólo porque el interés partidista los considera inconvenientes.

Y lo cierto es que la avalancha de críticas ciudadanas surgidas al inicio de la pasada legislatura en contra de los excesos autonómicos, al evidenciarse que el déficit presupuestario, y por tanto la derivada de nuestra ingente deuda pública, se alimentaban sobre todo desde las Autonomías, hoy ha desaparecido como por ensalmo.

Es más, entonces se clamaba contra la duplicidad y triplicidad de funciones generadas por un exceso de transferencias competenciales, que, además de disparar el gasto público, debilitaba al Estado al vaciarle -incluso- de los contenidos que la Constitución le tiene asignados en exclusiva. Realidad que llamaba a la reforma del modelo autonómico, agotado y ahogado o, peor aún, insaciable como instrumento de la desvertebración nacional.

Y se reconocía también que la crisis del sistema financiero tenía su origen en la corrupción que las comunidades autónomas habían inoculado en las cajas de ahorro. Es decir, que la ‘desorganización’ política territorial era la culpable esencial de la tremenda crisis económica que ha asolado España.

De hecho, hasta Esperanza Aguirre se atrevió a reclamar ante el presidente Rajoy una urgente recuperación del exceso de competencias estatales ya transferidas de forma indebida a los gobiernos autonómicos (al menos en materia de Sanidad, Educación y Justicia). Y ello con independencia de la enorme cantidad de artículos de opinión publicados por catedráticos, intelectuales y analistas de todo tipo que en aquella misma legislatura reclamaban la misma reforma autonómica, desoída tanto por el Gobierno del PP -de mayoría parlamentaria absoluta- como por la oposición socialista, fuerzas políticas interesadas en mantener el sistema bipartidista y las redes clientelares periféricas.

El PP y el PSOE jamás han tenido intención de promover un cambio positivo en el sistema, ni tan sólo de corte ‘lampedusiano’ para darle otra apariencia más presentable. Se han mantenido enrocados en el mismo ‘mantenella y no enmendalla’ con el que los hidalgos del Siglo de Oro desenvainaban la espada en vez de pedir disculpas por un error manifiesto.

Por más que se les haya instado a rectificar los desmanes autonómicos (incluyendo su deriva de corrupción), los dos partidos mayoritarios siguen aferrados a ese absurdo código de honor, por el que lo gallardo se confunde con mantenerse en sus trece, aun a sabiendas de la equivocación cometida.

Mientras PP y PSOE sigan ‘erre que erre’, sin querer reconocer y resolver el problema de las autonomías, poca categoría política se les puede conceder a uno y otro, si bien las demás partidos también lo soslayan. Todos ellos eludieron el tema, desde luego capital para España, durante las pasadas elecciones autonómicas: una desidia que sorprende más en los partidos emergentes, Ciudadanos y Podemos, por cuanto han nacido proclamando un reformismo político a ultranza, todavía inédito.


Por ello, desde los medios de comunicación social se debe insistir en la necesidad de afrontar las reformas institucionales que permitan reconducir los excesos del Estado de las Autonomías. Pero no para caminar hacia el Estado Federal o en términos de ‘asimetría’ territorial, lo que más pronto que tarde aumentaría la disolución y el despilfarro nacional, sino hacia un Estado social-solidario, con toda la descentralización funcional necesaria pero eliminando las reiteraciones competenciales y aplicando los actuales avances tecnológicos -inexistentes en el origen del modelo autonómico- en todos los sentidos y ámbitos administrativos.

Un Estado encajado sin fisuras, fraudes ni manipulaciones interpretativas, en el impecable Preámbulo de la vigente Carta Magna, y llevado a su mejor expresión en el artículo 1.1 del Título Preliminar: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

Ni más ni menos. Y reconduciendo todas las derivas indeseables que se han ido incorporando en el desarrollo normativo del texto constitucional en razón de las exclusivas ambiciones partidistas, realimentadas sobre todo por el PP y el PSOE en una constante deslealtad hacia el interés supremo de España, que sólo contienen bajo el agobio del batacazo electoral.

Sin querer imponer nada a nadie, y respetando las aspiraciones políticas de todos los ciudadanos, sí que es conveniente, pues, insistir en la necesidad de revisar la organización y funcionamiento del Estado de las Autonomías, de acuerdo con su estricto sentido constitucional, incluso para evitar su última descomposición. Un proceso tan obvio que sólo los políticos déspotas y marrulleros -o simplemente torpes- pueden ignorar.

Aunque, parafraseando a Ramón y Cajal, reconozcamos que la realidad del modelo autonómico es, como la verdad misma, un ácido corrosivo que casi siempre salpica a quienes lo manejan. Quizás por su gran semejanza con el poder oligárquico y caciquil de nuestros peores tiempos pasados.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

En 1981, Adolfo Suárez dimitió como presidente del Gobierno cuando, al margen de otras presiones, constató que intramuros del sistema se le estaba montando una conspiración golpista. Y su sucesor ocasional en La Moncloa, Leopoldo Calvo Sotelo, consciente de su escaso carisma político y nula capacidad de liderazgo, cedió motu proprio en las elecciones generales de 1982 el primer puesto de la lista por Madrid a Landelino Lavilla, con lo que renunciaba de forma tácita a cualquier aspiración continuista.

Con el transcurso del tiempo, y tras cuatro legislaturas seguidas al frente del Gobierno, las primeras exitosas, Felipe González también se retiró de la política activa al perder las elecciones generales de 1996, en las que obtuvo 141 escaños frente a los 156 de José María Aznar (con una diferencia en votos de sólo el 1,16%). Y el propio Aznar estimó conveniente seguir la misma senda de retiro político tras presidir una segunda legislatura (que fue de mayoría parlamentaria absoluta), aun teniendo cantada el PP en las encuestas electorales una tercera victoria en 2004, arruinada sólo por su mala gestión final de la crisis generada con los atentados del 11-M.

Después, y tras ganar las elecciones generales en 2004 y 2008, Rodríguez Zapatero también asumió la conveniencia de renunciar a ser el candidato presidencial del PSOE en 2011, tratando con poca fortuna que otro dirigente socialista (Alfredo Pérez Rubalcaba) frenara la caída electoral del partido…

Sin embargo, ninguno de estos precedentes, todos razonables, ha servido para que Rajoy dejara deimponerse como candidato del PP a la Presidencia del Gobierno en las elecciones del pasado 20-D, aun cuando las encuestas al uso anunciaban su fracaso electoral, contrastado además en los comicios previos (europeos, municipales y autonómicos). Es decir, convertido en un candidato ‘in articulo mortis’, arrastrando de esta forma a su partido al mismo pozo electoral en el que antes cayó el PSOE empujado por ZP.

Se dice que un tropiezo lo puede tener cualquiera (Rajoy ya perdió las elecciones frente a ZP en dos ocasiones), pero reiterarlo de forma insistente en la misma piedra que lo provoca, es algo verdaderamente lamentable. Sobre todo cuando semejante contumacia chocaa más no poder con el rechazo del electorado al candidato en cuestión, que ha sido -y lo sigue siendo- el presidente peor valorado desde la Transición.

Como se esperaba, el 20-D Rajoy cosechóun fracaso electoral sin parangón  al perder su mayoría absoluta de 186 en el Congreso y quedarse en una minoría de 123. Y pasando de un 44,63% de votos obtenidos en 2011 al 28,72% en 2015, abandonado por un tercio de los electores previos del PP.

Pero con ese record de pérdida de 63 escaños, que debería haberle llevado a una dimisión inmediata y a ceder el intento de formar Gobierno a otro de los compañeros de partido menos conflictivo y rechazado que él -y no faltan candidatos adecuados-, Rajoy se ha enrocado en la bravata de exigir a otras fuerzas políticas su apoyo para acometer dicha tarea. Rara pretensión por cuanto éstas son las mismas a las que él había ninguneado desde el poder, por activa y por pasiva, gobernando con una prepotencia absolutista nunca vista en el nuevo régimen democrático.

Y con el agravante de querer retorcer el sistema parlamentario establecido, que remite la investidura presidencial al consenso parlamentario, haciendo valer para ello el 28,72% de los votos válidos obtenidos frente al restante 71,28% de los no obtenidos. O sacándose de la manga la teoría extra constitucional de que gobierne ‘el candidato más votado’, algo que, como otras reformas electorales mucho más convenientes y demandadas por la sociedad -por ejemplo el sistema francés de ballotage o de segunda vuelta electoral- fue incapaz de sustanciar con su mayoría parlamentaria absoluta.

Otro error de Mariano Rajoy es no comprender que él, personalmente, está  incapacitado para tratar de solucionar el ‘problema catalán’ y, en general, para liderar cualquier intento de vertebración político-territorial del Estado; algo que, como reconoció en su momento Juan Carlos I, es esencial y una tarea todavía pendiente. Y no sólo porque Rajoy carezca de carisma político y sea incapaz de empatizar con sus interlocutores, sino también porque durante su mandato presidencial ha conseguido que en las autonomías con aspiraciones independentistas (Cataluña, País Vasco y Navarra) el PP haya ido situándose en la pura marginalidad, mostrando su falta de sensibilidad sobre el hecho nacionalista y su incomprensión del problema derivado. 

Un hándicap que, sin llegar a profundizar en el balance socio-económico de su mandato de legislatura, a favor o en contra, ni tampoco en el programa de reformas institucionales que ha incumplido, se acompaña además de las insoslayables secuelas de la corrupción eclosionada en el PP justo durante su presidencia, quiera el propio Rajoy verlo o no verlo. 

 

Ahora, tras una implacable sucesión de fracasos electorales, presentados a la opinión pública como victorias pírricas del partido más votado, Rajoy ha declinado de forma poco edificante el encargo del Jefe del Estado para formar Gobierno, porque “todavía, y de momento” no tiene los apoyos necesarios. Y sigue atascando el proceso sin garantías de poder llegar a tenerlos; entre otras cosas porque está a punto de expiración política, sin que el rey Felipe se haya atrevido a sustituirle en esa función por otro dirigente del PP que pudiera afrontarla con más visión de la realidad y no como un muerto viviente o un presidenciable ‘in articulo mortis’.

Eso es lo que hay. Aunque, claro está, no falten quienes piensan que los milagros existen y que Rajoy todavía puede convertirse en un nuevo Lázaro resurrecto, capaz de montar un cisma de traiciones en el PSOE, de enredar a Ciudadanos o de seguir toreando a los votantes con falsas promesas, a los que ya molesta profundamente incluso si son de su partido.

Hoy, Rajoy es parte del problema político de España y un lastre electoral para el PP. Debería ser más realista y hacerse a un lado con elegancia.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Cierto es que en las elecciones del 20-D los españoles decidieron cargarse el bipartidismo PP-PSOE. Y lo hicieron porque, desde la Transición, nada más obtener la confianza de los votantes, ambas fuerzas políticas (al igual que otras de ámbito autonómico) la tomaban como un ‘cheque en blanco’ para hacer de su capa un sayo, llegando a orientar su acción política incluso en sentido contrario al del mandato comprometido con sus electores.

Pero, a pesar de esa advertencia ciudadana, que se puede convertir en otro varapalo electoral todavía más memorable para los partidos que insistan en esa mala praxis política, el desviacionismo de la confianza otorgada por la ciudadanía sigue vivo. Dicho de otra forma, a pesar de los propósitos de enmienda y de las promesas reformistas de unos y otros, la política nacional sigue anclada en el ‘más de lo mismo’.

Nada más constituirse las cámaras legislativas, los nuevos senadores y diputados no han perdido ni un minuto para forzar las normas que reglamentan la formación de los grupos parlamentarios, con criterios laxos o estrictos según le interese a los partidos mayoritarios. De esta forma, la representación ciudadana salida de las urnas se distorsiona -ahora igual que antes- para darle más o menos capacidad funcional a conveniencia.

El afán por retorcer la normativa afecta a la composición de estos grupos viene de lejos. Se inició en la III Legislatura (1986), cuando José Miguel Galván Bello, senador de las AIC (Agrupaciones Independientes de Canarias hoy integradas en CC), se sumó a los nueve del PNV para que este partido tan alejado de sus propios intereses territoriales pudiera formar grupo parlamentario (de Senadores Nacionalistas Vascos). Pero, ¿tenía algo que ver el político tinerfeño -antiguo militante de UCD- con la ideología y las aspiraciones de los nacionalistas vascos, que de forma significativa ya se habían abstenido en la votación para aprobar la Constitución de 1978…?

A partir de entonces, aquel precedente del Senado se reeditó en la Cámara baja en cinco ocasiones, aun con un reglamento más restrictivo al respecto. Y dándose la curiosa circunstancia de que, en cada una de ellas, la decisión de la Mesa del Congreso fue apoyada o rechazada alternativamente por el PP y el PSOE según conviniera a dichos partidos -y no a sus representados-  mantener o alterar el criterio reglamentado; es decir, obrando sin el menor sentido de la ética y la estética parlamentarias.

El primer caso se produjo en la V Legislatura (1993), cuando la mayoría del PSOE respaldó que José María Mur, diputado del PAR por Zaragoza, se sumara durante unos meses a los cuatro diputados de CC sólo para poder constituir su grupo parlamentario. Algo que fue duramente contestado por el PP, entonces en la oposición, en base a un ajustado dictamen elaborado por Federico Trillo-Figueroa en el que la autorización emanada de la Mesa del Congreso se calificaba lisa y llanamente de ‘fraude de ley’.

No obstante, a continuación, en la VI y VII legislaturas, ambas gobernadas por el PP, este partido fue el que, modificando cínicamente su criterio previo, prestó a CC primero dos diputados por Navarra en 1996 (Jaime Ignacio del Burgo y José-Cruz Pérez Lapazarán) y después tres en 2000 (a los dos anteriores se sumó Eva Gorri). Entonces sería el PSOE quien sostuvo sin pudor alguno que la decisión del Congreso era un ‘fraude de ley’.

Aquellas protestas del PSOE no impidieron que acto seguido, en la VIII Legislatura (2004), dicha formación olvidara también su postura anterior para ceder a los mismos nacionalistas canarios dos diputados por Toledo (Alejandro Alonso y Raquel de la Cruz) con objeto de que volviera a formar grupo parlamentario sin la representación electoral propia exigida de forma reglamentaria. Así, quienes poco antes habían denunciado el fraude de ley con tanta vehemencia, pasaron de repente a afirmar que se trataba de una decisión ‘impecable’ de la Mesa del Congreso.

Más tarde, en la pasada legislatura, UPyD también pudo formar grupo en el Congreso incorporando en él al diputado de Foro Asturias Enrique Álvarez. Y sin olvidar que en 1979 el PSOE formó con sus 121 diputados nada menos que tres grupos parlamentarios distintos…


Ahora, justo cuando la ciudadanía ha expresado con duros castigos en las urnas su rechazo a una clase política incapaz de mantener la dignidad y el rigor institucional, el problema es llevado al extremo por una dirección del PSOE desnortada, con más ansias de poder que interés por recuperar la coherencia y el orden interno, malversando la confianza de sus electores para apoyar a fuerzas políticas extrañas con aspiraciones secesionistas.

Esta pura felonía política, camuflada como “cortesía parlamentaria”, se ha consumado cediendo cuatro senadores socialistas a dos partidos catalanes independentistas para que formen grupo parlamentario propio, facilitando así gratuitamente su proyecto de secesión de España (dos se dieron de alta en el grupo parlamentario de ERC y otros dos en el de DiL, la antigua CDC).

Los senadores socialistas que se han prestado a tamaña desvergüenza, propia de una democracia tercermundista, deberían quedar estigmatizados de por vida, por lo menos ante el electorado socialista al que han osado traicionar. Pero todavía es más repudiable la cara dura con la que Pedro Sánchez jugó a patriota de ocasión al presentar su candidatura presidencial a las elecciones del 20-D, exhibiendo en el Circo Price de Madrid -no en Cataluña- una gigantesca bandera de España como símbolo de la unidad nacional que decía defender…

Los chalaneos de Sánchez, comprando en el Senado el favor de los partidos independentistas para tratar de hacerse con la Presidencia del Gobierno, muestran lo poco que aprecia la unidad de España. Antes de pronunciar otra vez su nombre en vano, haría bien en lavarse la boca con lejía; pero sobre todo debería recordar que, después de la honradez, el mejor atributo de un político es la coherencia.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Cuenta la tradición científica que, tras verse obligado ante el tribunal de la Inquisición a abjurar del heliocentrismo copernicano, Galileo Galilei reafirmó su idea sobre el funcionamiento del sistema solar, negándose a aceptar los principios dogmáticos no validados por la experimentación y la observación rigurosa, lanzando su famoso “Eppur si muove” (y sin embargo se mueve).

Ahora, cuando el santo oficio del españolismo a ultranza daba por conjurada la secesión catalana y por finiquitada la vida política de Artur Mas -que era su paladín más notable-, se acaba de tener prueba evidente de todo lo contrario y de que sus aspiraciones siguen transitando de forma contumaz por la ruta marcada. Y sin que, en este caso, nadie se haya retractado de nada, ni dado un paso atrás en la batalla para conseguirlas.

Antes al contrario, el aparente fracaso ‘plebiscitario’ de las elecciones catalanas del 27-S, con la celebración prematura del rechazo de la CUP a una nueva investidura de Artur Mas como presidente de la Generalitat de Catalunya, se ha convertido de repente en el trampolín para reimpulsar el proyecto secesionista. Desde luego sin sorpresa para el analista perspicaz y en un momento en el que la caída del bipartidismo PP-PSOE y la debilidad política del Estado, tan torpemente propiciada por ambos partidos, juegan a favor del independentismo.

Ahora, el discurso españolista ha pasado del ‘Mas está acabado’ y ‘Mas ha hundido a Cataluña’, al ‘más de lo mismo’, como ha señalado la portavoz de Ciudadanos y jefa de la oposición en el Parlament, Inés Arrimadas. Aunque eso sólo sea un juego de palabras insulso y equivocado; porque en realidad el problema ya no es el mismo, sino que ha crecido notablemente (con Artur Mas puesto de perfil antes que desaparecido).

Para empezar, el resultado electoral del 27-S, con lecturas equivocadas que ponían en absurda tela de juicio la victoria de las fuerzas independentistas frente a las españolistas (72 escaños contra 63), se acaba de traducir en un Gobierno con legítimo respaldo de mayoría parlamentaria absoluta (70 escaños sobre un total de 135) pero de corte mucho más radical que el esperado en principio. Quienes estaban dispuestos a celebrar la muerte política de Mas, han terminado viéndole sustituido triunfalmente por su correligionario Carles Puigdemont, político con convicciones soberanistas de mayor arraigo, con gran respaldo popular y menos vulnerable en lo personal (de momento alejado de la corrupción política).

Ahora, Cataluña tiene el primer Gobierno declaradamente independentista desde la Transición, apoyado por la CUP -muy exigente en esa materia- y armado con una presencia muy significativa de ERC (la vicepresidencia está en manos de Oriol Junqueras) que apunta con claridad a la conformación de un futuro político plenamente soberano. Y si bien todavía están por ver los tiempos y la velocidad de desarrollo del proyecto secesionista, con todas las trabas que puedan surgir o se le quieran poner, el sentido de la marcha y su progresión son indiscutibles: ‘eppur si muove’, que diría Galileo.


Nadie puede discutir ya la legitimidad del Gobierno ‘independentista’ de Cataluña, ni sorprenderse con su orientación política. De hecho, así fue reconocido de forma expresa por el PSC (con un discurso de Miquel Iceta casi adulador), por el PPC (con un primer apunte contemporizador de Xavier García Albiol -ojo al dato- sobre una nueva financiación autonómica) y por Ciudadanos (con otra llamada de Inés Arrimadas a las urnas autonómicas, ingenua y sin duda muy distinta de negarlas para que se pueda expresar el derecho a decidir en Cataluña).

Una progresión en el recorrido independentista acompañada, además, con una nueva e inoperante declaración televisiva de urgencia del presidente Rajoy (en funciones) minutos antes de que se consumara la investidura de Carles Puigdemont. Pero ¿cuántas conocemos ya de igual tono amenazante y gratuito…? ¿Y qué es eso de que, ahora, no va a tolerar ninguna ilegalidad institucional en Cataluña, cuando durante los cuatro años de su mandato ha tolerado todas las que se han cometido en materia de enseñanza, banderas, referéndums, declaraciones…?

Lo cierto es que con el Gobierno de Mariano Rajoy el ‘problema catalán’ no sólo ha perdurado, sino que se ha acrecentado, llegando prácticamente a borrar al PP -su partido- de ese escenario político territorial. Una senda por la que, en paralelo, también transita el PSC, en otro claro desencuentro con su teórico electorado.

Pero lo más vergonzoso del caso es que, ahora, Rajoy y el PP pretendan utilizar in extremis, y de forma oportunista, este impulso más agresivo del separatismo catalán para tratar de salvarse de su particular ruina electoral. Es decir, aparentando un enfrentamiento real con ‘el problema’ –que nunca han tenido- para evitar que las aguas del lodazal político que les ahoga, situadas ya a nivel del cuello, les llegue al sistema respiratorio, haciéndonos creer que tienen arrestos para superar su cobardía precedente y conjurar la amenaza que supone para la unidad nacional.

Pretensión muy similar a la que tienen Pedro Sánchez y el PSOE, envuelta en este caso en la fantasmada política de proponer una Constitución Federal como instrumento vertebrador del Estado, cuando la versión precedente vivida durante la Primera República llevó al cantonalismo, a la asonada del general Pavía y a la ‘dictadura republicana’ presidida por el general Serrano.

Puestos a pasar por más vergüenzas ajenas, sólo nos queda por ver quién reconoce el mérito de Mas como valedor del tardío patriotismo del PP y el PSOE, con su paso a un lado -no hacía atrás- para facilitar la gobernabilidad de Cataluña, según le exigían las llamadas ‘fuerzas constitucionalistas’. Y cómo con Puigdemont, su heredero político (investido presidente de la Generalitat sin el gesto de reconocer su lealtad al Rey y a la Constitución Española), sigue creciendo el malestar catalán con el Gobierno de la Nación y el fomento de las adhesiones al proyecto secesionista.

Fernando J. Muniesa

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infoelespiadigitales/4/4/19

‘Nunca pasa nada’. Este es el título de una película de Juan Antonio Bardem estrenada en pleno franquismo (1963) en la que mostraba de forma aguda y sutil la intrahistoria de una pequeña ciudad representativa de aquella sociedad, remarcando su invariable rutina cotidiana y la pobre interacción de sus ambientes y habitantes.

En su narración, Bardem nos sumergía con incisiva serenidad y una lírica agridulce en la vida y costumbres locales, analizando un sentido de la vida verdaderamente complaciente que se podía extender al conjunto de España.

La película, subestimada, no gozó de los halagos de la crítica, quizás porque reflejaba el puritanismo y el manto de hipocresía con el que entonces se tapaba todo lo que no era bien visto socialmente.

A pesar de ello, la expresión ‘nunca pasa nada’ terminó siendo un dicho muy asentado en los medios políticos, tal vez como una lógica aspiración del viejo régimen. Y lo cierto es que, con un poco de perspicacia, también podríamos verla reflejada en la política de la Transición y, sin duda alguna, en la del bipartidismo imperfecto del PP-PSOE.

Puede decirse que, políticamente, con Franco nunca pasó nada y que, según se mire, después de su muerte tampoco pasó mucho. Más bien sólo lo imprescindible para que, en el fondo, todo siguiera ‘atado y bien atado’, en una suerte no de ruptura democrática sino de una insoslayable reforma del oxidado régimen establecido, con una acusada continuidad terminal de las esencias y prohombres del franquismo hasta su total agotamiento vital.

En realidad, la muerte de la UCD tras la intentona golpista del 23-F fue consecuencia de la fosilización del modelo político pre existente, como la eclosión del PSOE en las elecciones generales del 28 de octubre de 1982 fue su única salida posible.

Tras el natural acceso del PSOE al poder, el establishment decidió dar por concluida la Transición y por consolidado el nuevo régimen democrático, así llamado porque dimanaba de una Carta Magna en la que los constituyentes impusieron -con poca o ninguna posibilidad de respuesta popular- el Estado de las Autonomías. El referéndum previo por el que se aprobó la Monarquía parlamentaria como nueva forma política del Estado, tampoco sería gran cosa, porque venía perfectamente encarrilado como herencia franquista…

Al fin y al cabo, los avances democráticos de nuestra historia política más reciente no han sido nada extraordinarios. Aunque se hayan presentado como notables y trascendentes, acaso porque ni siquiera había costumbre de que sucedieran cosas semejantes.

Y el acomodo del sistema ha sido tan grande, que hasta la aparición de Podemos y sus movimientos populares (y la de Ciudadanos), tampoco se ha tenido conciencia de lo que supone un verdadero ‘cambio político’. La agria reacción que esa novedad ha producido en el sistema, intentando confundir simples reivindicaciones sociales poco menos que con el desorden político o la propia anarquía, muestra lo raro o inhabitual del suceso.


Pero, a pesar del interés por identificar ese aire de reformas necesarias con el desgobierno, nada hay de eso. Lo cierto es que, una vez que los partidos emergentes se han convertido en el fiel de la balanza política en muchas instituciones de representación electoral, tomando el poder en algunos ayuntamientos emblemáticos, la realidad del día a día continúa más o menos de la forma habitual, discurriendo al margen de si los partidos que suelen entorpecerla son nuevos o viejos. Apaguemos, entonces, las alarmas sobre el caos democrático, porque los tiros no van por ahí.

La evidencia última de que en España y en política nunca pasa nada, es que, a menudo, hasta el Gobierno se puede mostrar accesorio. Por ejemplo, Cataluña dejó de tenerlo de forma operativa hace más de cinco meses, desde que el pasado 4 de agosto se convocaron las elecciones del 27-S, sin que por ello a los administrados les haya ido peor que antes ni les vaya a ir mejor después (con todo lo que aún queda por ver). Y algo parecido puede apreciarse también en el caso del Consejo de Ministros, que quedó ‘en funciones’ el 11 de noviembre y con un horizonte de nueva titularidad que también se percibe lejano, manteniendo al país durante ese tiempo por lo menos sin más recortes sociales ni más torpezas legislativas.

Y lo del gobierno innecesario es un fenómeno tan vivo y apreciable que no sólo se da en España. Ahí está el caso de Bélgica, si queremos poner un ejemplo propio de nuestro mismo entorno democrático y enmarcado en la misma situación de crisis económica.

Tras las elecciones del 13 de junio de 2010, en aquel país se abrió un largo impasse que duró más de año y medio -hasta finales de 2011- en el que los partidos no lograron ponerse de acuerdo para formar la nueva dirección política, con un gabinete en funciones de manos atadas y un parlamento bloqueado en medio de grandes tensiones territoriales. Sin embargo, la economía evolucionó de forma envidiable, con una mejora sustancial en los datos del paro, en el déficit presupuestario y hasta en el salario mínimo, al margen de algunas presiones artificiosas sobre la deuda pública.

Con la mejor marca de un Gobierno en funciones (en tiempos de paz), la pregunta del millón es ¿cómo pudo entonces mejorar Bélgica su economía sin medidas especiales de ajustes, reformas laborales, subidas o bajadas de impuestos, recortes de funcionarios o pérdidas del poder adquisitivo…?

Sin duda porque lo del ‘caos democrático’ es una exageración y el ‘gobierno innecesario’ una realidad comprobada; al margen de que las urnas también alumbren nefastas mayorías absolutas, traducibles ipso facto en dictaduras parlamentarias. Pero tranquilos: aun así, aquí nunca pasa nada.

Fernando J. Muniesa

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infoelespiadigitales/4/4/19

Que el problema del soberanismo no es cuestión política sino legal, sólo puede negarse desde una óptica obtusa o asentada en el autoritarismo y la intransigencia propia de épocas pasadas. Pero nunca si la disquisición se plantea en un debate intelectual sobre la democracia.

Cierto es que la Constitución, tan respetable como imperfecta en muchos aspectos, residencia la soberanía nacional en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Pero no lo es menos que ‘todo’ el pueblo no goza de la misma consideración en muchos aspectos sustanciales de la democracia y la vida pública.

Sin ir más lejos, los españoles menores de 18 años, que no están incluidos en el censo electoral, carecen del derecho a participar en los asuntos públicos y a ser electores o elegibles. Es decir, no son parte del ‘pueblo soberano’ al no estar en posesión de todos los derechos políticos.

En España, la edad mínima para participar en el sufragio político se alcanza dos años después de poder ejercer otros derechos de similar impronta, como los de reunión y manifestación, de asociación, de libre expresión o de elección de representantes sindicales. Además, a partir de los 16 años hay que entender asumida suficiente capacidad de discernimiento, dado que con esa edad se puede trabajar y contraer matrimonio, teniendo desde luego obligaciones tributarias y responsabilidades penales; razón por la que no se entiende que, en paralelo, se coarte la capacidad electoral, activa o pasiva.

Bajo la consideración, pues, de que ya existen limitaciones o matices en el ejercicio de determinados derechos políticos, no parece irracional que el de pronunciarse en materia soberanista pueda modularse en función de las diferentes afecciones personales o territoriales, o graduarse en su necesidad de respaldo cuantitativo.

De hecho, estos matices en las condiciones de determinados referéndums, acordes con su particularidad o especial trascendencia, ya se imponen en el ámbito legislativo. Así, mientras una reforma constitucional requiere la aprobación mayoritaria de las tres quintas partes del Congreso y del Senado o, en última instancia, la de dos tercios del Congreso, las leyes ordinarias se aprueban por la mayoría simple de los miembros presentes del órgano que corresponda y las orgánicas por mayoría absoluta.

Y ello al margen de los diferentes grados de respaldo que han tenido los referéndums realizados desde las Cortes Constituyentes, todos no obstante con igual validez. El que ratificó el Proyecto de Constitución de 1978 lo hizo con un 88,5% de votos favorables y una participación del 67,1%; el de la permanencia de España en la OTAN se aprobó con un 52,5% de votos sobre una menor participación del 59,4% (por tanto sin mayoría censal) y, por último, la Constitución Europea contó con un 76,1% de votos favorables y una participación del 42,3%, y en consecuencia también con un respaldo mínimo del cuerpo electoral.

Dicho de otra forma, no siempre un tema políticamente sustancial ha sido objeto de la misma atención o respaldo por parte del electorado. De hecho, no parece que el ‘problema catalán’, por ejemplo, interese por igual a un vasco, un canario o un heredero de los adelantados federalistas que en 1873 proclamaron el Cantón de Cartagena… ¿Y acaso la respuesta nacional sería la misma ante una consulta sobre la españolidad de Ceuta y Melilla que sobre la del País Vasco o Cataluña…?

Aún más, si en los diversos referéndums autonómicos o municipales que se han celebrado desde 1978 sólo han votado los españoles directamente afectados en cada caso, ¿por qué razón, habrían de hacerlo todos ellos, si lo que se decidiera en esencia fuera el futuro del pueblo catalán…? Y no se olvide que en el referéndum sobre la independencia de Escocia de 2014 no votaron todos los británicos, aunque los antecedentes fueran distintos.

¿Por qué empecinarse, entonces, en negar un referéndum para medir las aspiraciones independentistas de aquellas ‘nacionalidades’ (así se definen en la Carta Magna) que las vienen proclamando desde hace años…? ¿Y por qué afirmar que tal consulta es inconstitucional o antidemocrática…?


Lo antidemocrático es negar a los catalanes el derecho a decidir sobre su independencia (otra cosa es discutir la ‘legalidad’ y ‘legitimidad’ del caso). O insistir en que, en un referéndum soberanista, el voto conjunto de todos los españoles prevalezca sobre el de quienes no se identifican como tales y se encuentran afectados en primera instancia.

Ambas posiciones son harto discutibles, sobre todo porque no es fácil de entender que el principio de libertad democrática sea inferior al del derecho positivo que emana de ella. La Constitución Española primero proclama la convivencia democrática y después la enmarca en un Estado de Derecho como expresión de la voluntad popular.

Así, caben notables dudas para que entre los referéndums previstos en nuestra norma suprema, no se pueda incluir -con las condiciones de validez que procedan por su naturaleza y alcance- el tan traído y llevado sobre la independencia de Cataluña. La ley no se debe conculcar, ni tampoco mal interpretar o retorcer.

Lo cierto es que si tal aspiración llegase a ser significadamente mayoritaria, la secesión sería inevitable. Pero, en caso de constatarse en minoría, la desvertebración de España quedaría superada y su unidad fortalecida.

Mientras Podemos defiende el derecho a decidir, haciendo campaña a favor de la unidad nacional, otros partidos españolistas muestran un pánico cerval a conocer la verdad del ‘problema catalán’. Ese miedo les ata y descalifica para gobernar con acierto un país que constitucionalmente se define como un conjunto solidario de nacionalidades y regiones: pura ceguera política.

Fernando J. Muniesa

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infoelespiadigitales/4/4/19

La mejor prueba de que el modelo político bipartidista ha caído, es el hecho de que tras las elecciones del 20-D ninguno de los dos partidos más votados (PP y PSOE) tiene fácil formar un Gobierno sin consensos con otras fuerzas políticas. Ya era hora de que vayan aprendiendo.

Cierto es que, como partido más votado, corresponde al PP intentar alcanzar ese objetivo, con independencia de que, además, Rajoy se plantee la investidura presidencial como empeño personal, aunque ya veremos si rectificando o no sus máximas exclusivistas y si terminando de hundir a su partido en ese empeño, antes que para procurar levantarlo. Pero ni la distribución de escaños ni las diferencias ideológicas y programáticas en liza, se lo van a poner fácil.

De hecho, y si bien el bloque nacional-conservador de PP y Ciudadanos totaliza 163 escaños (123 + 60), con un 42,65% de los votos, el bloque nacional-progresista del PSOE, Podemos e IU, con sólo dos escaños menos (90 + 69 + 2), le supera en votos obtenidos (un 46,34%). De ahí que la situación esté prácticamente en tablas y que los escaños ‘periféricos’ tengan en este sentido verdadera importancia (ya veremos si vuelven o no a sacar tajada política).

Vista la imposibilidad aritmética de conformar una mayoría parlamentaria absoluta de 176 escaños con coherencia ideológica en una primera votación de investidura, tampoco parece fácil que Mariano Rajoy pueda concitar suficientes apoyos y/o abstenciones como para formar en segunda votación un Gobierno en minoría de 123 diputados, para lo que necesitaría cuando menos la abstención conjunta de Ciudadanos y del PSOE al objeto de poder soportar un máximo posible de 97 votos negativos del resto de las fuerzas con representación parlamentaria. De otra forma, y aun contando con el voto positivo de Ciudadanos y hasta con el del PNV (partido al que en estos momentos le convendría mantener un gobierno conservador débil), es decir con el apoyo de 169 escaños, tampoco podría conjurar los restantes 181votos negativos del Congreso de los Diputados.

Esa investidura de Rajoy, sólo con sus votos o sumando incluso los de Ciudadanos y el PNV, tendría que pasar, pues, por la necesaria abstención del PSOE. Cosa que en términos de interés o estrategia socialista tampoco sería ningún absurdo: día a día, el PP podría terminar asado en su propio jugo, quizás abrasando también a Ciudadanos, mientras se releva a Pedro Sánchez para poder levantar cabeza en unas elecciones anticipadas no más allá del 2017.

Partiendo del deseo de Rajoy por volver a presidir el Consejo de Ministros (aunque fuera a plazo tasado esa nominación le valdría para salvar su prurito personal repitiendo legislatura por corta que fuese), ésta abstención del PSOE es la única forma de conseguirlo; pero, claro está , a costa de que su actual secretario general concluya su vida política como candidato circunstancial de ‘usar y tirar’. Porque, así como el apoyo del PNV a la investidura presidencial de Rajoy no es impensable (con las contrapartidas convenientes), sí que lo es el de los independentistas catalanes.

Por más vueltas que le demos, la única posibilidad de que el PP gobierne exclusivamente con sus 123 escaños, con el voto afirmativo o la abstención de Ciudadanos, sería la de contar, además, con la abstención del PSOE. Ahí queda eso; y lo más probable es que los grandes gerifaltes socialistas terminen forzando a Pedro Sánchez a pasar por el aro y a comulgar con esa penitente rueda de molino, rascando -eso sí- lo que se pueda rascar.

Esa fórmula, buena o menos mala para las expectativas post electorales de Ciudadanos, y también conveniente para que el PSOE pueda recomponerse del batacazo del 20-D, frenaría al menos momentáneamente la vertiginosa ascensión de Podemos, que siempre sacaría mayor rédito electoral con los demás posibles desenlaces de la situación. Mientras el partido de Rivera está obligado a afinar su confusa política general de alianzas y a fijar un posicionamiento con cierto recorrido electoral, el de Iglesias tiene muy claro su objetivo de conquistar el espacio socialista.

Ciudadanos sólo puede progresar con un Rajoy dependiente y gobernando contra corriente. Mientras Podemos, que prácticamente ya ha dejado a IU donde le convenía (en su izquierda marginal), necesita terminar de varear al debilitado PSOE de Sánchez, que, vistos los resultados del 20-D, debería asumir con dócil humildad lo que sea dictado y ordenado desde la reserva fáctica socialista (Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha…).

Por otra parte, si Pedro Sánchez tomara el relevo de Mariano Rajoy para intentar formar un gobierno alternativo -de corte oportunista y desde luego lastrado por su innegable fracaso personal en las urnas-, necesitaría al menos el voto positivo de tres partidos más (entre ellos necesariamente Podemos), o bien la abstención común del PP y de Podemos. Una posibilidad alternativa todavía más difícil de implementar, si cabe, que ‘un gobierno del partido más votado’, que ha sido la propuesta mantenida por Rajoy durante la campaña electoral y, hoy por hoy, la menos inconveniente.


Pero, con todo, de una u otra forma, y obviando el imposible categórico de un gran pacto PP-PSOE que realimentara la aversión social contra ambos partidos (otra cosa sería simplemente dejar gobernar a Rajoy), el nuevo ejecutivo que se pueda nuclear tanto en torno a Mariano Rajoy como a Pedro Sánchez, nacería con una fragilidad  extrema y muy limitado para afrontar los grandes retos políticos todavía pendientes. Destacando entre ellos la creación de empleo, las reformas institucionales básicas (ley electoral, independencia del poder judicial…) y la vertebración territorial y política del Estado, que requeriría nada más y nada menos que modificar la Constitución.

El lío resultante del 20-D es, pues, mayúsculo, con pocas y malas salidas, debido sobre todo a la renuencia conjunta del PP y del PSOE para reformar el sistema electoral vigente, que, entre otros muchos defectos, carece de una conveniente ‘segunda vuelta’ a la francesa para evitar este tipo de situaciones envenenadas. El PP de Rajoy no ha querido hacerlo con su mayoría parlamentaria absoluta, y ahora paga las consecuencias.

Porque ahora, antes de la investidura presidencial y de la toma de posesión del nuevo Gobierno de la Nación -si es que ésta se produce sin nuevas elecciones generales-, tampoco es posible pactar de verdad la reforma constitucional, modificar o derogar la normativa legal o establecer cambios en el tramado institucional del Estado, como propone Podemos, con la capacidad legislativa bloqueada. Además, una vez constituidas las nuevas cámaras parlamentarias, ya se verá cómo se forma la Mesa del Congreso y si esta institución puede desarrollar o no sus funciones legisladora y de control al poder ejecutivo con la eficacia debida.

Por tanto, todo apunta a una obligada abstención final del PSOE para que Rajoy pueda gobernar a trancas y barrancas y con finiquito a muy corto plazo, posiblemente -como decimos- para apuntillar a su partido. De otra forma, y antes que ver al PSOE enfangado en nuevas peripecias sin futuro, esperemos como alternativa una convocatoria urgente de elecciones para resolverlas en una especie de ‘segunda vuelta’, con presunta ventaja para el PP.

Con todo, tampoco tenemos claro que el fin del bipartidismo no termine derivando en un cambio convulsivo del sistema político. Porque, como ha advertido Salvador Pániker, ingeniero y filósofo notable que huyó de la política renunciando de forma prematura al escaño de diputado que en 1977 obtuvo con UCD, “el defecto nacional es que nadie escucha ni cambia sus paradigmas”.

Tomemos nota de la situación. Y veamos si el PP y el PSOE son capaces de entender la necesidad del consenso político y si los partidos emergentes se traen o no esa lección aprendida.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

En España, las elecciones legislativas o generales se suelen glosar de forma bien curiosa -y hasta chusca- nada más conocerse los resultados definitivos arrojados por las urnas. Lo más traído y llevado por parte de los analistas y tertulianos al uso, y sea cual fuere el nivel de sorpresa deparado, es la sistemática afirmación del ‘ya lo había dicho yo’ o el ‘esto estaba cantado’.

Al cierre de esta Newsletter, con el escrutinio electoral del 20-D consumado al 98% y apuntando a un éxito insuficiente del PP, a una ruina absoluta del PSOE (aunque paradójicamente pueda terminar salvando los muebles de la quema gracias al batacazo de Rajoy) y a un definitivo segundo y cuarto puesto de Podemos y Ciudadanos, que pasan respectivamente de cero escaños nada menos que a 69 y 40 respectivamente (esos son sus cuatro aspectos más significados), no faltan declaraciones de esa recurrente naturaleza. Así, todos los medios informativos recogen opiniones de muchos politólogos de ocasión que, aun habiendo apostado en el fondo por mantener al PP y al PSOE como fuerzas más representativas, y por tanto anclados hasta el último momento en un bipartidismo irredento, ahora rectifican sobre la marcha poco menos que arrogándose la posición de augures de lo acontecido.

De hecho, y como se recogió en el cuadro-resumen de las últimas encuestas previas al 20-D publicado por El País (14/12/2015), todos los pronósticos colocaban al PP como ganador, con una horquilla de escaños en el Congreso de los Diputados que iba de los 103 a los 128, y al PSOE en segundo lugar con otra de entre 76 y 94. Además, Ciudadanos aparecía en tercer lugar con una variabilidad de 52 a 72 escaños y Podemos con la de 45 a 64.


Pero ninguna de esas estimaciones -todas con márgenes de desviación muy grandes- puede decirse que fueran afinadas. O, matizando más, ahora hay que reconocer las presiones ejercidas durante cuatro años por toda una corte de periodistas y analistas instalados en la mamandurria del sistema, tratando de frenar de forma interesada la realidad del cambio político que de forma clamorosa reclamaba la sociedad española, e incluso combatiendo a los dos partidos emergentes (Ciudadanos y Podemos) como si en ello les fuera la vida, tachándoles, como mínimo, de inexpertos y advenedizos de la política.

Todo un esfuerzo para contener el desmoronamiento del sistema, apoyado por no pocos medios informativos negados para criticar la podredumbre a la que había llegado el bipartidismo PP-PSOE y espabilados como nadie para lanzar la crítica más visceral contra quienes le supusieran una amenaza. La contumaz insistencia del sistema en combatir a Podemos y Ciudadanos, sólo ha servido, por un lado, para que el centro-derecha (PP+Ciudadanos) no alcance la mayoría absoluta y, por otro, para que Podemos presione al PSOE arrebatándole la enseña del ‘socialismo de corazón’.

Un dato este último -tómese nota- que podría haber hecho saltar por los aires el actual modelo político si Pablo Iglesias y Alberto Garzón hubieran sumado sus dos formaciones políticas. De hecho, y primados en ese caso por la ley d’Hont, Podemos con IU, o viceversa, habrían alcanzado de forma destacada el segundo puesto electoral con el 25% de los votos, superado ampliamente al PSOE.


Cierto es que en esa campaña mediática interesada a favor de preservar el modelo político degenerado -esa es la realidad que se ha vivido- y en contra de sus enemigos emergentes, ha habido honrosas excepciones. Y desde luego muy meritorias porque han carecido del favor publicitario controlado por el poder político, buscando el ahogo económico de sus proyectos empresariales mientras los medios más afines, públicos y privados, veían solucionados sus problemas financieros de forma ciertamente generosa.

Ahora, la realidad del voto ha desbordado las esperanzas del establishment, por no hablar de sus manipulaciones argumentales y demoscópicas. Ahora, ya existen acta fehaciente de defunción del modelo bipartidista y, en consecuencia, una necesidad absoluta de soslayar las habituales mentiras políticas y tomarse las cosas más en serio y en todos los niveles de la vida nacional; porque esto de pasar por las urnas tiene su miga y cuando el electorado se harta, sucede lo que ha sucedido: que, tras agotar su crédito social, el PP y el PSOE han quedado pateados -no se sabe quién más y quién menos- por un grupo de aprendices de la política -que es lo que todavía son-, dicho sea con todo el respeto del mundo.

Ahora, el inmovilista, ensoberbecido y mentiroso PP de Rajoy se ha quedado compuesto y sin novia, como para ‘vestir santos’, después de arremeter torpemente contra los centristas de Albert Rivera en vez de respetarles como posibles socios políticos, sin moverse un milímetro de su errada posición numantina. Al tiempo que el PSOE ha bajado desde el infierno en el que ya había sido instalado por el zapaterismo a la más pura nonada o nimiedad, arrasado por Podemos y obligado a una refundación inmediata y radical.

Paréntesis: El debate ‘cara a cara’ entre Rajoy y Sánchez del pasado 14 de diciembre -el último privilegio del bipartidismo- fue decisivo al respeto, porque, como anunciamos de forma premonitoria en nuestra Newsletter del domingo precedente, sería perdido de forma deplorable y conjunta por ambos contendientes (Iñaki Gabilondo advirtió sobre su apariencia ‘rancia’ y ‘viejuna’).


El PP y el PSOE de hoy se la han pegado un tremendo batacazo en relación con su posición del 2011, tanto en su caída de votos como de escaños. ¿Y dónde han quedado, por ejemplo, los 70 escaños que algunos adjudicaban a Ciudadanos, y dónde los menos de 50 que otros asignaban a Podemos…?

Más que en errores profesionales, en sí mismos inconcebibles, tenemos que pensar que la mentira y la podredumbre del sistema político ya habían transcendido incluso al entorno mediático o al llamado ‘cuarto poder’. Lo que justifica todavía más el necesario asalto de Podemos y Ciudadanos al sistema y la conveniencia de reformar en profundidad la Ley Electoral y también el desviado mundo de la información.

La ‘derechona’ española ha caído en el mismo pozo antisocial que la griega de Antonis Samarás o la portuguesa de Pedro Passos Coelho sin que le haya funcionado su lamentable invocación a los fantasmas del miedo, mientras el socialismo de baratija puesto en almoneda por Rodríguez Zapatero sigue con los papeles perdidos. Sin embargo, eso no está reñido con el hecho de que PP y Ciudadanos sumen 162 escaños, muy similares a los 160 que suman PSOE y Podemos (162 con IU), aunque las expectativas de apoyos o abstenciones de cada bloque para formar Gobierno sean muy distintas, con la circunstancia añadida de que el PP haya conseguido la mayoría absoluta (un tanto intranscendente) en el Senado.

A Rivera le ha sobrado ambigüedad y le ha faltado decisión para creer en sí mismo y sacudirse el vértigo que le producía arremeter contra el PP y desplazarle a las cavernas de la ultra derecha, que es lo que tenía que haber hecho (su error fue anunciar que se abstendría para que gobernase el partido más votado -es decir Rajoy- y que no apoyaría ningún pacto 'para desbancar al PP', con lo que en el fondo renunciaba al voto de la derecha descontenta). Mientras a Pablo Iglesias no le ha temblado el pulso para hablar al PSOE de ‘tú a tú’, reprobarle que una cosa es lo que promete en las campañas electorales y otra lo que hace cuando gobierna y proclamar que el ‘socialismo de corazón’ es el de Podemos.

Hoy, como vaticinaban Pablo Iglesias y Albert Rivera (el primero con más fe que el segundo, ha llegado la hora de la nueva política frente al viejo, corrompido y esclerotizado bipartidismo del ‘quítate tú para ponerme yo’. Podía haberlo hecho a través de la autocrítica y la negada reconversión conjunta del PP y del PSOE, pero ha venido de la mano de Podemos (sobre todo) y de Ciudadanos, porque así lo han impuesto los electores españoles: sólo queda apretar las filas para sacar el país adelante y que quienes tanto se han equivocado rectifiquen pronto todo lo que tengan que rectificar.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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Al margen del interés manipulador de las encuestas y de la tendenciosidad con la que se suelen presentar públicamente las estimaciones y análisis pre-electorales, que no son poca cosa, el resultado final salido de las urnas siempre ha tenido cierta carga de previsibilidad o de sentido común. De hecho, esta realidad ha puesto a menudo en evidencia las especulaciones de los politólogos y portavoces partidistas, sin que en lo sucesivo jamás hayan querido prescindir de sus tradicionales enredos demoscópicos.

Cabría decir, pues, que si bien muchos electores votan de forma demasiado emotiva, o un tanto irracional o alienada, otros lo hacen guiados por una dinámica de acontecimientos y balances políticos evidentes, que antes, es decir a lo largo de toda una legislatura, o de varias, van conformando sus opiniones y comportamiento en las urnas. Quizás no siempre con la convicción de votar lo más adecuado, pero si con la de propiciar el castigo a quien no ha sabido o querido asumir su representación política de forma satisfactoria para los representados.

Así ha venido sucediendo en las elecciones generales celebradas desde la Transición, con sorpresas que en no pocas ocasiones la clase política ha sido incapaz de vislumbrar. Ahí están la debacle de la UCD en 1982 -que la llevó a su extinción aparejando una insospechada mayoría absoluta socialista de 202 escaños-, la también mayoría absoluta lograda por el PP en 2000 y su posterior pérdida del poder en 2004 -ambas inesperadas por los populares-, el batacazo del PSOE en 2011… O la pérdida de posición política que están arrastrando tanto el PP como el PSOE en los territorios con aspiraciones soberanistas.

Con ocasión de las últimas elecciones europeas, en mayo de 2014 no fue difícil anticipar que el bipartidismo PP-PSOE hacía aguas por debajo de su línea de flotación. Incluso siendo unos comicios ciertamente alejados del interés social cotidiano, el electorado español no desperdició la ocasión para mostrar su malestar con la casta política y la corrupción sin freno que había instalado en el país.

A continuación, en las elecciones andaluzas del 22 de marzo de 2015, se evidenció que los partidos emergentes (Podemos y Ciudadanos) iban en serio, amenazando la hegemonía de los dos partidos tradicionales y su sistemática rotación en el poder. Y dos meses más tarde, el 24 de mayo, las elecciones municipales y autonómicas corroboraban que los nuevos partidos habían llegado para quedarse y exactamente a costa del PP y del PSOE.

Los comicios anticipados al Parlamento de Cataluña del 27 de septiembre, también confirmarían la caída libre del PP y del PSOE y que Ciudadanos y Podemos iban a constituir una amenaza electoral insoslayable…

Hoy, el fotograma aproximativo que supone una encuesta electoral puntual, más o menos manipulada, está condicionado por la secuencia general de la realidad política y la continuidad de su incidencia en la opinión y actitudes del electorado. Así, antes del 20-D, ya sabemos que el bipartidismo ha muerto y que existen cuatro fuerzas políticas de ámbito nacional en liza, cada vez más apretada.

Y se puede asegurar también que esa nueva competencia electoral va a conllevar de forma implícita -y gobierne quien gobierne- un estruendoso fracaso del PP y del PSOE y un éxito incontrovertible de Ciudadanos y Podemos. Esa es la nueva realidad que aflorará el 20-D, sin necesidad de tener que esperar al recuento de los votos.


Cierto es que la nueva oferta política consolidada, más amplia, conlleva más posibilidades de elección y una mayor participación electoral, acompañadas en buena lógica por más indecisión y una dinámica más complicada en el trasvase de votos. Pero sin frenar para nada la caída de la impostura bipartidista, sino más bien acrecentándola.

La conformación del nuevo Gobierno es otra cosa. Pero también es evidente que, sin posibles mayorías absolutas, su viabilidad ha de pasar de forma obligada por el aro de los pactos políticos a dos o tres bandas, según la aritmética parlamentaria resultante y la posición ideológica de las partes.

Bien mediante un gobierno de coalición -difícil de encajar sean cuales sean las combinaciones de siglas que se barajen-, o bien facilitando un gobierno de minoría parlamentaria con apoyos externos para la investidura presidencial, la aprobación de los presupuestos generales y las llamadas ‘políticas de Estado’, dejando al albur del debate y la negociación puntual el resto de la acción legislativa.

Y esas dos posibles formas de afrontar la constitución del nuevo Gobierno de la Nación, que es un problema sin solución previa al reparto de escaños del 20-D, lo que hacen es no solo convertir a Ciudadanos en árbitro de la contienda electoral, sino situar a Rivera en la catapulta para hacerse con el poder, pudiendo pasar a presidir el Consejo de Ministros sin haber tenido hasta el momento representación en el Congreso de los Diputados. Todo gracias a cinco circunstancias principales: su posicionamiento político centrista en momentos en los que el antagonismo derecha/izquierda y el bipartidismo PP-PSOE se muestran agotados, su imagen de partido limpio y combativo ante el fenómeno de la corrupción, su moderación en el fondo y en las formas de aproximación a la vida pública, sus propuestas comedidas de carácter reformista y su clara defensa de unos principios básicos para el entendimiento y la vertebración nacional frente a las reivindicaciones soberanistas.

Una fijación de posiciones más que suficiente para que en los últimos momentos Ciudadanos pueda seguir creciendo por su derecha a costa del PP y por su izquierda a costa del PSOE, e incluso para captar votos más transversales hasta ahora anclados en la abstención o próximos a otras formaciones políticas minoritarias.

Si la pugna entre Albert Rivera y Pedro Sánchez se decanta a favor del primero, alcanzando el segundo puesto en el ranking electoral, el líder de Ciudadanos puede convertirse en el próximo presidente del Gobierno, rompiendo la tradición bipartidista del ‘quítate tú para ponerme yo’. Y ahuyentando también los fantasmas del populismo que, quiérase o no, han venido envolviendo a Podemos. Todo lo demás es mucho más complicado, incierto e improbable.

San Agustín -el ‘Doctor de la Gracia’-, y mucho antes Aristóteles -discípulo de Platón y maestro de la lógica- sostuvieron que en el justo medio es donde anida la virtud. De ahí que, a siete días vista del 20-D y con la aritmética parlamentaria que se atisba, creamos muy probable que sea Rivera quien finalmente lidere el próximo Gobierno.

Claro está que el último cartucho del ‘pim, pam, pum’ electoral lo van a tener Rajoy y Sánchez, diseñado a su imagen y semejanza y servido en bandeja de plata por TVE y la Academia de las Ciencias y las Artes de Televisión el 14 de diciembre, a seis días del 20-D, y excluyendo del mismo a cualquier otro competidor electoral. Ya se verá quién gana esta última jugada a favor del bipartidismo, quien lo pierde o si ambos candidatos salen trasquilados de tan descarado favor mediático.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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El pasado 25 de octubre, y exactamente en nuestra Newsletter 189, fuimos adelantados en advertir que Albert Rivera podía ser el próximo presidente del Gobierno. Cinco semanas después, el 30 de noviembre, y pocos antes de que esta misma semana se iniciara la campaña electoral del 20-D, los dos diarios políticamente más influyentes (El País y El Mundo) nos tomaban el relevo en la misma posición analítica.

No menos significativo ha sido el amplio reportaje dedicado a Albert Rivera el pasado fin de semana por el diario estadounidense The New York Times (NYT), de referencia mundial. En él se le presenta como ‘el líder del centro político’ y se apunta la posibilidad de que, finalmente, sea quien dirija el próximo gobierno.

Su autor, Raphael Minder, corresponsal del periódico en España, se desplazó a Barcelona para entrevistar a Rivera, tomando también opiniones al respecto de gente como el politólogo José Ignacio Torreblanca (militante del PSOE), el portavoz del PP Pablo Casado y el ex ministro socialista Josep Borrell, quien últimamente no oculta su simpatía hacía la formación naranja.

Torreblanca define a Rivera como “el único político catalán preparado para denunciar la mitología de la nación catalana desde el primer día”. Un mensaje que sin duda debería acusar el PP y, aún más, el PPC, cuyos devaneos con el soberanismo son un verdadero lazo al cuello del candidato nacional del PSOE Pedro Sánchez.

La extensa cró­nica de Minder destaca también cómo Ciudadanos es un caso especialmente raro dentro de la frag­men­ta­ción po­lí­tica que se percibe actualmente tanto en España como en otros muchos países europeos. Y refuerza esta percepción recordando que todos los nuevos par­ti­dos que han subido en son­deos y elec­cio­nes, son de ex­trema de­recha o de ex­trema izquierda, mientras que Ciudadanos lo ha encontrado acertadamente su hueco en el espacio de cen­tro.

El propio Rivera apostilla: “Nosotros no te­nemos que viajar al centro porque ya es­tamos ahí, lo que es mucho más fiable que el rumbo de un par­tido como Podemos, que em­pezó desde una po­si­ción mucho más ex­trema a la iz­quier­da”. Esta com­pa­ra­ción con el otro par­tido emer­gente revolotea en el reportaje del NYT con de­ta­lles de cómo Podemos se ha ido des­in­flando y Ciudadanos ha ido escalando puestos en las preferencias de los votantes. Y Rivera sostiene, como repite en muchas ocasiones, que mientras Podemos insiste en lo que se ha hecho mal, Ciudadanos va más allá y contesta a la pregunta del ‘¿qué hacer ahora?’.

La visión que el NYT ofrece de Rivera es la de un líder que defiende una agenda económica ‘liberal’ al corte del Partido Demócrata que gobierna en Estados Unidos, señalando que se mueve “entre las políticas de austeridad del Gobierno conservador de Mariano Rajoy y sus oponentes, los socialistas”. Y destaca que su partido, Ciudadanos, es capaz de combatir la corrupción destapada durante los últimos años en España.

De hecho, la posición de Rivera sobre el escabroso tema de la corrupción es rotunda. “No pretendemos cambiar la condición humana y decir que no habrá más ladrones, pero sí queremos asegurarnos de que vayan a la cárcel en lugar de seguir en sus cargos: queremos acabar con la impunidad”, sostuvo en su conversación con Minder.

El líder de Ciudadanos aprovecha la plataforma del NYT para insistir de forma muy significativa en que no pactará ni formará parte de un gobierno del PP o del PSOE, atento sin duda a lo que ha ocurrido en el Reino Unido con los liberal-demócratas de Nick Clegg, borrados del mapa electoral por sus pactos de acompañamiento con David Cameron. Para Rivera eso es una consecuencia “de entrar en un Gobierno que no cree en tus cambios”, pudiendo arrastrar a quien así actúe “a una situación de incoherencia y desencanto”.

El prestigioso diario estadounidense destaca algo ciertamente sorprendente. El hecho de que, si Ciudadanos ganase en efecto las elecciones del 20-D, se convertiría en el primer partido europeo en llegar al Gobierno sin tener previamente representación en el parlamento nacional.

Ante tal posibilidad, el popular Pablo Casado advertía irónicamente en el mismo reportaje: “¿Usted prefiere a un joven guapo y alto para pilotar su avión o a uno que haya sobrevivido a varias tormentas?”. Y Rivera le respondía que durante su mandato de gobierno Rajoy ha dirigido una administración que no ha estado en contacto con los problemas reales de la gente y que “nunca ha salido del simulador de vuelo”


En octubre, señalábamos que, oleada a oleada, el barómetro electoral de Metroscopia ratificaba el subidón de Ciudadanos, gracias a un corrimiento de expectativas de votos de circulación variable: del PP a Ciudadanos, de Podemos al PSOE, del PSOE a Ciudadanos… Lo que iba dibujando en torno al partido de Albert Rivera una imagen de utilidad para desbancar del Gobierno al PP y mantener aún al PSOE en la oposición.

Y el 30 de noviembre, el mismo instituto demoscópico ratificaba un triple empate entre PP (22,7% en estimación de votos), Ciudadanos (22,6%) y PSOE (22,5%), con Podemos descolgado en cuarta posición (17,1%); es decir, que cualquiera de los tres partidos empatados podría alcanzar la victoria final. Pero, lo innegable es que la posición centrista de Ciudadanos todavía le permitiría crecer a costa del PP y del PSOE, mientras que el trasvase inverso es, obviamente, menos probable (con independencia de lo que pueda suceder con los indecisos o con el voto ‘inútil’ que todavía flota sobre Vox, UPyD o IU).

Ahora, a dos semanas del 20-D, los analistas que no han querido ver con suficiente perspicacia la caída del bipartidismo y el batacazo simultáneo del PP y del PSOE, se caen de la burra y empiezan a fijar posiciones más afines al pulso social, por si acaso. Mientras que en el PP se tientan la ropa con Ciudadanos y en el PSOE con Podemos.

De hecho, Casimiro García-Abadillo publicaba en El Mundo (30/12/2015) un artículo titulado justamente ‘¿Rivera presidente?’ y apoyado no en las encuestas realizadas por Metroscopia para El País, sino en las de Sigma Dos patrocinadas por el diario que aloja sus propios análisis y sus comentarios políticos. Y eso que aún se agarraba a la hipotética distribución de escaños propuesta con muy escaso fundamento por Sigma Dos, especialmente favorable para el PP y a un cálculo de la media de todas las encuestas publicadas durante el mes de noviembre que, lógicamente, incluye las patrocinadas por el PP en sus medios más afines y, por tanto, bajo fuerte sospecha de manipulación interesada.

En cualquier caso, el autor del artículo-pregunta reconocía que si los datos de Sigma Dos se confirmaban conllevarían -y en eso llevaba razón- un batacazo tan monumental para el PP y el PSOE que ni Rajoy ni Sánchez podrían sobrevivir políticamente. Y se agarraba al consabido ‘escape’ del alto porcentaje de indecisos, ignorando que, en realidad, éstos terminan decantándose en proporciones muy similares a los de los no indecisos…

Cierto es que el último barómetro del CIS (que es el instituto demoscópico del Gobierno), realizado con una gran muestra de 17.452 entrevistas y hecho público con suma oportunidad justo al comienzo de la campaña electoral, coloca al PP en primera posición con el 28,6% de los votos, seguido del PSOE con el 20,8%, de Ciudadanos con el 19,0% y de Podemos con el 9,1%. Pero no lo es menos que, al final, sus datos no se suelen acercar a la realidad final ni por asomo, así que cuidado con la manipulación estadística venga de donde venga.

Sin ir más lejos, la última estimación de votos del CIS en las elecciones catalanas del pasado 27 de septiembre, en base a otra espectacular macro encuesta, fueron de un 32,3% para Junts pel Sí (que finalmente obtuvo un 39,59), de un 8,8% para Ciutadans (que obtuvo nada menos que un 17,9%), de un 7,4 para el PSC (que obtuvo un 12,72%), de un 3,9% para el PPC (que obtuvo un 8,49%)… Eso es lo que hubo (errores monumentales le duela a quien le duela), y no sería extraño comprobarlos de nuevo en la noche del 20-D.

Puestos a lanzar teorías aventuradas, como en el fondo se hace con las encuestas electorales, nosotros podíamos sostener sin el menor rubor que, si la sociedad española está verdaderamente harta del bipartidismo, la partitocracia y la corrupción política impuestas de consuno por el PP y el PSOE, que parece ser que sí, la utilidad del voto a Ciudadanos se puede disparar en el último momento y hacerle ganar las elecciones de calle. Sin más.

Fernando J. Muniesa

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